Emilio Oribe, o la hoguera hecha estatua
por Jorge Albistur

En un poema del libro La colina del pájaro rojo (1925), y bajo el acápite de una alusión a Pascal —“Géométrie, finesse ” —, Emilio Oribe define la que será su actitud poética en la etapa más madura de su creación. Dice, en la primera parte de la composición titulada “La simetría”:

Contemplador

como un pastor caldeo ...

Hoy canto lo que veo.

En la tercera parte de este mismo poema, en cambio, introduce la variante siguiente:

Meditador

como un pastor caldeo.

Yo canto lo que veo.

La nueva lección ha sustituido a los puntos suspensivos —acaso expresivos de la demora en el éxtasis— por un cierre puntual y absoluto, como ha sustituido asimismo el “hoy canto” por “yo canto”, afirmando acaso la radical permanencia de su vocación. Pero las significaciones últimas de la versión segunda no resultan de apoyos tan débiles como este detalle oíos signos de puntuación, sino de los contenidos mismos de los vocablos trocados: “contemplador”y “meditador”, que apuntan a la distancia entre el percepto —palabra que el poeta usa a menudo en el sentido de “percepción”—y el concepto. Los textos del propio Oribe acuden en ayuda a este propósito, pues en su mayor ensayo filosófico —“Teoría del Nous” (1934)— distingue entre el comensal del mundo y el que intenta pensarlo. Evoca a Leonardo da Vinci y lo compara con el pintor que imita los aspectos externos de la realidad: el meditador —dice— es “un ser antitético del comensal; más bien, es el dueño de casa de la naturaleza”.

No ha de creerse, sin embargo, que este privilegio de propietario le ahorra inquietudes y aún angustias. También en “Teoría de nous” ha recordado el jubiloso encuentro con el mundo como presencia abierta a los sentidos: esa oferta de una totalidad física y estética que es evidentemente distinta del yo y viene hacia él. “Es imposible olvidar una emoción de esa especie”, comenta el poeta, evocando una experiencia que ubica al final de los años adolescentes. Pero enseguida señala, con alguna amargura, que “pensar el universo es dejar de comprenderlo”: la operación de la razón equivale a tender una lejanía entre el yo y la maravilla, para asomarnos a un supra-uni verso de sustancias, causas, leyes, esencias. “Pensar es un acto místico de muerte de algo, y resurrección final de otras cosas,” anota Oribe como cierre de este fragmento. Ni qué decirse tiene, por lo demás y para entender lo que aquí se llama acto de pensar, que éste se distingue bien de los asaltos y las supuestas victorias de la intuición: asunto esencial para un profesor de filosofía —como era el poeta—y formado en buena parte en intensas lecturas de Bergson. Para él, el alma es inteligencia y “la elogiada intuición es una pitonisa tartamuda y confusa”.

Sólo que la claridad requerida y la exigencia de abordaje sistemático —tal vez inevitablemente— reducen la aventura del pensamiento ala trágica m uerte de algo. Este es el asunto de dos poemas famosos: “Avión de sueños” y “Los altos mitos”. El primero pertenece a El canto del cuadrante, el libro de 1938 a partir del cual —según suele decirse— Oribe se orientó definitivamente hacíala poesía meditativa y conceptual. El avión entrevisto no era, en realidad, un milagro de ingeniería. El poeta lo sabía desde el comienzo:

Fue mío un aeroplano

que no iba más allá

del alcance de la mano.

Pero en sueños lo ve mecerse en el azul con alas de gigante, mientras escucha la música de su motor poderoso. El juguete se viene de pronto abajo, y aterriza allí mismo donde estuvo su punto de imaginario despegue:

Se hizo un campo de aviación

sobre mi corazón.

El simbolismo es diáfano, y es fácil ver que el vuelo de la razón no trepa las alturas que el deseo del hombre le señala como firmamento a alcanzar. Oribe se encarga de precisar así los límites de lo que se ha denominado su poesía metafísica:

La angustia

ha de ahogar

en mi labio el cantar,

siempre que yo recuerde aquel avión

caído, todo en llamas!

sobre el campo

del corazón.

