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El cuento de Oscar |
Habíamos fumado bastante; no diría más de la cuenta, sino más que otras veces. Juan Pablo y Alejandro discutían sobre el próximo disco que iban a poner, y se reían de mi cara de sueño y alcohol. Decidí ir al baño a lavarme. Avancé a los tumbos entre las sillas de mi cuarto y las del comedor, golpeándome en la oscuridad con los marcos de las puertas. Por fin logré llegar sentarme en el water y dormitar unos minutos. Después me refresqué la cara en la canilla de la pileta. Tenía en la boca esa sensación dulce y empalagosa del vino. Se me ocurrió enjuagarme los dientes mientras observaba en el viejo lavamanos blanco el nombre del fabricante en letras azules y pretenciosas, justo debajo de una hendidura delgada y oval que impedía que el agua se desbordase si alguien ponía un tapón en el desagüe. Estaba así, agachado y enjuagándome la boca mientras admiraba las letras levemente borradas, cuando sentí que algo en la pileta se movía muy cerca de mis ojos, pero había fumado mucho y no estaba seguro, así que me olvidé de ella. Fue entonces, mientras me enjuagaba rápidamente los dientes, en el exacto momento en que mi boca estaba llena de agua y pasta dental, cuando vi a la araña. Precisamente antes de lanzar el líquido al lavatorio para volver a enjuagarme supe que el bicho estaba apenas a unos centímetros de mi ojo. Vista tan de cerca, la araña parecía un monstruo surgido de una mala película de ciencia ficción. Nos quedamos paralizados observándonos. El animal había salido correteando con sus pasitos de ballet desde el agujero del desagüe, probablemente asustado o alerta, decidido a averiguar quién era el que hacía tanto ruido y de dónde venían las gotitas que por azar caían en su refugio. Me quedé quietito, agachado sobre la pileta, vigilando y sintiendo cómo mis dientes se apretaban unos contra otros en una nerviosa mezcla de miedo, rabia e indignación. Moví mis labios lentamente, como quien coloca en posición un cañón antes de disparar, aspiré con la nariz todo el aire que pude, y cuando estuve seguro de no errar el tiro le largué un fuerte chorro de agua que alcanzó a golpearla pero que no la hizo caer. Aproveché para sacar la cabeza del lavamanos y mientras intentaba calmarme observé cómo la araña huía por el agujero con la misma rapidez con la que había aparecido. Sin pensarlo dos veces empecé a llenar el hueco con agua. Juntaba el líquido con la boca y lo descargaba con una furia que hacía tiempo no sentía. Estuve así un buen rato, hasta que me sentí demasiado estúpido y me di cuenta que ya era suficiente. Entonces oí la caída de un objeto en el cuarto. Esto logró que dejara por un minuto a mi rival y volviera con mis amigos. Juan Pablo estaba buscando un disco de Nirvana. Alejandro me preguntó en qué canal y a qué hora pasaban una película que tenía ganas de ver. Le respondí confusamente, me senté en una silla y prendí un cigarro. Esa noche estuvimos charlando y haciendo zapping de televisión y música hasta las tres de la mañana. Después acompañamos a Juan Pablo hasta la puerta mientras arrancaba la moto y se despedía saludando con la mano. Ale y yo volvimos al cuarto. Mi amigo se acostó vestido sobre mi cama y yo me senté frente a la computadora sin ganas de nada. Al rato apagué todo, traje un colchón, lo tiré en cualquier lado y me acosté. Ale roncaba. A pesar del cansancio no lograba dormir y me quedé mirando un lunar de luz que venía de la calle y se proyectaba en la pantalla del televisor. Me hizo acordar al desagüe y a la araña. Todavía estaba muy enojado. A fin de cuentas la presencia del bicho era como una invasión a mi casa. Poco a poco reviví esos brillantes documentales sobre arácnidos de Discovery Chanell. Por lo general mostraban ejemplares mucho más grandes que mi inquilino no deseado, la mayoría venenosos y brutales. Sentí cómo los dientes se me apretaban de nuevo en una mueca de asco. Araña de mierda, bicho hijo de puta, no te das cuenta que es mi baño, mi santuario, el lugar donde me encierro a lavarme los dientes y a pensar