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Bu-tié-rrez
Azucena Aldasoro
 

Pasaba frente a una hilera de motos estacionadas junto a la acera, cuando sentí: 

-¡Señora, Señora Pochi!

-¡Juanita!! ¿Cómo estás?-

Nos besamos, confieso, con real afecto. Aquel encuentro me llenó de ternura.

-¡Oh!! ¡Se acuerda de mi nombre! Usted es la única que me dice Juanita, "ia" mi me gusta.-

Repasé su delgadísima figura: cabello atado en cola, carita de niña, que tiene muestras de la miseria, (pensé, muy pronto será una vieja) Un chaleco fluorescente de cuidador de motos, cubría su torso y por debajo asomaba un abultado vientre, sostenido por sus patitas flacas que salían de una ancha pollera. Sandalias muy raídas, por milagro se sostenían en sus pies.

-¿Cómo estás? ¿Cómo está tu niña? ¿Qué fue de tu hermana, que estaba internada?-

Se agolpaban las preguntas sin dar lugar a contestar.

-La Rosa se murió. Mejor, pa' vivir así, mejor se murió, y la vieja se quedó con los niños. Tiene los chiquilines de La rosa y la mía. Yo tengo un machito: venga. Me tira de la manga y me lleva unos metros atrás, al hueco que forma la vidriera de un comercio, que hace tiempo cerró. Allí, sobre unos cartones, y cubierto con un saco viejo, dormía un niño, de unos 18 o 20 meses.

-Juanita, contame de ti, ya veo que vas a tener otro bebe. Es el tercero, a los 18 años...-

-Sí. ¿Qué se le v'hacer?-

-Pero Juanita. ¿Cuándo vas a aprender a cuidarte?-

-Yo que sé, pero si Dios los manda...-

-¿Y quién es el padre, qué apellido tiene?-

-Butierrez, dicen que el juez le va a poner otro apellido. ¿Pa qué?-

-Gutiérrez, Juanita, Gutiérrez es tu apellido. A ver, repite conmigo: Gu-tie-rrez.-

-Bueno, eso. ¿Y pá que quiero otro apellido? Después se me olvida...-

Y así siguió mi interrogatorio, a la vez que volvían a mi mente recuerdos de mis tiempos de visitadora.

El rancho, tal vez el único de terrón y paja que había en el barrio de los hornos, no tenía absolutamente nada alrededor. Ni tejido, ni árboles, ni pasto, ni siquiera una matita de ruda macho para ahuyentar la envidia.

El interior del rancho estaba dividido, a la entrada, una mesita que tenía un primus y un tacho. Debajo de la mesa, cubierto con un nylon azul, todo el "menage" de la casa.

En la otra mitad, había una cama, nada más. Siempre fue un misterio para mí, cómo cabían tantas personas: la madre de Juanita, y esta con algún compañero ocasional. Además, el padre de Juanita.

-El pobre está enfermo y no tiene donde dir. Sí, doña, ¿sabe? Los sábados siempre se queda algún milico. En el batallón les dan un asadito y compran vino o caña y dispués, no se pueden dir de tan borrachos. A veces se quedan de gusto, no más, pa'quedarse conmigo.-

Se cubre la cara, como avergonzada, y la risita que asoma debajo de su mano me confirma que aún queda una "moral" dentro de tanta pobreza.

-Y a mí me gusta, -continúa- porque siempre algún pesito me dejan. Sí, pero cuando una se encariña, los milicos grandes los mandan lejos.-

-¿Se acuerda de aquel morocho que quería casarse conmigo? Se lo llevaron, no lo vi más.-

-Ahora ya veo que tenés trabajo. ¡Qué suerte!-

-Sí. La señorita rubia de la Intendencia me dijo que m'iba ayudar y me trajo el chaleco, mi mamá dice qués pa' lo único que sirvo, porque ni pa' puta sirvo porque soy muy flaca... Anque sea gano pa' la leche, porque lo más se lo lleva l'inspetor-

-¿Qué?-

-Sí, aquel que'stá en l'asquina todo el día, viene a cobrar y dice que si no hago más plata me va a sacar el chaleco...-

¡¡Pobre Juanita!! Le está vedado hasta la ilusión de llegar a ser prostituta, y encima es víctima de un proxeneta.

En la Intendencia, adonde fui a hacer la denuncia, nadie me dio bolilla.

Azucena Aldasoro
Taller de Escritura y Estilo de la Biblioteca "Carlos Roxlo", barrio La Teja (Montevideo) 2005
Juan Ramón Cabrera - Coordinador

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