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Joda joda joda
Jorge Alfonso

Joda Joda Joda, me dije mientras pensaba qué ropa iba a ponerme. El vaquero –el más nuevo que tengo– me queda un poco grande y ya se está deshilachando. Mi mejor camisa –la azul– también tiene sus añitos pero todavía se conserva entera. Las botas parece que se rieran con sus suelas despegadas. Tengo que acordarme de no levantar mucho los pies para que no se note. La campera es demasiado vieja y gastada, así que la dejo tirada sobre la cama.

Joda Joda Joda le digo a Juan y Joda Joda Joda coreamos con Darío mientras sumamos babas mirando las guachitas maquilladas que entran al baile sacudiendo tetas y colas.

Cada cual procesa las imágenes a su gusto.

Juan, que es una bestia desesperada pero fue bendecido por el creador con una cara linda, casi de niño, elige cualquiera de las ninfas y cuando logra que las miradas coincidan, larga una obscenidad al azar. Si ella lo cachetea o lo manda a la mierda prueba con la que viene detrás.

Darío, que es una bestia desesperada pero tiene experiencia y decenas de vaginas en su haber, elige otra y ensaya frases gastadas pero productivas y estrategias casi de marketing que se fueron puliendo y mejorando con los años.

Yo, que soy una bestia desesperada pero nunca tuve cara de niño ni aprendí ninguna táctica convincente, admiro los ojos pintados y los escotes, cuento la plata que me queda y le explico a mis amigos que no voy a tener más remedio que pedirles que me presten algo.

Nos reunimos y contamos la guita. Luego de terminado el balance, el directorio aprueba comprar un litro de vino y pagar entre todos mi entrada. Hace frío y extraño la campera, pero el vino empieza a hacer efecto y ya no me importa.

–Yo me voy a tirar a alguna que esté realmente buena. No voy a andar perdiendo el tiempo con cualquier atorranta –asegura Juan–. Salvo que sea muy tetona –agrega–. Si es tetona, entonces lo que venga, che.

Yo me carcajeo y Darío sonríe como si el asunto no tuviera misterios para él.

–Y a vos –le pregunta Juan–, ¿qué te parecen las putitas estas?

–No sé –contesta haciéndose el interesante–. Hay un par de locas que están bastante bien. Además parecen de guita.

Yo empiezo a aburrirme y con la excusa del frío les pido que entremos. En realidad lo que quiero es terminar con esto de una vez. Ya les había explicado a los dos hasta el cansancio que no me gusta ir a bailar, que siempre me deprimo y termino en la barra, chupando. Igual me hincharon las pelotas hasta el cansancio para que los acompañara. Les expliqué que no tenía plata, pero siguieron insistiendo.

Y bueno, ahora estoy acá. Las luces “iluminación robótica” parecen bombitas comunes pintadas de colores girando para cualquier lado. El “cocktail gratis a elección” es vodka aguado con refresco de naranja o vodka aguado con refresco de limón. La “música seleccionada” es basura electrónica repetitiva y hueca. ¿Qué se le va a hacer? Joda Joda Joda.

Juan y yo bailamos como autómatas, sin gracia, sin ganas. Ojalá hubiéramos nacido en la época del tango. Ahí tenías que saber bailar y encontrar una pareja antes de meterte a payasear por la pista como un boludo. Igual nos consolamos analizando el ambiente, eligiendo y descartando caras, alturas, culos y piernas. Al rato Juan baila con una muchacha narigona y un poco bizca pero de enormes tetas.

Darío habla con dos morochas muy lindas. Cada tanto les cuenta algo aparentemente muy gracioso y ellas se ríen y se miran entre sí. Él sonríe como si de su boca no pudieran salir más que genialidades. Está probando la táctica “hombre de mundo”, acariciándose la elegante medalla dorada que asoma perfectamente visible entre su camisa cuidadosamente elegida.

Yo me alejo un poco y estoy a punto de volver con mi vaso a la barra para poder mirar a todo y a todos con el asco que se merecen, cuando aparece la mujer. Morocha, alta, ojos negros, una minifalda azul y una blusa rosada sin mangas. “Todo lindo, sensual y bien puesto”, podría decirle a mis amigos si me preguntaran. Me quedo mirando a ver si está sola. Pasa delante de mí sin verme y cruza hasta la barra. Pide una cerveza chica y vuelve a la pista, pero rechaza las invitaciones para ir a bailar. La sigo, evitando que me vea. Parece estar buscando a alguien en particular, como yo. Por momentos se alza sin necesidad alguna en la punta de sus sandalias y mira, mira, mira. Yo la observo a poca distancia. Escucho las invitaciones (dos), los piropos (tres), las obscenidades (seis o siete), que le van lanzando inútilmente para detenerla. Pienso en alguna cosa que pudiera decirle y que todavía no le hayan dicho, algo sincero y no superficial que le mueva el piso y le saque alguna palabra para mí. De repente me le paro casi adelante y pruebo lo siguiente:

–Mirá, ni vos me conocés ni yo te conozco, pero te estuve mirando hace rato y vi tanto tarado diciéndote taradeces... Seguro que ninguno te vino así, de frente, a decirte que sos muy linda y que estaría bárbaro bailar un par de temas contigo y después, si querés, sentarse ahí para tomar algo civilizadamente. ¿Qué te parece?

–¿Eh? ¿Lo qué? –se sonríe y entonces saluda a un enano de cara muy pálida y dientes podridos. Se dan un largo beso y se largan a bailar.

Prendo el cigarrillo número once y me decido a recorrer el baile buscando alguien que tenga marihuana. La música suena cada vez más estúpida y empieza a ensordecerme. Encuentro a un tipo con una camiseta verde donde puede leerse “Jamaica”. Le doy mis últimas monedas por la mitad de un porro mal armado y me encierro en el baño. Fumo y fumo y fumo. Termino casi quemándome los dedos, oyendo desinteresado los golpes en la puerta. Me echo agua en la cara, me peino y trato de no desmoronarme, cuando la voz del porro me dice hoy tuyo será el cielo. Le pregunto a la voz del porro de qué mierda está hablando, pero sólo repite hoy tuyo será el cielo. Salgo del baño a las carcajadas y miro a mi alrededor sin creerle, pero igual me prometo conseguir el cielo como sea.

Pasa una rubia con un vaquero ajustado color crema casi desbordándosele en la parte de atrás. “El cielo” pienso, y esta vez no estoy dispuesto a dejarlo ir, como en otros cuentos. Mi brazo se estira y mi mano alcanza a tocar el cielo a la pasada. Joda Joda Joda. Escapo enseguida; posiblemente los dueños del cielo o sus alcahuetes me persigan. Luego reflexiono sobre mi hazaña. Todavía no sé si debería cortarme la mano y enmarcarla en una pared o simplemente no volver a lavármela nunca.

Joda Joda Joda.

La rubia me para y me pide explicaciones. ¿Cómo puedo explicarle que también las moscas queremos por lo menos un pedacito de cielo? El otro cuento sobre el otro culo no creo que lo haya leído. Además está gritando. Me desentiendo del asunto y fijo la vista en sus mejillas rojas. Es tan linda que casi da miedo, pero la voz de la marihuana todavía no acierta qué aconsejarme.

–¿Sos enfermo vos? –pregunta la rubia buscando una razón que le sirva.

Yo estoy a punto de contestarle que no, que no tanto, que el cielo...

–¡Sí, soy enfermo! –respondo de improviso y le toco las tetas con las dos manos.

Se queda estremecida y con la boca abierta, como un pescado casi muerto y sin entender.

¿Dónde mierda estarán Juan y Darío? Avanzo un poco más. No los veo. Voy hacia el baño pensando que lo mejor será cortarme la mano derecha y colgarla encima de mi cama. Después, con paciencia podría ir domesticando a la izquierda y usarla para dar testimonio a los nuevos fieles de mis breves aterrizajes en el cielo.

Un hombre mayor me está llamando. Se me viene al trote y me dice que me tengo que ir, porque le toqué el culo a una chica y después la amenacé. Lo observo con cuidado. No tiene cara de creer en ningún cielo, así que ensayo un par de mentiras y trato de seguir mi camino, pero el tipo me va llevando lentamente hacia la puerta y termina echándome del baile.

De nuevo en la calle y en el frío. Ni Juan ni Darío se deben haber enterado de nada. Camino. Camino. No tengo plata para el ómnibus y estoy a más de seis kilómetros de mi casa. ¿Para qué mierda haré estas cosas? me pregunto. El frío cada vez es peor y extraño muchísimo mi campera. No queda otra que seguir caminando.

Camino, camino. Oigo los autos con la música a todo volumen. Veo las botellas vacías de cerveza y las mujeres confundiendo sus litros y litros de perfume.

¿Para qué mierda haré estas cosas? vuelvo a preguntarme.

El cielo se oscurece y empieza a caer la lluvia, que poco a poco me va lavando el pedacito de cielo robado, como si quisiera decirme algo, como un mensaje cualquiera, un insulto o un cartel de propiedad privada. Que se Joda, Joda Joda el cielo, pensé.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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