Grito de gloria |
- I - Las campañas antes tan hermosas, rebosantes de vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación profunda. Creeríase que un ciclón inmenso las hubiese devastado de norte a sur y del este al occidente, sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas del desastre. En su mayor parte las viviendas estaban sin moradores, saqueadas, en escombros, y en estas «taperas» crecía la yerba salvaje hasta ocultar los picachos del lodo seco. ¿Para qué hombres y perros pastores? En la tierra conquistada había concluido, la labor libre y muerto toda industria. Sus hijos, ya exánimes los unos, los otros errantes, habían agotado en lucha tenaz, todo el caudal de su esfuerzo bravío. El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante de uno a otro confín; no se elevaban cabezas altivas, ni brazos poderosos, ni gritos terribles de combate, allí donde durante nueve años se habían chocado múltiples ejércitos y consagrádose a hierro y fuego la aspiración constante de libertad. Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se repartían los frutos. Acompañábales la sed insaciable de riquezas que se apodera de los fuertes en pos de fáciles victorias y extendían la garra con la brutalidad de la bestia cebada. Ninguna barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, honras, vidas, todo era barrido por la ola de la conquista. En los primeros días, a través de las cuchillas, a lo largo de los caminos, en lo hondo de los valles, un ruido pavoroso, cada vez en aumento, un mugido extenso, continuó, siniestro, formado por infinitos ecos, llenaba de aflicción los pagos. Las pocas mujeres que habían quedado en sus moradas, salían inquietas a las puertas o se lanzaban angustiadas a las vecinas lomas, atraídas por aquellos ruidos de tronada, conjunto de balidos y clamores, de relinchos y carreras. Entre enormes polvaredas, cuyas nubes se extendían al ras del suelo como humazos de combate en un día sereno, se corrían hacia la frontera cual impulsadas por un viento tempestuoso considerables tropas de ganado. El arreo era completo. Sin número de astas en tumulto apiñadas, chocándose, formando una verdadera selva de pitones agudos, sobrenadaban en el nubarrón de tierra, doradas por el sol y se escurrían veloces, a lo largo de las carreteras. Entre aquel turbión de volutas de polvo, de cornamentas y de pezuñas en perpetuo movimiento, distinguíanse las cabezas de los jinetes, que agitaban aún más el torbellino con las banderolas sus rejones, prolongados silbos y voces atronadoras. Eran soldados riograndeses y paulistas. Alguna vez, el clarín acompañaba a los voceros con notas roncas y estridentes. La torada se atropellaba entre bufidos, llevándose por delante novillos y embistiendo a los flanqueadores; y entonces el ganado arisco, casi cimarrón, se deslizaba rápido hacia los montes, en los que en gran parte se guarecía, aplastando ramas y malezas. Los soldados hacían cerco al resto y proseguían su camino con gritos lúbricos, bebiendo y jurando, destruyendo los míseros huertos y plantíos con los cascos de sus caballos y los mil pies de las manadas que empujaban como un torrente sobre aquellos con gran alborozo de la turba. Hacia otros rumbos, el cuadro revestía los mismos colores, la misma violencia impune, igual desborde de instintos insaciables. Allá, era un ganado yeguar arreado al galope, en cuya masa confusa iban mezclados los caballos mansos y los potros, corriendo desatinados entre sones de cencerros, ya agrupándose en deforme frontón, de clines y cabezas, ya dispersándose en parte entre corvetas y hocicadas de fiera embravecida, para perderse en los desfiladeros y anfructuosidades de las sierras, lanzando relinchos que repercutían en los cerros como ecos de una bocina poderosa. Acullá, eran las bestias dóciles, los bueyes arrancados a las carretas y al rejón que labra el surco, confundidos con los carneros y porcinos, los que rodaban por el camino impelidos por la horda, estrujándose, atropellándose al ruido del esquilón, en medio de tremendos ludimientos de cuadriles y de guampas; y que, ora se detenían de súbito azorados al escuchar a lo lejos los bramidos del ganado vacuno, semejantes a notas sonoras de mil trompetas colosales, ora recomenzaban su marcha en violentos remolinos sembrando la carretera con los cuerpos del rebaño menor aplastados por la pezuña del enjambre. Más lejos, sobre la loma llena de verdigay y de claridades ardientes, otros grupos, otros hacinamientos dudosos, otras aglomeraciones de hombres y de bestias como envueltas en una humareda de incendio, se precipitaban presas del vértigo hasta hundirse en los llanos apartados en fragorosa balumba. Sobre el dorso de las «cuchillas», destellando vivos reflejos, altas, amenazantes, en haz siniestro, alcanzábanse a ver las moharras de los astiles y el bronceado de los morriones de la caballería invasora. En todos los contornos se alzaba sordo e imponente un rumor de agonía; y no pudiendo aterronarse para escapar a la saña de aquéllos rapaces vencedores, las familias enteras abandonaban sus casas llevándose lo más necesario, lo que hallaban a mano en medio de sus angustias, y se ocultaban en los lugares selváticos, únicos campos de asilo en su infortunio, donde también habían buscado refugio los hombres que salvaron de la persecución implacable o de la ruda pelea. Desde sus ladroneras de palma o de guayabo cuando no del ombú gigante de una isleta, observaban recelosas cómo la avalancha crecía y rodaba con estruendo, a la manera que se desprenden, chocan y precipitan los peñascos de la cumbre de los cerros, poniendo en fuga a las piaras bravías; cómo cruzaban a escape los destacamentos arrollando las puntas del ganado que había huido del rodeo, o alguna masa compacta de fieros novillos que en rapidísimo arranque se azotaba al arroyo en brincos tremendos, sin hollar el ribazo, para hundirse en los «rincones» del bosque, en cuyos senos oscuros se esparcía como una ola bramadora. Miraban también rodar entre montones de arenisca y guijarros en las faldas de la sierra a las yeguadas indómitas, y lanzarse en mole a las aguas sus pujantes «baguales», sacudiendo los clinudos pescuezos para ganar por el mismo instinto los escondidos potriles, donde tan sólo las sutiles flechas del sol y el ágil «matrero», -la luz y la audacia- violaban el secreto de la salvaje guarida. Cuando no eran las corridas, las matanzas o las «boleadas» del ganado con frenético desenfreno en las colinas y en los llanos, las que animaban los pagos desiertos, eran los escuadrones escalonados, las partidas sueltas exploradoras o los destacamentos en comisión los que desfilaban a periodos, en una serie interminable de jinetes y «reyunos», cuyo tránsito sobre ciertos terrenos de canteras en el silencio de las tardes producía como un temblor prolongado oído con impotente cólera por los asilados en los bosques. A veces, algún incendio iluminaba en la noche con sus rojizos resplandores serranías y valles. Era que, como quien espanta alimañas, la tropa ponía fuego a un juncal espeso o a un grupo de «talas» y «sombras de toro», para obligar a la fuga a los «matrero» o a la vacada cimarrona. Fuertes crepitaciones llenaban el espacio en vasta comarca, envuelta en inmensas columnas de humo negro, remedando aquellas los estampidos de un fuego ensordecedor de fusilería en los estribaderos de una sierra. Horas después, el sol alumbraba cuerpos carbonizados y montones de cenizas ardientes. No pocos de aquellos soldados de uniformes verdes con vivos amarillos, echaban pie a tierra delante de alguna morada solitaria, hacían saltar con las puntas de los sables los débiles cerrojos, o con los cuentos de sus lanzones los ventanillos sin cruz de hierro, y, penetrando al interior en tropel, poníanse a destruir el miserable ajuar y a escudriñar los techos, debajo de la cumbrera, de las costaneras, de los aleros, en busca de onzas de oro o alhajas ocultas, derribándolo todo entre cínicas algazaras, hasta las pobres estampas de imágenes religiosas que adornaban las negras paredes. Salían luego cargando con las prendas de más valía, que echaban sobre el «recado» o metían en las maletas; y continuaban su marcha devastadora, señalando cada etapa con un exceso. A ocasiones, encontraban a los dueños en sus viviendas, en preparativos de irse a los montes, o a otros que arreaban presurosos sus bestias de confianza a lo largo de las laderas para buscar refugio en la espesura, en fraternal intimidad con los tigrinos y capívaras. Iban mujeres, niños y viejos, cuando no inválidos de la sangrienta guerra; a veces gente moza y varonil, muy osada y aguerrida. Entonces los episodios eran terribles. La soldadesca desbordada, acometía la caravana, dispersaba sus miembros y se distribuía los despojos; si ya no era que, reunidos los mocetones -uno contra diez- cargaban ciegos a daga y trabuco rompiendo filas, en tanto los débiles corrían a ampararse en las malezas. En estos encuentros ignorados y dramas lúgubres solía suceder también que en medio del botín y del desorden, «matreros» bravos, en montón saliendo sigilosos del vecino monte, caían de súbito sobre la tropa dispersa con el estrépito de una manada en día de corrida y la diezmaban sin perdón, ultimando en el suelo hasta el último vencido. Mas, bien luego aparecían nuevas fuerzas en las próximas «cuchillas», repitiéndose las tétricas escenas en toda la zona hostil, hasta que ya los campos talados no ofrecían aliciente ni de los bosques taciturnos brotaban voces agresivas. De este modo, decirse puede que no hubo un pago, un río, un arroyo, una sierra, un llano, una loma donde no corriese sangre. Los cuerpos sin vida quedaban desnudos al sol y a la lluvia, lejos de ojos piadosos, como los de animales montaraces allí donde les sorprendió la muerte. Raro era quien por moroso afecto ataba un cadáver a un madero y lo subía a las ramas de un ceibo para que así escondido en bóveda valiosa entretejida de enredaderas salvase al diente del felino ya que no al pico del cuervo. Se había peleado sin tregua durante años, en todas partes, con viril arrojo, sin aguardar auxilio alguno de nadie; se había luchado en la angustiosa desigualdad de diez hombres contra escuadrón, como en los cantos inmortales de los poetas de la gloria; por largo tiempo se había debatido en soberbia cólera al valor nativo contra huestes organizadas, siempre socorridas por esfuerzos que en hileras interminables trasponían las fronteras: pero, al fin, las vidas potentes se fueron extinguiendo, las supremas energías se desgastaron en el choque permanente. Lo mismo que las rocas al embate de la soleada, cansose el músculo del peso del acero y cayeron de las manos como inútiles instrumentos las armas ya melladas, chorreando sangre todavía. Por suerte el exterminio sólo alcanzó a una parte de la indomable generación de la época. Reinstalado en Montevideo el general vencedor, los nativos en considerable número salvaron los confines, asilándose entre sus hermanos los argentinos. Renovose el éxodo del otro lustro, y a orillas del Uruguay mirose con dolor lo que quedaba detrás, todo lo más querido: arrasadas campiñas, tumbas gloriosas, sin una luz consoladora de esperanza bajo el cielo de la tierra. La riqueza pecuaria había desaparecido, salvo aquellos ganados que internados en los montes sirvieron al proceso prodigioso de «orejanos»; el comercio y las nacientes industrias habían sido cegadas en sus fuentes, cerrádose todo horizonte al trabajo libre, la vida sin zozobras, a la autonomía del pago; con todo, llevaban consigo la tradición latente, la pasión madura de la tierra, la conciencia del esfuerzo que ya ha consagrado un derecho, y que perdura en la desgracia como alimento de las almas, cualquiera fuese su destino. Esa emigración fue rápida, tumultuosa, con todas las confusas líneas del tropel de la derrota. Se buscaba un sosiego relativo, que en algo devolviese la entereza de ánimo, por los que escapaban del círculo de fuego, vencidos por su propia impotencia. El eco terrible de los gritos de triunfo los aturdía, golpeándolos por detrás como una fusta implacable y precipitándolos a la otra banda envueltos en el pánico. ¡Era como un estrépito de puertas que se cerraban para siempre! Algunos devoraban, lágrimas en silencio; otros maldecían de sus caudillos, sin excluir a Artigas; los más se alejaban sin protestas ni lamentos, mirando hacia adelante, cual si examinasen la naturaleza del nuevo terreno a que se debían adaptar tantas energías aparentemente domadas. Los desechos de una ribera buscaban su cohesión y adherencia en la otra, sin preocuparse de la actividad perdida; lo mismo que moléculas segregadas que una fuerza impulsiva vuelve a un cuerpo que han integrado. El tiempo, que debía correr largo, devolvería su audacia al espíritu. Los organismos, ahora fatigados, llegarían a cansarse de su misma quietud. ¿Cómo esperar otra cosa, cuando a la vista estaba la inmensa loma verde formando horizonte del otro lado del río, e invitando a volver y a luchar con toda la magia de una ilusión de gloria? Los mismos que en su ofuscamiento levantaban airados el puño, sentían que un llanto de fuego se agolpaba a sus ojos, estrangulándoles un grito de innoble desahogo en la garganta. Aquellos restos se diseminaron en las provincias litorales, confundiéndose en la población nacional sin más perturbación ni ruido que el que puede producir en una playa honda la bullente franja de una grande ola vagabunda. Existían amistades y simpatías que se reanudaron. Después sobrevino la calma y empezaron a cicatrizarse crueles heridas. En el transcurso de los días y de los meses la laxitud de ánimo siguiose a la antigua fiebre de pelea; cesaron los relatos de trágico colorido, las historias de palpitante realidad dramática y detalles conmovedores, los reproches amargos, los comentarios ardorosos. Como un soplo helado, pasó sobra los recuerdos; el trabajo honesto utilizó los brazos cuando no la faena a monte, y los mismos nombres con talla de caudillos, se resignaron a la vida oscura. Sobre estas consecuencias naturales del desastre, el tiempo puso el sello de su influjo acallando poco a poca las voces sordas de la protesta en la orilla hospitalaria; y en el país dominado, los lamentos del patriotismo. ¡Pesaban demasiado las cadenas, para agotar las últimas fuerzas en estériles clamores! - II - Si en estas comarcas se había cesado de combatir, en otras de América la batalla continuaba, encarnizada y terrible, en la prueba del postrer esfuerzo, por la redención del continente. Con el oído atento a ecos que llegaban de muy lejanas regiones supuse un día que la victoria había coronado en Ayacucho la grandiosa obra; y esta nueva, estremeciendo de júbilo a hombres y pueblos, repercutió en el corazón de los emigrados orientales, removiendo todas sus fibras como un como un toque de clarín que convocase a la pelea. Allá, habían luchado a razón de uno contra tres después de duros sufrimientos, descolgándose de los Andes con desesperado esfuerzo para concluir con un choque formidable una labor que contaba dos largos lustros de combates; y en ese choque se había quebrado para siempre el poder de la metrópoli y rendídose con honra sus ilustres generales. Se relataban y discutían con entusiasmo los episodios, la pericia de Sucre, la carga heroica de Córdova, el denuedo de la caballería americana, tanto más resaltante cuanto que el triunfo había sido obtenido sobre capitanes de alientos como el virrey La Serna, el caballeresco Canterac, el bizarro Monet y el intrépido Valdez. En mental panorama, reproducíanse las escenas del drama militar en sus menores detalles: la muda y elocuente proclama de Córdova al dar muerte a su caballo de guerra como un adiós soberbio a la vida en caso de derrota; el avance de sus batallones contra las infanterías de Gerona hasta cruzar bayonetas a un paso de la fatal hondonada, la matanza implacable junto a aquella fosa, las cargas de los regimientos que destrozaron a los dragones de Torata y Moquehua, la briosa tenacidad de Valdez contra la oleada de los independientes, que acabaron por hacerle saltar en pedazos su acero toledano, y por fin, la rendición entre aclamaciones solemnes y dianas, que el entusiasmo creía percibir claras y sonoras como notas finales de la batalla gloriosa. Este suceso, enardeciendo los espíritus que se preocupaban de la suerte de América como de una causa común y solidaria, retempló el ánimo de los orientales exaltando sus ideas o impulsándolos a una obra que no habían abandonado por completo, con nuevo vigor y empeño. ¡El ejemplo era edificante! El aura de la lejana victoria acarició todas las frentes, estimulando a las proezas del valor, y los que tenían títulos para dirigir los trabajos de un movimiento armado, viéronse reunidos de improviso por los ímpetus del mismo anhelo, acaso creyendo en su impaciencia que se hacía tarde ya para justificar cumplidamente una prolongada inacción. Con sigilo, en las sombras, bajo la atmósfera de entusiasmos despertados por la fausta noticia, algunos emigrados se pusieron al habla y dieron principio a una maniobra complicada y difícil -tan ardua, cuanto parecía de irrealizable. El problema no podía resolverse sino por la espada. Pero ¿cómo hacer frente a la adversidad, sin riesgo de hundir la causa en el mismo abismo, malograda la empresa temeraria? Cierto día, en el último mes de verano, algunos hombres se encontraron, reunidos en una habitación del saladero de Pascual Costa. Eran emigrados orientales. Antes que presas de agitación indiscreta, parecían fríos e irreflexivos, gravemente absortos en un tema de trascendencia. Dos de ellos sostenían el diálogo. Los demás escuchaban en profundo silencio, sólo interrumpido por una que otra observación juiciosa y concisa, como de subalternos que entienden su deber. Era el uno, hombre joven de elevada talla, fuerte y bien constituido. Su bizarra presencia, la energía de la mirada y del gesto, su acción desenvuelta y el tono que empleaba en el debate, denunciaba un temperamento brioso, suavizado en sus arranques por las frases correctas y modales cultos. El semblante denunciaba despejo y atrevimiento reflejándose en los ojos esa expresión de voluntad dominante que distingue a los que han adquirido el hábito del mando. Caíale el bigote negro sobre el labio formando fronda al inferior algo grueso y saliente; la cabeza bien cubierta de cabello, se afirmaba en el cuello robusto, derecha y altiva, como cabeza de soldado a quien arrulla la ambición. Movía con dignidad el brazo musculoso, terminado en una mano fina y larga; y acaso por la costumbre de usar la voz imperativa, formábasele, sin esfuerzo una arruga profunda en el entrecejo que le daba un aspecto adusto, casi de dureza. Sus palabras eran medidas, concreto su pensamiento, sus opiniones firmes. Cuando hablaba, había que oírlo, aunque se discrepase de una manera radical. Este