La caja de nácar de Astor Piazzolla por Hugo Alfaro |
La mitología tanguera -percanta, cuchillo, farol, esquina rosada, barrio empedrado- se va desvaneciendo con los últimos octogenarios. Esa mitología miraba a Piazzolla de reojo, como a un transgresor, un desertor. Claro: la muchachada de a bordo se embarcaba en la noche porteña, mientras Astor increíblemente se iba a su casa de Mar del Plata (porque de mañana tenía que estudiar). “¡Quién te creés que sos, gil!”, lo cachaban los otros, con un fondo de resentimiento y otro de secreta envidia. Ellos hacían de noche la milonga; él, estudiando febrilmente, hacía el tango. Su tango. Ahora, que Astor Piazzolla murió, la mitología languera quizás se lo incorpore como uno de los suyos. A mediados de la década del 40, la rinconada de la Plaza Libertad se daba el lujo de sonar “a la Piazzolla”. La orquesta había sido contratada por el café Ateneo, en la esquina con 18 de Julio, y en su “palco escénico” (entonces se decía así) aparecía la formación orquestal con un cantor que el público adoraba: Florentino. Ambos, Astor y Fiorentino, se habían separado hacía muy poco de la orquesta de Troilo y atraían un gentío al Ateneo. Yo trabajaba en la sección cables del diario El País, a unos pasos del café, y si el flujo de la información bajaba yo también bajaba... a escuchar a mis ídolos. En esa época de formidable expansión musical, Montevideo escuchaba el tango y Buenos Aires lo bailaba. En los bailes de! Palacio Salvo, donde los bailarines hacían estragos en el piso de parquet al compás de las Sonoras, cuando era el turno de “Aníbal Troilo y su Orquesta Típica” las parejas dejaban de bailar y, enlazadas, se iban acercando al palco simplemente a escuchar a Pichuco. Este se sorprendía de aquel recogimiento, aquella unción. En el Ateneo, por sobre el tintinear de las cucharitas y ese vago rumor de los cafés, los protagonistas eran “Viejo ciego”, “Garúa”, “Percal”, “El bulín de la calle Ayacucho” y los instrumentales “La cumparsita”, “Chiqué”, “Inspiración”. Estábamos asistiendo a los adioses, sin saberlo. Porque aquél era, todavía, tango tradicional con ráfagas extrañas: Piazzolla tenía in mente otras cosas. No las tenía cuando, a los 16 años, ingresa inesperadamente a la orquesta de Troilo. El chico iba a escucharla todas las noches al Germinal y se sabía el repertorio de memoria. De modo que cuando uno de los bandoneonistas tuvo que faltar por enfermedad (la vieja historia) y el Gordo trinaba porque se quedarían de viernes a domingo sin baile, aquél se postuló con desenfado: “Yo puedo tocar”. Se lo cuenta Piazzolla al periodista Guillermo Saavedra en un espléndido reportaje (Suplemento Cultural de El País, 31 -VIII-90): “El Gordo me miró entre divertido y asombrado; me preguntó si me tenía tanta fe como para tocar allí mismo. Le dije que sí, que yo sabía música clásica y conocía sus tangos como para tocarlos con los ojos cerrados. El Gordo cabeceó, alguien me acercó un bandoneón, subí al escenario de un salto y, a una indicación suya, empecé a tocar. Me tenía tanta confianza que toqué todos los tangos como a quien le piden el Arroz con Leche. Cuando terminé, Troilo se me acercó y dijo: Ese traje no va, pibe. Conseguite uno azul que debutás esta noche”, La comezón creadora lo devoraba a Piazzolla, al tiempo que multiplicaba sus ganas de trabajar, de buscaren sí mismo. Siendo un pibe de 10 o 12 años vagabundeaba por el Greenwich Village, de Nueva York, adonde sus padres, Nonino y Assunta, habían ido a parar desde Mar del Plata buscando laburo. Ahí entra Gardel en escena; o mejor dicho: Astor, de pantalón corto, entra en la escena de Carlos Gardel portando una talla de madera, obra de don Nonino. Tema: gaucho pulsando una guitarra. Dedicatoria: “Al gran cantante argentino Carlos Gardel. Nonino Piazzolla”. “Llévasela y decile que venga un día de estos a comer ravioles. Ah, y no te olvides de decirle que tocás el bandoneón.” Buen olfato el viejo. Todo termina en un set de la Paramount, con Gardel de protagonista y el pibe haciendo de canillita en El día que me quieras. Por supuesto, Piazzolla no iba a dedicarse al cine; pero la verdad es que siempre hubo una puerta grande, abierta para darle entrada, y él saliendo en busca de otra, y otra, y otra puerta, hasta dar con la suya. En el Village se había dejado envolver por la atmósfera de jazz que todo lo bañaba. Esa dinámica arrolladora debió instalarse en algún lugar de su memoria afectiva, y en su momento saldría a luz. Pero tampoco era su puerta. La familia vuelve a la Argentina. Astor ingresa a la orquesta de Troilo, la deja, está en el café Ateneo de Montevideo, la revolución cultural amenaza estallar. Le lleva un concierto suyo a Arturo Rubinstein, el célebre pianista de paso por Buenos Aires. El viejo lo lee. “¿A usted le gusta la música?” “Sí, claro.” “Entonces, ¿por qué no estudia?” Se pone a estudiar como