El poema “Los altos mitos” complementa, en cierto modo, a éste. Comienza con el verso “Miro el cielo nocturno” y el autor lo caracteriza como una réplica a “Noche serena”, de Fray Luis de León. En este texto, a diferencia de lo que ocurre en la composición renacentista, pitagórica y aristotélica, no hay música de las esferas y ni siquiera es posible saber si los astros existen. La noche de un cosmos ordenado y perfecto —como asimismo el avioncito audaz—es apenas un sueño de la razón a solas con sus ficciones y perdida en su laberinto.

Estas cosas pensaba el poeta uruguayo de la generación del 20. No habrá de extrañar su singularidad en ella, y hasta su condición de figura estrictamente señera en aquel momento de la vida intelectual en su país. Sin embargo, Emilio Oribe está vinculado con las direcciones que entonces tomaba nuestra poesía y representa incluso una aventura estética inimaginable antes de aquella generación. Vale la pena, por lo tanto, detenerse unas líneas en el panorama de conjunto de ese período de nuestro pasado literario.

La generación uruguaya de 1920 —promoción sería término más propio— acompaña el regreso a lo americano que siguió al modernismo en todo el continente. Después de las actitudes evasivas hasta la enajenación, y del derroche sonoro y cromático, por todas partes empezó a oírse la invitación a perseguir “el alma de las cosas” y escuchar “la voz del paisaje”. El eje de una nueva postura estética, aunque hubo en ella elementos que la hacen mucho más compleja, fue una vuelta a lo telúrico. Los excesos, en este sentido, se aprecian más fácilmente en los narradores que en los poetas, y hasta tal punto que de ellos pudo decirse —si bien con injusticia manifiesta— que “se los tragó la montaña”, “se los tragó la Pampa”, “se los tragó la mina” y “se los tragó el río”: todo esto a partir de la última frase de La vorágine, donde Eustasio Rivera comenta que a Arturo Cova “se lo tragó la selva”.

También en los poetas ocurrió esta inclinación a los campos y pagos de la gran patria mestiza, consecuencia de esa “urgencia de identificación” que José Luis Martínez reconoce como hilo conductor de las experiencias posteriores al modernismo. Para comprobarlo, basta considerar a los mayores poetas uruguayos en la década del 20 al 30. Carlos Sabat Ercasty guardó largo silencio luego de publicar Pantheos (1917), su único libro modernista. Pedro Leandro Ipuche llamó “gauchismo cósmico” a su forma peculiar de nativismo, a menudo teñido de escapadas hacia lo trascendente. Juana de Ibarbourou —Juana de América— alcanza la cima de su popularidad con los libros Las lenguas de diamante (1919), El cántaro fresco (1920) y Raíz salvaje (1922). El título de alguno de estos poemarios es quizá, de por sí, suficientemente expresivo, pero cualquier lector recordará además que —si Juana invita al amado a compartir una noche de lluvia— el aguacero está imaginado sobre trigos ondeantes, o bien cae sobre un ramaje de pinos. El solo índice de la obra poética de Fernán Silva Valdés, en fin, equivale a una verdadera nómina de los asuntos infaltables en nuestra poesía nacional rural: “El rancho”, “El indio”, “El buey”, “El mate dulce”, “La timba”, “La taba”. La historia personal de Silva Valdés, por otra parte, es casi un símbolo de las evoluciones ocurridas en este momento: enfermo en la juventud por la bohemia y los mórbidos transportes a los paraísos artificiales, tuvo luego para siempre una avidez de aires campesinos, soles y galopes, de modo que la anchura de quebradas y cuchillas representó para él la salud del cuerpo y el alma. El viraje hacia nuestras realidades más próximas se confirma en la música de Eduardo Fabini y las artes plásticas de Pedro Figari, así como en la obra de nuestro crítico literario más clásico: Alberto Zum Felde. Podría rastrearse, todavía, en las revistas de la hora: Los Nuevos, Teseo, La cruz del Sur, Alfar y La pluma.

Bien es cierto que la tarea intelectual de aquella década no se agota en el retorno a la tierra. En su Antología de la poesía uruguaya contemporánea, Domingo Luis Bordoli subraya —entre otras— las siguientes direcciones: la poesía de la ciudad, con los Poemas montevideanos, de Emilio Frugoni (1923); una vanguardia tan extravagante como lo sugiere el título “El hombre que se comió un autobús”, de Alfredo Mario Ferreiro (1927); los acentos de una sensibilidad afro-uruguaya con “La guitarra de los negros” (1926), homenaje a una raza que está en las bases de nuestra nacionalidad, y a la cual consagró su pluma Ildefonso Pereda Valdés.

