Viejo barrio que te vas

por Hugo Alfaro

A "El Hachero", Julio C. Puppo

Hablo como un montevideano que en el verano de 1927 vivía trepado en el tablado de la esquina. El de mi barrio se llamaba tablado "Cidriz", en el cruce de Lima y Justicia. Un joven vestido de smoking -mirada y sonrisa brillantes- corría tras un ideal alcanzable por la módica suma de seis centésimos: la botella de gaseosa Cidriz, tamaño gigante, de la que partían los rayos de un enorme sol. En el colmo de la imaginación eléctrica, de noche se encendían las filas de bombitas pintadas de amarillo y el sol resplandecía en torno del muchachito y la botella.

Un día de invierno fui al café de la esquina de casa, muy probablemente a comprar un porrón de cerveza negra, como solía ocurrir. Arriba no quedaban, y hubo que bajar al sótano a buscar un casillero. Yo no iba a perderme aquella inesperada excursión, así que fui tras los pasos del dueño, haciendo equilibrio en la precaria escalerita que conducía al depósito. Apenas don Ramón encendió la débil luz eléctrica y yo acomodé mi vista a esa poca luz, quedé inmóvil: allí descubrí -desairado, bocabajo, uno más entre otros desperdicios arrojados al desuso- al jovencito de smoking, lleno de telarañas. En el tablado corría, dichoso, tras la botella de gaseosa; pero en aquel sótano yacía de bruces, humillado.

Creció mi simpatía por él. Y aunque en verano veía como lo restauraban, le cepillaban las pelusas y lo pintaban, devolviéndolo a la digna posición vertical, también sabia lo que vendría después. Pequeñas estafas, breves desencantos del mundo de los grandes; registrarlo a solas me enseñaba a conocer el paño.

Ahora hay un súbito revuelo. Se agita el tranquilo atardecer del barrio. Primero se sienten de lejos y luego acercándose, el bombo inconfundible, el redoblante y los platillos, ese vuelco en el alma de los montevideanos que no precisa explicación. Llega el camión, la murga baja. El encargado de los cohetes los hace estallar (convirtiéndose por un instante él, en la atracción), para enterar y convocar al vecindario. Pero quienes más se excitan son los chiquilines y los perros, dubitativos entre la novelería y el susto.

"¡Llegó una murga, llegó una murga!". Yo corro a casa a avisarle a mi familia, por si no oyeron los cohetes. ¡Viven tan al margen! Renée estudia parsimoniosamente el piano, papá es algo sordo, sólo mamá estará expectante. Ayudo a acarrear sillas (las del patio del juzgado para no estropear las nuestras, de comedor). Todo el mundo corre en la misma dirección. Y si llegamos un poquito tarde, igual el lugar será de privilegio (yo me excluyo; prefiero ir con mis amigos a sentarme en cuclillas bajo la mesita de la Comisión, arriba del tablado). Pero a mi viejo todos le van abriendo paso: ¿a cuál de aquellos vecinos no lo inscribió para casarse, o no le anotó el nacimiento de un hijo, o no le registró una defunción? El barrio lo reconocía como la memoria flagrante y autenticada de lo más importante de sus vidas. "Pase, pase, don Agustín; desde aquí van a ver mejor". Un tranvía se entreparaba (como frente al "Elbio"), para curiosear un poquito. Detrás de él apremiaban con sus bocinas otros autos; no estaban apurados por pasar sino por acercarse, tratando, también, de pescar algo. Aquella era la canción de todos. El voto menor que el alma pronuncia.

La murga, todavía en la calle, se deja asediar por el piberío.

