Umberto D. Riqueza sin millones por Hugo Alfaro
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Ya se sabe que el arte cinematográfico es perecedero como pocos, y que hoy nos reímos no sólo de lo que veinte años atrás hizo llorar a nuestros padres sino (hay ejemplos acusadores) hasta de lo que nos hizo llorar o algo parecido a nosotros mismos. Del estreno de Umberto D. ya nos separan ocho años, y su calidad dramática prometía resistir la erosión del tiempo. En aquella época la crítica cinematográfica -no los grandes públicos de este país, recuerdo- exaltó una película que siendo tan joven ya parecía inmortal. El incendio posterior de la Casa Glücksmann en que se quemó la única copia existente, demostraría que, al menos el mero celuloide, no era inmortal. Pero desde ese momento echó raíces «para siempre» la leyenda de Umberto D. Para siempre, no. Desde ayer se está exhibiendo en el Ariel una copia adquirida en Buenos Aires y toda la situación podrá ser revisada a la luz, un poco cruel, de una mirada más adulta. Pero tenemos fe en que todavía perdure el estrafalario viejo de Vittorio de Sica; menos fe, y esto también hay que decirlo, de la que en 1952 poníamos a favor de la carrera futura del director italiano. Con esa nota optimista, que los años han dolorosamente refutado, termina la crónica que Marcha, dedicó al estreno de Umberto D. y que hoy exhumamos. Umberto D. es la historia de un jubilado, edad prestinta sesenta años largos, a quien la estrechez económica y la soledad van quitando el estímulo para vivir, hasta que concibe la idea del suicidio, trata de realizarla, fracasa en su ejecución, y continúa viviendo sin otro aliciente que el cariño de un perro. Nada altera la simplicidad de esta idea argumental. El protagonista no tiene hijos ingratos o parientes despóticos, nadie lo estafa, y muy pocos espectadores podrán reprochar a la casera que le reclame las quince mil liras de renta adeudadas. Es que Umberto Domenico Ferrari no es la creación caprichosa de un libretista. Es la figura, encontrable en los tranvías y las plazas de todo el mundo, del hombre que llega a la vejez y se encuentra desplazado de la sociedad, tolerado por ella de mala gana. La procedencia colectiva, no sólo individual, de este personaje, está fuertemente marcada desde el comienzo del film, en que una exaltada manifestación de jubilados reclama aumentos y es dispersada por la policía, disolviéndose los fatigados viejos por las calles adyacentes, mientras la cámara se acerca a uno de ellos, el protagonista de la historia que la película va a narrar. No es frecuente hallar en la industria cinematográfica un rasgo de independencia y de sinceridad artística como el que supone la sola concepción de este film. El cine angloamericano rozó el tema en Adiós, Mr. Chips (Sam Wood, 1940); el cine francés, en El fin del día (Julien Duvivier, 1939), lo radicó en el mundo entre vanidoso y senil de los actores retirados; y el cine americano, aunque con desacostumbrado escrúpulo, lo contaminó levemente de factores ajenos en La cruz de los años (Leo McCarey, 1937). El caso de Vittorio de Sica es más significativo: después de conmover profundamente al público y la crítica mundial con Lustrabotas y Ladrones de bicicletas y de obtener la consagración de Miracolo a Milano en Cannes 1951, acomete la realización de un film que es la historia dolorosa y gris de un viejo sin fama. De Sica no podía ignorar que con este tema sólo habría de amargar a sus mejores espectadores y aburrir a los demás, negándoles a unos y otros toda facilidad, toda distracción del tono monocorde y sombrío con que aquél habría de ser contado. Con el ejemplo de una carrera cinematográfica que es una constante superación en el ajuste de sus medios expresivos, en madurez artística y en resonancia pública, el director italiano entrega su talento de creador a un tema menor, sin los prestigios del brillo exterior y aún del énfasis dramático. Es cierto que la digna figura aporreada del protagonista es todo un comentario sarcástico sobre nuestra discurseada organización social; pero éste es el sentido implícito, y la película jamás hace bandera con la gravedad de su mensaje. La política de de Sica con su tema (y la de Cesare Zavattini, autor de éste y del libreto), es la de depurar los perfiles de la historia, despojándola no ya de todo lo accesorio sino de la multiplicidad del enfoque y de la complejidad de los personajes; el efecto se traduce en una estilización del relato y una concentración de su poder dramático. Es probable que esta extrema desnudez aleje del film a los enviciados consumidores de acción cinematográfica y también a aquellos espectadores para quienes cierta dosis de objetividad, complejidad y visible inteligencia en el tratamiento de un tema, aún dramático, es preferible a una actitud de total entrega. La unidad interna de Umberto D. proviene, precisamente, del acuerdo entre la naturaleza del asunto y el enfoque desde el cual sus autores lo abordan. Como en la obra (global) de Chaplin, el realizador