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El amor de los pobres hombres pobres
Jorge Alfonso

–¿Nunca te conté cómo nos conocimos con Juan? –pregunta Adriana, muy drogada.

No, pero presiento que me lo vas a contar ahora, pienso.

“Yo estaba haciendo cola en la rotisería, con una bronca bárbara porque tenía media hora de descanso y ya llevaba quince minutos esperando. De repente este se me acerca y me mira. Yo pensé que quería averiguar dónde estaban los fiambres o algo por el estilo, pero en vez de eso me preguntó si yo trabajaba en el shopping. Lo miré y le dije que sí. Yo también dijo él. Pensé qué boludo este tipo y vi su carita de nene y de entrada no me gustó. Pero él siguió buscando conversación, y yo que estaba apurada y enojada porque se me iba el descanso, apenas si le contestaba. En eso él me dice Mirá que no trabajo en limpieza, ¿eh? Eso me hizo enojar. Lo miré muy seria y le largué

–¿Por qué? ¿Qué problema tenés con la gente de limpieza?

–No, no, nada, ningún problema –dijo él zanguango este y se dio cuenta que la había embarrado.”

Relojeo a Juan Pablo, que se hace el distraído.

–¿Tenías miedo que ella te despreciara si creía que laburabas de limpiador? –interrumpo el relato para preguntarle a mi amigo.

–Y, podía ser –acepta a regañadientes–. Como casi ni me respondía... Lo que pasa es que en ese tiempo yo usaba un uniforme muy parecido al de los que hacían la limpieza.

–Lo más gracioso –comenta Adriana a las carcajadas– es que al otro día le tocó ayudar arreglando la vitrina de la zapatería. Me lo encontré arrodillado pasando la aspiradora. ¿Así que no trabajabas de limpiador?, pensé.

“Pero bueno, empezamos a salir, y a los dos días me di cuenta que ya estaba muerta con él. Por supuesto que hasta ahí no había pasado nada raro. Nos habíamos besado, nada más. Pero hubo un día que nos largamos a la rambla a tomar cerveza y de repente se armó una tormenta horrible y tuvimos que irnos. Como otras veces, me invitó a la casa. Yo nunca había querido ir, pero esa vez... con la lluvia tan fuerte y él tan dulce diciéndome que no pensara nada raro, que me dejaba su cama y que él se acostaba en un colchón en el suelo...”

“Bueno, de repente ahí estaba yo, en su casa, cagada de miedo y un poco borracha, subiendo la escalera al cuarto de Juan. ¿Vos viste cómo era el cuarto de Juan antes, cuando vivía con los padres en las viviendas esas, no? Entrabas al cuarto y apenas cabía una cama. No había dónde sentarse. Ni una silla. Y él, muy cómodo, se acostó en la cama. Yo ahí, muerta de nervios, me quedé sentada durita en el borde. Él insistió varias veces que me recostara pero yo no quería. No sé, me sentía mal, muy incómoda de quedarme en su casa. En el cuarto de al lado estaban los padres durmiendo y a mí me daba una vergüenza bárbara que nos oyeran y aparecieran por la puerta... Bueno, al final me acosté al lado de este, que por supuesto empezó a acariciarme y acariciarme, y yo al principio nada, no quería nada, te juro. Pero después de un rato ya nos acariciábamos los dos. Yo misma empecé a tocar y tocar, y entonces tantee un bulto imponente, y no podía creer y me puse a temblar: era una cosa tan grande... Hasta él se dio cuenta de que temblaba y me preguntó si me sentía mal. Yo empecé a pensar no, esto debe ser la pierna, no puede ser. Seguí temblando cada vez más, aunque también me vino mucha curiosidad. Y este, encima, estaba re-caliente. Lo sentía en la oscuridad, muy concentrado metiendo mano aquí y allá, con aquello tan enorme listo para el ataque, y pensé este me hace mierda. Mejor lo descargo un poco antes porque sino me destroza.”

“Entonces me decidí, junté fuerzas y le bajé la bragueta. Me quedé paralizada, como sin saber qué hacer con toda esa cosa inmensa. Después la agarré entre las manos y la empecé a chupar. Ay, me muero de vergüenza le dije cuando terminé. ¿Qué vas a pensar de mí? Mañana no sé con qué cara mirarte en el trabajo. Ya ni tengo ganas de ir a trabajar por la vergüenza. Y decime ¿ahora cómo me vas a mirar vos, se puede saber? Él trató de bajarme las revoluciones. Que no era para tanto, que no iba a pensar mal de mí, que fue el momento y esas cosas, que en vez de perder el tiempo juzgando lo pasado, mejor disfrutar y listo. Terminamos durmiéndonos abrazados en la cama.”