"¡A medio los versos!", "¡Lo que cantan los Patos!", "¡A medio los versos!". "Pepino" ya está arriba del tablado cumpliendo ante la mesa las formalidades para la actuación. Todo legal, como querían los uruguayos de entonces. La alegría estaba en el aire, no había que arrancársela a nadie a tirones (el dólar estaba a la par). Es el momento en que los "Patos Cabreros" arrancan a cantar, y con ellos la ciudad entera:

"Uruguayos campeones
de América y del mundo"

Es la época en que Montevideo le pone una bufanda de hormigón a todas sus calles. Porque cree alegremente en el Progreso, y porque sin calles asfaltadas no hay CUTCSA que resista. Es la época de oro del fútbol: entre Colombes y Amsterdam, el gol de Piendibene a Zamora. La época en que Gardel y Julio De Caro no eran todavía la laboriosa literatura del tango sino el tango mismo. La época en que los consejeros nacionales se llamaban José Batlle y Ordóñez, Martín C. Martínez, Alfredo Vázquez Acevedo, Francisco Soca, y era sólo el pueblo quien los designaba. La apacible época en que la propaganda política se hacia desde automóviles de capota baja y bocina de gramófono en cuello, sin más estruendo que la algarabía de los pibes lanzando desde las aceras hurras o denuestos, según la convicción de sus mayores, de la que eran -éramos un eco inocente.

Recuerdo a Julio María Sosa, envuelto en los pliegues de la bandera colorada, saludando desde un auto descubierto que bajaba lentamente por Domingo Aramburú hacia General Flores, rodeado por la novelería del vecindario y por la muda emoción de mi padre -recién llegado del Tala con nosotros, para radicarnos en la capital- que los tenía a ambos, a Batlle y a él, por sus ídolos políticos. Sólo cuando la multitud pasó, gritó desde el balcón (mientras mamá le tironeaba del saco): "¡Vivan los blancos pelos del viejo Batlle!" para la sorprendida admiración de nuestros vecinos y mi secreto orgullo. Después vendría la clamorosa muerte de Don Pepe, y la bocina gemebunda de "El Día" amonestando a la tropa que pifiaba, solemne, las broncas notas de la Marcha Fúnebre.

Épocas de ciega fe en que se era, para siempre y de padres a hijos, colorado o blanco, de Nacional o de Peñarol, de Atenas o de Sporting y de "Un real al 69" o de la "Oxford". El mundo parecía manuable y se creía, confiadamente, poder partirlo en dos. Subidos al tablado del barrio o en el patio de la escuela, nosotros mimábamos la pasión de nuestros padres. El mío era de "Un real al 69", de "El Espectador" y de Peñarol. Yo era de Peñarol, de Atenas, de la "Carve" y de la "Oxford".

La rivalidad de las dos troupes nació en diciembre de 1926, antes de que la "Oxford" hubiera subido a un tablado. Salvador Granata, que ya era famoso por "Un real" y Ramón Collazo, que lo era por la Troupe Ateniense y por el Atenas, solían encontrarse, en calidad de compositores musicales, en los salones de la Casa Morixe, que entonces distribuía los discos "Víctor". Allí le preguntó Salvador al Loro si era cierto que sacaba una troupe en el próximo carnaval. "Sí, es cierto", tuvo que escuchar Granata la noticia. Amigos como eran, aquello bastó para que, por quince años, dejaran de hablarse. La rivalidad tradicional entre los dos conjuntos se alimentó, en parte, de esa irrisión y después se prolongaría encima y alrededor de los tablados. Hasta que en 1942 los reconcilió Edmundo Bianchi (diplomático de carrera), a tiempo para que Salvador Granata, algo después, pudiera morir poco menos que en brazos de su amigo.

Cuando en el 27 Ramón confirmó en los hechos su propósito y la troupe "Oxford" irrumpió en el carnaval montevideano, las líneas quedaron tendidas. Los dos cuarteles generales con domicilio constituido en la Ciudad Vieja: "Un real al 69" en Colón y 25 de Mayo; la "Oxford" por Andes e Isla de Flores. El Puerto y el Bajo. El Templo Inglés y el Hospital Maciel. Los rodeaba la leyenda, y ellos serían leyenda a su vez.

Debo admitir que hasta Justicia y Lima no nos llegaba ni el eco de aquellas prestigiosas reyertas. Bastante atareados estábamos con el Cocho en formar nuestra propia agrupación. Se llamó "Mientras reina Momo" (qué se creen...) y llegó a salir tres años, pero nunca más allá del cordón de la vereda. Ni Granata ni Collazo supieron de su existencia. Pero nosotros vivíamos pendientes de la llegada de cualquiera de ellos al tablado. Nos sabíamos de memoria ambos repertorios. Y como sobre, todo nos gustaba el carnaval más que tal o cual conjunto, poníamos tanto entusiasmo en cantar "Marabú", de Granata, como "Si lo supiera mamá", de Collazo (con miradas de picardía hacia mi hermana, cuando la letra dice: "El nuevo novio de Renée...").

