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El amor de los pobres hombres pobres |
–¿Nunca
te conté cómo nos conocimos con Juan? –pregunta Adriana, muy drogada. No, pero presiento que me lo vas a contar ahora,
pienso. “Yo
estaba haciendo cola en la rotisería, con una bronca bárbara porque tenía
media hora de descanso y ya llevaba quince minutos esperando. De repente
este se me acerca y me mira. Yo pensé que quería averiguar dónde
estaban los fiambres o algo por el estilo, pero en vez de eso me preguntó
si yo trabajaba en el shopping. Lo miré y le dije que sí. Yo
también dijo él. Pensé qué
boludo este tipo y vi
su carita de nene y de entrada no me gustó. Pero él siguió buscando
conversación, y yo que estaba apurada y enojada porque se me iba el
descanso, apenas si le contestaba. En eso él me dice Mirá
que no trabajo en limpieza, ¿eh? Eso me hizo enojar. Lo miré muy
seria y le largué –¿Por qué? ¿Qué problema tenés con la gente de limpieza? –No, no, nada, ningún problema –dijo él zanguango este y se dio cuenta que la había embarrado.” Relojeo
a Juan Pablo, que se hace el distraído. –¿Tenías miedo que ella te despreciara si creía que laburabas de limpiador? –interrumpo el relato para preguntarle a mi amigo. –Y,
podía ser –acepta a regañadientes–. Como casi ni me respondía... Lo
que pasa es que en ese tiempo yo usaba un uniforme muy parecido al de los
que hacían la limpieza. –Lo
más gracioso –comenta Adriana a las carcajadas– es que al otro día
le tocó ayudar arreglando la vitrina de la zapatería. Me lo encontré
arrodillado pasando la aspiradora. ¿Así
que no trabajabas de limpiador?, pensé. “Pero
bueno, empezamos a salir, y a los dos días me di cuenta que ya estaba
muerta con él. Por supuesto que hasta ahí no había pasado nada raro.
Nos habíamos besado, nada más. Pero hubo un día que nos largamos a la
rambla a tomar cerveza y de repente se armó una tormenta horrible y
tuvimos que irnos. Como otras veces, me invitó a la casa. Yo nunca había
querido ir, pero esa vez... con la lluvia tan fuerte y él tan dulce diciéndome
que no pensara nada raro, que me dejaba su cama y que él se acostaba en
un colchón en el suelo...” “Bueno,
de repente ahí estaba yo, en su casa, cagada de miedo y un poco borracha,
subiendo la escalera al cuarto de Juan. ¿Vos viste cómo era el cuarto de
Juan antes, cuando vivía con los padres en las viviendas esas, no?
Entrabas al cuarto y apenas cabía una cama. No había dónde sentarse. Ni
una silla. Y él, muy cómodo, se acostó en la cama. Yo ahí, muerta de
nervios, me quedé sentada durita en el borde. Él insistió varias veces
que me recostara pero yo no quería. No sé, me sentía mal, muy incómoda
de quedarme en su casa. En el cuarto de al lado estaban los padres
durmiendo y a mí me daba una vergüenza bárbara que nos oyeran y
aparecieran por la puerta... Bueno, al final me acosté al lado de este,
que por supuesto empezó a acariciarme y acariciarme, y yo al principio
nada, no quería nada, te juro. Pero después de un rato ya nos acariciábamos
los dos. Yo misma empecé a tocar y tocar, y entonces tantee un bulto
imponente, y no podía creer y me puse a temblar: era una cosa tan
grande... Hasta él se dio cuenta de que temblaba y me preguntó si me
sentía mal. Yo empecé a pensar no, esto debe ser la pierna, no puede ser. Seguí temblando cada vez
más, aunque también me vino mucha curiosidad. Y este, encima, estaba
re-caliente. Lo sentía en la oscuridad, muy concentrado metiendo mano aquí
y allá, con aquello tan enorme listo para el ataque, y pensé este me hace mierda. Mejor lo descargo un poco antes porque sino me
destroza.” “Entonces
me decidí, junté fuerzas y le bajé la bragueta. Me quedé paralizada,
como sin saber qué hacer con toda esa cosa inmensa. Después la agarré
entre las manos y la empecé a chupar. Ay,
me muero de vergüenza le dije cuando terminé. ¿Qué
vas a pensar de mí? Mañana no sé con qué cara mirarte en el trabajo.