sujeto vestía una casaquilla militar de caballería, sin presillas, pantalón azul marino y botas altas de piel de lobo. El otro personaje era un hombre de estatura baja, cabeza grande y cuello de coloso a plomo sobre un tronco cuadrado y fornido, macizo del cráneo al pie como una escultura de piedra ágil, diestro y osado a juzgar por sus movimientos vivos e impetuosos; y el cual al primer golpe de vista, presentaba en su figura los caracteres típicos del sableador, del domador y del caudillo. Su rostro amplio y lleno, de frente despejada, narices carnudas, cejas abundantes en remolino, ojos de mirar fuerte; barba un tanto recogida, orejas de pabellón, ceñido revelando audacia y grandes alientos, dábanle en conjunto un aspecto de fiereza, que acaso en el fondo bien pudiera ser una gran suma de bondad, de abnegación y de sencillez. Hablaban con mesura, como hacen los que han meditado mucho un plan cualquiera. Las cabezas, como instintivamente atraídas, habían formado núcleo, y casi se rozaban. Aunque planteado ya al parecer el problema, se inculcaba, sobre sus términos principales en sentido de la solución. Mucho sin duda se habría espigado en el vasto campo de las presunciones y de los cálculos más o menos certeros; pero se persistía en parte ardua, con la tenacidad de los que tantean la senda entre los riscos de una montaña. -El caso es el siguiente: -decía el de elevada talla- nuestra tierra en poder de los brasileños desde hace años, es considerada por éstos como una de sus provincias, en mérito del acto de incorporación arrancada a un cabildo débil. Los argentinos por su parte, sostienen que ella les pertenece de derecho, aun cuando Artigas la separase de hecho del antiguo virreinato... y sin duda, se reservan reincorporársela en la ocasión propicia. Nos encontramos, pues, entre estos dos fuegos; y si entramos a la acción menospreciando a uno u otro de los dos poderes fuertes, nos acribillan. -¡Eso, lo veríamos! -exclamó su interlocutor dando una gran voz. -¡No hay que verlo! -arguyó un tercero. El comandante está en lo cierto. Son tres pretensiones las que se persiguen pero, de las tres, la realmente débil es la nuestra. Si osamos obrar por cuenta propia nos trituran. Tengamos en cuenta que vivimos vigilados, aunque gocemos de simpatías; que el gobierno se interesa en no romper hoy por hoy con su rival; y, que sin el auxiliar de otros, solos en la empresa, aún cuando alcanzáramos algún resultado en la lucha, éste bien sería pasajero. Pronto seríamos anonadados, por mutuas conveniencias. -Y fuera de considerarsenos temerarios, verían en nosotros unos aventureros peligrosos que sin elementos para esa lucha, ni medios suficientes para formar nación aparte, habríamos venido a perturbar el equilibrio de las cosas y a comprometer la paz, sin provecho para ninguno de los dos rivales. El hombre de cuello de atleta se irguió diciendo con aplomo: -Nación independiente podemos ser. Los paisanos no quieren ser más que orientales. -También nosotros. Pero, hay que pensar mucho estas cosas graves. No seremos lo que deseamos, sin algún apoyo fuerte. -Eso digo yo, y me viene mortificando hace tiempo, -observó otro de los circunstantes, con acento de convencido. El que primero había hablado, dijo entonces, como recogiéndose en sí mismo: -Siempre he creído que nuestra hermosa tierra separada de ésta y de otras por grandes ríos y por el océano, está destinada a encerrarse, dentro de sus naturales límites y a vivir de sí misma, con sólo el amor de sus hijos. Pero, todavía no hemos salido de los primeros pasos, y ante todo, es preciso redimirla. ¿Podemos hacerlo nosotros, exclusivamente, contra todos los poderes conjurados? ¿Qué conseguiríamos con irnos a estrellar contra las murallas? Sentar plaza de hombres irreflexivos, de soldados de aventura; acaso, de falsos patriotas. -Sí; pero los argentinos nos acompañarán. -Si nos acompañan, será a condición de que volvamos a la forma. Entretanto, su gobierno nos resiste y nos persigue. Siguiose un breve silencio a estas palabras. Todos se miraban como inquiriendo una idea. Al fin, el que había sido calificado de «comandante», lo rompió, añadiendo: -Habría un medio de zanjar las dificultades y de dar base a la empresa, si sabemos dominar los impulsos. El de planta de caudillo y mandíbula recia, que se movía nervioso en su asiento, preguntó con brusquedad: -¿Cuál sería? -En la posición en que nos encontramos, y persuadidos de que solos no haremos patria, convendría que prometiésemos reconstituir la familia. De ese modo, el gobierno quedaría obligado, y los generosos sentimientos de nuestros hermanos lo impulsarían a protegernos abiertamente. O brasileños, o argentinos. ¡Escojan, compañeros! -Pasaremos solos, -prorrumpió el otro con violencia. Los paisanos leales vendrán con nosotros si les decimos que va a volver la libertad a los pagos, y no lo harán si se les antoja que nos hemos aporteñado. -Pronto verán que no. En último caso han de preferir esto, a hablar portugués y tener un amo. Alguna fuerza hizo este razonamiento en el ánimo del caudillo que se quedó con la mirada pensativa, balbuceando bajo, entre sorda irritación: -No quieren mestura... ni tienen miedo a nadie. -Yo bien sé de lo que son capaces. -Cargan de frente sin contar el número. -Así es. Con todo, es necesario fortalecer nuestro propósito con una seguridad cualquiera de que en lo más crítico, no seremos abandonados a nuestra suerte. -Entonces ¿qué es lo que nos conviene hacer? -interrogó una voz bronca, de militar impaciente. -Lo que nos convendría, sería difundir la especie de la reincorporación una vez que invadiéramos; inspirar confianza con nuestros propios actos al gobierno argentino y manifestar públicamente el propósito en todas partes, siempre que la suerte nos favorezca de algún modo en la empresa. En la primer proclama, debería expresarse con claridad que perseguimos un fin práctico, y que detrás de nosotros hay un poder pronto a socorrernos, de otro modo, el proyecto, queda abocado al fracaso; sería pretender un imposible. Por otra parte, en Montevideo los trabajos sobre el espíritu de la misma tropa, siguen con éxito. Algún concurso importante nos vendrá de allí, a pesar de la vigilancia de Lecor, pues consta a ustedes que contamos con amigos decididos hasta entre las mismas mujeres. Sé bien que se habla de los hechos y episodios pasados como de una razón de resistencia en los paisanos, a una nueva guerra; pero, toda campaña militar en cualquiera época no siembra sino sinsabores, por sagrada que sea la causa... Después, sólo algunos resistirían a esta empresa y ya sabemos quiénes son... Poco debe importarnos, desde que los más nos secunden; como estoy seguro sucederá, si llevamos al frente de la invasión al comandante Lavalleja. El aludido, que era el hombre bajo y vehemente, y el encargado del saladero, arqueó las cejas, replicando: -Ya he dicho que acepto el honor; ¡y vuelvo a declarar que antes de retroceder dejaré la vida!... Pero, creo que es conveniente aclarar estos puntos... El primero ¿están ustedes conformes en que proclamemos la anexión, como cosa necesaria, dejando al tiempo que confirme o no este acto tan grave? Reinó un momento de silencio. Moviéronse las cabezas en actitud de vacilación; luego, todos fueron asintiendo sin discrepar en detalles. Uno, arguyó: -¡Sí! Después los sucesos dirán... -¡Pues que hablen los sucesos! -exclamó el caudillo con violencia. Lo que yo quiero es que pasemos cuanto antes; que pongamos mano a la obra con la ayuda de quien buenamente la preste... sea a condición de eso que ustedes dicen necesidad, sea para nuestra libertad completa. El sable, que tengo ahí colgado, se salta de la vaina. Acordemos los medios... poca política, ¡que ésta, todo lo embrolla! ¿Qué piensa V., comandante Oribe? El así nombrado volvió a hacer uso de la palabra, diciendo con una mesura que no excluía la firmeza:
-Cuando el cabildo de Montevideo, contra la opinión de los de Canelones y Maldonado que estaban cohibidos por los imperiales, sostenía la idea de la independencia absoluta, todos nosotros la defendimos con las armas, aunque infructuosamente... Creo que ahora estaríamos dispuestos a lo mismo, si alguien nos apoyase, como entonces lo hizo el general, Álvaro da Costa. Pero, ¿quién ha de venir en nuestro auxilio en las presentes circunstancias? Los gobiernos nos hostilizan. Por eso ha sido mi insistencia que procuremos atraernos al de Buenos Aires, nuestro aliado natural. No sé si lo conseguiremos: habrá que tomarse mucho empeño en ello, si ha de darse solidez al movimiento. -Ese era mi segundo punto... la madre del borrego. Se nombrarán tres de los compañeros en comisión. Enseguida de esto, queda el rabo por desollar: ¡Frutos!... Y el caudillo apretó nervioso los dos puños. Los demás, quedaron en suspenso. -¡Frutos! -prorrumpió al fin Oribe-. Al brigadier, si se puede, se le utiliza. Quedaremos en la alternativa de hacerle plena justicia si reacciona, o de eliminarlo si se obstina. Dada la posición que ocupa, lo primero sería de gran eficacia, y lo segundo de gran efecto. -¡El gazapo es pura maña! -murmuró Lavalleja con la vista en el suelo, como si mentalmente esbozase ante ella la figura de su antiguo y astuto compañero de temerosas aventuras. Como se ve, la lucha a emprenderse presentaba para estos hombres todas las perspectivas angustiosas con que la desconfianza y la duda rodean siempre a las tentativas arduas. De suyo heroica, esta exigiría un temple nada común en sus actores, una decisión a toda prueba y una voluntad inquebrantable en el propósito que pusiera de relieve su grandeza y le atrajese el concurso de las energías populares. Rivera tenía prestigio real en campaña. Comprendiéndolo así, esmerábanse en conciliar los medios de ejecución con la enormidad del obstáculo. Sobre ese tema inculcaron, prolongándose gran parte de la tarde en el animado diálogo. Tuvieron en cuenta los elementos propios; las nutridas filas enemigas; las grandes dificultades de los primeros momentos; la porción de suerte, que entra siempre, como fuerza coadyuvante en la acción desesperada; las consecuencias que aparejaría una posesión completa de la campaña; las eventualidades posibles en lo internacional y político, dada la situación respectiva de las los naciones rivales; y por último, bordaron con mano caprichosa en tela tan vasta las ilusiones más seductoras. Designose como avanzada, exploradora a Manuel Lavalleja, Manuel Freire y Atanasio Sierra. Estos patriotas, debían de recorrer la zona meridional del país donde residían los principales nombres de prestigio, a fin de consultarlos y atraerlos al pensamiento. También les estaría encomendada la misión de ir hasta Montevideo para ponerse al habla con ciertos vecinos de representación y valimiento. Tratose de la bandera. -Mantendremos la única que ha flameado en nuestras guerras, -dijo Oribe. -Sí. Ninguna otra. La bandera de Artigas. Es la que conocen como propia los paisanos, la que seguirán con resolución, aunque les recuerde los tristes desastres... ¡No hay trueque con otra, ni se cambian caballos en la mitad del río! Este es mi modo de pensar. Si viene otra derrota, será la última, porque caeremos envueltos en esa bandera. -¡De acuerdo! -exclamaron diversas voces que en lo excitadas revelaron hervor en las pasiones. El recuerdo había herido fibras sensibles. La enseña del heroísmo aparecía simpática y atrayente ante los ojos de los que la habían visto ondear en los campos de la derrota, en los postreros días de la pelea implacable con sus tres fajas de colores saltantes, sencilla, sin moharra de plata ni flecos de oro, en un astil de coronilla, con su tela rejoneada por el acero y cubierta de manchas de sangre en testimonio mudo del esfuerzo y del sacrificio. - III - Dos días después de esta reunión, diose principio a ciertas maniobras que apenas trascendieron en Buenos Aires; pero que, en la banda oriental del río, tuvieron su prolongación y eco entre determinadas personas avecindadas en el litoral. Empezó a decirse que «la semilla cuajaba»; que «pronto sonaría la hora». Hablábase de asuntos no menos graves. El gobierno argentino había prohibido decididamente todo trabajo tendente a romper las relaciones de amistad que existían entre la república y el imperio a consecuencia del último tratado. Se vigilaba con el mayor celo los pasos de los emigrados; por manera que sus planes tenían que ser sofocados en embrión. Y aunque así no fuera, aunque lograsen llevar la iniciativa al terreno, ¿de qué medios se valdrían para cohonestar las hostilidades de los dos grandes adversarios entre los cuales colocaba su mísera suerte a los patriotas? Cuando el general Lecor, hombre astuto y político, se posesionó de Montevideo, había convocado el cabildo; y apercibido del incremento de la emigración, así como de los peligros que esta incubaría, apresurose a invitar al regreso a varios de los vecinos influyentes que se encontraban en Buenos Aires, entre ellos al alcalde de primer voto y al regidor defensor de menores. Pedía a esos ciudadanos que siguiesen sirviendo sus empleos, asegurándoles en nombre del emperador «un completo olvido y respeto sumo», si acataban su autoridad. ¡Su majestad estaba lleno de clemencias! Interpretábalas complacido el general vencedor, sabiendo que aquellos personajes habían ido comisionados para pedir auxilios al gobierno argentino. Como se veía, esa actitud de Lecor y la de los hombres públicos de Buenos Aires coincidían en el sentido de atemperar las pasiones y de cerrar toda puerta a la esperanza. Algunos expatriados volvieron. El mayor número, quedó; sin olvidar sus viejos lares. Añadíase que en vez de darlo todo por concluido, los próceres se empeñaban con gran celo en atraerse recursos y ganar voluntades, recurriendo a las personalidades descollantes por su poder e influencia. Con este motivo, dábase como un hecho que el general Estanislao López, gobernador de Santa Fe y caudillo prepotente del litoral habíase comprometido a socorrer con municiones a los hombres que meditaban proyectos tan extraordinarios como los cuentos heroicos de los «payadores». A pesar de tales rumores, los vecinos reflexivos se resistían al convencimiento; atribuyendo la propaganda que se hacía al deseo constante y vehemente de sacudir una opresión que les imponía renegar de su idioma, cambiar los hábitos políticos y aun las costumbres sociales, en nombre del derecho de conquista. Algo vino no obstante bien pronto, a difundir nueva alarma en el país. En ciertos pagos empezó a esparcirse como en secreto la versión de que los hombres emigrados se proponían cosas muy serias respecto a la situación imperante. Una junta o centro directivo había al país varios sujetos, bien vinculados a sus propósitos por solemne juramento para que explorasen los distritos y consultaran la opinión de los patriotas acerca de una tentativa revolucionaria a realizarse. Estos emisarios habían penetrado al territorio de una manera misteriosa, pues nadie les vio poner pie en las playas del río. Internáronse sin ser sentidos. Cruzaron las campañas de incógnito levantando murmullos de asombro, de esperanza, de alegría entre aquellos que eran dignos de conocer sus secretos; y marchando audaces a través de guardias enemigas, íbanse deteniendo aquí y acullá, en poblaciones aisladas, para continuar en la noche su camino, a modo de sombras fugaces. Hablaban a puertas cerradas; comían del «asador» poco y aprisa, tomaban «mate» amargo con el pie en el estribo o de a caballo; decían ¡adiós! con un acento extraño, de forasteros furtivos, y luego desaparecían sin dejar rastro. Se aseguraba por unos, que traían a los paisanos «memorias del viejo Artigas»; otros sostenían el viento, como indicio, «de un pampero fuerte», soplaba de Buenos Aires. El hecho era que estos personajes de «agüero» iban recorriendo ciertas zonas en donde vivían gozando de prestigio algunos caudillos, aunque esa su vida era comparable con la de las alimañas a monte, acechados por un cordón de soldados que vivaqueaban en todas direcciones. Los emisarios avanzaban, sin embargo, eludiendo peligros. Habían estado en Pando. De allí, se habían dividido sin tropiezo alguno, después de conversar con antiguos servidores del vencedor de las Piedras, unos para el centro de la campaña, otros para Montevideo, como si fuera fácil atravesar sus murallas defendidas por cien cañones, sin inspirar recelos. De pronto, habían sido sentidos, a pesar de andarse con tantos disfraces; y a una, todos los destacamentos desparramados por los campos a modo de «perros tigreros» se lanzaron sobre ellos; siguiéronles la huella con tesón; los acosaron de cerca y consideraron, seguras las presas, antes que los hombres misteriosos llegaran a la ribera del gran río. Interés como pocos, había en apoderarse de ellos. Y así se creía sucedería, dados los exiguos medios de fuga de que podían echar mano en un país conquistado; con todo, confirmando la sospecha de las gentes sencillas que los habían visto cruzar taciturnos por delante de sus ranchos de que no debían ser más que «ánimas de valientes»; caídos en otros años, borrascosas en los charcos de Corumbé y de Aguapey que regresaban a sus hogares convertidos en «taperas», evaporándose al final del rastreo a modo de duendes, y los perseguidores encontrando la soledad siempre por delante, arroyos sin manadas en sus ribazos, y montes de aspecto siniestro de cuyo seno parecían salir resuellos de fieras, que descansan, se decidieron al fin a volver riendas; persuadidos de que una cosa es descubrir el «matrero» por la humaza del fogón encendido en su guarida de bóvedas flotantes y otra, cogerlo, a lo largo del boquete, o sentado, en una rama. Se había sabido, después, aunque sin certidumbre que aquellos hombres desconocidos habían atravesado el ancho río en medio de peligros idénticos a los que acababan de conjurar, a causa de las embarcaciones armadas que hacían la vigilancia de costas; que la corriente les fue tan propicia como la suerte en tierra, y que el capitán de una cañonera brasileña aseguraba no haber visto bote ni chalupa alguna en el canal, sino un «camalote» en el que iban dormitando varios tigres que arrastraban hacia abajo las aguas correntosas. Mas se susurraba en los pagos del oeste; y era que, según los informes de un patrón del cabotaje llegado con su balandra a Mercedes, poco después del suceso, unos hombres desconocidos que parecían venir de la ribera oriental habían desembarcado en un punto desamparado de Las Conchas, con trajes muy descompuestos, botas enlodadas, hasta las rodillas y un aspecto sospechoso o de gente aviesa o contrabandista. Él los había visto casualmente, al regresar a la costa de una corta excursión al interior, y cuando se metían en los grandes pajonales del bañado, sin duda huyendo, de toda pesquisa. Llevaban «recados» al hombro, por lo que debía presumirse que habían cabalgado o que tentaban hacerlo.