se identifica aquí con el drama de su protagonista y no puede tratarlo más que con una profunda simpatía; de ahí que de Sica satirice crudamente el mundo que rodea al personaje central pero nunca a éste, aunque algunas de sus manías de viejo lo hubieran tolerado. Promedialmente, la película participa de los caracteres de la obra lírica más que de los caracteres del realismo, sin perjuicio de su puntual relevamiento de un ambiente naturalista. Inclusive hay transiciones de estilo en el tratamiento de distintos escenarios. El comedor popular y el hospital están vistos con ojos naturalistas; la habitación de la casera, con su rococó y sus moñitas, es una réplica mordaz a la espontánea grosería de su dueña; y las tomas desde el tranvía en que viaja Umberto, ya en el último escalón de su derrota, mostrando una edificación gris y hostil, de ventanas cerradas, comunican un sentido de muda melancolía, típico de la escuela neorrealista. Puede ocasionar un equívoco la factura cinematográfica de Umberto D. Tras una apariencia de mínimo esfuerzo y economía de recursos, tras una inocencia de realización que parece transparente, se adivina un riguroso plan. Es el riesgo que corre una estructura despojada, lineal, donde, a falta de una acción concurrente, la escasa acción principal y los recursos con que ella avanza, se agigantan en la perspectiva del espectador y llegan a decidir el sentido de cada escena por su sola gravitación. Entonces de Sica premedita cada efecto de montaje, de fotografía, de decoración, de sonido (la música de Cicognini es notable) y, visiblemente, acosa a sus actores (que reclutó en la calle y nunca habían enfrentado una cámara) hasta extraerles los gestos y los tonos de voz que habrán de consolidar la envolvente unidad del film. Dos secuencias ilustran ejemplarmente esta sincronización. En una, Umberto se acuesta afiebrado e interfieren en su sueño los murmullos de la calle, el ruidoso cinematógrafo de al lado, la efusión operática de los amigos de la casera y las rugientes motonetas que asaltan alguna pausa de silencio; la otra tiene por protagonista a María, la sirvienta, y transcurre en la cocina, cuando aquélla inicia, abstraída y desganada, su contacto diario con la pileta, el gas, las cacerolas y el molinillo del café. En medio de esta rutina, subrayada por la canilla que gotea y un gato que maúlla con reticencia, la muchacha llora silenciosamente, y un vivo sentimiento de desolación se apodera, mágicamente, de toda la escena. La historia del cine no debería recoger con menos devoción esta secuencia que aquélla en que Carlitos es reconocido por la violetera en la última escena de Luces de la ciudad. Como en todo enfoque neorrealista, aquí no faltan los rasgos de humor y los apuntes satíricos. El novio de la casera, que desarrolla un afectado ceremonial de dignidad, mientras se le cuelan por el costado los probables amantes de aquélla; el pordiosero, que interpela a gritos a los transeúntes exigiéndoles la limosna como si se tratara de un tributo municipal; o el enfermo del hospital, que vocea el Avemaria para fingir más devoción ante la Hermana de Caridad que reparte sopa, pueblan ese mundo de personajes secundarios que, como en los filmes de René Clair, viven al margen del argumento y lo enriquecen. Pero este humorismo es incidental. El espíritu que recorre el film es el de una oprímeme desolación, no atemperada por su desenlace, en el que Umberto se ahorra las ruedas del ferrocarril pero no, ciertamente, la soledad y la claudicación diaria que son toda su perspectiva. Las acicaladas pérgolas del jardín por el que se aleja el protagonista, en la última escena, aluden a las floridas excelencias de un mundo aclimatado a la crueldad. Repasando la figura del protagonista, en la sentida interpretación de Cario Battisti, con las ropas pulcras de un pasado mejor y su aire de dignidad agobiada, no puedo dejar de recordar, otra vez, a Charles Chaplin y sus Luces de la ciudad, por la penetrante comunicación de un personaje humanismo apoyada en el lirismo del estilo narrativo y la austeridad del conflicto dramático. Incluso puede verse en ambos personajes una común desinteligencia con el medio y una común afectividad por los niños, los seres simples y los animales. La gran lección humana de este Umberto Domcnico Ferrari es la de que consigue preservar intactas ciertas virtudes de pureza y generosidad, en medio del desastre y la amargura. Sin contar la extrema competencia del técnico y la inspiración del creador, ésta parece ser, también, la lección humana de Vittorio de Sica, que desdeña el éxito fácil, mantiene la continuidad de su postura como artista y extrae un incisivo llamado a la solidaridad humana de un anónimo drama de soledad y acabamiento.
Ficha técnica
Título original: Umberto D. |
por Hugo Alfaro
"De cine soy" - Memorias de biógrafo (Marcha N° 1022 -
19/08/1960
Cauce Editorial / Ediciones de Brecha Agosto 2001
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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