obscenidades y leer revistas y hacer crucigramas, en fin, mi templo de la tranquilidad, la putísima madre que te parió. Mi furia iba creciendo. Empecé a sentir ganas de levantarme, agarrar el insecticida y vaciarlo en el agujero, pero una nueva caminata eludiendo sillas en silencio para no despertar a mi amigo dormido me cansó con sólo imaginarla. Decidí postergar el problema arácnido para cuando estuviera más lúcido. Enseguida me dormí. * * * Un ruido de motor y unas tremendas ganas de mear me despertaron. Alejandro se levantó y con voz resacosa dijo que hacía frío, que quería ir al baño y que ya estaba siendo hora de que arreglara la cisterna. Yo bostecé y busqué un cigarrillo. Traté de obligarme a dormir un rato más pero no pude. Juan volvió, se tragó dos aspirinas y me preguntó los horarios de los ómnibus. Yo había logrado levantarme, todavía con sueño, y me acordé de la araña y de mi promesa de exterminarla. Me desperecé y con el cigarrillo en una mano y el insecticida en la otra me metí en el baño. Como preveía, no había señales de la araña por ningún lado. Recordé que había destruido con saña todas y cada una de las telitas que colgaban del lavatorio y supuse que la araña se habría ido, o mejor aún, estaría muerta. Decidí olvidarme del asunto y volví a la pieza. Mi amigo guardaba sus cosas en la mochila mientras me contaba por segunda vez algo sobre las piernas de una modelo de la televisión con la que planeaba fornicar en su próxima vida. Después se vistió rápidamente para volver a su casa y de ahí al trabajo y a la bendita normalidad. Lo acompañé al portón y regresé con la idea de dormir hasta la noche. Todavía estaba muy cansando, pero volví a pensar en la araña y se me ocurrió seguir revisando el baño. Busqué y busqué, pero el bicho no estaba por ningún lado. Lo que sí encontré fue una mancha negro-rojiza al lado del desagüe. Posiblemente Alejandro la había aplastado y después un chorro de agua se habría llevado los restos del animal, a excepción de esa mancha delatora que limpié con un pedacito de papel higiénico. Sentí que ya me había tomado demasiadas molestias, así que volví a la cama. Traté de dormir algo más, pero la herrería de al lado había empezado a trabajar, y también se oía gente conversando en la vereda. Inútilmente me tapé hasta la cabeza con varias frazadas. Pasaban los minutos y seguía despierto. De a ratos pensaba en la araña. ¿Estaría realmente muerta? Sí, claro que sí. Probablemente Ale la había aniquilado rápidamente y sin pensarlo dos veces, dejando la mancha bicolor como símbolo de su hazaña. También existía la posibilidad de que mi buche de agua a presión la hubiera asustado. Por fin me fui durmiendo, mientras trataba de averiguar qué podía ser lo que me obligaba a volver y volver sobre un asunto tan insignificante. En ese momento golpearon la puerta: mi madre me llamaba para comer. Me levanté de un salto, cansado pero muerto de hambre, y abrí para decirle que enseguida iría, pero al girar la manija me encontré a una mujer grotesca, con una cara vagamente parecida a la de mi madre pero con la forma de una bola brillosa y peluda observándome con dos ojos rojos y saltones. Le pregunté qué había de comer. "Moscas muertas" contestó. Sentí que se me hacía agua la boca y le dije que ya iba para la mesa. Me sentía feliz y despreocupado. Entonces cerré la puerta y vi decenas de canillas, simétricamente colocadas en las paredes, todas largando agua. Me sentí furioso y de repente me puse a llorar. En ese momento mi madre-araña me abrazó. Yo era una arañita de poco más de cuatro años y mi madre me decía que no me preocupara, que ya estaba la comida. Lo repitió varias veces alzando progresivamente el tono, mientras yo me apretaba contra su cara peluda y dejaba que una de sus largas patas me acariciara con ternura. En ese momento me di cuenta que ya era un adulto y estaba abrazando a una araña gigantesca que había suplantado a mi madre. Humillado y rabioso, empecé a golpearla y golpearla, y el ruido de mis puños en su cara –que poco a poco se iba deformando–, me sonaba raro, sin coordinación con los golpes