¿Dónde ubicar a Emilio Oribe en este rico y complejo panorama? La atracción de lo telúrico se ejerció sobre él, incuestionablemente, aunque el poeta no haya sido siempre fiel a esta fuente de inspiración. Suele señalarse que ella fragua muy nítidamente en el poema “El pájaro rojo”, del mencionado libro de 1925. Allí, la “llamita frágil”, el “montón de chispas”, el cuerpecito “bello, ardiente audaz”, la “amapola”, en fin, danza entre los sembrados y las parvas. Tan transparente es el mensaje que el poeta, ganado por un preludio de éxtasis, manifiesta: “Estabas despertando/ en mí la americana poesía”. En el final de la composición, formula una promesa con la cual no será consecuente: “Desde ahora/ balanceándose irá tu cuerpo rojo/ en el verso mío”.

Basta leer con alguna atención el poema que así se cierra, para advertir que él ha nacido del sentimiento de un hijo pródigo, por así decir. En la tercera estrofa, y dirigiéndose al ave, dice el poeta:

¿Me recuerdas? ¿No evocas aquel modo

de asombro, aquel cuidar por los desiertos,

con la honda en los brazos bien abiertos,

allá en la estancia de los padres muertos?

¡Pobres! ¡Qué lejos todo!

Es que Oribe vivió su infancia en los campos de Cerro Largo, y fue compañero de Juana de Ibarbourou en una misma clase escolar de la entonces provinciana ciudad de Meló. En los primeros años, conoció lo que quedaba del gauchaje en el Rincón de los Coronel, pagos del Tacuarí. El mismo recuerda que solía madrugar para no perderse las ruedas del fogón y que, como a hijo del patrón pero cálido y querido, “siempre me dieron su caballo preferido, el lazo, las boleadoras y hasta el tabaco y el facón”. Así recuerda a los peones de su padre[1].

El reencuentro con lo telúrico bien pudo ser en el poeta, pues, no sólo una aventura estética, sino algo que hundía sus raíces en las experiencias íntimas. En el profesor de filosofía —médico, además aunque prácticamente no ejerció jamás— europeizado por la cultura montevideana y moldeado también por sus muchos viajes; en el verdadero ciudadano del mundo, en fin, sobrevivía un embrujado por el rodeo y la doma. Son las cosas sólo posibles en el continente mestizo: “lo real maravilloso” de su crisol. Este hombre formó su gusto escuchando décimas acompañadas por la guitarra. Pero su expresión literaria apareja de pronto imágenes foijadas en el modernimo más cosmopolita: esa convivencia, ese doble arrastre o adherencia dual es el alma misma de la poesía del 20. Después de todo, a los dieciséis años de edad y con el seudónimo de Ismael Velarde, el canto del Nous escribía en “La razón” artículos en defensa del indio americano.

Otro aspecto conviene destacar, antes de tomar rumbo hacia los centros mismos en la obra de Emilio Oribe. En Teoría del nous, el escritor llama a la pureza a las inteligencias jóvenes “sucias de acción social y política”. A su juicio, la anábasis revolucionaria es tan perjudicial para la vida intelectual, como los placeres para la agilidad de los atletas. Una opinión tan desdeñosa haría pensar que Oribe fue mudo para las emociones y causas colectivas. Sin embargo, compuso el largo y bello poema “Artigas y el astro”, que la BBC de Londres irradió como homenaje al héroe en 1950, al cumplirse un siglo de su muerte. Una predestinación inescrutable convierte al refugiado en Paraguay en el jaguar herido, y Gaspar Rodríguez de Francia —el responsable de la cárcel de selvas y pantanos— aparece con este perfil lleno de interrogantes: “un dictador enigmático/ como un lacayo del destino”. Si el ejemplo no resulta convincente, porque “Artigas y el astro” puede ser visto como un acto de apoyo al oficialismo de turno —y aún como obra de encargo— valdrá la pena recordar el poema a Baltasar Brum, el político uruguayo que resistió ala dictadura de Gabriel Terra, en 1933, mediante un desesperado suicidio estoico. Tocado por la suerte de este “fuego helado”, dice el poeta:

El cántico se va a oír

del que supo bien morir.

y en el poema aparecen, de pronto, recuerdos precisos y recortados:

Ved cómo a Brum enterramos:

pueblo, estudiantes y obreros,

con los otoñales ramos

e igual que antiguos guerreros,

en los hombros lo llevamos.