loco, primero con Ginastera en Buenos Aires, luego con Nadia Boulanger en París. A su regreso de Europa lo recibimos en el sótano del Club de la Guardia Nueva, calle Soriano en la cuadra del Círculo Católico. Era 1954, entonces se viajaba en barco. La espera se hizo interminable pero la matizamos escuchando discos: “Lo que vendrá”, “Triunfal”, “Marrón y azul”, “Prepárense”, “Para lucirse”, los últimos tangos de Piazzolla. Aunque llegó pasada la medianoche, nos hizo escuchar sus propios discos, grabaciones con una orquesta de cuerdas reclutada en París. Experimentos, tentativas, transgresiones. Francisco Canaro había dicho:“Este Piazzolla, todos los días cambiando; que aprenda de mí, que hace cincuenta años que estoy haciendo lo mismo”. No, gracias. Forma el Octeto, el Quinteto. A medida que baja el número de ejecutantes y la propuesta se radicaliza, aumenta la resistencia del entorno. “Traidor”, dicen por lo bajo los tradicionalistas. “Adiós, Nonino”, “Las estaciones” (“Verano porteño”, etcétera), “Buenos Aires, hora cero”; replica Astor con tangos. Y con pasión. Le dice a Saavedra: “Uno ama entrañablemente a su instrumento. Yo amo al bandoneón. Y cuando lo toco, cuando canto alguna melodía, lo quiero más a través de los dedos. El bandoneón hay que tocarlo con un poco de bronca, de violencia. Hay que golpearlo, pegarle, exigirle todo. Yo no concibo a alguien que toque el bandoneón como si fuese un nenito que está haciendo pis; hay que tocarlo con todo lo que uno tiene adentro”. Y en un reportaje que le hizo Ariel Martínez para Marcha (por el 70): “Cuando toco el bandoneón le estoy haciendo el amor, y así como lo toco suavemente, también le doy un saque en el costado”. Mediodía de sábado en la redacción de Marcha, Copas, con Peloduro y El Hachero al frente. Incorporamos a Astor Piazzolla y Horacio Ferrer que deambulaban por la Plaza Matriz. Con el viento a favor de la amistad y las copas, surge la idea de una actuación del Quinteto en Marcha, ahora que tenemos un salón tan grande. El músico lo recorre, se pone serio y dice: “Acepto, pero con una condición”. Silencio y suspenso. “Para Marcha será todo gratis”. Alborozo, aplausos. Quijano no sale de su asombro: “Mozo, traiga otras copas". No podíamos creer que a la hora señalada del día señalado, un mes después, allí estuvieran uno a uno los cinco integrantes del conjunto. El Palacio de la Música había cedido el piano, y los tomacorrientes pusieron toda su buena voluntad para no hacer cortocircuitos cuando los músicos empezaron a enchufar sus instrumentos. Astor hizo su comentario favorito para la ocasión: “Un día vamos a morir todos electrocutados”. Llovió a cántaros pero hubo gente hasta la vereda; y fue la locura prometida. Es una experiencia sin parangón posible escuchar a Astor Piazzolla a un metro de distancia. Sus músicos van a la entrega total (entre los de esa noche figuraba el legendario violinista Elvino Vardaro) y el oyente también. Pero no era un arrebato, a la que te criaste. El goce de tocar, que se trasmite de un músico a otro como algo inmanente, era también sabiduría, dominio virtuoso de cada instrumento y un maridaje de swing y canyengue absolutamente seductor, Astor se balanceaba como si siguiera a bordo, dándole con la zurda a la caja de nácar y entregándose a la respiración del fúeye como si en ello le fuera la vida. Después Vardaro me diría: “Yo estaba retirado, criando pollos en una granja, cerca de Córdoba. Un día se me aparece Astor: —¿Querés volver a tocar? —¿Estás loco? Hace mucho que no agarro el violín. —Es un quinteto, como en la época de Julio de Caro, Vardarito, ¿vas a decir que no? Y aquí me ve, metiendo como en los viejos tiempos. Este tipo levanta a los muertos”. Hace dos años largos fui al Solís, a escucharlo en la que sería su última visita a Montevideo, ¿Tango? Sí, piazzotango. El sonido de la ciudad de Buenos Aires, como Jaime Roos es el de Montevideo. Y la misma pasión, la misma entrega, el mismo acto de amor de siempre. Iba a gritarle desde arriba: “¡Qué joven estás, Astor!”. Me frenó la timidez uruguaya. No hacer bandera, no quedar pagando, Pero al final lo busqué en el foyer. Ya no pude referirme a lo joven que estaba. De cerca lo encontré envejecido, desmejorado. “Estoy enfermo”, me dijo aquel gigante que en el escenario bramaba, abrazado a la caja de nácar. Los días de Astor estaban contados. A diferencia de su música que ahora pertenece a un tiempo sin límites. 10 de julio de 1992 |
por Hugo Alfaro
"Alfarerías"
Imprenta Rosgal S. A. octubre de 1995 Montevideo, Uruguay
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Ver, además:
Piazzolla, los años del tiburón - Argentina / Francia (2018) exhaustivo documental de Daniel Rosenfeld -
Quereme así, piantao, piantao, piantao, por Horacio Bernades (Argentina)
Editado por el editor de Letras Uruguay
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