Estos vagos siniestros tenían unas figuras imponentes, cabezas desgreñadas cubiertas con chambergos negros y ponchos cruzados por el pecho. Iban mirando a todos lados, como quienes acechan. Cuando la autoridad salió a perseguirlos, ya se habían perdido entre las altas maciegas, sin que nadie hubiera acertado a dar con ellos ni con el rumbo que llevaban. ¿De qué se trataba? Si era de nuevas peleas para emancipar la tierra, los emigrados vivían en sueños; pues el enemigo que de ella se había enseñoreado disponía de tanto poder, que sólo pensar en redimirla era demencia. El yugo, demasiado recio y resistente, con coyundas de hierro, no podía romperse con una sacudida de toro. Se había fabricado a propósito para bajar la cerviz a un coloso, y obligarlo a mirar siempre al suelo por más briosa pujanza que sintiese en su cabeza. Luego estaba allí bien cerca, el dilatado imperio, semillero de hombres, fuente poderosa de riqueza, dispuesto a renovar sus legiones en caso de suerte adversa, y a cambiar la índole genial y las costumbres del elemento nativo, como había cambiado el mapa geográfico político. Estaba allí, a un paso, el foco temible de fuerzas hostiles, el emporio de recursos inagotables en donde reponer las pérdidas, con un tesoro de millones, millares de combatientes y numerosos buques de guerra mandados por hábiles marinos. En estas condiciones el adversario, ¿quiénes eran los que pensaban agredirlo? Se ignoraba. Pero fueren ellos quienes fuesen, corrían el riesgo de ser sacrificados apenas asomaran en campo raso. Con las tropas que guarnecían el país podíase librar batalla a un fuere ejército, -al menos de la organización y contextura de los que entonces se formaban. En haz las unidades de combate de la conquista, constituían una mole incontrastable, con refuerzos inmediatos y generales expertos. Algunos de éstos habían tenido por escuela militar práctica las guerras de la península contra los ejércitos de Bonaparte, y por el hecho sus aptitudes para la táctica y estrategia superaban al nivel del médium; aunque éste les reservara con la sorpresa de lo imprevisto el guerrear inesperado. La plaza fuerte de Montevideo rodeada de muros y batería contenía tropas escogidas de las tres armas. El general Lecor habíalas distribuido en todo el cinturón de granito, alcanzando, a sumar tres mil soldados con la caballería desmontada. Esta guarnición podría duplicarse en breve tiempo con nuevos batallones de línea. Una escuadra anclada en el puerto, compuesta de los mejores buques, resguardaba la plaza de todo peligro del lado de la costa. Las casernas rebosaban de repuesto de armas, pólvora y balas; gran número de cañones de bronce habían reemplazado las piezas de hierro vacilantes en sus fustes, y fusiles de nueva fábrica, los viejos depósitos corroídos por la herrumbre Una mano vigorosa e inteligente parecía haber dado lustre al corselete del bivalvo, trabajado por el verdín y la broza desde el tiempo de la colonia; todo relucía en los instrumentos de guerra y en los hombres de armas. No había más que cerrar filas y morder los cartuchos. De aquel recinto fortificado, podíase, como en otros años, lanzarse columnas abrumadoras, sin perjudicar la defensiva de bastiones y explanadas. Era siempre como un antro de energías concentradas, las que al salvar el foso se resolvían en borbollón de penachos y de aceros. En la campaña, este poder tendría en pocos días su complemento. Las extremidades participarían de la robustez del tronco. Una división entre el negro y el Uruguay, suficiente para rechazar cualquier avance, aun de tropas numerosas; los jinetes del mariscal Abreu y del general Barreto formando diez escuadrones en las proximidades de Mercedes, la ciudad histórica de las primeras leyendas; en la Colonia como Montevideo destinada a encerrarse tras de sus grandes portones, la infantería y la caballería de Rodríguez; un regimiento en el rincón de Haedo, custodiando las más hermosas «caballadas» arrebatadas a los distritos del norte; otro en Soriano. A estas fuerzas considerables debían agregarse más adelante las de Braz Jardim y de Bentos Gonzalves en número de mil quinientos soldados. Reuníanse a un paso de la frontera, y podían entrar inmediatamente en acción, si así lo exigieran las circunstancias, a la par de otros contingentes poderosos, como los cuerpos de infantería y buques de guerra que se enviaran en auxilio de Lecor, desde Río de Janeiro. Todo esto, y la actitud misma del brigadier Fructuoso Rivera, comandante general de campaña; comentado por los patriotas a cuyos oídos habían llegado las voces de nuevos planes revolucionarios, daba base consistente a su creencia de que los emisarios perseguidos o debían haber sido portadores de un santo y seña de guerra o de muerte. ¡Fácil era que se hubiese exagerado! - IV - No transcurrieron muchos días después de esas sordas inquietudes, sin que una nueva emoción de sorpresa, casi de estupor, viniese a apoderarse de los ánimos en los mismos distritos de la costa. De esta vez, el hecho no podía ser más grave ni más terribles las consecuencias. Era aquello de que se trataba, una aventura sin ejemplo, a pesar de ofrecerlos muy notables, aunque de otra índole, la historia de las guerras de Artigas. Súpose por distintos conductos, a propósito utilizados, que la empresa hasta entonces considerada imposible por exigir un esfuerzo gigantesco, había dado comienzo. ¿De qué manera? Los antecedentes y detalles que se relataban eran motivo de asombro, a partir de que el gobierno argentino negaba todo su apoyo moral y material al movimiento. No obstante eso, se había producido. De ello tuvo bien pronto la certidumbre. En los primeros días de ese mes, abril del año XXV, los emigrados prepararon dos gánguiles, barcas, de popa y proa iguales y cuyo aparejo consistía en un solo palo con vela latina en el centro. Estos gánguiles o «chalanas», como las designaba en lenguaje la gente marinera, estaban a cargo de excelentes patrones cuyos verdaderos nombres aún no ha constatado la historia. En uno de estos gánguiles, ayudoles más de una vez en sus faenas Andrés Echevest o Cheveste por corrupción, vasco animoso tan «baqueano» en los ríos como en la zona comprendida entre uno y otro arenal. Esta circunstancia hizo que los promotores del movimiento escogiesen la «chalana» en que Cheveste había trabajado para la primera expedición, pues que el guía era inmejorable; y designado éste por «baqueano», encargaron sigilosamente el gánguil, con algunas carabinas, sables y pólvora. En él se embarcaron doce hombres; dos oficiales y diez de tropa. Se citaban sus nombres, con admiración, como de gente que estaban destinadas a morir dentro de breves horas. Llamábanse los primeros Manuel Lavalleja y Atanasio Sierra; los últimos Juan y Ramón Ortiz, Santiago Ignacio Nievas, Francisco y Luciano Romero, Tiburcio Gómez, Carmelo Colmán, Juan Rozas, y Juan Acosta. El vasco francés que los guiaba en el río y que debía acompañarlos en tierra firme, incorporado a la empresa por el hecho a la empresa constituía el número trece de la lista de expedicionarios. Hinchada la pobre lona por brisas propicias, zarpó la «chalana» del puerto de Buenos Aires el día 5; cruzó el río sin llamar la atención más que una gaviota errabunda; y arribando a una playita solitaria que nadie visitaba, la de una isleta semi-anegadiza, apostadero de tigres, llamada, Brazolargo por su angostura, desembarcó su contingente. Esta isleta, próxima a la ribera suspirada, facilitó el acceso de los expedicionarios a la estancia del patriota Gómez con quien habíanse convenido los medios de movilidad que tenía prontos, esperando la llegada del último refuerzo con los jefes. Pero los días pasaron: dos semanas corrieron dentro del bosque siniestro, sobre un suelo de ciénaga hollado por alimañas, y como estas escondiéndose los hombres y procurándose el alimento a saltos en la espesura o arrastrando la res hasta la playa en tierra firme en medio de las sombras, derrengados, hoscosos, fieros, en su misma debilidad. La prueba no podía ser más ruda. Los compañeros que debieron seguirlos sin demora, habían sufrido contrariedades serias, las que trae aparejadas todo plan que rompe con la monotonía de lo normal, desafía los vientos y las olas o descubre alguna malla de su tejido. Notado el movimiento por las autoridades argentinas, celosas de su neutralidad, viéronse forzados los que quedaban a buscar puntos aislados en la costa que les sirviesen de salida en persecución de sus intentos temerarios. En ese afán constante, sin desfallecimientos, se agitaron durante once días llenos de fiebre. Al fin lograron reunirse en grupos, en sitios desiertos de la orilla. El tiempo se mostraba adverso, como los hombres. Un viento recio sacudía las aguas revolviéndolas en escarceos espumeantes. Tenían el peligro detrás, al frente, más allá, por todas partes los amagos del desastre. ¿Qué importaba? La resolución estaba hecha, el sacrificio ofrecido en aras de una pasión ferviente y quedaba el consuelo de morir, el postrer recurso de los fuertes cuando nadie los comprende ni los ampara en sus decisiones supremas. Un norte dominante, que los antiguos habrían llamado aciago, de augurio funesto, azotó las pequeñas velas al extremo de ser arriadas más de una vez, para volver al casco su equilibrio. Fue así como, después de rudas vicisitudes en todo lo ancho del río, los expedicionarios se reunieron a los que aguardaban en la isleta. Este encuentro tan deseado, entonando la fibra, afianzó en aquellos varones el pacto de su arrojo con la suerte. Los que llegaban y habían sido el tema de hondas ansiedades, eran Juan Antonio Lavalleja, jefe de la invasión; Manuel Oribe, segundo en el mando; Pablo Zufriategui, Santiago Gadea, Manuel Freire, Basilio Araujo, Jacinto Trapani, Simón del Pino, Manuel Meléndez, Gregorio Sanabria, Pantaleón Artigas, oficiales, Andrés Spikermann, cadete; Juan Spikermann, Andrés Areguati, sargentos; Celedonio Rojas, cabo primero; soldados Joaquín Artigas, José Leguizamón, Avelino Miranda, Dionisio Oribe y Felipe Carapé. Los compañeros los condujeron al sitio oculto en que ardían dos fogones rodeados de asadores improvisados con ramas gruesas, y donde circulaba el mate como una infusión necesaria al temple de la fibra. El lugar era aparente, circuido de vegetación arbórea por todos lados, de manera que hubiera sido difícil descubrir desde el río resplandor alguno. Cheveste y dos más de los forzados isleños en la noche anterior, habían cruzado el río en una canoa, y carneado en la costa una vaca, que transportaron a su escondrijo. De esa vaca se alimentaron; y de ella seguían comiendo, en el momento de la reunión de los demás expedicionarios. Estos traían fatiga y hambre, y la cena fue de hermanos. Se cantaron décimas glosadas, se dio suelta al buen humor, y risas homéricas hicieron olvidar las amarguras pasadas a bordo del gánguil. En aquel lugar desierto rodeado por las aguas con su verde cortinaje de arbustos y malezas a todos rumbos, raro era el aspecto que presentaba el grupo de hombres audaces. Los había entre ellos de todas razas, de distintos colores como el «quillango» indígena, blancos, cobrizos, negros, piel de «yaguareté» terminada en colmillos y garras; el militar de escuela junto al «montonero», el ideal culto en connubio con el instinto bravío, el ciudadano libre en fraternidad con el liberto. Algunas figuras resaltaban por sus formas de Alcides cabelludos; mucho músculo, pocas palabras, duro el gesto, el mirar sombrío. Las vestimentas añadían rasgos singulares al conjunto. Casacas de húsares, calzado de granadero, pantalones amplios, chambergos de ala floja, chiripaes de tejido crudo, botas de cuero de potro, ponchos de grandes haldas, nazarenas trinadoras, complementado todo por el arreo ofensivo de largas dagas, trabucos de hierro, carabinas de cazoleta, pistolas de cinto y sables corvos. La diversidad de tipos guardaba así armonía con la de las armas. Prueba de que había sido una espontaneidad impetuosa la que había producido aquel acercamiento y aquella unión, que debía aumentar su fuerza a medida qua se fueran abriendo las válvulas a los instintos propulsores en el mismo médium nativo. El aroma de la tierra, que había adobado las fibras, debía ponerlas en vibración. De allí se percibía ya el ambiente, que incendiaba la sangre, y todo dolor pasado era espuela punzadora. Para