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Ingeniería de las naranjas salvajes
Jorge Alfonso

I – El ingeniero y los burros

La oficina quedaba muy lejos y yo era el nuevo, así que estaba obligado a llegar puntualmente o incluso antes. Para lograrlo me tenía que levantar a una hora casi obscena de la mañana y salir de la cama hecho un zombie, con los ojos rojos por la falta de sueño y las cantidades industriales de marihuana de la noche anterior.

Yo pensaba en mis amigos. Estaban seguros que me hacía falta un trabajo de muchas horas para dejar de fumar tanto. Pero se equivocaban: gastaba casi el doble de lo normal.

Rápidamente me duchaba, me refregaba la cara y sobre todo los ojos, me vestía, comía algo y tomaba dos tazas de café bien cargado que no servía para nada. Todavía me sentía un zombie cuando trotaba casi corriendo las ocho cuadras hasta la parada. Era pleno invierno. Todo estaba oscuro y no se veía un alma. A veces me daba por imaginarme el único ser humano despierto a esa hora.

Las personas que esperaban el ómnibus eran siempre las mismas. Llevaba casi un mes trabajando en la oficina del ingeniero y las conocía a todas. El 109 demoraba una eternidad en salir, y yo me entretenía observando las caras preocupadas, los abrigos, las moneditas tintineando en las manos, los silencios. Después venía el rugido imprevisto del motor y la gente corría desesperada hasta la puerta. Yo buscaba un asiento con ventanilla, empujaba las cortinas y leía un libro o me recostaba a mirar para afuera.

Un día pensé anotar algo en una de las muchas hojas vacías de mi agenda. Observé el cielo sin nubes y escribí Hoy va a ser un día de esos que la gente llama "lindos" o "hermosos". Para mí todos son iguales.

A partir de ahí se me ocurrió empezar a escribir a escondidas un texto sobre mi nuevo trabajo. La idea original era un cuento catártico y un poco surrealista que pensé titular Las pequeñas satisfacciones de un obrero explotado. Cada tanto, cuando me surgía una idea o cuando veía algo a mi alrededor que me parecía especialmente patético, lo anotaba rápidamente en una libretita y me la guardaba.

El ómnibus me iba acercando al trabajo. Por lo general las náuseas aparecían a la mitad del viaje, acompañadas de dolor de cabeza y una sensación de desesperanza que a veces me obligaba a bajarme dos o tres paradas antes de llegar.

* * *

Creo que ya estaba harto del trabajo al primer día. Me había cortado el pelo y cada minuto en la oficina miraba alrededor y me preguntaba si había valido la pena. "Le queda lindo, más varonil" había dicho el ingeniero, que fue quien me sugirió el corte.

Parecías una nena o un hippie, traducía yo en el cuaderno.

Llegaba y la secretaria del ingeniero (Gladys, alias "la momia") buscaba durante uno o dos minutos la llave correcta mientras puteaba a su jefe por no tirar las otras cuyas cerraduras ya no existían. Gladys tenía sesenta y cinco años –cuarenta de ellos invertidos en la empresa– y no quería jubilarse porque nunca le habían pagado los aportes. Mientras tanto el ingeniero tampoco se decidía a echarla porque la vieja conocía a fondo su trabajo y algunas de las chanchadas legales suyas y tenía miedo que lo denunciara.

Gladys me recibía siempre rengueando y quejándose por el tiempo, por el estreñimiento, por los riñones, por dolores en las piernas, por la injusticia de la vejez y del ingeniero que se negaba a recompensarle sus cuarenta años de fidelidad. Yo la escuchaba los segundos necesarios y a veces escribía cosas como esta:

El pequeño gran drama de Gladys.

Varias décadas dejándose coger por el viejo y esperando inútilmente. Ella, que no tiene ningún vicio (según dice), se fue arrugando poco a poco hasta ser reemplazada por otra más joven. Pobrecita. No se da cuenta que ya jugó y perdió. Tendría que haber elegido mejor dónde colocar las fichas de sus tetas.

Después me tomaba varios vasos de agua y me iba al "nicho". Así habían bautizado los mecánicos el lugar donde el encargado y yo trabajábamos.

Había dos tubos de neón que nos salvaban de la oscuridad completa. Uno de ellos estaba junto a mi escritorio. Me acuerdo que parpadeaba y parpadeaba en una agonía eterna pero nunca se decidía a quemarse. El otro estaba demasiado alto y apenas alumbraba.

