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Querida
Esther Juan Andrés Acosta |
Estas
líneas no tienen otro propósito que el de pedirte perdón por
semejante insulto del que fuiste victima, hecho que espero no
deteriore nuestra relación y verás que no menciono el término
noviazgo no por considerarla una palabra que me comprometa sino porque
no encaja con mi condición de setentañero.
No es mi intención poner excusas, ni soy partidario de ellas pero me aventuro a decirte que el causante de aquel episodio en el cine, tan penoso para ambos, ha sido el desarrollo tecnológico que está dificultando mi adaptación a la vida moderna y no porque uno se haya negado al aprendizaje ni mucho menos. Nada de eso. |
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Pero soy conciente que tengo una inexorable tendencia a añorar lo antiguo y por consiguiente cierto rechazo a los inventos de hoy en día. Quizá por eso, amor, es que somos un tanto distintos, ya que tú con tus cincuenta y tantos has acompasado tu estilo y tu cuerpo a los tiempos que corren conociendo a la perfección las últimas tendencias de la moda, los peinados que impone la sociedad; concurriendo a las camas solares para conservar el dorado de tu cutis, ostentable logro del último verano, y manejando como una experta la Internet, el mail y todos esos menesteres.
Yo
en cambio, a modo de ejemplo, estoy tecleando en esta vieja máquina
de escribir comprada en un remate luego de varios retruques, que me
tiene los dedos acalambrados porque la a y la eme están medio
gastadas y si no les doy con fuerza no las vas a poder leer.
Como
te decía, a causa de los embates de la ciencia, en aquella tarde todo
resultó un malentendido, originado en mi ignorancia acerca de cómo
manejar tu último obsequio, o sea el telefonito
portátil que ganaste con no se qué puntos de un supermercado. El
primer problema es la impresión que uno se lleva cuando lo ve. Es tan
chiquito que si se lo agarra con dos o tres dedos, sin duda termina en
el piso. Encima tiene más botones que la
tienda de Abraham, la de la esquina de casa. Y lo peor de todo
es que estos botones tienen dibujados garabatos raros, con palabras en
inglés y a mi no me aparten del good afternoon con el que saludaba tía
Hortensia cada vez que iba a tomar el té con masitas a la casa de mi
finada mamá.
Sin pretender menospreciar tu presente y agradeciendo tus intenciones de modernizarme, opino que éste telefonito fue el causante de nuestro desencuentro. Porque como habíamos acordado, si no llegabas para la hora de la película a causa de tu retraso en la peluquería, me ibas a hacer sonar el móvil o celular como le llamas a ese aparatito. Pero los minutos volaban y tú no llegabas ni llamabas. Impaciente, sacaba el telefonito del bolsillo y lo miraba como suplicándole escuchar Para Elisa, sonido que emite cada vez que alguien llama y justo esa tarde no había tomado el tecito de yuyos para los nervios, olvido que acentúo mi necesidad de dirigirme al baño más próximo. Mientras la gente pasaba a mi lado con sus respectivas parejas, yo solo esperaba con la remota ilusión que el telefonito sonara y me dijeras voy para allá, pero ni minga, solo prendía una lucecita verde cual si fuera una luciérnaga, como burlándose de mi desesperación. Al final, decidí tomar la iniciativa e intenté llamarte. En ese instante, por más que quise recordar tus didácticas clases acerca de su funcionamiento, entre tantos garabatos, letras, gente, y ruido, al parecer no hice otra cosa que oprimir un botón incorrecto lo que provocó una avería, que dadas las circunstancias del caso no fue posible repararla. En el momento en que me daba por vencido, alcancé a ver una mujer entrando a la sala con un tapado de visón (animal que no tengo el gusto) igual al tuyo. He ahí mi error, ya que decidí entrar al pensar que eras tú. Pero entre el momento que saqué la entrada e ingresé a la susodicha, la cinta ya estaba rodando lo cual dificultó las cosas. De poco sirvió la tímida linterna del acomodador para localizarte entre tanta oscuridad. Mientras yo le indicaba tus rasgos faciales, el buen hombre alumbraba las caras de los espectadores, visiblemente molestos. Por consiguiente había dejado de alumbrar el piso. Claro, a él no le afectó porque se conoce los escalones de memoria, pero yo sufrí la torcedura de mi tobillo izquierdo al dar un paso en falso. Atiné a manotear una baranda para no caerme, pero luego me costó despegarme de ella porque algún guarango le había pegado un chicle. Casi enseguida de este acontecimiento, el acomodador iluminó al final de una fila el rostro de una dama solitaria, de pelo enrulado, muy coqueta como te sueles vestir. En ese momento recordé que aquella tarde te ibas a hacer la permanente. Es ella, le dije al acomodador. Este de inmediato me iluminó el camino y yo, rengueando y pidiendo permiso entre las piernas de los espectadores, me dirigí hacia ella con tanta mala suerte que mientras caminaba por esa fila, la protagonista del film lanzaba un grito de horror haciéndome saltar del susto. Esto hizo que mi brazo impactara sobre el cono de pororó de una señora, desparramando el producto sobre el prójimo más cercano con las imaginables consecuencias que ello trajo tanto sobre mi físico como sobre mi moral. Al llegar a la dama de rulos la oscuridad era mayor aún ya que el hombre había apagado la linterna. Inmediatamente me di cuenta que no se trataba de ti pues al tratar de besar sus labios, que creí eran los tuyos, recibí en la mejilla izquierda un carterazo que aflojó mis escasas pero sanas muelas.
Como
pude salí de la sala con el tobillo torcido, la ropa y las manos
todas pegoteadas de pororó y chicle respectivamente, la mejilla
hirviendo a causa del carterazo, y con las urgencias urinarias al límite.
Entonces, al encontrarte en la boletería
vertí sobre tu persona un insulto grosero que no condice con
la clase de caballero que soy.
Reitero
por tanto en estos renglones mi pedido de perdón por aquel episodio
atenuado a mi sano entender, por los adelantos en las comunicaciones
que me incomunicaron de una forma atroz, a causa de un aparatito
infernal.
Y
ya que estamos te pido que en caso de aceptar mis disculpas me lo
hagas saber, no mediante una llamada al telefonito que me obsequiaste
ya que con todos estos avatares olvidé quitarlo del bolsillo de la
camisa y siguió el camino de la ropa sucia, quedando a la buena del
lavarropas, que no le tuvo piedad.
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Juan Andrés Acosta
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(Taller Narrativa -2004 en
"Las
Musas")
Este cuento obtuvo una MENCIÓN en el "Concurso de Narrativa 2005" convocado por Agencia Central.
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