muchos de ellos ¿qué concepción podía ser la de la patria? ¡Difícil explicarlo! Al mirar hacia la ribera oriental parecía que algo entreveían en las sombras con los ojos de alma, Acaso el pago; el pago era la patria. La patria en pequeño con su terrón conocido con su fragmento de cielo, con sus horizontes visibles, con su arroyo fecundante, con sus lomas pintorescas, con sus bosques solitarios. Algunas viviendas primitivas construidas con el tronco, el lodo y la masiega, dispersas como asilos de una hora de razas vagabundas; el potro recorriendo el llano con la crin revuelta, el «ñandú» con el alón tendido en la ladera, el «carancho» junto a la blanca osamenta, el jinete errante hiriendo el aire con el ruido de sus espuelas o con los ecos de una trova de «enramada»: ese era el pago. ¡Bien podían ellos estarlo contemplando, como un miraje esbozado en sus cerebros! Los espíritus elevados, que eran los menos, iban más allá de esos horizontes... Por eso, en la hora de que hablamos, aquellos hombres, los que mandaban y obedecían, formaban una sola familia sin más afectos que un ideal común; todos aspiraban al mismo fin; las necesidades, los apetitos, los groseros sensualismos de la existencia ordinaria, ni asomaban como efervescencias del grupo, entidad compleja de heroísmos, no era más que para dar mayor encanto a la idea del sacrificio. Limpiaron las armas con cariño, hasta verlas relucir, prepararon los cartuchos de carabina en paquetes que envolvieron en pañuelos, e hicieron líos con el resto para cargarlos a modo de mochilas con los abrigos y «recados». Con reses transportadas hasta allí desde la costa, ocultos en la espesura, celebraron su última cena, condimentada con la salsa de su denuedo; y se dispusieron a marchar. En esa noche brillaban pocas estrellas; había murmullo en las playas y un ligero viento zumbaba entre los sauces. En la orilla oriental ardía una hoguera. Al narrar estos detalles, no faltó entonces quien dijese que en este punto las cosas, del fondo de la isleta, acaso de algún «camalote» detenido en los recodos de la costa, llegó de pronto un bramido de un tigre hambriento, que tal vez alumbraba con sus fosfóricas pupilas el rastro de la presa; a cuyo bramido respondió uno riendo: -¡Ya vamos! Como si ésta hubiese sido una voz de mando, todos empezaron a moverse en las sombras con el menor ruido posible. Minutos después, bajaban en grupo a la pequeña playa, siempre en silencio, apenas interrumpido por el roce de los sables, los acentos bajos de prevención, y los ludimientos secos de culatas. Las «chalanas» se encontraban en el centro de una como herradura formada por la vegetación de las orillas, casi rozando con sus fondos la arena. Cada uno de los expedicionarios llevaba consigo arreo doble. El embarque se hizo rápidamente, entrándose los hombres al agua hasta media pierna, sin desorden, dividiéndose el grupo en partes iguales. Las «chalanas» largaron. El viento favorable empezó a empujarlas con fuerza. Al frente, en el enorme cauce, no se veía luz alguna, a no ser una que otra pateada arista, reflejo del pálido fulgor de las alturas; las riberas aparecían como grandes manchas negras formadas por el hueco de los barrancos y una cresta de árboles hirsutos que servían de agreste festín a sus bordes enhiestos tajados a pique. Allá muy lejos, un resplandor, quizás el del incendio de maleza en algún islote anegadizo, dibujaba en el horizonte una luna color sangre que pareciera surgir recién abriéndose paso entre doseles de crespón. Del suelo nativo no llegaba ningún eco. Pero cerca de la playa, la hoguera seguía ardiendo. Era un fuego de escasas proporciones, aunque muy visible, que de vez en cuando mostraba sus lengüetas por encima de su disco de brasas, semejante, a distancia, a una enorme «alúa» posada en lo hondo de la selva. En el grupo que navegaba delante, varios hombres hablaban en voz muy baja. -Será una guardia -decía uno extendiendo la mano hacia las fogatas-. ¡Vamos a estrecharnos pronto! -A la fija nos esperan con la tercerola al brazo -agregaba otra voz ronca y enérgica-. Han cenado de lo ajeno, y quieren enlucernarnos antes que pisemos tierra. -La «fariña» habrá andado en los bocados -murmuró un tercero-. Estos tiñosos se cuidan bien, por miedo, de hacer cueros de epidemia. Oyose cerca una nueva voz, que decía: -No, compañeros. Esa fogata que parece luminaria de brujas la ha encendido un amigo. Los hermanos Ruiz viven ahí, junto a la costa. Anoche estuvieron con ellos el comandante Oribe y el capitán Manuel, viendo que Gómez no contestaba a las señales, ni podía haberlas contestado, porque ha días lo corrieron, haciéndolo pasar a Entre-Ríos. La cruzada debió ser el 7, y hoy estamos a 19. Los Ruiz quedaron en que harían fogón como aviso. Vamos derecho a desmontar de éste redomón bufador. -¡Ahora caigo, caneja. Bien haiga el bicho de luz! -¡A ver si se callan! -dijo alguien con tono de mando. Los murmullos cesaron de súbito. También se iba extinguiendo la llamarada y amenguándose el foco rojizo, como si una mano apartase sus ascuas o las recubriera de arena. Destacábase en las tinieblas una gran mancha más negra, en plano bajo, que era el monte enmarañado, difuso, torciéndose en espiral o ensanchándose en el llano con todo el vigor de la savia comprimida. Este cancel inmenso llegó a ocultar por completo la hoguera, se navegaba en la zona tenebrosa, casi rasando la base del barranco, y como el viento soplaba leve en esos momentos, se hacía uso del remo. Los murmullos recomenzaron. -Allá en el largo, veo una lucecita que se me hace un farol - susurró uno al oído de otro, señalando hacia adelante. -No le des a la «sin hueso» -dijo el compañero-. Parece que andan muchas lanchas en el río jugando a la que menos ha de topar, como los becerros en el bajo cuando hay un toro cerca. Por atrás se columna la otra parejita a un ojo de lechuza. El que primero había hablado volvió la cabeza, y alcanzó, a percibir en el fondo del cauce, fija, y siniestra, una luz amarillosa. Era de temer una andanada de cañón de crujía. -A la cuenta es otra barca cargada de «mamelucos». Lindo sería aguantarla aquí al reparo de los «sarandíes». En ese instante, los remos dejaron de hundirse en el agua y las «chalanas» siguieron su marcha lenta, empujadas apenas por ráfagas tardías. Las claridades lejanas, pero sospechosas que se distinguían a proa y a popa, concluyeron por desaparecer entro el laberinto ramoso de las costas, cuyas entradas y recodos sin duda se inspeccionaban. A intervalos, volvían a relucir, distantes, a modo de luciérnagas sin rumbo abatiéndose sobre el haz de las aguas dormidas. Eran altas horas, cuando las proas, surcando la canal enderezaron hacia una ensenada que hacía más tenebroso el bosque de «talas» y de «molles», desplegado en su fondo como una gruesa columna en batalla. Esa ensenada, a cuyo flanco desliza su hilo de agua un humilde tributario, forma una curva sensible rematada en dos ligeros recodos, y da acceso hasta la orilla sólo a embarcaciones pequeñas. La corriente deriva hacia esa costa cuyos veriles ha ahondado en su base empujando los residuos, a una playa hermosa cubierta de densas arenas donde la planta se hunde y asoma su enriscada «roseta» la espina de la cruz. En este sitio del Arenal grande, arriaron vela las «chalanas» y tomaron tierra los invasores. Apartados aquéllas de la ribera por el peligro de tumbarse o varar en las dunas, el desembarco fue penoso, con el agua a la cintura, en cuya diligencia los marineros y los mismos patrones con sus cuerpos semi-hundidos en el río, sirvieron de jalones por largo rato al tránsito de las armas y monturas. Diseñábanse en el cielo, detrás de las altas colinas verdes que rodean en anfiteatro el cúmulo de arenas, los primeros albores del día 19. Sábese ya que no debió ser éste el del desembarco, sino el 7 del mismo mes. El patriota Tomás Gómez, de acuerdo con sus amigos de causa, y comprometido a tener dispuestos los elementos de movilidad necesarios para montar el contingente en la fecha indicada, cumplió, esperando a aquél con un número caballos que mantuvo ocultos en las islas. Pero, el tiempo pasó en angustiosa incertidumbre. Los brasileños, ya inquietos ante ciertos movimientos inusitados, hicieron recaer sus sospechas sobre Gómez y ordenaron perseguirle. El patriota viose entonces obligado a abandonarlo todo, y atravesando el Uruguay, buscó refugio en la Argentina. De esta manera al pisar el suelo nativo, los invasores hallaron condenados a una inacción que podía serles fatal. Ninguno, a pesar de tan grande contrariedad, manifestó su disgusto. Y bien debió esperarse que murmuraran, pues que llevaban largos días de privaciones y sufrimientos. Los cuerpos estaban postrados; esfuerzos sin descanso, noches de insomnio, alimentación deficiente, vigilancia continua por una parte, y por otra la sucesión de emociones violentas que en lo moral coincidían con la faena sin tregua del músculo, eran causas sobradas para predisponer los espíritus al desaliento. No sucedió así. En el grupo taciturno algún vínculo de tracción aferraba las voluntades, porque todos se movían de consuno y obedecían sin réplica. Todavía en las tinieblas, amontonados, con la amenaza allí, de donde venían, con el peligro inminente en el terreno que pisaban, desmontados en tierra de centauros, solos en su pasión ardiente, parecía, sin embargo, circular entre ellos como un aura de entusiasmo viril que ahogaba en sus gargantas el descontento. Se habría dicho con razón que la madre tierra devolvíales las fuerzas como al titán de la ficción. Subíanse en color las rosas del oriente orladas de escarlata, y difundíase una suave claridad en el llano arenoso, cuando se alzó una voz enérgica mandando formar. Había premura en apartárse de allí y poner la selva por medio. Después se atendería a los medios de movilidad. Un pequeño grupo de vecinos del pago presenciaba la escena desde el pie de la colina, dominando con sus miradas el arenal por un abra extensa del bosque. Estrechose fila en el acto, terciadas así carabinas y desnudos los aceros. Pasose lista con rapidez. Eran treinta tres hombres de jefe a soldado. Lavalleja recorrió la fila con el sable en la diestra, y en izquierda desplegada una bandera que tenía en su centro una inscripción de grandes caracteres. ¿Qué lema era aquél? En el escudo primitivo de campo blanco, con un sol arriba y debajo un brazo robusto sosteniendo una balanza símbolo de la justicia, se leía este mote: con libertad, ni ofendo ni temo. En la bandera de tres fajas: blanca, azul y roja, emblema esta última de la sangre vertida, la inscripción consagraba el mote o leyenda del escudo: era la suprema aspiración de Artigas, allí estampada con signos perdurables. Bajo el sol brillante, que bañara de intensa vida el desierto y al soplo del «pampero» que henchía la soledad de rumores, en otro tiempo habían germinado y crecido los instintos al igual de los cardos espinosos; el amor de la tierra enroscó sus raíces absorbentes en el corazón, bravío, la pasión del valor endureció el nervio en las crudezas de la vida semi-salvaje; y la voluntad del más fuerte, el carácter más tenaz y vigoroso, fue el prestigio de todas las voluntades, fue el tipo de todos los caracteres dominando con su acción y el encanto del éxito aquel conjunto de instintos y de pasiones, capaces de impulsar los ideales de la clase culta hacia el triunfo de señalados destinos, una vez que se expandieran soberbios en la vasta escena del drama revolucionario. Con esos amores locales -tan necesarios a los hombres de los campos como el aire y la luz,- con esos fanatismos de pago llenos, de indómita fiereza, había Artigas formado las huestes que en obstinada lucha arrastrados por la impulsión inicial de un movimiento poderoso, a la vez que por la violencia de sus propias propensiones, concurrieron eficazmente a derribar con el edificio de la costumbre. En aquel período turbulento el esfuerzo, aunque tenaz y heroico, no revistió formas definidas, ni trazó planes luminosos; pero abrió nuevos rumbos. Era el esfuerzo anónimo, a veces ciego, que se obstina en la tendencia evolucionaria, y en el secreto va tejiendo las nacionalidades hasta exonerarlas de atributos propios y carácter típico. En aquella bandera desplegada por Lavalleja estaba el símbolo de ese esfuerzo, y a su vista los brazos se levantaron y todos los instintos rugieron.