mismos. Ahí me desperté. La cara me ardía de haberla refregado contra la frazada, y mi madre me llamaba para comer golpeando cautelosamente la puerta. –¡Sí, ya voy! –grité. Me metí en el baño –ahora libre de intrusos– y me lavé las manos rápidamente, preguntándome por qué todavía seguía pensando en la araña. * * * El sueño todavía me rondaba mientras almorzaba en silencio con mis padres. Volví a acordarme de la araña. El pobre bicho seguramente estaría durmiendo, esperando que esas complicadas telas que tan pacientemente había construido en el agujero dieran por fin su fruto con un insecto medianamente grande o por lo menos alguna de esas mosquitas bobas que abundaban en el baño. Y ahí entré yo y la promesa de alimento se volvió amenaza de muerte. Porque había que matarla, ¿no? Todos los estatutos de normalidad e higiene indicaban la pena de muerte, pero una parte mía –irónicamente mi parte más limpia–, me llamaba asesino. Incluso tomando en cuenta el lado ético del asunto, ¿qué daño me hacía el pobre bicho, que apenas si reclamaba un lugarcito en mi baño, que para él debía representar una gran hacienda despoblada? Podía picarme, quizá, pero ¿era seguro eso? ¿Sería una araña venenosa, con ese tamaño? Era mucho más probable que respondiera al instinto defensivo de los animales: atacar sólo al sentirse amenazados. Además, mi tamaño me volvía una especie de gigante a sus ojos. ¿Cuántos ojos? ¿Dos, tres, seis, mil? El miedo que pude sentir era risible comparado con el suyo cuando traté de inundarle la guarida. Mientras pensaba y volvía a pensar en mi brutalidad, me di cuenta que llevaba varios minutos tragando dificultosamente una milanesa medio quemada, y el color negro de los bordes me recordó a la araña. Salí casi saltando de mi silla, con más furia que nunca, gritando "carajo, carajo, carajo, estoy harto". –Te juro que no lo entiendo a este muchacho –aseguró mi padre sin dejar de masticar. * * * Durante los dos días que siguieron, cada vez que entraba al baño aprovechaba para buscarla. No había ni rastros de ella. Le dije cualquier cosa a mis padres para justificar mi huida del almuerzo, sin que ellos hicieran mayores comentarios. Pronto todo volvió a la normalidad y yo volví a mi anormalidad acostumbrada. * * * Pasó una semana. Una noche entré distraídamente al baño, prendí la luz y apenas abrí la canilla me encontré con la araña. La tela, casi invisible, había sido por completo reconstruida. Uno de los hilos llegaba incluso desde el desagüe al agujero del lavamanos. Me di cuenta que por eso cada vez que yo abría la canilla el agua hacía vibrar la tela y confundía a la araña, haciéndole creer que una presa había caído en la trampa. Estuve un rato observando a mi nuevo huésped. Tenía patas largas y muy delicadas. Se balanceó como un equilibrista en su red, revisó inútilmente la trampa, corrigió algunos detalles estructurales y volvió a su madriguera. Fue en ese momento cuando se me ocurrió la idea de alimentarla. El baño estaba siempre repleto de esos insectos a los que yo llamaba despectivamente "mosquitas bobas". Las mosquitas bobas viven en lugares húmedos o pozos de agua. Si destapo una de las alcantarillas de la casa salen montones, lentas, asustadas, volando hasta moverse apenas unos centímetros del lugar en que estaban. Son perezosas, lelas, muy fáciles de matar. No escapan cuando uno alza la mano y la dirige hacia la pared donde están durmiendo o hibernando. Una noche me encontré aplastando a varias de ellas y dejándolas caer sobre la tela. Sin embargo la araña no salió. Decidí dejarla tranquila un rato, pero luego me distraje leyendo algo y me quedé dormido. Al otro día, en mi excursión matinal por el baño observé muy complacido que las mosquitas bobas habían sido envueltas prolijamente. Parecían pelotitas de lana colgando de la telaraña. Evidentemente el animal estaba aprovisionándose para épocas peores, lo que me pareció muy gracioso. Ya que te estoy manteniendo, mejor te bautizo, pensé. Decidí ponerle Oscar. No me pregunten por qué. Fue el primer nombre que se me ocurrió. * * * A partir de ese momento nuestra