Claro está que, elevándose por encima de los aconteceres y en la soledad de su madurez definitiva, el poeta sabe que “la nacionalidad es un asunto de la razón”, vale decir, de la cultura, pues mientras ella no sea propia sólo habrá, mejor que nación, colonia o factoría. “Ser pintoresco es una ilusión de originalidad”, sentencia, y aventura el siguiente pronóstico: “en ese sentido, nuestro sino durante mucho tiempo será no existir”. Con todo eso, cita a Montalvo para suscribir su esperanza: “La luz tarda, pero llega al Nuevo Mundo, este inmenso depósito de sombras”.

Si en alguna de estas afirmaciones se advierte un dejo de aristocratismo intelectual, o aún de elitismo, se está seguramente interpretando en la dirección correcta. Oribe aparece profundamente identificado con la más fuerte tradición romántica en cuanto a la exaltación del poeta se refiere, y si el poema “Los cóndores ciegos” recuerda en algo a “El albatros”, de Baudelaire, ecos de esta composición se oyen también en “El halconero astral”. El diestro en cetrería — diáfana figuración del Poeta— es muerto a mansalva por los hombres que sólo saben arrastrarse en los oscuros senderos. El poema “La alondra”, dedicado a una calandria americana que sigue con su vuelo a un ferrocarril en marcha, canta ya directamente la divinización del Poeta:

Si bien es cierto que el ardiente pájaro

no pudo acompañar al férreo monstruo,

por mucho tiempo,

su alegre esfuerzo y su divino canto,

casi me hacen soñar que los Poetas

son los únicos

que podrían

oh, volar ...

al par

del mismo Dios,

allá en la Eternidad.

De alguna desdichada manera, esta superlativa estimación de los poderes del poeta se proyectaba también sobre su persona misma. Sólo así puede entenderse algún desplante de Emilio Oribe, fruto más bien de la inocencia — y no de la soberbia— dada su conducta social proverbialmente retraída y silenciosa. En “La dinámica del verbo”, por ejemplo, escribe: “Conmigo se ha sido injusto. Muy raras veces la poesía hispanoamericana ha sido elevada a dominios tan líricos, enrarecidos y puros como los que constituyen el ámbito de algunos poemas míos”. En otro escrito declara que en “El ídolo de nadie logró ‘"la identificación final del Tiempo y de la Belleza", que nadie había realizado antes que yo”. En los últimos años había adquirido el hábito de nombrarse a sí mismo en pleno poema, de modo que en “Panta rei” anota:

Los que él ama no atisban lo que ha escrito.

A Emilio Oribe nadie lo comprende.

Estas pechadas de potro del Tacuarí no impiden los versos conmovedores, como los siguientes:

Murió de pronto en un lugar cualquiera.

Emilio Oribe siempre amó el decoro.

O bien estos otros endecasílabos:

Su máscara de bronce sangra olvido;

Siempre alguna mujer algo lo quiso.

Emilio Oribe amó sólo lo eterno.

En “Teoría del nous” hay una afirmación curiosamente ajena al mundo de Oribe, si se piensa en cómo ejecutaba de veras su poesía. Escribe: “Un verso perfecto siempre contiene en sí una emoción infinita, aunque no exprese nada”. Probablemente, el poeta esté pensando en la extraña índole de la percepción poética, que no siempre exige la comprensión de todas las palabras ni de una secuencia perfecta de las imágenes: un asunto que preocupó a Oribe, y que él descubrió acaso leyendo a Eliot, uno de sus autores predilectos. Pero en todo caso, el elogio de un verso puro sonido y gala, sin carga conceptual alguna —el protagonismo del significante sobre el significado— es algo que mal podría definir a la poesía de Oribe. Su acción creadora parece comandada, más bien, por este otro aforismo de “Teoría del nous”: “Las más hermosas palabras son las palomas providenciales del poeta; siempre vendrán con una idea en el pico”. El aserto recuerda a Valéry, y a sus declaraciones sobre la génesis de “El cementerio marino”: un ritmo decasílabo —ya ni siquiera vocablos— que pugnaba por hallar sus contenidos.