Ya ni tengo ganas de ir a trabajar por la vergüenza. Y decime ¿ahora cómo
me vas a mirar vos, se puede saber? Él trató de bajarme las
revoluciones. Que no era para tanto, que no iba a pensar mal de mí, que
fue el momento y esas cosas, que en vez de perder el tiempo juzgando lo
pasado, mejor disfrutar y listo. Terminamos durmiéndonos abrazados en la
cama.” “Al
otro día me desperté y ya era plena mañana. Abajo se sentían los pasos
de la madre que ya se había levantado. Yo estaba con unos nervios y una
vergüenza... Y el tipo este de lo más tranquilo, caminado por el cuarto,
charlando, invitándome a tomar un café. Yo lo miré como pensando está
loco, está loco, yo lo que quiero es irme de acá, qué va a pensar la
madre cuando me vea bajar, qué boluda, tendría que haberme despertado
antes, qué vergüenza... Y este, super-tranquilo, bajó un par de
veces. Yo lo oía conversar con la madre y pensaba si podría tirarme por
la ventana. De repente anudando unas sábanas... Al final no me quedó
otra que bajar. La madre me saludó y me invitó a tomar un café. Yo
empecé atropelladamente a tratar de explicar y a pedirle que me
disculpara, que yo no quería quedarme, que no era algo que hubiera hecho
antes, que me disculpara, que ya me iba. Y ella, muy cariñosa, me decía
que no me fuera, que me quedara a tomar mate, que no había ningún
problema, que no tenía que explicar nada. Pero apenas se hacía un
silencio yo volvía a explicar lo mismo casi tartamudeando como una
pelotuda por los nervios. Juan Pablo –olímpico como si no hubiera
pasado nada– tomaba café con leche y tostadas con manteca.” “Después
nos seguimos viendo y al final me llevó a un hotel. Yo tenía miedo,
porque una cosa era chuparla, pero... Incluso ahí, con las luces
prendidas, la verdad que el tamaño asustaba. Las piernas me temblaban
como si fuera la primera vez.” –Sí,
es cierto –interrumpe Juan Pablo–. Yo le preguntaba ¿por qué temblás
tanto? Y ella no decía nada... –Para
mí es como si ahí hubiera perdido la virginidad. Porque este tipo tiene
un cosooooo –Adriana abre las manos como el pescador que miente sobre el
último bicho que sacó. Mi amigo sonríe, muy halagado–, sí, un coso
que parece de burro o de caballo. Menos mal que yo ya había tenido un
hijo, porque sino me partía al medio... Juan
Pablo se ríe. Estoy seguro que ya piensa en proclamar su candidatura a
Mister Macho de América. “Ahora
podría decirse que ya estoy acostumbrada. Después, con Juan viví la
mejor parte de mi vida. Estaba feliz y contenta. Me reía de cualquier
cosa... Y ahí el tarado este me dijo de un día para otro que quería
terminar”. De
la mano derecha de Adriana parte una imprevista cachetada, no demasiado
fuerte, pero para nada suave, que golpea la nuca de mi amigo. Observo sus
ojos desorbitados que todavía no entienden el porqué del golpe.
Curiosamente, esto provoca que su cabeza baje y suba, como dándole la razón
a su mujer. Está a punto de insultarla pero Adriana impide cualquier tipo
de reclamo con fuertes chistidos y continúa: “Yo
quedé destrozada. No podía creer que estando tan bien como estábamos...
Me quedé como muerta por la tristeza. En aquella época trabajábamos en
dos locales del shopping que estaba casi juntos. A veces, apenas el
trabajo me daba unos segundos de tiempo yo miraba la vidriera de la tienda
donde él aparecía reflejado, y lo vigilaba para ver qué hacía. Así
estuve varios días, espiándolo y tratando de que no me viera. Me paraba
detrás de los maniquíes y parecía un maniquí más. Como en la zapatería
habían puesto unos adornos enormes, apenas podía verle las patitas yendo
y viniendo. Yo vivía llorando y llorando. También escribía. Sí, escribía.
Cuando estoy muy mal me da por escribir.” “Un
día, mientras miraba la vidriera relojeándolo por el reflejo del vidrio,
él me vio y me saludó como si nada. Yo sentía que el corazón se me iba
a reventar y me iban a salir los pedazos por la boca. Pero él, nada.