vida juntos fue mejorando a medida que cada uno se adaptaba a los hábitos del otro. Yo evitaba destruir su telaraña cuando me lavaba las manos y ella permanecía casi todo el tiempo en su refugio, a excepción de algunas salidas rápidas para retocar algún detalle de su trampa y recolectar los insectos que yo mismo le había llevado. Estos insectos (mayormente mosquitas bobas), me ofrecían otro problema ético difícil de solucionar: si me preocupaba tanto por el bienestar de un animal socialmente indigno de compasión, ¿por qué no lograba sentir como un crimen mi vehemente asesinato de mosquitas bobas? ¿No tenían ellas el mismo derecho que Oscar a vivir? No. Oscar me inspiraba una piedad casi absurda, probablemente porque dependía de mí para mantener su actual nivel de vida. Pobre y estúpido Oscar. Seguro te crees muy inteligente, oculto en lo más profundo de tu madriguera, esperando el mínimo movimiento en la tela que te obligue a correr y encontrarte con dos o tres insectos maravillosos y muertos, prueba irrefutable de la sabiduría de los instintos naturales y la evolución. Ay Oscarcito querido... Ni vos ni la madre naturaleza se iban a imaginar nunca que casi todo lo que cayera en tu red se debería a este servidor, un generoso y marihuano habitante de la cumbre más alta de todas las cumbres, la de la pirámide alimenticia. * * * Pasaron varias semanas y podría decir que nuestra relación se había consolidado bastante. Mis amigos seguían visitándome seguido, y uno por uno fueron enterados de la existencia de Oscar y de la imposibilidad de usar la pileta del baño. Algunos protestaron, pero sabían lo necio que podía volverme cuando no respetaban mis excentricidades, así que se acostumbraron a caminar hasta la cocina para lavarse las manos. Con el tiempo Oscar los fue conquistando a todos. A veces mataban algunas mosquitas, las dejaban con cuidado sobre la telaraña y después volvían al cuarto para contarme que habían visto a nuestro compañero organizando la despensa o arreglando su trampa. * * * Hoy es el quinto día que Oscar no aparece. Juan Pablo por fin decidió hacer algo que yo nunca me había atrevido: se agachó y se puso a mirar debajo del lavatorio. Quise decirle que no, que mejor esperábamos unos días más, pero la curiosidad me ganó. Terminé agachándome junto a él, buscando y volviendo a buscar. Oscar seguía sin aparecer, aunque nos dimos cuenta que algunas zonas de difícil acceso sólo se podrían ver corriendo de lugar la pileta. Para eso tendríamos que romper los soportes que la unían a la pared, cosa que no íbamos a hacer. En eso sonó el teléfono y mi amigo y yo volvimos al cuarto. Era una muchacha que ofrecía un servicio de acompañantes para sanatorio y domicilio. La mandé a la mierda sin darle tiempo de seguir hablando. Juan me miró extrañado y me recomendó que no me calentara, que Oscar ya iba a aparecer. Yo le pedí que habláramos de otra cosa, porque no valía la pena seguir pensando en la araña. Me sentí tan vulgar nombrándola así, simplemente "la araña". * * * Pasaron dos días más sin noticias de Oscar. Esa tarde me quedé viendo con tristeza un documental de National Geographic sobre las arañas. El locutor hablaba sobre una costumbre muy común entre estos animales. Según decía, cuando la araña tiene descendencia, los hijos devoran a su madre. Yo no esperé a escuchar más. Me metí en el baño, rompí con un martillo los anclajes de la pileta y observé. Había otra telaraña oculta en un resquicio. Colgaban de ella una especie de huevitos blancos y algunas arañitas que daban sus primeros pasos por la tela. Oscar no aparecía por ningún lado. Agarré una lata casi llena de insecticida y con los ojos cerrados rocié la pileta varias veces. Ahí me di cuenta por qué la mayoría de los animales no son bautizados, y supe que era hora que dejar de lado a las arañas y ver qué hacía con mi vida. Alejandro, Juan Pablo, mis demás amigos y yo pudimos volver a lavarnos las manos en el baño. Las mosquitas, si no fueran tan bobas, ya deberían estar celebrando. |
Porrovideo
Jorge Alfonso
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