En realidad, fue Valéry el guía esencial en la poesía de Oribe. Él mismo lo dice, en “La espuma de la eternidad”, y hasta precisa la fecha en que empezó a recibir estainíluencia, cuando una mujer le prestó libros del autor de “Charmes”. Corría el año 1922, y al parecer Valéry lo puso a salvo de otras aproximaciones peligrosas. El trozo habla a las claras de la entonces ambigua relación con la dominante poesía uruguaya del 20, pues Oribe manifiesta:

Me permití el lujo de ignorar a los surrealistas, a los sentimentales, a los nativistas. Ignoré completamente las tonterías de los dadaístas.

Valéry fue pues, al parecer, un antídoto contra las vanguardias. O mejor: fue una afirmación de lo que ya había en el poeta uruguayo, a quien es difícil imaginar abandonándose a los problemáticos sortilegios de la escritura automática y sumergiéndose en los misterios de lo inconsciente. Valéry y la apasionante aventura de la inteligencia, desenvuelta en la claridad del mediodía: éste esel eje mismo del aprendizaje poético de Oribe. Y si la tutela puede parecer algún menoscabo, valga aquí transcribir esta sentencia del crítico uruguayo Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar): “No imita a Valéry quien quiere sino quien puede”.

Es bueno señalar que, si hubiese que establecer correlaciones con lo que ocurre con la poesía en español en general, ellas llevarían a destacar la condición de adelantado del poeta uruguayo. Vale la pena volver a la composición “La simetría”, ya mencionada en estas páginas. Allí, una garza aparece como un guarismo perplejo, pues el poema canta a una “geometría divina”. Oribe ama al universo como construcción y estructura. Dice, en consecuencia:

Amo la perfección

del numeroso exágono formal

de las abejas que estudió Aristóteles,

del hormiguero, cosmos en embrión,

y de la fea araña tropical,

que al alba

le teje un sayal.

Y si se trata de una noche estrellada, anota:

Matemático vuelo de la luna

dorada.

Sobre constelaciones,

desarrolla los temas

de armoniosas ecuaciones

y teoremas

absolutos.

Para encontrar algo semejante, en poesía española, habría que ir a la “Oda a Salvador Dalí”, de Lorca, en aquella imagen desorbitada casi en su nitidez visual: “La Noche, negra estatua de la prudencia, tiene/el espejo redondo de la luna en la mano”. Es que, como confiesa Lorca, “un deseo de formas y límites nos gana”, pues —mientras Salvador Dalí “desnuda la montaña de niebla impresionista, “los pintores modernos, en sus blancos estudios/ cortan la flor aséptica de la raíz cuadrada”. El poema de Lorca apareció en 1926. El de Oribe, en 1925. Cabe agregar que Jorge Guillén, el gran discípulo español de Valéry —para quien una mesa es la perfectamente limitada resolución de una idea en un plano para el tacto y los ojos mentales— publicó su primera y reducida edición de Cántico en 1928.

En la línea de la más característica poesía de Oribe, “La simetría” revela una verdadera pasión por el contorno. En “Teoría del Nous” se ha referido a los “latifundistas de ideas”, los que afuerza de generalidad y visión difusa, no saben lo que poseen. Para Oribe, esta manera de aceptar un pensamiento hecho de zonas semi-vacías es sólo una forma de la pereza. En “La dinámica del verbo”, él habla de “la claridad de la inteligencia”, y advierte que ella “siempre ofrecerá secretos más misteriosos a tu poesía que la sombra de los sentimientos”. En el mismo lugar lanza todavía este otro llamamiento: “Se necesita con urgencia una poesía de las ideas en América, que reaccione contra los excesos de la poesía de los objetos, de los sentimientos y de lo que ocurre en el mundo externo”. En “Teoría del nous” es más contundente aún, si cabe: prefiere el horror ante la página blanca y desprecia el placer de sensitivo, que la llena con sus confesiones. “La sensibilidad es el impudor infinito”, escribe. En “La espuma de la eternidad” encarece, todavía la estructura intelectual y pensante en que culmina fatalmente toda aventura sentimental en mí”, y no está de más recordarlo en un hombre que gozó o padeció una larga y varia vida erótica —públicamente hasta demasiado conocida— y que no ha dejado un solo poema de amor memorable.

