Está parado con el torso ligeramente inclinado hacia el instrumento.
El arco pájaro, es dócil a su mano derecha. Los dedos de la mano
izquierda recorren el diapasón. Aletean; vibran.
El arco se desliza por las cuerdas de la punta al talón. A veces golpea;
busca el sonido del tambor. Otras, se apoya con fuerza, rasguña las
cuerdas con furia y nace un sonido áspero, cruento, duro.
De pronto la melodía surge clara, intacta, subyugante. Como espiral,
como voluta de humo gira y se expande ingrávida, se nutre de sí misma y
se vuelca en conmovedor torrente de apasionadas notas graves.
Es el Concierto para violín y orquesta de Tchaikovski. El preferido del
músico.
Siempre deseó interpretar ese concierto más que ningún otro. Estudió
muchos años la partitura del violín solista. Estaba toda en su memoria.
Desde su sitio entre los segundos violines de la Filarmónica de su
cuidad, en su tierra natal, muchas veces había acompañado a grandes
intérpretes de los que había aprendido mucho.
Pero sabía que aun no estaba pronto.
Llegó la guerra; y emigró hacia América del Sur. Era joven aun. Y la
soledad lo volcó al estudio y al trabajo. Mientras se ganaba la vida en
diferentes empleos, pulió su técnica. Cambió el modo de tomar el arco.
Trabajó la agilidad de su muñeca hasta lograr la soltura y flexibilidad
necesarias. Martirizó sus dedos en horas de escalas interminables, del
grave al agudo y del agudo al grave.
La nostalgia de la patria lejana dio pasión a su vibrato.
La tristeza alimentó el alma de su instrumento.
Entonces concursó por un puesto entre los primeros violines de la
Orquesta Sinfónica de su país de adopción. El país que había dado cabida
a tantos artistas extranjeros que buscaban un lugar de paz., donde
desarrollar y aportar sus conocimientos.
Excelente técnica dijeron los jurados. Es muy músico, comentaron
satisfechos.
Ahora interpreta el Concierto de Tchaikovsky. Está completo. Se siente
en la cima de su vida. El teatro está colmado.
Puede sentir flotando entre las notas, ese silencio religioso que sólo
se crea en los momentos perfectos. El don sin igual; el duende del que
hablaba Federico, que alumbra ciertos instantes mágicos.
Y si; la magia. Tiene en sus manos la posibilidad y la virtud de crear
imágenes a través de la música.
Mientras el arco baila, acaricia o se lanza contra las cuerdas, giran
constelaciones, se abren precipicios, ángeles despliegan sus alas, el
viento nace en el trigal o sufre entre los álamos. Se rasga el cielo.
El músico se acerca a Dios.
Las escalas se suceden. El ritmo se acelera.
Es el final. El público aplaude; ovaciona; se pone de pie en señal de
entusiasta admiración. Se oyen “bravos” por todas partes. El violinista
saluda, la frente húmeda, transido todavía.
En un recodo del invierno, varias monedas caen dentro de un estuche de
violín abierto en el suelo. Varias personas que se han detenido por unos
momentos atraídas por la hermosa melodía, retoman su camino embozadas
tras las bufandas, saboreando en su interior algunas gotas de esa
belleza.
Casi sin detenerse, el viejo músico, sobre la última nota vuelve a
comenzar. |