Pero la falta de luz no era el peor problema. Sobre nosotros, haciendo crujir la madera apolillada de las estanterías, se amontonaban decenas y decenas de biblioratos polvorientos que llegaban casi hasta el techo. Algunos tenían fecha de veinte años antes, y cada tanto se les caían las etiquetas. En ese momento el encargado suspiraba, cerraba los ojos y se quedaba inmóvil durante dos o tres segundos. Luego abría un cajón, buscaba el pegamento, se trepaba en una silla, ponía la etiqueta en su lugar y volvía al trabajo. Los expedientes –eternamente mohosos– parecían recompensarlo lanzando una nube de ese polvo fino y amarillento al que yo todavía no podía acostumbrarme y que iba cubriendo los muebles, las computadoras y a nosotros mismos. El ingeniero nunca había querido contratar un servicio de limpieza, relegando esa tarea en Gladys, que la hacía rara vez y lo peor que podía. Una de las pantallas demostraba sus esfuerzos con un moco pegado cuya antigüedad en la empresa sobrepasaba la de varios funcionarios y algunos de los mecánicos.

Escribir algo sobre el moco anoté en la libretita.

* * *

En mi primer día de trabajo el ingeniero me llamó a su despacho. Empezó por explicarme la relación familiar que quería tener conmigo: "como un padre con su hijo", subrayó. También me recordó mis deberes hacia la empresa, que era "el fruto de treinta años de privaciones". Treinta años de joder gente supe después. Yo le aseguré que no lo iba a defraudar. El ingeniero se rascó discretamente un testículo y me explicó que los dos teníamos que estar unidos y que yo era joven y tenía un futuro en la firma si realmente quería progresar y no me dejaba llevar por las habladurías de los empleados abusivos, que básicamente eran Gladys y un tipo al que yo no tenía permitido hablarle.

El ingeniero había observado mi libretita en el bolsillo de la camisa y pensó que la usaba para anotar las explicaciones que me daban sobre las tareas administrativas. Para que me quedara grabado su mensaje señaló ese bolsillo y ordenó:

–Tome nota, Alfonso: "Tenemos que pensar que somos como abejas. Todos trabajando en perfecto orden sin escuchar a los zánganos".

Esperó a que terminara de anotar la frase y señaló con las cejas al hombre al que yo no podía hablarle. Luego me recomendó que cada tanto repasara sus palabras como un mantra y también me explicó que debía tenerlo informarlo de cualquier tentativa o confabulación de los malos empleados en contra de la empresa. De repente se interrumpió, dijo "disculpe" y se fue para el baño.

Yo me quedé mirando la ventana. El sol todavía no aparecía por detrás del edificio de enfrente, pero los árboles ya empezaban a iluminarse. Aunque los ojos me ardían, me obligué a fijar la vista en las gotas de rocío que brillaban en el vidrio, para acordarme de ellas cuando volviera al nicho. En ese momento me di cuenta que había salido el sol, a la vez que sentía el agua correr por el water.

A las siete de la mañana el jefe tiró de la cadena y el sol salió, escribí rápidamente mirando el punto amarillo en la azotea de enfrente.

El ingeniero volvió del baño acomodándose el cinturón. Me observó intrigado, como si no se acordara quién era yo ni qué estaba haciendo ahí. Pensé en hablarle de las abejas, pero entonces me miró con cierta indiferencia, me reconoció como uno de los nuevos engranajes que debía ser pulido y engrasado y me despidió palmeándome la espalda, recomendándome que no divulgara nuestra charla con nadie, porque "esos burros no entienden nada, ¿vio?".

Yo salí, cerré la puerta, eludí la mirada de Gladys, del encargado y del hombre al que no podía hablarle, y me encerré en el baño.

Allí escribí:

La luz traspasa la mugre de los vidrios y entra por la ventana. La calva del ingeniero la recibe, la aprueba y la tira contra la pared, donde rebota y cae en su mano. El ingeniero la guarda en un cajón sin dejar de observarnos a través de las cámaras de seguridad. Una de ellas nos enfoca al encargado y a mí. Otra está permanentemente apuntando al hombre al que no tengo que hablarle.

Salí del baño. El encargado me llevó discretamente a un lugar fuera de los ojos electrónicos y me preguntó qué me había dicho el viejo. El encargado se llamaba Ramiro y tenía el escritorio lleno de fotos de sus hijos (cuatro niñas) y de su mujer, que sonreían congelados encima de algunas carpetas polvorientas. No hablaba mucho; era uno de los pocos que había decidido no criticar al ingeniero. Un día me enteré que en su tiempo libre escribía guiones de cine. Aunque casi nunca permitía que charláramos de otra cosa que no fuera el trabajo, algunas veces se entusiasmaba comentándome una película que lo había impresionado, y cambiábamos opiniones unos minutos si el ingeniero no andaba cerca, en una de sus rondas de vigilancia personalizada. Ramiro tenía varias ideas interesantes para un par de programas de televisión que los dos sabíamos, nunca iba a poder a llevar a la práctica. Era un personaje extraño, porque le asqueaba el odio estúpido de Gladys y el odio envenenado del hombre al que yo no debía hablarle. Muchas veces parecía querer afiliarme a su propia escuela de odio silencioso, enumerándome sus ventajas.