No debe sorprender, por todo esto, que un reproche habitual de la crítica menos favorable tenga que ver con su frialdad. El la conocía muy bien, y la caracterizaba mejor que nadie. En esa extensísima “Teoría de Goethe” que ha integrado inconsultamente en la más amplia “Teoría del Nous”, comenta la singular y horrible inversión que —según Nietzsche— introdujo en el mundo griego el daimón de Sócrates: ese instinto o demonio, en lugar de impulsar a crear, inhibe y detiene. Esto significa que la razón queda ahora al comando de las fuerzas creadoras; vale decir, los amos son la paciencia y el equilibrio. En el plano de la poesía —piensa el escritor—el afán inteligente del dominio sobre el caos para hallar lo uno y concreto detrás de los fenómenos, arroja como resultado la imagen. Ella es “el Nous embrionario”. Pero este pensamiento nos ubica ya en el centro mismo de la poesía de Oribe.

En “El halconero astral” se ha incluido el poema titulado “Los palos telefónicos”. El poeta evoca su propia infancia y la “curiosidad supersticiosa” que lo lleva a apoyar el oído en los postes, para escuchar el rumor continuo y grave de los alambres. A veces, como ansioso por una música todavía más rica, el niño golpeaba con sus puños la madera. En la madurez, Oribe indaga en su interior buscando las notas de un himno perfecto, pero encuentra sólo un cantar sin contornos: algo sube de lo hondo de sí mismo que se parece al ruido lejano que de niño percibía junto a los palos telefónicos.

El poema subraya la continuidad de una búsqueda y el deseo de acorde entre esa música interior y otra del cosmos. Porque la gran empresa de Oribe es el descubrimiento de una armonía que derrote al caos: una unidad tras las cosas aparentes que desvela al pensamiento occidental desde su nacimiento en Grecia.

Antes de acompañar al autor en esta cruzada metafísica, conviene subrayar los aspectos de su obra que ella empaña y las opciones filosóficas que la meta exigió. La densidad de sus intereses y exposiciones suele soslayar, por ejemplo, la lucidez a veces asombrosa de sus observaciones en el campo de la psicología. Ellas están sembradas por todas partes en la “Teoría del nous”. A veces, desembocan en verdaderas proposiciones sobre la condición humana en sí misma, de modo que el poeta generaliza lo que en principio halla dentro de sí. Por ejemplo, cuando dice que vivir es la posibilidad de la experiencia distinta, y termina definiendo a la vejez como la coexistencia con la unidad inalienable del ser. Un caso parecido es la comparación establecida entre el astro — caminante con ley y sin memoria— y el hombre. Este último es un caminante sin ley y con memoria: lo que equivale a decir que no conoce otra ley sino su propia libertad, pero una libertad limitada por su propio pasado. Si se quiere medir a Oribe en el campo de la psicología pura, por así decir, será bueno observar cuanto dice sobre la audición de la música —cuando ya el oyente ha escuchado la melodía— para acuñar el concepto de la “memoria en fanal”. Es necesario recordar, todavía, que “Teoría del nous” se cierra con una exposición “Sobre el yo”, donde queda cuestionado “el torrente de la conciencia” de James, porque nadie puede percibirse sino en la imagen desdoblada de sí que le ofrece su propio recuerdo.

Alguna de estas observaciones que están a medio camino entre lo psicológico y algo todavía más ambicioso, puede aparecer en el cuerpo mismo de un poema. Así en “Lejanía del alma”, de “La esfera del canto” (1949): una composición menos atendida de lo que merece, pues Oribe vuelca en ella “el tormento de mis amaneceres con cuerpos bellísimos”, y ofrece las claves para apresar el sentido de su sensualidad. “Hay que pasar, primero, por el cuerpo/ tan deseado,/ antes de ir al alma que buscas conocer”. Y, sea porque el hombre naufraga en el océano, o porque “siempre hay que ir a través de algo”, nadie ha podido nunca conocer un alma. El amor era pues, para Oribe, un imposible: un deseo del otro que sólo puede cumplirse si se sabe quién es ese otro. Por algo, en el lenguaje bíblico, poseer es conocer.