Saludó y siguió trabajando.” La
cara de Adriana se enrojece y se arruga. Sus ojos parecen de vidrio. Está
a punto de llorar, así que interrumpe el relato para tomar un trago de
vino. Juan Pablo aprovecha la pausa y le acaricia la espalda, consolándola
con ese amor pobre y torpe que tenemos la mayoría de los hombres. Ella lo
mira y ahora sonríe. “Bueno, ¿en qué quedé? Ah, sí, cuando lo vi por la vidriera. Bueno, después empecé a perseguirlo. Averiguaba siempre por dónde andaba, si venía o no a trabajar, si lo veían solo o acompañado. Siempre tratando de que no se diera cuenta, pero siempre con los ojos puestos en él. Hasta que un día ya no pude más y me decidí. Tenía que hablarle, decirle algo, pedirle que no me dejara, que lo extrañaba, que no podía vivir más así... Quería darle lo que había escrito sobre nosotros para que supiera qué sentía por él. Entonces una noche friísima me guardé el papelito y lo fui a esperar a la salida del trabajo. Estaba tan nerviosa que aunque sabía que él salía a las diez y media de la noche, ya a las ocho estaba afuera del shopping esperándolo. Para peor ese frío horrible, y yo temblando y preguntando la hora cada quince minutos, mirando para dentro a ver si lo encontraba. Después me animé y entré en el hall. El muchacho de seguridad me vio y me reconoció antes que pudiera escaparme. Me preguntó Adriana, ¿qué andás haciendo por acá a esta hora? Yo apenas podía disimular los nervios y encima seguía temblando. Me compuse un poco y le dije sin darle mucha importancia que esperaba a Juan Pablo, que estaba mirando si salía, porque podía aparecer por la puerta donde estábamos o por la de atrás y no quería desencontrarme. Entonces le pedí al de seguridad que me avisara si lo veía salir por la otra puerta. Volví afuera y seguí vigilando, pero nada. De repente se hicieron más de las diez y media y todavía nada. El muchacho de seguridad ya se había ido, y yo miraba a todos lados, cada vez más desesperada. En eso se me ocurre revisar afuera del shopping y lo veo a lo lejos, caminando a la parada. Empecé a trotar para alcanzarlo, pero él también empezó a correr hasta la parada. Vi que venía el ómnibus y sentí como si me estuviera muriendo, y lo llamé Juan, Juan, Juan, Juan, pero había tanto viento y estaba tan lejos que no me oía, y empecé a rogar que el ómnibus no le parara, que él no lo alcanzara, y traté de correr, pero tenía las piernas heladas por el frío y no podía ir muy rápido. Seguí gritando su nombre, pero él no me oía. El ómnibus paró y arrancó enseguida. Me quedé llorando y diciendo que no, no te vayas Juan, no te vayas...” Adriana
larga el llanto y se queda con la mirada perdida. Juan Pablo –muy incómodo–
hace algunos chistes cortos para distender el ambiente. –Pero
después todo se arregló, ¿no? –pregunta Juan Pablo acariciándole el
pelo. Ella
se enjuaga la catarata de lágrimas y me pregunta si no me gustó la pizza
porque apenas la probé. Yo la miro sin perder mi hipnosis. Tiene los ojos
hinchados y se sonríe mientras él la toma de la mano por debajo de la
mesa. –¿Tenés
por ahí eso que escribiste para darle? –pregunto yo o el escritor
adentro mío que nunca descansa. Adriana
busca en una cajita de madera llena de servilletas escritas con su letra.
Encuentra el papelito de esa noche y lo lee en voz alta. Yo escucho y no
digo nada. Cualquier juicio literario sería una imbecilidad frente a
tanto sentimiento junto. Después le pido el texto y lo releo en silencio.
Para Adriana mi amigo es “el mar”, “el sol”, “la luna”, “la
poesía más hermosa en los labios del poeta”, “la luz” que la
ilumina. También “la fuerza de los mares, el agua de los ríos y el
vuelo de las aves”, entre otras cosas. Termino de leer y me quedo pensando. Miro a Juan Pablo, pero es inútil, yo no veo el agua de los ríos ni el vuelo de las aves. Sólo veo al amigo que se empedaba en mi cuarto contando chistes verdes y se iba para el baño con una Playboy bajo el brazo. Algunos misterios de la vida no tienen explicación. Mejor así. Adriana aprovecha que me distraje y abraza y besa a Juan Pablo. Me invade la admiración, como si la confidencia me hubiera hecho de alguna manera cómplice de la historia. La novia de mi amigo, enternecida por el amor, la marihuana y todo lo que contó, lo vuelve a besar y estira sus brazos hacia él. Juan
Pablo la mira, suspira y la aparta de un empujón: –Bueno, tampoco jodas tanto –gruñe con voz de asco–. Ni que fuéramos hermanos siameses, che. |
Porrovideo
Jorge Alfonso
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