–Yo quise organizar todo esto –confesó–, pero el ingeniero no me dejó. Es un hombre muy... Vamos a decir "especial", y yo... bueno, fui contratado para ordenar un poco la oficina, que era un caos mucho peor, ni te imaginás. Al principio traje todo un plan para mejorar las cosas, pero él no lo aprobó porque tiene... Cómo te puedo decir... "Una forma muy personal de administrar esto". Yo hice lo que pude, claro. Traté de limpiar, de tirar porquerías. Hasta empecé a programar un sistema para manejar la sección, pero no pude terminarlo. El ingeniero me tenía que pagar un beneficio extra por ese laburo, pero nunca recibí nada. Cuando le reclamaba me decía que esperara, que muy pronto, que más adelante, que cuando la situación mejorara. No sabés las veces que discutimos, pero qué voy a hacer. Él es el dueño y yo tengo cuatro nenas en casa y no puedo quedarme sin trabajo.

* * *

Luego de un mes yo iba entrando progresivamente en una especie de locura que asustaba al encargado, a la vez que era recibida como algo normal por Gladys y el hombre al que no podía hablarle.

El ingeniero enseguida notó el cambio, pero pensaba que era producto de las malas influencias, y no perdía oportunidad en advertirme que no me acercara a los burros, sobre todo al hombre al que tenía prohibido hablarle, obviamente un comunista que quería comerle la empresa y mandarlo a un campo de concentración en Cuba.

Además se había sumado el problema de que la oficina estaba infestada de pulgas. El encargado y yo habíamos comprado a medias un fuerte insecticida, pero los bichos sobrevivían. Un buen día llegué a la conclusión de que en realidad la plaga éramos nosotros, que nosotros éramos los insectos. Me apuré a anotar en la libreta:

El ingeniero es el insecto jefe. Puede picarnos cuando se le antoje. Los demás somos insectitos menores, algunos de los cuáles se pican entre sí. Las pulgas son las verdaderas dueñas de la oficina y un día nos van a erradicar de ella. Me quedan dos horas más en el insectario y me voy a mi casa.

Seguí trabajando. Cada tanto observaba el sótano prohibido. El sótano prohibido era otro tabú. Se rumoreaba que el viejo guardaba expedientes casi desintegrados y decenas de atados de diarios viejos, y que allí gobernaban las ratas. Yo le preguntaba a Ramiro, pero él siempre desviaba la conversación hacia el cine, recordando alguna película de terror. Un día el hombre al que yo no debía hablarle escuchó la conversación. Se acercó, tiró una carpeta frente al encargado, y dijo:

–Esto está pronto. De esa suma al pedo que al viejo se le antojó que hagamos, si quiere se encarga usted, "encargado" –hablaba con suavidad, disfrutando de cada palabra. Luego me miró a mí–. Y a vos no te dejan ir al sótano porque al último gil que hicieron bajar a guardar unas cajas renunció ese mismo día.

Yo miré a Ramiro, que alzó hacia él sus ojitos de burro triste y enseguida volvió a forzar la vista sumando las cifras de la carpeta que le habían tirado. El resto del día permaneció en silencio, con una cara de mártir que no llegaba ni siquiera a dar lástima.

Primera posibilidad –anoté–: El ingeniero cree que es un faraón egipcio. Manteniendo la costumbre sagrada pretende llevar su tesoro (viejos papiros de noticias, antiguos pergaminos comerciales) a la otra vida. Con ello beneficiará sin saberlo a futuros arqueólogos, que tratarán inútilmente de descifrar mi compleja caligrafía y develar la doble momificación de Gladys.

Segunda posibilidad: la costumbre ancestral no pertenece al antiguo Egipto sino a la China feudal. Nuestro emperador desea que se le entierre junto a pertenencias, sirvientes y fieles escribas, a los que continuará dirigiendo en la eternidad.

* * *

Al otro día llegué con la idea de torcer algunas de las directivas del ingeniero para averiguar más datos. Sobre todo quería charlar con el hombre al que no debía hablarle. Irónicamente fue el viejo quien me dio la oportunidad de hacerlo. Como no se dirigían la palabra si no era a través de alguno de nosotros, me las ingenié para mediar como teléfono inalámbrico, llevando y trayendo mensajes amenazadores. Después, aprovechando que el ingeniero y el encargado se habían ido a comer afuera, logré conversar largo y tendido con mi compañero de oficina.

El hombre al que no podía hablarle se llamaba Fernando y resultó ser otro empleado que también odiaba con toda el alma al viejo, que le debía vacaciones, aguinaldos, etc., y básicamente estaba en la misma situación que Gladys. Aunque sólo llevaba cinco años en la empresa, tampoco quería irse sin cobrar, y en caso de ser despedido ya tenía el abogado pronto. Después de contarme esto me llevó a la oficina del ingeniero.