En cuanto a las opciones filosóficas de Emilio Oribe, valdrá la pena formular un par de precisiones. Una tiene que ver con el positivismo, cuyas prolongaciones llegan —por lo menos en América Latina— hasta bien entrado el siglo XX. Baste decir que a los seguidores de esta corriente, los compara Oribe con los pretendientes de Penélope que en el palacio de Itaca terminaban requiriendo el amor de las sirvientas. En la digresión que sigue a este señalar el renunciamiento, por otra parte, se habla del “potente arco metafísico” de Odiseo. El otro gran descarte, y ya que Oribe crea una poesía con fundamento en determinada cosmovisión, tiene que ver con las consecuencias filosóficas — y morales, si la expresión cabe— de la relatividad y la física posterior a Einstein.

Lejos de ser inconsulto, este asunto resulta del todo pertinente, ya que Oribe manifiesta en muchas ocasiones su preocupación por él. Al parecer, pensó en algún momento la posibilidad de una poesía que tradujese el cosmos de Einstein, pues en “Teoría del Nous” escribe:

Si se poetiza más la teoría de la relatividad, se puede pensar la luz como una bandada de palomas, describiendo un trayecto curvilíneo en el universo, al azar, y volviendo siempre al foco de partida.

Si conocía bien, siquiera, la teoría general de la relatividad, no menos familiares le eran los principios de la física cuántica. Cita a Niels Bohry de Broglie y define al interior del átomo como “un campo que atraviesan sucesivamente todas las leyes científicas, pero ninguna lo posee”. La transcripción revela hasta dónde había comprendido el principio de complementariedad de Bohr. En la “Teoría de Goethe”, por otra parte, se refiere ala posiblidad de “una metafísica afirmada en una física si n materia”, con lo que demuestra valorar muy bien la importancia del concepto de energía en la ciencia moderna. En otro fragmento, en fin, queda en claro que conoce a Heisenberg, pues menciona a la indeterminación. Dice:

El universo de los físicos se disgrega poco a poco. La lectura de las últimas teorías sobre la constitución de la materia, el principio de causalidad, la indeterminación y la mecánica ondulatoria, nos sumergen en la irrealidad sin bases.

Todo esto le producía, sencillamente, un verdadero horror. El cosmos propuesto por la física moderna —con lo imprevisible inserto en el interior del átomo y la imposibilidad de referentes de reposo, como resultado del big bang— es lo totalmente opuesto ala Unidad, la Idea y el Nous. El Ser mal podría reflejar su belleza en una materia que ni siquiera existe.

Cuando abandona la ironía —en un momento llama dioses a los átomos— Oribe confiesa su evasión de la verdad. Dice, por ejemplo:

El mejor premio que nos otorgan la física y las matemáticas reunidas, es el devolvemos íntegro el mundo que nos habían robado antes: el mundo del sueño y de la poesía absoluta.

Vale decir, en buen romance: opción por una poesía que es sueño, y nada tiene que ver con las certezas del hoy sobre el verdadero orden —o inquietante desorden— del cosmos.

Para tener una idea cabal de todo lo que esta opción significa, cabría comparar a Oribe con aquellos poetas de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII empeñados en cantar a las esferas y las órbitas circulares de los astros en torno a la tierra, como si luego de Ptolomeo no hubiesen existido Galileo y Copérnico, y como si Kepler no hubiera calculado ya —con un error de apenas siete minutos— la verdadera trayectoria de los planteas.

Cuáles son las pulsiones que determinan esta opción de Oribe, es cosa que también surge de sus textos. La primera es la necesidad de creer en una finalidad de lo creado, como obra de un ser consciente y fruto de su acto volitivo. En “Teoría del Nous” se lee:

La presencia del Nous se revela en el instante milagroso en que podemos libertarnos de la convicción más profunda de que sólo somos una fortuita combinación de átomos, para ir a afirmamos en la creencia inequívoca de que somos el resultado de una teleológica intención inteligente.

En el mismo desarrollo, y dado que la evolución creadora de Bergson no tiene carácter finalista, Oribe señala que el “élan” debe provenir del Nous helénico, pues de otra manera, “la mezcla primitiva de las cosas no hubiera salido de la inercia nunca”.