Lavalleja sacudió el paño con firme mano y señalándolo con la punta de su acero resumió una corta arenga en este grito de pujante brío: Treinta y dos voces lo repitieron, tendidos los sables, deshecha la fila por una conmoción profunda, puesta por algunos en tierra la rodilla, y sellado por otros el suelo con el labio, y por un momento el eco formidable al devolver ufano el juramento, pareció ruido de cadenas que se trozaban con estrépito. No pudo echarse diana, pero la diana de redención se escuchaba en todos los espíritus. ¡El sol nacía, y resurgía la vida, en el bosque estremecido por el marcial rumor, cual si en su espesura alentara la autonomía de los pagos y se agitasen las almas de aquellos fieros caudillos que todo lo sacrificaron a sus adustos y terribles amores! - V - La cifra pues, de los invasores, no era para inspirar temor a un poder incontestable. Que llegara a aumentarse, era todavía un problema, aunque melenudos, carecían de la levadura de los gigantes bíblicos que con la honda o la quijada nivelaban en un momento las condiciones de la lucha. Como hemos dicho, el guarismo de los dominadores, teniendo sólo en cuenta las tropas de guarnición en el país, incluidas las auxiliares de Rivera, y las que podían maniobrar en el acto desde la vieja línea divisoria, en donde vivaqueaban con sus armas en pabellón, sumaba cinco mil hombres próximamente. Este ejército compuesto en su mayor parte de infantería y caballería de línea, estaba apoyado por una artillería de plaza y de campaña que contaba con ciento cincuenta cañones. Secundábalo en las vías fluviales una armada de siete buques, perfectamente, equipadas, y prontos para la acción. Proporcionalmente, correspondían desde luego a cada invasor más de ciento, cincuenta soldados con cuatro piezas de artillería. Aquellos hombres que dominaban tales perspectivas sin pueriles ofuscamientos creía de buena fe que ellos se convertirían en dorados horizontes de una mañana de gloria. El caso era hacer pie firme en el terreno. En las primeras horas buscaron refugio en el bosque -la guarida del patriotismo en aquellos tiempos crueles, de donde el patriotismo salía como hambrienta fiera para poner pavor a los campos. En el bosque aguardaron que Etchevest y los hermanos Ortiz trajeran caballos de los alrededores. Ellos los buscaron por los más escondidos lugares. El matalote de un leñador en que los hermanos se montaron, uno sobre la cruz, otro sobre las ancas, sirvió de vehículo para la pesquisa. Etchevest caminaba al frente fiado al vigor de sus piernas, escudriñando con ojos de baqueano la espesura a lo largo de la costa. De la tropilla que Gómez se había visto obligado a dispersar días antes, dieron a altas horas con diez caballos; más tarde encontraron otros. El número completaba el de las exigencias, y se volvieron cuando asomaba el alba al escondrijo de sus compañeros. Ese día lo pasaron entre el ramaje esperando que el sol cayera. Ya avanzada la tarde, los invasores aderezaron sus caballos; pusieron a grupas lo que sobraba del armamento y municiones de guerra; y emprendieron la marcha con esta consigna de Lavalleja: -Por razón alguna nadie se separe de las filas. Dirigíanse a la estancia de Belis, a inmediaciones de San Salvador, donde existía una guardia enemiga. Había que empezar por batir las guardias. Esta, sin embargo, alcanzaba casi a cien hombres. Algunos montaraces de largas greñas, hoscos y callados, se incorporaron al grupo, que hacía su trayecto a trechos por el interior del bosque. Mandaba el destacamento de dragones a sorprender el comandante Julián Laguna, al servicio del imperio. Advertido formó en ala sobre la loma. El jefe de los invasores se detuvo, e invitó a conferenciar a su enemigo. Vino éste y hablaron. Sin duda alguna las resistencias del invitado se hicieron pertinaces, porque el caudillo de la empresa, perdiendo la paciencia, llegó a exclamar de un modo brusco. -No entiendo de consejos. Ríndase, o lo cargo. -¡Cargue, que hay hombre! Lavalleja revolvió el caballo hacia sus filas, y cargó, bandera al viento. La refriega fue breve. Un avance a media rienda, varios sablazos de gente encelada, alguna sangre vertida; confusión sin entrevero, media vuelta y desbande. No pocos de aquellos soldados batidos, que habían desnudado sus aceros murmurando, los volvieron a la vaina, e ingresaron al grupo vencedor. Dos horas después, cuando se aprestaban los invasores para continuar su obra de viento de borrasca depurador y bravío, una partida de patriotas, trayendo varios prisioneros, se les incorporó. Esta junción produjo entusiasmo en las filas. Los recién venidos eran casi todos antiguos soldados de Lavalleja u Oribe. Juntos habían vivido en los montes durante largos meses hostilizando al enemigo desde la madriguera, sin ceder nada de sus odios nativos; ahora se presentaban sin tacha, soberbios, encelados, arrastrando un grupo de vencidos, en prueba de ardor varonil y de fibra guerrera. Acompañábalos un clarín, que no cesaba de echar diana con un brío que denunciaba la robustez de sus pulmones. En las filas abrazábanles entre aclamaciones ruidosas, llamándolos por sus nombres y pidiéndoles detalles del encuentro en que habían salido victoriosos. Uno de los nuevos campeones era el capitán Ismael Velarde, soldado de las primeras guerras, a quien Lavalleja conocía bien. Joven, esbelto de semblante de mujer y mirar duro, llevaba la lanza con aire de soberbia, acaso con el mismo que lo estimulara a empuñarla en su primera mocedad. Él era el que enterado del pasaje de los treinta y tres patriotas, había reunido algunos compañeros en las vertientes de Santa Lucía y arrojándose sobre un destacamento de caballería de línea brasileña, apostado en los campos de Robledo, matándole varios soldados y apoderándose del resto. La refriega había sido aún más fructífera. El éxito devolvió a la causa de los patriotas un buen número de nativos que se encontraban asediados en el monte, y otros prisioneros en las «casas»: los cuales, rescatados, figuraban ahora en el grupo cómo números distinguidos. El teniente Cuaró, veterano de Latorre, de atezada piel, miembros fornidos y pescuezo de toro, entraba en la cifra; también Ladislao Luna, antiguo alférez de Rivera en sus aventuras heroicas, del año XVII. Seguían luego algunos «tapes» de Soriano y mocetones ariscos de la cuchilla de Marrincho, que habían crecido en el torbellino de la lucha y en él debían desaparecer como «tucos» en noche de tormenta. Pero, entre todos, un voluntario atrajo las miradas por su aspecto y compostura. Era éste un joven blanco y rubio, de ojos azules, cabellera blonda y rizada, alto, gallardo, de manos y de pies pequeños que llevaba la espada como un oficial correcto, el sombrero como un trovador y la espuela como un caballero. A pesar de la tostadura del sol y el viento, y del deterioro extremo de las ropas, Oribe lo reconoció apenas fijó en él la vista. Se llamaba Luis María Berón. En su mirada triste y su frente soñadora parecía reflejarse algo como las nostalgias de la tierra, y en el gesto altivo y adusto presentirse el vibrar de la fibra a impulsos de una sangre rica y generosa. Seguía a Berón como su sombra, un negro liberto con todos los aires de buena chanza, mozo, robusto, bien plantado y gran jinete, el chambergo sobre la oreja, bota a media pierna, una haba del aire en el ojal de la blusa y el trabuco cruzado a los riñones. Por último, un viejo sobresalía en el grupo. Era este hombre muy tieso y muy espigado, de mirada viva y ceñuda propia de ojos hundidos en las cuencas y rodeados de un matorral de cejas gruesas en forma de penachos de «ñacurutú». Tenía la nariz ganchuda y prominente en el vómer; el pelo, que había sido crespo y del que apenas quedaban algunos largos mechones, caía sobre los hombros a modo de capullos invertidos de cortadera; la barba enmarañada y recia, teñida en parte por el humo del tabaco, mostraba su punta retorcida hacia un costado por el uso del barboquejo. Llevaba sombrero de panza de burro, chapona de paño azul, chiripá de tela gruesa listada a bandas rojas, botas flamantes de cuero crudo y espuelas de hierro, cuyas ruedecillas hacían música gruñona con el freno y las coscojas. La daga que traía a la cintura tornábale por detrás un embuchado en la chapona. El poncho en rollo a las grupas, y una gran lanza con cuatro medias lunas y banderola tricolor que blandía en la diestra, daban a este nuestro antiguo conocido don Anacleto todo el aire de un caudillo de pago que aún goza de la plenitud de su prestigio. Su caballo overo de cola recogida y crines retaceadas a cuchillo, en buenas carnes y regulares bríos, solía pararse para golpear con el casco el suelo, en cuya sazón, el viejo capataz le acercaba la espuela con cuidado y apretando las rodillas, como si se tratase de un «redomón» de más mañas que un «matrero». Pasada la efusiva expansión de los primeros momentos, el valioso contingente entra a formar en el escuadrón de Oribe; quien nombra a Ismael Velarde capitán de la primera mitad con Cuaró de segundo, y a Luis María su ayudante secretario. Ladislao, con su grado de alférez, queda subordinado a aquel, haciendo revistar en filas a los «tapes» y mocetones montaraces. Adquirido así mayor nervio con gente de resolución y empresa, maciza en la marcha y en extremo hábil para manejarse, en el terreno, la reducida fuerza revolucionaria siente que se aumentan sus alientos y que crece en ella el espíritu de cuerpo que ha de llevarla unida y vigorosa de escaramuza en refriega y de combate en batalla, en una serie no interrumpida de brillantes jornadas. Se alza la bandera, y se grita: ¡todo por la patria! ¡la tierra pertenece a los valientes! Los jinetes se agitan fieros, rompen los clarines en marcial fanfarria que estremece el suelo del camino al paso de aquella caballería temeraria, en duelo con la suerte, que va a quebrar lanzas contra el dragón forrado en hierro de la conquista. La pequeña legión avanza, entra en Soriano -la vieja villa taciturna del sistema hispano-colonial,- y da el grito de independencia con asombro de sus solitarios moradores. Algunos antiguos servidores, de Artigas, que allí dormitaban sobre el gran estero oscuro como soldados que han caído rendidos por el cansancio, oyeron el grito, y escucharon la lectura de una proclama en que se hablaba en nombre de la unión argentina, de la autonomía de la provincia como parte integrante de la República limítrofe y del auxilio que de ella vendría, toda vez que los orientales respondieran al llamado del patriotismo. La proclama nada decía de las primeras luchas, y mucho de una vida nueva. No preocupó la fórmula a aquellos antiguos servidores. Era sin duda una proclama como cualquiera otra; «que ayudasen no más los de la otra banda»; después el tiempo diría lo que del crecimiento y el choque de las pasiones y de los intereses resultase. Tras de ese encogimiento de hombros del estoicismo, los hombres se limitaron a este criterio concreto: «ante todo es preciso sacudirse el peso del yugo, y venga el socorro para ello de quien pueda más que Artigas». Y descolgaron sus sables mohosos, acudiendo al rumor de la batalla. La legión subió a cien; y estos cien marcharon hacia el arroyo del Perdido. En el trayecto, cae prisionero un baqueano enemigo de nombre Juan Baez, que llevaba instrucciones escritas de Rivera para el mayor Calderón, jefe de los dragones. En la nota urgíale que se le incorporase sin demora para abrir operaciones sobre Lavalleja, soldado de éste en las guerras anteriores, Baez acata a su viejo jefe, ofrécesele para inducir a engaño al brigadier, y le informa que algunas partidas merodean por allí cerca. Añade que hay tropa acampada en los ribazos del Monzón, uno de los manantiales del arroyo Grande, y que con ella está el comandante general de compaña. ¡Al encuentro, a paso de trote! El baqueano vuelve sobre sus pasos y con él la pequeña columna, que abandonó por el hecho el rumbo que le hubiera conducido, hasta el campamento de Calderón, situado a la orilla, de otro canalizo secundario de aquel arroyo. Bruscamente, las partidas contrarias aparecen traslomando a la carrera la próxima «cuchilla», como impelidas por un instinto irresistible; y a la vista de la hueste, blanden las lanzas como un saludo marcial, y en vez de acometer se incorporan a las filas. Óyense gritos vehementes; y algunos de aquellos hombres se abrazan juntando sus cabezas sin detenerse. La columna así robustecida, sigue andando en busca de la aventura temerosa como asistida de una virtud aquiliana. El humilde Baez la guía; es este oscuro soldado el que ha de llevarla al terreno de uno de sus mejores triunfos, el que debía asegurar el éxito de la empresa. Baez, aunque al servicio de los dominadores hasta pocas horas antes, ya no es un prisionero, porque se ha identificado con los que acompaña; ni se considera a sí mismo un traidor, pues que su conciencia no le acusa y su corazón le arrastra. Es una unidad del esfuerzo anónimo, que cae en cuenta; el baqueano de la aventura que, casualmente atravesado en su camino, se apasiona de la audacia, y se resuelve a separar aquélla de su marcha ciega guiándola a favor de su arte por senderos desconocidos hasta precipitarla armada y potente sobre el enemigo más temible -por ser aquel que podía detenerla en sus avances y romper el nervio de su acción.
Baez se adelanta, en prosecución del plan acordado con Lavalleja, a favor de las asperezas del terreno; y dejando oculta la columna, sigue solo hasta encontrarse con la guardia que mandaba el bravo oficial Leonardo Olivera. -El mayor Calderón con el escuadrón de dragones está en el bajo, aguardando órdenes. Yo sigo hasta el campo del comandante general a darle parte. Olivera no se sorprende de la nueva, y pide su caballo, contestando tranquilamente: -Voy hasta el bajo. Anuncie el caso al jefe. Enseguida monta, toma el galope, trasloma y cae al llano sin recelo. Allí es rodeado y se le intima rendición. Apercibido de esto, exclama con entereza: -Rendirse ¿a quién? Todos somos hermanos. ¡Pido lugar en las filas, para mí y mis compañeros! En esos momentos, un pequeño grupo, apartado del grueso que había estado inmóvil al pie del declive, a las órdenes del comandante Oribe, moviose bruscamente tendiéndose en ala en la ladera. Sentíase a la parte opuesta el galope de varios caballos. Fijáronse allí las miradas. Pronto escaló la colina un jinete de figura apuesta, cabello negro y semblante tostado, joven, en la plenitud de su vigor; quien, bien sentado en los lomos, cubierto por un poncho de tela color ante, cuya halda derecha había arrollado sobre el hombro, venía seguido por otros dos a guisa de escolta. Sujetó el caballo al trasponer la «cuchilla», y empezó a descenderla al trote, algo sorprendido del cuadro que se extendía a su vista. -Ese es Frutos -dijo Ladislao con cierta fruición íntima-. ¡Veanlo si se mueve arrogante! Ismael lo miró de soslayo, por debajo del ala del sombrero, murmurando: -¡Verás que se duebla! Otra vez dejó caer con pausada entonación estas palabras: -¡Ahora, para qué!...Ya cayó el «matrero». Alguien añadió, con risa irónica: -Está lustroso, a fuerza de buen vivir. ¡Naide rompa esa cuna por ser del mesmo palo! El comandante Oribe hizo una seña. El pequeño grupo emprendió el galope, formando media luna a retaguardia de los recién venidos; y el mismo jefe, abandonando con Luis María su puesto, picó espuelas, y se puso en un instante junto al brigadier. Al sentir el tropel, Rivera, volvió el rostro y saludó llevando la mano al sombrero. La estratagema le quedaba de manifiesto; su saludo, suplantando a la protesta, era un principio de llamado a la clemencia. Oribe lo alcanzó, cuando ya estaba próximo a Lavalleja. El brigadier se detuvo sin objetar nada sabiendo que era, temible el adversario que tenía a su lado; por lo que, dirigiendo un tanto inquieto la palabra a Lavalleja, exclamó: -Perdóneme la vida, compañero... Ordene que se respete mi persona... El caudillo invasor lo miró severamente, respondiendo en el acto: -¡No lo han de matar! En cuanto a lo demás, no pensó V. lo mismo respecto a mí, no hace mucho tiempo, cuando por orden de Lecor entró a acosarme desde los campos de Zamora. Rivera, aunque bastante impresionado ya por los rumores de voces airadas que llegaban hasta él, echó mano al fondo inagotable de sus recursos de astucia, apresurándose a decir con el tono de la mayor sinceridad: -¡Oh! nunca fue mi intento el perseguirlo a muerte... Le aseguro que lo buscaba para proponerlo un plan de independencia; pero las cosas vinieron mal. -¡Buen modo de buscar!... Obligar a un hombre a huir en pelos, y con sólo los calzoncillos... No le hace, paisano, nunca es tarde para eso. En un grupo del flanco, se murmuraba de una manera sorda. Los reproches de Lavalleja incrementaban la excitación. Aquellos como resongos de cimarrones alimentaron por grado a la alarma de Rivera; acaso porque sabía él medir la importancia de su persona, y por parte de sus adversarios, la imperiosa necesidad de eliminarla o de hacerla servir a sus fines. Sagaz en la combinación de sus planes, como despierto en el peligro, aquellos murmullos amenazadores le indicaron el medio de prevenir la explosión de descontento. Entonces dijo, sin vacilar, con el acento de aquel que no puede creer que se dude de su lealtad: -Estoy dispuesto a entregar la fuerza de mi mando, y si V. lo quiere, en el acto mismo imparto órdenes... Aseguro que no habrá resistencia alguna, por cuánto los muchachos están siempre cismando con la libertad de la tierra y a una voz mía seguirán el movimiento. -Falta hace que se les caliente la sangre -repuso Lavalleja, echando un terno redondo-. Mande lo preciso a preparar la entrega. Mientras Frutos -como le llamaban los criollos- daba instrucciones a Olivera para que hiciera largar los caballos a su tropa, y difundiese en el campamento la especie de que eran los dragones de la provincia los que estaban en el bajo, la pequeña columna desmontó, a la espera del resultado. Al