Releyendo a Los Clásicos

La Sagrada Vergüenza

por Jorge Albistur

Inédita, al 17 de agosto del 2025, en internet. Escaneada por el editor de Letras Uruguay

Jorge Luis Borges decía, según recordábamos en esta columna, que Francisco de Quevedo era, más bien que un hombre, el fruto de una tradición literaria. Pero el hombre también existe y merece ser atendido en este cuarto centenario de su nacimiento. Dámaso Alonso señala que, más allá de conceptismo y cultismo, hay en él algo de moderno. Quevedo es un hombre atormentado y lleno de amargura y aquí reside en su tiempo —época de agridulce melancolía petrarquista— su poderosa e irreductible originalidad.

Tal vez sea la amargura el secreto del creciente interés que, hoy en día, despierta la poesía de Quevedo. De los poetas del siglo de oro, ninguno es actualmente más estimado. Lope de Vega es poco leído: mucho si en sus comedias, que a menudo plantean la todavía y desdichadamente actual cuestión de las clases desventuradas. Góngora significa hoy un espléndido y ocioso ejercicio de estilo. Los grandes poetas religiosos y místicos, por la propia experiencia que cantan, jamás serán populares. Quevedo, agobiado por tanta literatura, nos ofrece textos en los cuales podemos reconocernos. Como Cervantes, pertenece a la familia espiritual a cuya herencia nos sentimos incorporados. Su amargura, si la hay y acierta Dámaso Alonso, es todavía nuestra amargura, y en su tormento reconocemos a nuestro tormento.

¡Extraña suerte le ha cabido a Quevedo entre los grandes escritores del idioma! En tanto un alto critico destaca este sentimiento, el público lo tiene por símbolo y encarnación inequívoca de todo lo festivo, lo ladino, lo impúdico, lo lúbrico, de todo lo libertino que ha tenido cabida en las letras castellanas. Su nombre no se pronuncia casi sin sonrisas maliciosas. En él, poeta sin embargo madrigalesco, no se conciben la delicadeza y la gracia. Y, como suprema paradoja, el autor indisociable de su tiempo, del conceptismo y el cultismo, en la imaginación popular queda flotando intemporalmente, desde un tiempo inmemorial y eterno, a la manera de un mito. En esto, como en tantas cosas. Quevedo y Cervantes han tenido un destino común. Pero si Cervantes es la risa, Quevedo es la mueca. Y si en Cervantes hay dolor tras la risa, lo hay sujeto y sereno, resignado y asumido con cristiana aceptación. Tras la mueca de Quevedo hallamos, en cambio, el desconsuelo y la desolación. Árido mundo, el que se esconde tras el gesto agresivo del bufón grotesco. Tal vez no se equivoque el lector corriente, ése que casi no lee a Quevedo, y aún el pueblo, ése que más bien lo sospecha, cuando cree hallar su alma en la poesía festiva: sólo que con mucho cuidado debemos mirar la mueca, que al fin oculta el rostro verdadero.

Ocultamiento y agresividad son, para Francisco Ayala. las dos actitudes características de Quevedo. En él hay una conducta beligerante, como si este poeta —en lugar de llamar a sus lectores a un acto fraterno de comunicación— quisiera rechazarlos. Abusa, por ejemplo, de la hipérbole, y ella es un excelente instrumento de simulación, un modo de no decir nunca la verdad lisa y llana. La vociferación de Quevedo es, acaso, el paradójico resultado de una voluntad de silencio pudoroso. Cabe sospechar un alma delicada y sensitiva, en quien tan obstinadamente se hurta.

Sólo por vergüenza y timidez se practica, en electo, un tan cuidadoso ejercicio de ocultamiento. Ayala ha supuesto en Quevedo la vergüenza del cuerpo, una vergüenza que viene desde Adán desnudo, la vergüenza de Odiseo que se cubre ante la joven Nausicaa, la misma que explica la sacralización de los órganos genitales en las culturas antiguas. El autor de la "Venganza de la lengua española", haciendo alusión a la conocida cojera de Quevedo, escribe: "Lástima tengo de verlo de pie quebrado". ¿Cómo no comprender que el poeta dirigiera tenazmente contra si mismo sus burlas más hirientes? En carta a la duquesa de Olivares le escribe: "Los que me quieren mal, me llaman cojo, siendo así que lo parezco por descuido, y soy entre cojo y reverencias, un cojo de apuesta, si es cojo o no es cojo". Esta risa que se avanzaba a la burla ajena era su defensa. Y lo era, también, la verdadera ferocidad con que Quevedo atacaba al desdichado Alarcón, que con su doble joroba mereció el apodo de "Corcovilla". En esta agresividad desmedida está la prueba de la inseguridad y el temor con que él mismo veía a su propia figura.

No es difícil imaginar la suerte de un hombre como éste en el amor, aún sin acudir a la brillante fórmula de Ayala, para quien el amor es la vergüenza compartida. La constante de Quevedo es la actitud solitaria, pues poco importa el tardío y casi inexplicable matrimonio, hecho al parecer cediendo a instancias del duque de Medinaceli. Este casamiento ni siquiera ha servido para borrar la leyenda de misoginia que acompaña al poeta. Más que como un solitario, aparece como un solipsista que evita siempre a la mujer real. Los dos extremos cantados por Quevedo son dos excelentes recursos para huir del justo medio que es la realidad. El, en efecto, canta a verdaderos "vestiglos[1]", como el "elefante" y la "ballena" con quien tiene una escaramuza sexual, al decir de Ayala, o bien canta rendidamente a las Aminta y las Lisi de la tradición petrarquista. Es decir: canta una imagen deformada con violento signo negativo, o una imagen idealizada hasta lo inaccesible. Lo que no canta es lo accesible, la mujer de carne y hueso: es. quizá, lo que en su timidez no conoce.

Nota:

[1] Monstruo fantástico horrible

 

por Jorge Albistur

 

Publicado, originalmente, en: La Semana de "El Día" - Nº 54, Montevideo, sábado 19 de enero de 1980 pdf.

La Semana de "El Día" fue una publicación del Departamento de Investigaciones y Estudios del Diario EL DIA

Gentileza de  Biblioteca Nacional de Uruguay

Inédita, al 17 de agosto del 2025, en internet. Escaneada por el editor de Letras Uruguay

 

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