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IV – El ingeniero, los burros, la naranja y el salvaje
Jorge Alfonso

Los días en la mina siguieron pasando, pero el cuento había detenido sus progresos. Simplemente ya no tenía ganas de nada. Me limitaba a cumplir estrictamente lo mínimo indispensable para cobrar el sueldito, y había perdido mi buena imagen ante el ingeniero, que ahora me asociaba a los demás burros y apenas me dirigía la palabra.

Era casi mediodía y el amo y señor había salido a comer. En un rincón lejos de las cámaras, Perla mostraba al personal una tanga roja que había comprado “pa’ ver si con esto lo caliento un poco al veterano”. Fernando estaba más asqueroso que nunca, midiendo sus insultos de forma que a ella le pareciera que la estaba piropeando. El encargado digitaba para el ingeniero una nota que yo me había negado a escribir, porque sabía que me quedaba poco tiempo en la empresa y quería tener algún gestito heroico para darme el gusto de no irme como un burro más.

Entonces todos oímos el ladrido del Salvaje, que se había escapado otra vez del depósito y estaba en el frente, pero a nadie le importó. Media hora después los ladridos irritaron al encargado, que me derivó la tarea de re-archivar al animal. Yo salí enseguida, buscando aprovechar al máximo mi paseo fuera del nicho. Al principio no vi al Salvaje por ningún lado. Después lo encontré pegado a la reja, dejándose acariciar por dos niños que me ojearon asustados. El perro me ofreció la mirada más triste de su repertorio y yo no intervine, pero entonces los niños se fueron y el Salvaje quedó con el hocico metido entre los barrotes, mirándolos. Lo saludaron de lejos y el animal volvió a ladrar como respuesta. Yo me acerqué a él y le acaricié el lomo descolorido. Los dos nos quedamos furiosos y desalentados. Hubiera querido palmearle el hombro y pedirle que nos perdonara a todos, pero entonces me acordé de las palmadas del ingeniero en mi espalda y me dio asco. Traté de que dejara de ladrar hablándole suavemente, pero era inútil. Los niños siguieron saludándolo desde la esquina hasta que doblaron y desaparecieron. El perro se quedó mirando la distancia y mirándome. Yo me decidí a abrir la puerta y dejarlo libre, pero entonces apareció el encargado. Estaba enojado porque me había demorado mucho y él precisaba mis ojitos de burro joven para continuar con los expedientes. El Salvaje me olía el pantalón como pidiéndome explicaciones. Yo no dije nada. Volví a la oficina y vi cómo el encargado lo iba arrastrando lentamente hasta el depósito. El animal estaba muy alterado y aullaba desconsoladamente.

–Perro de mierda –escupió Gladys mirando por el rabillo del ojo mientras terminaba de pelar su postre, una naranja gorda y jugosa que se le resbaló de las manos y cayó al suelo.

Se agachó puteando para levantarla, pero el perro, más rápido, logró soltarse del encargado y agarró la fruta. Yo miraba pensando en nada. Ya no me quedaban más ideas. El Salvaje estaba furioso. Rugía, ladraba, mostraba los dientes. Perla se unió al encargado y al ingeniero –que regresaba de su almuerzo ejecutivo– y juntos lograron retenerlo en el suelo mientras Gladys le quitaba la naranja y la tiraba a la basura. Se llevaron al perro pateándolo y tirándole del collar. Yo sentí que no soportaba más. Por fin levanté mi cabeza hacia el techo mugriento y ante la mirada de sorpresa del ingeniero, del encargado, de Perla, Gladys y Fernando, empecé a ladrar.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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