primer impulso rencoroso, habíase sucedido cierta satisfacción bulliciosa. Si el caudillo obraba de buena fe, la empresa iría adelante de un modo irresistible. Unos minutos después se ordenó montar. Lavalleja dijo al cadete Spikermann: -¡Cuando estemos en medio del campamento, hágalo flamear alto para que la saluden todos! El cadete llevaba en la diestra un astil con funda de hule negro, y ocupaba el centro de los escalones. Estos avanzaron, al trote. Al encumbrarse en la colina, divisaron los fogones y a la fuerza que vivaqueaba confiada casi encima del ribazo. Los invasores penetraron en el campamento en formación, y una vez en el centro, el porta desplegó la bandera al grito de «¡libertad o muerte!». Esta gran voz, porque fue briosa y sonora, salió de labios de Luis María. Antes que el estupor visible en todos los semblantes, se hubiese desvanecido, el capitán del primer escalón de Oribe puso espuelas a un redomón tostado y entrándose en las filas riveristas, con gesto ceñudo, dijo imperioso: -¡Dos pasos al frente, todo el que no sea oriental! Los brasileños que no revistaban en la fuerza obedecieron sin dilación, y depusieron las armas. Los demás fueron alistados en la tropa invasora. El clarín echó diana. Ahora se sentía en el núcleo un aliento poderoso de fe y de audacia que levantaba los corazones ante las realidades del éxito. -¡A este paso comandante, el ensueño será pronto un hecho! -dijo Berón, fijando en Oribe su mirada llena de luz y de pasión patriótica. -Tal vez -respondiole su jefe, con aire adusto-. La obra empieza; cuando concluya, sabe Dios si será completa. Demarcaremos con la espada la frontera. Y así que hayamos triunfado, serán nuestra defensiva la elección y el ejemplo. -De la frontera norte, no dudo, ayudante, que quedará señalada con nuestra sangre, si necesario fuere. Pero... ¡hay otra frontera que la fatalidad de las cosas borrará acaso, aunque la forme un río ancho como mar! Luis María se puso más adusto que su jefe, y mirando a la bandera que flameaba altiva, repuso con acento amargo: -Y entonces eso, ¿nada significa? El comandante se sonrió. -Sí -dijo-. Recuerda muchos años de pelea, la lucha ciega contra todos los que han querido arrebatarnos nuestro derecho. -Y ahí está -murmuró Berón como hablando a solas-. ¡Es la misma protesta, la protesta de siempre!... Callose, triste. Pareciole que sentía esa protesta, zumbando en el aire, eco lejano de combates desesperados, -al sacudir el viento la bandera. Si no era el símbolo de redención, de independencia absoluta, de historia propia, si en manos de Artigas fue pendón de caudillo, emblema de crudezas y de ambición hosca y fiera, ¿por qué se agitaba cómo lábaro de un nuevo ideal entre los que por ella habían dado su sangre? Aparte de aquella independencia absoluta, ese símbolo no se armonizaba con el esfuerzo. Su prestigio se fundaba en su origen histórico. ¿Por qué renegarlo, en la hora de las grandes reivindicaciones? Allí estaba, en medio de las filas, con sus colores vivos, osado, altanero, como la pasión indómita de otros años, esparciendo en derredor los recuerdos de cóleras furiosas de agravios infinitos, de cruentos infortunios. ¿Hablaba a la memoria hiriendo en el instinto de la venganza o en la fibra de un patriotismo dormido en la lucha constante, en la aspiración permanente a la existencia sin ligaduras ni reatos? Con su tela se había empezado a tejer la nacionalidad, y ciertas nacionalidades se tejen al principio con crudezas de semi-barbarie, que son las que más resisten a la decadencia que corrompe y disuelve. Esa bandera se paseó en combates heroicos sin que la deshonrara la misma derrota; ungiéronla con sangre a raudales en terribles entreveros; consagráronla como signo de guerra a la absorción y a la hegemonía todas las soberbias de pago encarnadas en los hombres de valor; y todas las energías locales se habían crecido y encelado bajo sus flotantes pliegues, formando con sus rabias y enconos, sus sacrificios y ejemplos como durísimas mallas en que debía embotarse el golpe de muerte al ideal de independencia. En prueba de esto estaba allí... ¿Conocía otra bandera el paisanaje belicoso? Esa era la que, a pesar de asoladoras guerras, hablaba a sus pasiones con la elocuencia de una arenga momentos antes de la carga, de un premio a sus afanes después de la victoria... Al pensar que no fuera ahora emblema de un poder propio, velaba el encanto del himno marcial de los clarines, a su sombra; simbolizaría el sacrificio de los débiles en obsequio a la grandeza ajena a la eterna tutela del más fuerte, al vil precio de la necesidad, como se decía en la época del embrión revolucionario. ¿De qué modo entenderían esto los hombres de corteza rústica, de pensamiento de niño y corazón de león? En medio de este hondo soliloquio, y alejado Oribe, Luis María vio detenerse cerca a Cuaró, quien se puso a contemplar impasible la escena que se desenvolvía, a su frente. Una vez fijó sus ojos negros y relucientes en la bandera, dilatándosele las alas de la nariz cual si olfatease humo de pólvora, o se le agitara algún instinto adormecido en el fondo de la entraña. Berón, que lo observaba atentamente, díjole. -¿Te estás acordando, compañero? El teniente parpadeó con fuerza hasta dar a sus pupilas un brillo luminoso, y alzando el brazo semi-desnudo señaló la tricolor con un gesto de orgullo. -En Catalán estuvo asina, -contestó-, hasta tardecito, cuando Latorre mandó que yo cargase con la escolta. La querían tomar, yo la defendí y me mataron la gente; a mí mesmo me curtieron la lanza, pero desde que no morí, la bandera no cayó... Verás hermano que la salvamos mejor en esta pelea. ¡Va a durar más que vos y que yo! -¡Si eso fuera cierto, si sobreviviese lo que ella en el fondo simboliza!... -exclamó con emoción el joven-. ¿Qué importaría lo demás? - VI - Concluido el desarme de los brasileños, y hecho el alistamiento de los orientales, el jefe de la invasión y el comandante general, de campaña se reunieron en un rancho de las inmediaciones, para hablar de asuntos relativos, al hecho consumado. Se decía en el campamento que de esa conferencia, solicitada por el prisionero, debía resultar algo importante y decisivo. Bajo tan excelentes auspicios, y agigantadas las esperanzas del grupo con las adhesiones que se iban sucediendo, fue esa tarde cada vivac un concierto de voces de júbilo, cuya nota dominante -la de la patria libre- hacía palpitar de entusiasmo los pechos varoniles. Los tañidos de guitarras de trecho en trecho en los fogones acompañaban a cánticos llenos de unión profética. A las décimas del trovador de pago se unían las risas sonoras, las voces estruendosas, los gritos pujantes de barbudos colosos; y en medio de este torbellino de ecos y palabras, de cantos y tañidos revueltos en una atmósfera plácida, radiante de luz, se alzaba el relincho poderoso de los redomones contagiados de la fiebre de pelea a modo de bocina de aquella música de centauros. Esto duró más de dos horas. Bien luego, un rumor lisonjero recorrió los vivacs. La entrevista había terminado: Rivera adhería al movimiento compartiendo el mando con Lavalleja. Agregose que Oribe ponía sello a este acuerdo renunciando por su parte al derecho que pudiera asistirle por razón de iniciativa, y subordinándose como antes a las decisiones del segundo. Momentos después de esta primera impresión, la noticia se confirma en la orden del día, y el regocijo se colma. Habíase cumplido una de las bases del pacto de los buenos, la del «perdón de los hermanos extraviados». Cuando Lavalleja recorría al paso de su caballo el campamento, disponiendo lo necesario para la marcha, Luis María le oyó decir con sencilla expansión, dirigiéndose a Oribe, que caminaba a su lado: -¡Convenía a la causa un «brigadeiro»! A Berón le intrigó la frase. -En rigor, tenemos ahora tres jefes -se dijo-. Uno que se impone por el mando, un segundo que aspira a lo mismo por el prestigio, otro que en realidad impera por la superioridad moral... Los examinó en el pensamiento; hizo análisis de antecedentes y aptitudes; escarbó en el terreno del pasado, en busca de elementos de juicio; exhibióselos a sí mismo tales cuales eran, para ratificar su criterio al respecto. ¿Cómo surgieron en el agitado escenario, cuáles eran sus méritos relativos a donde iban arrastrados por el impulso inicial de la aventura? Voluntario consciente, resuelto, bien definido en sus convicciones y tendencias, él estaba obligado a reflexionar sobre todas estas cosas, y a la observación prolija de los actos de los que mandaban. El amor a su causa inducíalo a escudriñar propensiones y fines. Se rebelaba ante la idea de servir a otros que a aquellos que constituían sus ardientes ideales de juventud. Bien veía él que los directores de la empresa no se identificaban por el carácter, por las luces de inteligencia y por la pericia militar; pero creía de buena fe que coincidían en la pasión por la tierra, en la alteza del sentimiento patriótico y en la enérgica voluntad de redimir al país, del yugo extranjero. En lo moral, como en lo físico, esas personalidades ya culminantes habían sido fundidas en moldes muy distintos, aunque únicos tal vez por el vigor de la fibra, la tenacidad en el propósito y la grandeza del esfuerzo. Una ligera observación le había sido bastante para persuadirse de que el espíritu de Lavalleja no había recibido luces vivas, sino nociones, de vida práctica; que estaba nutrido de sentimientos nobles, de ideas de niño y genialidades de valiente. En ciertos rasgos aislados, personalísimos, pudo notar cómo la voluntad primaba y ponía de relieve al varón temible para quién empresa alguna fuera difícil, ni el mayor peligro razón de miedo. Corazón de grandes alientos; cerebro tardo en concebir; criterio adverso al raciocinio frío y calculado. Lo que el joven voluntario sabía de él y de los otros, lo autorizaba a comparar y a distinguir. El teatro era reducido, los actores muy limitados. A veces en desnivel, por la calidad. En igualdad de condiciones y aptitudes militares, sin escuela teórica ni mayor cultura aunque con ese fondo moral en que se refundían la simplicidad y la rudeza con las virtudes del tipo héroe, Lavalleja había asomado como Rivera en la época de Artigas a la vida turbulenta. En su viril mocedad no había tenido al igual que aquel como escuela del valor y de emulaciones diarias, la intimidad y la ejemplaridad de los «matreros»; avezados en la pelea sin cuartel. Honesto y trabajador, en cuanto se podía serlo en tiempos tan atrasados, la industria de transportes había sido su ocupación preferente. Guió carretas tiradas por bueyes en sus mejores años; y en el manejo de la «picana» no llegó a desmerecer ciertamente como hombre de bríos del paralelo con aquellos antiguos paladines que labraban la tierra o cuidaban rebaños o se ejercitaban desde niños con salsa negra. Con antecedentes tan humildes y tan sano corazón, guardaba así su rica naturaleza de hombre entero las cualidades necesarias para imponerse en la lucha por el denuedo, aunque en esa lucha se tratara de uno contra diez; y de ahí que su brazo fuera desde el primer momento temido y su voz la nota más vibrante en los entreveros gloriosos. Proezas admirables habían sido sus primeros pasos en la lucha y desde que alcanzara el grado de capitán, habíase crecido en amor propio y chocado con su igual el capitán Rivera. Fue esta una contienda entre la valentía del león y la astucia del zorro, que Artigas mismo no pudo nunca dar por concluida a pesar de sus buenos esfuerzos y que debía prolongarse con idénticos caracteres de acritud y de violencia en el espacio y en el tiempo. En cierto modo, el uno complementaba al otro; sin que jamás pudieran avenirse. ¡La diferencia, estaba en el fondo moral! Al contrario de Lavalleja, y también de Rivera, Manuel Oribe era un hombre de instrucción y preparación habituado al roce con otros de reconocida cultura y elevada categoría, del doble punto de vista social y político. Aparte de lo que traía desde la cuna, de sus antecedentes, de familia y de las nociones recogidas en buena escuela, alcanzó en la vida práctica -todavía muy joven- a formar su carácter y dar sello propio a su personalidad como número distinguido en la generación militante de aquellas épocas tumultuosas. Como Lavalleja era un varón de ímpetus, de arrojo imponderable, de celos embravecidos; pero, no tenía su prestigio en las masas, ese prestigio que se forma en las intimidades de los instintos de las fierezas en las proezas del músculo contra hombres y alimañas y en la tolerancia de ciertos hechos licenciosos que aumentaban la pasión por el caudillo, y lo hacían dueño de voluntades y de vidas. Lavalleja era caudillo desde los tiempos de Artigas. Oribe había sido uno de los oficiales de infantería más reputados del primer campeón de nuestras luchas; empero, no uno de los más consecuentes. De aquí esa su falta de prestigio en el médium nativo. La organización misma y disciplina de su arma -aunque para las tres era apto- estaban en pugna con la irregularidad manifiesta de las milicias de a caballo. Mandaba soldados sometidos al rigor de la regla; Lavalleja encabezaba grupos audaces que no conocían la represión severa. Identificado con la hueste, este último había seguido al archi-caudillo cuando Oribe lo abandonó; había peleado bravamente y aumentado su renombre, hasta que prisionero, fue a padecer por su causa en una de las fortalezas de Río Janeiro. El rey Juan VI había tenido para él frases de admiración. En cambio de la influencia sobre la hueste, así adquirida, Manuel Oribe era un soldado organizador, activo, dominante, maniobrista de aplomo en el terreno versado en la estrategia, que había estudiado en los libros, y cuando era preciso, por la desigualdad en el número y en la calidad de los combatientes, acometedor e intrépido. Tenía sobre Lavalleja y sobre Rivera además de la noción clara de la milicia y de la aplicación oportuna de las reglas, la ventaja del valor disciplinado. Sus pruebas, desde que entró a la vida de la acción, fueron siempre brillantes. Lavalleja, organismo de acero y gran jinete, lo libraba todo al choque heroico; y al cargar ceñudo con el sable bajo, más fácil le era destrozar regimientos enteros con una oleada de audacia homérica, que batir por plan metódico y fijo. Con la carga improvisaba la victoria. Rivera lo aventajaba en astucia, y en artería, más no en decisión. Oribe combinaba, y aprovechaba de los detalles sobre el terreno, en cuanto lo permitía, la pericia de la tropa a su mando. De esta superioridad, sin embargo, no hacia él uso, como se ve en la tremenda aventura que se incubó en el saladero de Costa; la pasión patriótica que lo alentaba le había impuesto el deber de declinar ese derecho, para honor de sí mismo y de la cruzada. Hombre de acción adaptable perfectamente al médium, si se había de tener en cuenta la índole propia y las propensiones ingénitas de la clase campesina, Juan Antonio Lavalleja era la entidad llamada a reemplazar al archi-caudillo en la escena política, por su prestigio y por la fuerza misma de la tradición reciente. La masa popular de las campañas lo había formado y nutrido a su manera genial, como a otros caudillos, dándole con sus arrebatos y vehemencias la terquedad del pago y el rigor de sus instintos. Era un fruto legítimo bien maduro del clima y de las energías indómitas, que encarnaba decirse puede, las pasiones locales en toda su intensidad bravía. El suelo privilegiado, que encierran y al que forman marco gigantescos ríos y el océano, de modo que lo oreen las poderosas alas del pampero que a él llega rugiente y entre sus límites acaba, podía enorgullecerse de su hechura. Excedíase del nivel común lo suficiente para el mando. Sus aptitudes mentales no eran superiores a las del médium, pero si su poder de iniciativa y su osadía romancesca, para la aventura belicosa; como que era en medio del peligro y del conflicto que este hombre sentía ensanchársele la vida, sin ser por ello sanguinario, cruel o implacable. Había adobado su personalidad con sus virtudes; su soberbia, si alguna tenía, nacía de la conciencia de ser hijo de sus obras. Miraba sin enojo que otros lucieran sus talentos; pero no toleraba que se dijese de alguien que podía igualarle en valor. No dudaba de los intrépidos, más confiaba en sí mismo como en una lanza aquiliana. Innata en él la bravura, no precisaba haberse nutrido con médula de fieras; su corazón fuerte se hubiese asfixiado bajo de una coraza. Esa bravura contagiaba todas las filas cuando daba cara al plomo y al hierro; arrastraba con imperio y destruía con ímpetu, rebasando el obstáculo como una onda arrolladora. Acaso, por sus hechos anteriores y por su influencia sobre ciertos pagos, Fructuoso Rivera hubiera podido ser el caudillo de la empresa; pero había servido al dominador y recibido de él grados y empleos. Por otra parte; ¿tal pensamiento hubiera salido del fondo moral de Rivera, tan apegado al terruño, y tan reacio al proyecto de una patria libre y altiva? Había tenido razón de dudar. Audaz y emprendedor, astuto y artero, de acción rápida, oportuno y hábil como caudillo de división volante, Rivera había descollado en las primeras guerras venciendo las más de las veces sucesivamente en combates parciales contra los españoles, argentinos y portugueses. Su conocimiento completo del terreno y la confianza que sabía inspirar a sus hombres, preparáronle siempre el éxito, aunque de él no aprovechara nunca sino en favor de su primacía personal, fuera cual fuese la situación que los sucesos le crearan. Dúctil y maleable como pocos caudillos, de sus mismos reveses había sacado provecho. Lo mismo había sabido asegurar su supervivencia en la victoria que en la derrota, a partir de que su objetivo dominante era perdurar en la escena; lo mismo influía sobre ella como «montonero» que como «brigadeiro», bien persuadido de que su prestigio en las huestes dependía de su presencia y de su acción constante sobre ellas, de modo