La otra noche, treinta años después, Ramón Collazo hizo algo más que eso: dirigió no sólo "Marabú", sino también "Montevideo" y "Adiós Venecia", es decir, algo así como el santo y seña de la troüpe rival. No era, por supuesto, apropiación indebida. Simplemente se trataba -a esta altura de las canas y calvicies de ambos bandos- de una composición realista de lugar: "A ver, Ramón, ¿te gustaría organizar un espectáculo con lo mejor de las dos troupes?". Y Ramón: "¡Cómo no! Traigan las letras".

La sede de Central, con su abolengo palermitano y un vecindario conocedor a fondo del tema y sus variaciones, era el sitio indicado para los ensayos, como también hubiera podido serlo la sede del Atenas. Allí, en medio de grappas con limón, faroles a mantilla (que los frecuentes apagones obligaban a tener siempre a mano) y el redoblante de la "Milonga Nacional" (perdón: "Nueva Milonga Nacional"), que ensayaría después, charlamos un, rato con Ramón Collazo, oriental, soltero, 59 años, encarnación viviente del carnaval del Uruguay.

Un nombre recuerda Collazo, con aparente objetividad, vinculado al origen de estas cosas: el de Carlos Quijano, jovencito de la "inteligentsia" montevideana y secretario general, en 1922, del Centro de Estudiantes de Derecho. "Carlitos -nos dice, y se explica la familiaridad- lanzó la idea de montar un espectáculo teatral del género revisteril que se inspirara (la anécdota no puede ser apócrifa) en el modelo francés más que en el porteño", prolífico en bastedades y divismo. El conjunto se llamó, con alarmante falta de oído, "Troupe Jurídica", y el libreto, del que eran autores Roberto Fontaina, Víctor Soliño y César L. Gallardo, llevaba el título "¿Estás ahí, Montevideo?", que se convertiría en chanza o saludo generalizado en la ciudad. "Nada significaba", dice el Loro, "pero todo el mundo lo repetía, como una contraseña o un comodín". No era un mal comienzo para aquellos principiantes.

El triunfo encendió la imaginación y el entusiasmo de todos, y al año siguiente, cambiando el ropaje de a poco, ya eran la "Troupe Jurídica Ateniense" y en seguida, definitivamente, la "Troupe Estudiantil Ateniense", cada vez más vinculada al Club Atlético Atenas y menos, al Centro de Estudiantes de Derecho. Éxito clamoroso en el Teatro Solís y en el Coliseo de Buenos Aires (consta en la leyenda y en los diarios de la época), y afianzamiento de un brote de humor incisivo y jovial en una ciudad que supo burlarse cordialmente de sí misma, como corresponde a tiempos de vacas gordas. Fue la obra de un puñado de gente desenfadada, talentosa y con buena puntería para colocar sus dardos satíricos. ¿Los nombres? Citamos sin pasar lista: Ramón y Juan Antonio Collazo, Víctor Soliño, Lalo Pelliciari, Roberto y Raúl Fontaina, César L. Gallardo, Arturo Filloy, acompañados por músicos tan relevantes, entonces y después, como Manolo Salsamendi, Gerardo Mattos Rodríguez, José Soler, Alberto Vila, Luis Rolero, Adolfo Mondino, Colelo Bianchi, Emérito Sheppard, Buddy Day ("El Gato Félix") y Lalo Etchegoncelay.

Y en el rubro carnaval la lista no se agota, ciertamente, con los nombres de Granata y Collazo. También Romanelli, Bellozo, Pietrafesa,Courau, Conte, Mondino, Imperio y tantos otros crearon, con giros de canzonetta, zarzuela, un ingenuo y fresco sentido del jazz y una nueva modalidad del tango -el tango coreado- ese peculiar estilo de música popular montevideana, ni siquiera uruguaya y por supuesto no rioplatense, que cantaba la ciudad entera, desde Pocitos al Cerro, como Río canta el samba.