“Al otro día me desperté y ya era plena mañana. Abajo se sentían los pasos de la madre que ya se había levantado. Yo estaba con unos nervios y una vergüenza... Y el tipo este de lo más tranquilo, caminado por el cuarto, charlando, invitándome a tomar un café. Yo lo miré como pensando está loco, está loco, yo lo que quiero es irme de acá, qué va a pensar la madre cuando me vea bajar, qué boluda, tendría que haberme despertado antes, qué vergüenza... Y este, super-tranquilo, bajó un par de veces. Yo lo oía conversar con la madre y pensaba si podría tirarme por la ventana. De repente anudando unas sábanas... Al final no me quedó otra que bajar. La madre me saludó y me invitó a tomar un café. Yo empecé atropelladamente a tratar de explicar y a pedirle que me disculpara, que yo no quería quedarme, que no era algo que hubiera hecho antes, que me disculpara, que ya me iba. Y ella, muy cariñosa, me decía que no me fuera, que me quedara a tomar mate, que no había ningún problema, que no tenía que explicar nada. Pero apenas se hacía un silencio yo volvía a explicar lo mismo casi tartamudeando como una pelotuda por los nervios. Juan Pablo –olímpico como si no hubiera pasado nada– tomaba café con leche y tostadas con manteca.”

“Después nos seguimos viendo y al final me llevó a un hotel. Yo tenía miedo, porque una cosa era chuparla, pero... Incluso ahí, con las luces prendidas, la verdad que el tamaño asustaba. Las piernas me temblaban como si fuera la primera vez.”

–Sí, es cierto –interrumpe Juan Pablo–. Yo le preguntaba ¿por qué temblás tanto? Y ella no decía nada...

–Para mí es como si ahí hubiera perdido la virginidad. Porque este tipo tiene un cosooooo –Adriana abre las manos como el pescador que miente sobre el último bicho que sacó. Mi amigo sonríe, muy halagado–, sí, un coso que parece de burro o de caballo. Menos mal que yo ya había tenido un hijo, porque sino me partía al medio...

Juan Pablo se ríe. Estoy seguro que ya piensa en proclamar su candidatura a Mister Macho de América.

“Ahora podría decirse que ya estoy acostumbrada. Después, con Juan viví la mejor parte de mi vida. Estaba feliz y contenta. Me reía de cualquier cosa... Y ahí el tarado este me dijo de un día para otro que quería terminar”.

De la mano derecha de Adriana parte una imprevista cachetada, no demasiado fuerte, pero para nada suave, que golpea la nuca de mi amigo. Observo sus ojos desorbitados que todavía no entienden el porqué del golpe. Curiosamente, esto provoca que su cabeza baje y suba, como dándole la razón a su mujer. Está a punto de insultarla pero Adriana impide cualquier tipo de reclamo con fuertes chistidos y continúa:

“Yo quedé destrozada. No podía creer que estando tan bien como estábamos... Me quedé como muerta por la tristeza. En aquella época trabajábamos en dos locales del shopping que estaba casi juntos. A veces, apenas el trabajo me daba unos segundos de tiempo yo miraba la vidriera de la tienda donde él aparecía reflejado, y lo vigilaba para ver qué hacía. Así estuve varios días, espiándolo y tratando de que no me viera. Me paraba detrás de los maniquíes y parecía un maniquí más. Como en la zapatería habían puesto unos adornos enormes, apenas podía verle las patitas yendo y viniendo. Yo vivía llorando y llorando. También escribía. Sí, escribía. Cuando estoy muy mal me da por escribir.”

“Un día, mientras miraba la vidriera relojeándolo por el reflejo del vidrio, él me vio y me saludó como si nada. Yo sentía que el corazón se me iba a reventar y me iban a salir los pedazos por la boca. Pero él, nada. Saludó y siguió trabajando.”

La cara de Adriana se enrojece y se arruga. Sus ojos parecen de vidrio. Está a punto de llorar, así que interrumpe el relato para tomar un trago de vino. Juan Pablo aprovecha la pausa y le acaricia la espalda, consolándola con ese amor pobre y torpe que tenemos la mayoría de los hombres. Ella lo mira y ahora sonríe.