que no dudasen de su amor a la tierra y de su identificación absoluta con las pasiones locales. Por otra parte, -pensaba Luis María,- ¿cómo afianzar su lealtad, tantas veces descalabrada en la prueba? Cuando Lavalleja y Oribe, aceptando el apoyo del general Álvaro de Costa, que procuraba retirarse con sus voluntarios reales a Europa, sostenían las pretensiones del cabildo «a una independencia absoluta», Rivera se alistaba en las filas del imperio, bajo las órdenes de Lecor, aceptaba honores y resistía activamente, con su valimiento y prestigio a una tendencia nacional acentuada, que era un anhelo vivo, constante en los hombres de corazón. Ahora, la fatalidad de los sucesos envolvíalo en un movimiento análogo que él no había preparado; que lo arrastraba en sus remolinos violentos y que debía conducirlo más lejos de lo que él mismo hubiera previsto; enredándolo en sus propias mañas y amoldándolo por fuerza a un modo de ser y temperamento que pugnaban con su sistema de caudillaje exclusivo y sus miras hacia el futuro de supervivencia prepotente. De todos modos, en el desarrollo de los sucesos que tan extraños y fuera de lo común se presentaban, tendría él oportunidad de descubrir sus afinidades si había doblez en su actitud del momento. ¡Acaso fuese sincero!... ¿Quién podía leer con claridad en aquel rostro movible, lleno de reflejos vivaces o de sombras según las circunstancias; ni adivinar la intención en las frases cortadas o ingeniosas que solían escaparse de sus labios gruesos, como muestras de espíritu travieso y perfectamente adaptable a todos los caprichos de la suerte? Por otra parte, él había asegurado una posición que debía mantener sin mella su prestigio. Berón experimentó cierta sacudida nerviosa, cuando le vio llegar departiendo con Lavalleja. Ya no era el mismo de horas antes. Traía el semblante encendido, sonriente, y accionaba, con aire de hombre que ha recuperado su dominio. Hacía como que escuchaba con gran atención a su interlocutor, inclinada la cabeza, y el mirar de soslayo con cierta expresión socarrona, para asumir luego un aspecto grave de mesura que transformaba su gesto en una mueca de máscara. Pareciole al joven que en aquellos párpados semi-caídos y en la mirada de flanco, casi dormida, había algo del «aguará» que explora y husmea. Calcaba sus palabras en las de Lavalleja, en perfecto acuerdo, y acompañábale en la risa con otra retozona y contigiosa que daba inflexión a sus mejillas, de un moreno coloreado por sangre robusta. Se encogía con frecuencia de hombros y enarcaba las cejas negras, echándose sobre el cuello del caballo, cuya clin poníase a peinar con los dedos. Esta caricia de «matrero», solía venir aparejada con su risa zumbona, llena de malicia, y alguna ocurrencia picante. ¿De qué hablaban? Sin duda del plan estratégico a observarse con respecto al enemigo, ignorante de lo que pasaba. Lavalleja expedía con vehemencia. Su voz recia, amontonando roncas exclamaciones, semejaba un redoble. Luis María llegó a oír esto, que decía Rivera: -La «armada» es grande; pero no ha de escapar ninguno... Todo está en marchar sin detenerse, en lo oscuro y gambeteando. - VII - Empezaba a anochecer cuando la columna así engrosada al igual de esas que un viento de tempestad improvisa y hace, rodar con mayor ímpetu a medida que se crece en su carrera, abandonó su campo, derivando entre asperezas hacia San José de Mayo. En esta villa se hallaba destacado un regimiento brasileño, compuesto de paulistas. Su jefe, el coronel Borba, soldado violento y vanidoso, que tenía en poca monta a los nativos, no sólo como hombres de guerra, sino también como elementos de sociabilidad estimables, no tenía noticia alguna de lo que había ocurrido en Monzón. Por completo descuidado entre los halagos de la vida urbana, recibió una tarde una nota del comandante general de campaña, en la que se le ordenaba que sin pérdida de tiempo buscase con su regimiento la incorporación a las demás fuerzas en el paso del Rey. El coronel Borba se apresuró a disponer la marcha, confiado en que, a poco de operar con el experto baqueano y caudillo Frutos, no quedaría por aquella zona ni rastro de rebeldes. Estos se encontraron en el paso en las primeras horas del día, deteniéndose la fuerza de combate como a doscientos metros al frente, en formación. Los prisioneros, que eran casi tantos como los combatientes, fueron relegados al flanco izquierdo con sus custodias; a la derecha, guardando distancia prudencial del vado, se colocaron varios jefes y oficiales, con algunos ordenanzas. Como en otros puntos, ardía allí un buen fogón. El liberto Juca, asistente del brigadier, reparaba un grande asado de costillar ensartado en una baqueta, a la vez que el café en una regular caldera. Antes de caer la tarde, había llegado al campo, tirada por robustos bueyes, una carreta llena de vituallas, seguida de un destacamento de caballería, pasando vehículo y hombres, sin la menor brega, a poder de los afortunados invasores. Cuaró y el liberto Esteban, que se hallaban con sus ropas en jirones, echaron mano de dos vestuarios. Ladislao se apoderó de un capote. Aunque con su vestimenta también en guiñapos, Ismael miró con desdén los uniformes de tropa «portuga»; pero, en cambio, se hizo dueño de una trompa de bronce que traía la carreta colgando del timón, la que ciñó a los «tientos» de la cabezada de su lomillo. En esta operación le sorprendió Luis María, quien lo dijo sonriendo: -¿También suelo V. soplar, capitán? -A ocasiones -contestó Ismael- cuando quedo solo. Esta es compañera que defiende junto con lo que grita... Un toque apriendí y es el que más asusta. -¡Ah, ya!... Cuaró parecía malhumorado, pues se le había dicho que no habría pelea, sino una sorpresa sin peligro. Acercose a ellos Ladislao, echándose el capote a las espaldas, y con la vista hacia arriba, exclamó: -Agua mansa viene, y a lo gallo hemos de quedar... La trampa que se arma va a apretar al «finchado» en lo escuro, si es que el guapo no ventea de aquel costao y se alza con un bufido. -La armada se achicó -repuso Ismael-. Cuanto meta el bazo, no hay más que tirar del «pial». La atmósfera en verdad, estaba cubierta por gruesos vapores, y empezaba a caer una lluvia fina, de esas que perduran largas horas y vienen acompañadas de un aire fresco y sutil. La tarde declinaba rápidamente. Al reparo del monte denso llamareaban los vivacs entre humaredas y emanaciones de carne-flor dorada al rescoldo de los troncos no secos, cuyos gases escapaban por los extremos entre espumas en borbollón. Los soldados circuían los fuegos; tomaban «mate» o comían; pero, con sus armas ceñidas y sus caballos ensillados. La orden era de tenerlos del cabestro. Cuando el regimiento de paulistas llegó al vado, cerraba una noche lluviosa, de profundas tinieblas. A poco de haberse detenido allí, Borba atravesó el río por orden superior y fue a acampar al flanco izquierdo de los patriotas en la falda de un mamelón. El comandante Oribe, con varios hombres, siguió en las sombras paso a paso el movimiento, y, deteniéndose al fin en el paraje preciso frente a la cabeza de la tropa brasileña, dijo a Luis María, que marchaba a su lado: -Ordene V. al coronel Borba que forme pabellones, y desfile por su derecha, en nombre del comandante general. Luis María se acercó al jefe paulista, en instantes que otro ayudante le invitaba a pasar con todos sus oficiales al vivac de Rivera, así que terminara de colocar su fuerza. Berón, a su vez, trasmitió la orden que llevaba. Practicose en el acto la maniobra, en la forma prescripta; y enseguida Borba y sus oficiales se dirigieron al fogón del brigadier. Apenas se hubo él separado y perdídose en las tinieblas, un jinete grande y fornido se abalanzó sobre la retaguardia de la tropa que desfilaba, lo mismo que si se tratase de golpear con los encuentros a un vacuno que se aparta del «rodeo». Las filas se deshicieron, bruscamente al sentir el empuje imprevisto, y todos los hombres se agruparon en montón deforme, precipitándose en medio de estrujones y caídas hacia el llano en que se encontraban los prisioneros. El jinete, enorme en la oscuridad, los atropellaba a diestra y siniestra y dábales con el cuento de su lanzón para que no se rezagasen, profiriendo voces roncas. Alto y negro, en un caballo que bufaba a cada embestida herido por la espuela, aquel fantasma arremolinaba la grey lo mismo que un ganado sobre un suelo pastoso cubierto del agua de la lluvia; y al brillo de algún relámpago que lo tiñó de luz verdosa, los soldados sin tino, azorados, concluyeron por correr hasta refundirse en el núcleo acampado entra custodias. La guardia le abrió camino, repartió algunos golpes aquí y acullá con las culatas de las carabinas, rodeó de nuevo aquella masa confusa de hombres hacinados, y el silencio volvió a reinar en la densa tiniebla. El jinete se había vuelto hacia los pabellones, que en ese momento eran recogidos por soldados del escuadrón de Oribe. -¿Desfilaron? -interrogó una voz. -¡Ya! -respondió el jinete-. El «rodeo» quedó grande, y el charco chico. -¡Oh! ¡El teniente Cuaró! -gritó uno-. No perdona la ocasión de arrimarse al bulto. El aludido, pues Cuaró era en efecto, repuso con calma: -Los refregué por descargar la rabia, y no perder el costumbre. La lanza estaba ganosa, y lo mismo se quedó. Un acento suave y tranquilo, que enfrió algo el ardor del teniente -pues que él sabía de que boca brotaba- se alzó a su lado, diciendo: -Más vale así, compañero; matar por lujo no es del valiente. Cuaró guardó silencio; y Luis María, que era el que había hablado, volvió su caballo hacia el fogón de Rivera, donde se agitaban bultos y se alzaban voces, como si allí ocurriera un conflicto serio. Cuaró enderezó al sitio, refunfuñando; acaso, sintiéndose arrastrado por la influencia extraña que el joven voluntario ejercía sobre él, en otros casos tan duro y selvático. Borba había llegado con sus oficiales al vivac del brigadier, un tanto perplejo por los rumores que llegó a sentir a su retaguardia, allí donde formara pabellones. -Mal tiempo lo acompaña, coronel -díjole Rivera alegremente al estrecharle la mano-. El viento sopla crudo, pero aquí hay café listo, un buen fogón y regular compañía. -¡Lléguense ustedes! -añadió dirigiéndose a los oficiales, siempre placentero-. No ha de decirse que falte el agasajo y la buena intención, en noche como ésta que parece de brujos. Juca, dále el jarrito al coronel, que esté caliente y espumoso. ¡Noite do diavo! -Muito friolenta, siú Frutos; noite de constipado mais para abrigo que para peleja... -Otros que andan por ahí a salto de monte no han de pensar de ese modo, y a la fija que no duermen por ganarle largas al tiempo... y, a ó inimigo! Lavalleja es como gato montés. El comandante general se reía de muy buena gana y restregábase las manos, para concluir formando un círculo con los índices y pulgares, a modo de «lazada», levantando aquellos a la altura del pecho. En rededor de los recién venidos se había hecho como una herradura. Las cabezas aparecían pálidas y atentas, algo siniestras en su taciturnidad al resplandor rojizo del vivac. Los oficiales de Borba se miraban con inquietud, sin pronunciar palabra. El coronel secundó en su risa a Rivera; y, extendiendo las dos manos hacia la llama para secarse la humedad de la lluvia, preguntó con tono de ruda ironía: -¿Onde ficaron os patrias revoltosos?... O atordoado Lavalleja não e que um volta costas... De temor es que, se nos aparezca como un convidado al fogón, coronel; porque le gusta mucho hacer las del ñandú, confiado el hombre en la noche y la gambeta... -¡Ficaria morto!... E una brincadeira, señor brigadeiro Ainda não vi ninguem leopardo pelas florestas... -Y hay algunos aquí en el llano, -le interrumpió con la mayor naturalidad el brigadier-. No, podremos tallar báciga esta noche; y lo peor del cuento es que ni tiempo han dejado para poner mano a la espingarda, ni saltar en pelos. ¡Vienen triunfando con la «ronca»! Esto diciendo, diose vuelta, lleno de aquella risa que semejaba zumbidos de abejón. Borba y sus oficiales miraron sorprendidos para atrás, en instantes que Lavalleja, dirigiéndose al primero, pronunciaba estas palabras: -¡Ríndase a las armas de la patria, o paga con su vida la menor resistencia! Borba, atónito, fijó sus ojos en todos los semblantes airados, y vio que en el círculo las manos nerviosas se posaban en las empuñaduras de los sables o en las culatas de las pistolas. Oyó también que alguno, hirviendo en cólera, decía: -¡Me escuece la gana de meterle en los sesos la carga del trabuco! Dirigiolos entonces a Rivera, con un gesto de hombre a quién abandonan las fuerzas; y como sólo observase en las sombras, al lado opuesto del fogón, un bulto negro, inmóvil, silencioso que lo daba las espaldas, desprendiose con un movimiento rápido la espada que tendió al jefe invasor. Este diose vuelta a su vez; y en lugar de la suya, una mano retinta cogió el arma. Era la de un negro liberto, quien, lleno de un aire de dignidad propio de ordenanza de jefe superior, señaló con la empuñadura el rumbo al prisionero. Borba marchó, bastante aturdido, y tras de él sus oficiales, que habían sido desarmados con una celeridad asombrosa por los hombres del grupo. Andando bajo la lluvia mansa en la profunda oscuridad, Cuaró, que llevaba a un capitán cogido del codo y cuyo paso, se hacía inseguro en el terreno desigual, se detuvo y díjole con voz calmosa: -Mejor es que tirés de las espuelas, y andás más lindo en el pantano. El capitán obedeció en el acto, y descalzose sus rodajas de horcadura de bronce. Cuaró se apresuró a cogerlas, calzándoselas a su vez muy despacio y sesudamente en sus botas de cuero de tigre. Cuando se reincorporó y siguió la marcha con su prisionero, sintiose tentado a llevarlo a un «totoral» que hacia el flanco había sirviendo de guirnalda a una laguna; pero, una sombra, la de un hombre que a paso lento venía detrás y que a él le pareció el ayudante Berón, le hizo desistir del intento, y continuó en pos de los otros, gruñendo, casi colérico. - VIII - Muy temprano, junto al denso bosque entre cuyas orlas corría el río y cuando sonaba la diana vibrante y alegre, se hizo formar a los prisioneros, que sumaban centenares entre oficiales y soldados. A la claridad pálida de una aurora cenicienta, aparecían mojados con los uniformes llenos de lodo y los rostros marchitos. Algunos los tenían verdinegros, enjutos y salpicados de barra seco, como si los hubiesen recostado en el charco improvisado por la lluvia.
-¡Cómo anda la lombriz de tierra! -ocurriósele decir a Ladislao-. De esta hecha van a ser más que las langostas. -¡Mirá! ahí viene otra gente media avispa que anda maliciando... En cuanto olfatee, va a disparar.
Ladislao vio en realidad un destacamento, que se aproximaba a pasos, cautelosos, escoltando varios vehículos de campaña, sin duda cargado con los útiles de tropa. Venía a su frente un oficial; quien a poco de haber avanzado en su camino, mandó hacer alto, y dirigiéndose solo a la loma, pusose a mirar con atención la extraña escena que se desenvolvía allende el vado. -¡Mandan cargar!
Cuaró se irguió de súbito, pasó la palma de la diestra por la boca, frotola en el mástil del lanzón, y repuso con viveza: Ismael estaba impasible con un pie en el estribo y los brazos sobre el «recado» cuando aproximándose el comandante Oribe, díjole: -Cruce el paso, capitán, con su mitad, y cargue esa fuerza que se encuentra quieta en la ladera; pero, procure apoderarse de todos o de alancearlos en la fuga. ¡Conviene que ninguno escape! Cuaró dio un pequeño gruñido y apretó los dientes. Velarde se saltó de un alto en los lomos echando mano a su lanza, y dio una voz. -¡Paso de trote! -La mitad marchó en desfile, entró al agua, atravesaba el vado perdiéndose un momento en el cortinado del bosque, y reapareció bien pronto tendida en ala en la ladera opuesta. Sin aguardar un minuto, cargó en dispersión. El enemigo dio la espalda a toda rienda, después de disparar algunos tiros de carabinas, y en el desbande los más siguieron corriendo a lo largo de la línea del monte, mientras que un grupo pequeño se lanzó a la loma en la esperanza de ganar el llano. Un jinete que blandía una lanza con moharra en forma de culebra retorcida, salioles al encuentro de flanco, dando un bramido. Fue como un avance de fiera. A uno de los soldados lo alcanzó el bote, penetrándole la moharra por el costado izquierdo. La punta apareció por debajo de la tetilla, cimbrose el astil hasta crujir, y el jinete arrancado de los lomos, dio en el suelo de cabeza, que se dobló como una espiga bajo el peso del cuerpo con el sordo desplome de una res. La sangre manaba a borbotones. Viola Cuaró humear, dilatando las fosas nasales como para recibir aquel vapor tibio; su pupila llegó a adquirir la fijeza del ojo felino recogiéndosele las túnicas hasta descubrir toda la órbita; gritó furibundo clavando las dos espuelas al redomón, y precipitose sobre otro de los fugitivos, sin darle más tiempo que para arrojar su carabina y desnudar el sable. A vista del corvo en manos que temblaban al amagar un mandoble, subió de pronto la cólera del teniente. En vago el primer golpe, su lanza en el segundo buscó el blanco tan firme y certero, que rompiendo las dos manos que oprimían el sable, entró en el pecho arrojando de un envión a su enemigo. El reyuno de éste, asustado, diole un par de coces, en el suelo, y arrancó a escape. Cuaró se revolvió rugiente tirando al pasar una nueva lanzada al caído empujándolo un trecho entre contorsiones y crepitante crujir de huesos; y poniéndose a los alcances del último que quedaba, y que ya había descendido veloz al llano, le gritó en su idioma; -¡Volta cara, «mameluco!»... El soldado sujetó de golpe su caballo, y volvió en efecto su rostro anguloso de color lívido, de nariz chata y ojos saltados de las órbitas. Temblábale sin duda todo el cuerpo, porque sus espuelas hacían música de trémulos. Así mismo se echó a la cara con ambas manos la carabina e hizo fuego.