–Mirá –dijo abarcando con las manos la montaña de carpetas sobre el escritorio rodeado de pantallas–. ¿Ves todo esto? ¿Ves todos estos legajos?

Yo le dije que sí, que los veía.

–Esto es todo basura, ¿entendés?

No entendí.

–Sí, basura –dijo–. Son expedientes terminados de services de mantenimiento que la empresa hizo hace varios años. El viejo los deja amontonados para que los clientes crean que estamos tapados de trabajo. Pero en realidad son basura. La empresa gana mucha plata porque es la única que hace estos trabajos, pero el viejo cree que así va a impresionar a la gente. Por eso no los archiva ni los tira, ni tampoco deja que lo hagamos nosotros. Son caprichos de él. Igual que esos biblioratos apolillados que tenés encima todo el día. Mirá, agarrá una carpeta cualquiera y dámela.

Yo elegí al azar un legajo gordo y marrón debajo de otros ocho o nueve de distintos colores. En el papel amarillento se leía algo de "inspección de estructura de planta edilicia". Fernando la tomó de mis manos y le fue arrancando de a veinte hojas por vez, para enseguida romperlas y tirarlas en una papelera.

Me quedé helado y recordé que estaba confraternizando con el enemigo. Él se dio cuenta de mis dudas y me dijo:

–Si querés elegí otras y aprovechamos y limpiamos un poco el chiquero. O las archivamos, me da lo mismo. Vas a ver que nunca nadie las busca porque no se precisan para nada.

Le señalé una pantalla que mostraba al ingeniero y al encargado caminando por el patio. Él alzó los hombros y pisó varias veces los restos de la carpeta en la papelera.

–Y una cosa más –agregó–. Lo de las ratas es mentira. No hay ratas en el sótano. Te explico. Yo bajaba cada tanto a llevar cajas con porquerías para ahí, y un día me quejé con el gran jefe y le dije bien clarito "mire, ahí abajo hay olor a rata". Y él lo solucionó cubriendo todo el sótano de veneno. Ahora no hay olor a rata. Hay olor rata muerta. ¿Entendés? Bueno, volvé a tu sector de la mugre, no sea que a nuestro amado padre le de por destituirte.

* * *

Yo seguía avanzando con rapidez en mi proceso de locura. Me quedaba con la vista perdida en cualquier cosa, estaba muy distraído y furioso, pero me contenía. Pensaba en la posibilidad de huir, pero no había manera. Los gastos me ahogaban y apenas podía pagarlos. No tenía un peso ahorrado, así que si me iba no podría aguantar mucho. Decidí esperar un poco más y ver qué pasaba. Además se había sumado otro personaje a la comedia: la amante del ingeniero. Era una rea, gorda y tetona, no muy linda, de unos treinta años, que se paseaba por la oficina en las tardes. El viejo también la utilizaba para despachar correspondencia y hacer otros mandados. Vivía ahí con él, porque el local era tanto su empresa como su casa, y se pasaba las tardes cantando y chusmeando con Gladys, aunque evidentemente se odiaban. Se llamaba Perla. Yo había llenado ya dos libretitas. En la tercera le dediqué unas líneas:

El pensamiento de una estúpida:

–La gente humilde no está en la onda.

–La embarazada tiene que ser sexy.

Las expectativas de una estúpida:

–Algún día quiero casarme, con este o con el que sea.

–¡Qué lindo sería tener hijos! Son lo más lindo del mundo.

–Siempre quise una casita en un balneario.

–En el shopping hay liquidación en el local de Lolita.

–Acá hace falta una mujer que limpie.

A veces, cuando al viejo no se le ocurría ninguna tarea que pedirle, ella se quedaba un buen rato con nosotros mostrándonos además su pensamiento político, filosófico y otras enseñanzas útiles para nuestras vidas. El encargado la ignoraba y seguía trabajando. "El ingeniero es un hombre que está muy solo y viejo", me había dicho. "Es la compañera que pudo conseguir. No nos queda otra que respetarla, porque es su mujer". Fernando en cambio, a veces le daba charla para divertirse con las estupideces que decía. Yo me esforzaba en aguantar la risa. Terminé llenando varias carillas con sus dichos, pero dejé de escribir sobre Perla cuando me di cuenta que tenía material suficiente para una enciclopedia de la imbecilidad humana. Además me repugnaba seguir dejando rastros suyos para una improbable posteridad.

Y había que continuar trabajando. A veces tenía la impresión de que me convertía en un minero en una mina de mugre a punto de derrumbarse, pero seguía aguantando, a diferencia del tubo de luz agonizante, que ya no prendía y nos había dejado en penumbras.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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