“Bueno, ¿en qué quedé? Ah, sí, cuando lo vi por la vidriera. Bueno, después empecé a perseguirlo. Averiguaba siempre por dónde andaba, si venía o no a trabajar, si lo veían solo o acompañado. Siempre tratando de que no se diera cuenta, pero siempre con los ojos puestos en él. Hasta que un día ya no pude más y me decidí. Tenía que hablarle, decirle algo, pedirle que no me dejara, que lo extrañaba, que no podía vivir más así... Quería darle lo que había escrito sobre nosotros para que supiera qué sentía por él. Entonces una noche friísima me guardé el papelito y lo fui a esperar a la salida del trabajo. Estaba tan nerviosa que aunque sabía que él salía a las diez y media de la noche, ya a las ocho estaba afuera del shopping esperándolo. Para peor ese frío horrible, y yo temblando y preguntando la hora cada quince minutos, mirando para dentro a ver si lo encontraba. Después me animé y entré en el hall. El muchacho de seguridad me vio y me reconoció antes que pudiera escaparme. Me preguntó Adriana, ¿qué andás haciendo por acá a esta hora? Yo apenas podía disimular los nervios y encima seguía temblando. Me compuse un poco y le dije sin darle mucha importancia que esperaba a Juan Pablo, que estaba mirando si salía, porque podía aparecer por la puerta donde estábamos o por la de atrás y no quería desencontrarme. Entonces le pedí al de seguridad que me avisara si lo veía salir por la otra puerta. Volví afuera y seguí vigilando, pero nada. De repente se hicieron más de las diez y media y todavía nada. El muchacho de seguridad ya se había ido, y yo miraba a todos lados, cada vez más desesperada. En eso se me ocurre revisar afuera del shopping y lo veo a lo lejos, caminando a la parada. Empecé a trotar para alcanzarlo, pero él también empezó a correr hasta la parada. Vi que venía el ómnibus y sentí como si me estuviera muriendo, y lo llamé Juan, Juan, Juan, Juan, pero había tanto viento y estaba tan lejos que no me oía, y empecé a rogar que el ómnibus no le parara, que él no lo alcanzara, y traté de correr, pero tenía las piernas heladas por el frío y no podía ir muy rápido. Seguí gritando su nombre, pero él no me oía. El ómnibus paró y arrancó enseguida. Me quedé llorando y diciendo que no, no te vayas Juan, no te vayas...”

Adriana larga el llanto y se queda con la mirada perdida. Juan Pablo –muy incómodo– hace algunos chistes cortos para distender el ambiente.

–Pero después todo se arregló, ¿no? –pregunta Juan Pablo acariciándole el pelo.

Ella se enjuaga la catarata de lágrimas y me pregunta si no me gustó la pizza porque apenas la probé. Yo la miro sin perder mi hipnosis. Tiene los ojos hinchados y se sonríe mientras él la toma de la mano por debajo de la mesa.

–¿Tenés por ahí eso que escribiste para darle? –pregunto yo o el escritor adentro mío que nunca descansa.

Adriana busca en una cajita de madera llena de servilletas escritas con su letra. Encuentra el papelito de esa noche y lo lee en voz alta. Yo escucho y no digo nada. Cualquier juicio literario sería una imbecilidad frente a tanto sentimiento junto. Después le pido el texto y lo releo en silencio. Para Adriana mi amigo es “el mar”, “el sol”, “la luna”, “la poesía más hermosa en los labios del poeta”, “la luz” que la ilumina. También “la fuerza de los mares, el agua de los ríos y el vuelo de las aves”, entre otras cosas.

Termino de leer y me quedo pensando. Miro a Juan Pablo, pero es inútil, yo no veo el agua de los ríos ni el vuelo de las aves. Sólo veo al amigo que se empedaba en mi cuarto contando chistes verdes y se iba para el baño con una Playboy bajo el brazo. Algunos misterios de la vida no tienen explicación. Mejor así.

Adriana aprovecha que me distraje y abraza y besa a Juan Pablo. Me invade la admiración, como si la confidencia me hubiera hecho de alguna manera cómplice de la historia. La novia de mi amigo, enternecida por el amor, la marihuana y todo lo que contó, lo vuelve a besar y estira sus brazos hacia él.

Juan Pablo la mira, suspira y la aparta de un empujón:

–Bueno, tampoco jodas tanto –gruñe con voz de asco–. Ni que fuéramos hermanos siameses, che.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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