Sin olvidar la notable y creciente significación de las murgas como vivísima expresión popular de esta ciudad, y de ninguna otra. Porque, ¿quién podría levantar la nariz con gesto pudibundo ante el humorismo espeso y a menudo procaz de las letras murgueras (que hacían crítica política mucho antes de nacer los semanarios cultos), si de lo que se trata es del instinto creador del pueblo? Por cada tanda de universitarios incoloros cuando no desarrollistas, los marginados han sabido darse un Canario Iriarte (al que hubo que convencer para que, en el Mundial del 30, usara zapatos de fútbol en lugar de zapatillas, y que no obstante marcó un gol decisivo en la histórica final), un Hugo Elías Cartelle (el boxeador canillita, ídolo de los vendedores de diarios), un José Leandro Andrade (al que los empresarios franceses vinieron a buscar, después de Colombes, para llevárselo a bailar tango en París; por supuesto, no fue), y los reyes de la murga: un Mímica Velorio, un Loco Pamento, un Pepino, un Casciani, capaces de expresar, con gracia inimitable, el sentir y el decir del pueblo entero. O las comparsas de negros, que nos vienen de la Colonia y la Patria Chica, al conjuro magistral de cuyas lonjas todo Montevideo participa en la marcha restallante de las Llamadas.

¿Que cuál es el valor que tiene toda esa música, surgida no de las academias sino de una necesidad imperiosa de expresión? No lo sé, y diría que importa poco. Sólo digo que mientras las esquinas montevideanas entonen las estrofas de Uruguayos campeones, o Un saludo cordial lailará, lailará, o Viejobarrioquetevás, un modo de ser nosotros mismos estará encontrando su eco fiel. Es el bello y relevante destino que cumplieron en Montevideo aquellos talentosos reos de los años veinte.

"¿Cuál es, Ramón, tu mejor recuerdo de ésa época?". Collazo dispara la respuesta, que es una fecha, como si fuera el dato de un fichero: "27 de febrero de 1930". ¿Qué pasó ese día?

"Esa noche cantamos 'Adiós mi barrio' por primera vez, en el murallón del Barrio Sur. Con tablas y bidones que nos prestó la Compañía del Gas armamos un tablado que sólo era una tarima. Y allí, ante cinco mil personas que aguantaron a pie firme una llovizna persistente, cantó la Oxford ese tango de Soliño y mío, como creo que no lo hizo nunca más". Y Collazo agrega con orgullo el detalle que perfecciona la felicidad de la anécdota: "Cantamos de particular, porque aún no había plata para los trajes..."

Inútil querer rastrear un trémolo de emoción en la voz del Loro, cuando recuerda estos episodios nacionales. Mientras nos habla imparte órdenes (sobre la ropa, la audición en TV del jueves, el ensayo general del viernes), con la energía, la deliberada ausencia de humor y la parquedad de ciertos conductores.

Como todas las sedes de club deportivo, la de Central tiene un bullicio propio: ping-pong, bochas, naipes, cantina, copas, la conversación que el mate lleva y trae y, esperando el ensayo, una fila de señoras del barrio que tejen con la misma aplicación chismes y batitas.

Pero Ramón trepa de pronto a la tarima que oficia de tablado (tal vez como la tarima de la lejana Compañía del Gas), pega cuatro gritos, reclama silencio con la sola mirada.., y de a poco todo Central enmudece, esperando que el conjunto arranque con los compases de "Adiós, Venecia". Cuando resuenan en el ámbito de la casona de la calle Maldonado las viejas y queridas melodías, escuchadas de niño a la sombra protectora del hombrecito de smoking y la gaseosa Cidriz ("Marabú", "Adiós Susana", "Montevideo", "Carnaval", "Fado, fadiño", "Adiós mi barrio"), un perfume antiguo cala hondo y se tiene la sensación del tiempo recobrado. Al alejarse por Médanos, una fresca, una segura necesidad de evocar y evocarse invade al cronista. Y piensa que le gustaría escribir esa evocación.

por Hugo Alfaro
De "Mi mundo tal cual es"
Ediciones de la Banda Oriental

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