Por este camino, en fin, desemboca Oribe en la noción de Dios. Que ese dios asuma a veces la figuración cristiana, es cosa que no puede sorprender. “La estrella y el grano de trigo”, simiente que es superior al astro porque se da a y en la tierra, revela hasta dónde adhiere el poeta a la moral cristiana. El poema “La oración en la hora de cenar” habla de la tradición y prácticas religiosas en la niñez campesina. En las composiciones más metafísicas, como es el caso de “Quién”, la actitud ante lo sagrado es más bien una interrogante. Sea como fuere, la ocasional identificación entre la Idea y la Divinidad —señala Ardao— ubica a Oribe en las antípodas de Rodó y Vaz Ferreira.

Pero volviendo a lo griego, que es el reino de Nous, la tragedia está en la convivencia del Ser de Parménides—único, inmutable y eterno—con el cambio universal de Heráclito: la pluralidad, la conversión, el fluir, la fugacidad, una movilidad incesante por la cual todo se convierte en todo. El mundo, para Oribe, invita a la inteligencia a operar la conciliación entre estos extremos. Carlos Real de Azúa ha visto en esta agonía, esta lucha entre el Nous y “el lado oscuro y huidizo de las cosas”, la angustia de Oribe, pero también la fuente de su meditación y su poesía.

Lo que importa ahora, precisamente, es el reflejo de toda esta problemática en la creación poética. En goethe aprendió Oribe quizá que “por el ritmo creemos, a veces, que lo divino es nuestro”. En el poema “La contemplación de loeterno”, se asoma, propiamente, a “lo eterno/hecho ritmo”. Claro que el ritmo —movimiento al fin, aunque ordenado— puede ser percibido también como un reflejo del fuego heraclitano: “Y en el ritmo/ me entrego a leer la presencia/ vagabunda del tiempo”. Pero es “Ars magna” el poema en el cual la perfección impecable desciende a la vida. Desciende, en admirable disciplina estructural, al verso, el danzante y el “dudoso drama del existir”. Para el halconero astral empeñado en traer la forma hasta el puño, el existir se opone al ser, como el ondeante pensamiento al número y la danza al sistema. El triunfo sería “un sistema que arde” y un número que al mismo tiempo fuera un ascua. “A la hoguera, Dios la piensa y la hace estatua,” dice Oribe, definiendo a la vez el instante en que Dios profirió al mundo y el poeta sus versos. Las múltiples imágenes de descendimiento, y cuando Platón y Plotino se proyectan sobre nuestro paisaje, acercan mejor el juicio de Domingo Bordoli, quien descubre en Oribe “una colonización lírica e intelectual de nuestras gramillas”: al paisaje de espinillos, agrega, le queda algo de griego.

El propio Oribe ha dicho, en “Poesía e inteligencia”, que “la originalidad de un artista es proporcional a la densidad de cultura que es capaz de resistir”. La que él mismo se propuso asumir e internalizar es copiosa, y su trayectoria queda señalada en el primer párrafo de su obra mayor en prosa: el nous de Anaxágoras “se vincula con las ideas platónicas, se purifica en Aristóteles y la escolástica, asciende sobre el misticismo plotiniano, avanza en los tiempos, circula en Descartes y en Hegel y se diversifica, dispersándose en algunos hombres de hoy”. Uno de ellos, naturalmente, era Emilio Oribe, quien esto escribe lo conoció siendo ya un anciano. Era una especie de leyenda o gloria nacional. Había recibido varios premios y ocupado el Decanato de la Facultad de Humanidades. Había recorrido el mundo, en viajes oficiales o invitado a disertar en instituciones extranjeras, entre otras las Universidades de Yale y Berkeley. Era, sin embargo, un hombre silencioso y taciturno, como agobiado por un peso superior a sus fuerzas y empeñado en resolver consigo mismo alguna cosa. Sus distracciones en clase —o mejor, sus abstracciones— eran famosas. En la conversación solía manejar un humor irónico, como suele suceder con los tímidos agazapados y a la defensiva. Estaba casado, pero vivía solo en el “Cervantes”, un hotel vetusto en el centro de Montevideo.

 

por Jorge Albistur

 

Publicado, originalmente, en Revista Iberoamericana Vol. LVIII Julio-Diciembre 1992 Núms. 160-161

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Ver, además:  

 

                      Emilio Oribe en Letras Uruguay           

           

                                                  Jorge Albistur en Letras Uruguay           

 

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