El teniente se había tendido sobre el cuello de su redomón; pero este ardid estuvo de más; pues si bien chispeó el pedernal, el tiro falló.
Cuaró se puso a mirar en derredor, haciendo bailar a su potro sobre los remos traseros, en busca de otro adversario. Entonces, enderezó al rumbo despacio. Su redomón tenía las narices muy rojas y abiertas, el ojo despavorido bajo su copete de crin. Temblábale la piel lustrosa como si lo hubiesen azotado con un látigo de acero. Su jinete parecía haberse calmado de súbito. A la agitación terrible que lo había sacudido minutos antes, llegó a sucederse cierto sosiego, un aire de indiferencia y una expresión vaga en la mirada ya con sus párpados semicaídos. Arrastraba el lanzón sobre los pastos y llevaba la cabeza baja, sin preocuparse de limpiar la sangre que le cubría la mano derecha. Al pasar junto a los caídos, se cercioró si estaban bien muertos, dándoles un golpe con el cuento del arma. Movió la cabeza con un gesto grave y siguió su camino. Una vez en él campamento, dirigiose a su fogón, clavó en tierra la lanza y se apeó, diciendo a Esteban con una risilla alegre: -Emprestáme el chifle para remojar un poco. Por delante del vivac empezaron a pasar a grupos los compañeros, y por turno se iban deteniendo a observar de cerca aquel rejón cubierto de sangre fresca y cuya banderola aparecía pegada al astil por los coágulos como si hubiese entrado por repetidas veces en el cogote de un toro. -¡Lanza brava! -dijo un viejo-. ¡No parece sino que fuese el rabo de mandinga por lo retorcida y culebreante! Cuaró se había acostado y sacudía en el aire una de las robustas piernas para hacer saltar algo como pulpa líquida, que le teñía de rojo la bota de cuero de tigre. Una de aquellas gotas espesas salpicó lejos, adhiriéndose a la larga y curva nariz del viejo, que se había inclinado sobre un estribo para mirar mejor. Todos rompieron a reír estrepitosamente. El paisano, enderezándose con rapidez, limpiose la nariz con mucha parsimonia, y dijo, uniendo su risa a la algazara. -¡Juguen no mas, con sangre; que a la guelta de pocos años en ella nos hemos de ahogar a juerza de estarla oliendo! -¡Lindo el lunar, don Cleto! -¡Una berruga portuguesa! -¡A ver si en la primera hunta esa chuza, dragonazo! El llamado don Cleto, arremolinó la que tenía en la mano por encima de la cabeza; blandiola de costado con cierta habilidad; tendiola hacia su retaguardia velozmente, amagó adelante enristrándola como para acometer a un fiero enemigo; hizo un saludo la hundió en tierra y se cuadró en los lomos arrogante. Y como todos aplaudiesen su destreza entre broncas carcajadas, él impuso silencio con un ademán, clamando en voz estentórea: -¡Un freno coscojero y unas boleadoras de retobo de lagarto a quien clave primero la suya a tiro de trabuco de la muralla! -¡Ya está!... -¡Tire el pelo al aire! -Por esta cruz, que me parta un rayo. -Entre estas y otras voces altisonantes, las manos se alzaban, poniendo en conmoción los fogones cercanos. Cuando la algarabía iba en aumento, y amenazaba degenerar en broma de mal carácter, uno gritó desde la altura en que se encontraba a caballo: -¡Ahí viene gente!... Se callaron, apartándose algunos del vivac para observar mejor. Sólo Cuaró siguió tendido sobre la hierba, fumando tranquilamente. Estaba ya avanzada la mañana. El sol cortaba la línea del monte asomando su disco sobre las copas más enhiestas que exhibían grandes ranuras en el follaje e infinitas ramas en laberinto formando en lo alto de la bóveda como un inmenso pabellón de bayonetas pavonadas. La atmósfera sin celajes, pura, transparente, permitía distinguir de muy lejos los menores objetos. Desde la próxima loma dominábase por encima del bosque, que serpenteaba en un plano hendido, el panorama extenso y luminoso de la opuesta ribera sembrado aquí y allá de puntos negros que resaltaban en el verde sin fin de las praderas, y que eran otros tantos «ranchos» de «totora» y tierra dispersos en la gran zona desierta como jalones del esfuerzo en la lucha por la vida. Ningún pastor ni gaucho errante se veía mover en el fondo de esa zona. El ganado mismo parecía haberse alejado de los contornos. Solamente algunos «chimangos» trazaban círculos sobre la colina del centro, en el sitio donde dejara Cuaró hundidos a tres adversarios. En cambio hacia la izquierda del vado, venía marchando en columna un escuadrón en parte armado a carabina, y a lanza sus últimas mitades. Al frente trotaba el jefe, con el clarín de órdenes un poco a retaguardia. La tropa venía sin guiones, ni estandarte. Aunque bastante numerosa, su porte y su avance no indicaban intenciones hostiles. El escuadrón se detuvo en el paso, al habla con la guardia avanzada; y poco después, obedeciendo a orden trasmitida por un ayudante del brigadier Rivera, lo traspuso, y se adelantó en el radio del campamento a trote largo. Todos observaban con atención, preocupados al parecer con la frase que un soldado había murmurado irónicamente en medio de un gran silencio: -¡Son los dragones de la provincia con su jefe cordobés que vienen al llamado de Frutos! Calderón seguía algunos pasos al frente, de bota a la rodilla y un poncho ligero, de paño negro en banda, sobre el pecho, columpiándose en la montura cabizbajo y desconfiado. Apenas lo vio llegar y examinó su figura, chocole a Luis María este nuevo personaje que con ruido de «chapeado», y espuelas entraba al campo, como contingente de importancia. Aparte de su aire de vanidad sin disimulos y del corte de sus facciones indefinidas, miraba con taimonia y encelamiento. No era oriundo de la tierra, sino de una provincia mediterránea argentina; ni su apellido era el que ostentaba. Todo él constituía una falsa identidad, en medio de aquel hervidero de pasiones locales. Berón observó en el rostro cetrino del jefe de dragones cierto gesto burlón al contemplar la bandera; y entonces dijo a Oribe: -Mi comandante: ese hosco soldado va a dar que hacer. Oribe fijó sus ojos inteligentes en Calderón por breve rato, y luego contestó. -Si es capaz de volido, le cortaremos su tiempo las alas, ayudante. Estoy por creer que, en efecto, éste es de los «retobados». Calderón desfiló con sus dragones por la izquierda, y acampó paralelamente al monte. Poco tiempo después; Luis María lo vio conversando animadamente con Rivera, algo apartados de la gente. Paseábase él distante a la espera del toque de atención, pues se iba a levantar campamento de un momento a otro. Por más que observó de nuevo al jefe de dragones, no halló detalle alguno porque rectificar su anterior juicio. La vulgar figura del personaje sólo denunciaba la acción burda y el instinto avieso. En cambio, el rostro del caudillo en este instante expresivo, atrajo su mirada, sin él quererlo; pareciole que aquellos ojos oscuros, y pestañas pobladas, habituados a mirar en el desierto, a percibir de un golpe todo lo que se agitaba en la soledad inundada de luz y oreada por el «pampero», cual si para ellos fuera el ambiente un inmenso espejo reflector, tenían con el alcance del ojo de buitre el poder virtual de los que leen en la intención. Ya era, mucho que de muy lejos descubriesen un vado o una «picada» o distinguieran entre diez morros de una sierra aquel que señalaba como un guía gigante la curva de un camino; pero algo más era que revelasen con atrevimiento la posesión del secreto ajeno. Le adivino el plan, -decía Rivera-. Pero no se precipite... La ocasión puede presentarse; ésta gente anda sin rumbo. Luis María se alejó de allí. - IX - Media hora habría trascurrido, cuando la columna emprendió marcha a San José con su considerable masa de prisioneros. Tomose allí una guardia brasilera, y se acampó junto al monte. Algunos grupos de hombres, cerriles, jinetes en redomones con «bocados», taciturnos, envelado en sus cabalgaduras, se incorporaron alas fuerzas. Con ellos venían dos o tres mujeres de chiripá y chambergo, y más de un perro de hocico negro y piel rojiza. En los fogones, al caer la tarde, circularon noticias halagadoras. Decíase que en la villa de San Pedro, hasta entonces guarnecida por milicia del país, se había producido un movimiento uniforme en favor de los invasores. Las comunicaciones de Lavalleja informando sobre la captura del comandante general de campaña, habían apresurado la explosión rompiéndose sin escrúpulos todo lazo de obediencia, y relegándose a último término al jefe inmediato que lo era el brasileño Ferrada. Toda la milicia aclamaba a los libertadores; en el centro de aquella región no existían ya enemigos. A otros rumbos se iban sucediendo los alzamientos de una manera sorda, pausada, siniestra; los contingentes aparecían de improviso en la llanura, sin saber de donde brotaban, enconados y resueltos. Afirmaban algunos que salían de los bosques al rumor de libertad, así como «puntas» de ganado alzado cuando la gramilla escasea en los potriles y el sol reverbera en el «playo» con un calor que llega a la sangre del «matrero». Un hermoso miraje de nueva vida, sin duda, encantaba los campos. ¡La décima del triunfo en idioma nativo recorría lomas, ríos y selvas como un grito de gloria! En la noche, muy clara y fría, los fogones ardían a lo largo del campamento reflejando sus vivas llamas en el fondo negro del monte. Desde el linde de la villa; los grupos de hombres y caballos aparecían enormes al resplandor de esas llamas envueltas en humaza densa; y la serie de fogones, como fantásticas luminarias de ciudad construida en un valle profundo. Junto al vivac de Ismael se alternaba el canto con el cuento, tañíase al descuido una guitarra o se comentaban las noticias, recibidas. El aroma de carne, de novillo ensartada en el asador, unido al muy acre de los troncos semi-verdes llenaba la atmósfera del sitio, sin molestia visible para los que aspiraban su ambiente. Un «mate» de tres berrugones y asa en forma de cuerno andaba de mano en mano. Los cigarrillos de tabaco en rollo no caían de las bocas, como sepultadas entre el boscaje de barbas nunca rasuradas. Eran, según la expresión de don Cleto, «parejitas sus brasas con los bichos de luz en el ortigal escuro». Con este motivo, uno había dicho: -Roncheador como cardo, el viejo. -Dejálo que voracee -agregó otro-. Ya no le va quedando más que esa nariz de «carancho» desplumao. -Es mi orgullo -repuso don Cleto, con mucha seriedad-. El hombre ha de ser narigudo para dejar algo a la adevinación; lo mesmo que el «flete» por el pelo y el pájaro por el pico. Pusiéronse a reír estruendosamente. -¡No sé nada! -siguió diciendo el capataz de Robledo-. Con risa no se aturde a la experiencia; y dejando de chiflar por puro, gusto, más valiera pedir una cosa de sustancia. ¡A pedirla voy por Cristo!... Reinó el silencio. Las miradas se fijaron en el viejo, con aire de curiosidad. -Sin despreciar a naide -añadió don Cleto- no hay aquí más que un cantor... el que tiene la guitarra. ¡Lindo juera se negara cuando pide la riunión! Un aplauso ruidoso acogió estas palabras, como si en realidad ellas hubieran interpretado los deseos del grupo. Algunos estrecharon la mano a don Cleto; y no faltó quien lo abrazase con entusiasmo. El que tenía la guitarra era Ismael. Un poco apartado del fogón, casi hundido en la sombra, de modo que la llama sólo alumbraba su rostro delgado y pálido, estaba como de costumbre taciturno, acaso indiferente a lo que a su lado ocurría. Caíale sobre los ojos un rizo castaño de una suavidad y brillo que envidiaría una mujer, y la barba cortada, sedosa, ornando el óvalo correcto, daba a su semblante una belleza extraña de Alcinoo huraño y triste. Apoyábalo sobre el codo izquierdo. Con su mano derecha rasgueaba la guitarra, tendida delante sobre la hierba. -¡Que cante el capitán! -exclamaron algunos a la vez. -¡Sí, que cante! Linda la trova ha de ser. -¡Por el amor o la tierra! -¡Como quiera, la calandria trina con primor! -¡Cerrar el pico chimangos! Ismael se había sentado, y tañía el instrumento. Ya no habló ninguno. El capitán tosió, e hizo gemir la prima. A poco, alzose su voz de timbre claro y vibrante, tan pura y fresca que parecía disputar a las cuerdas el encanto, de sus ecos. Y cantó de esta manera: Cayó un día en mi guitarra -un ramito de cedrón; -y al latido de la entraña -en las cuerdas tremuló. Vino el ramo de una moza -toda, ¡puro corazón!- y en la noche de ese día- ¡otra flor ella me dio! Jué un godo mal querido- sabidor de mi ventura;- y entre sombras como fieras- nos trenzamos a facón. Cayó el godo mal herido -envasado en el riñón;- el sarnoso tuvo cura,- ¡mas la moza se murió! En un cajón la acostaron -sobre piedras la pusieron; -el cuerpo bajó gritando -por sus ojos de lucero. Sin rumbeo por los campos -naides supo mi dolor; -el monte me dio su abrigo -como a un perro cimarrón. Perdíanse en el bosque los sones plañideros, y todos permanecían en suspenso. Tal vez el trino de algún ave insomne contestó el lamento; pero las bocas quedaron mudas en torno del vivac. Y en tanto el silencio se hacía cada vez más profundo, y las cabezas caían melancólicas sobre los pechos, la voz; adolorida modulando, en dulce concento, repetía; su queja:
En un cajón la acostaron Luego, la guitarra cayó en tierra, gimiendo. Ismael estaba lívido, con un brillo de fiebre en las pupilas, el labio temblante: torvo el ceño. Cuando encendió el cigarro, su mano, estremecida sembró el suelo con las chispas del tizón. Después dijo, como abstraído, sin duda aludiendo al recuerdo: -Parece mordedura de un gusano venenoso... Don Cleto, que había escuchado casi en cuclillas con la larga barba enroscada en la mano a manera de manija de chicote y el codo firme en la rótula, exclamó:
-En oyendo canturria de esa laya, hay que moquear a la juerza... ¡Después vengan alardeando que es más gustosa una clarinata del alba! -¡Nunca falta un güey trompeta!... -¿Qué?... ¡Vení a ponerme el yugo! No soy de rumiar, ni cabestrear como otros que van de la soga -replicó el viejo encorvándose de súbito, como si la frase le hubiese dado en la chilladera. -¿Y a qué santo ese «mangrullo»? -preguntó más hosco su interlocutor, que no era otro que Ladislao. -¡A San Frutos! -dijo don Cleto, temblándole el «barbijo» del viento de la cólera-. Muchas veces vide al zorro desatar un mancarrón de la estaca y tirar de la guasca hasta arrollarla toda en la cueva, y en cuanto hocicó el animal trozarla a diente fino dejándole tan solo el bozalejo; pero nunca he visto que el coludo haga hocicar al «matrero» por el gusto de enredarlo en su mesmo maneador... Ladislao se levantó de un salto, iracundo, volviendo el mango de hierro forrado en cuero de su «rebenque». -¡Yo no soy de los que van al fogón del brigader! -siguió desahogándose el antiguo capitán, todo encogido y nervioso, con el chambergo en la nuca y los dos brazos en continuo movimiento-. Para fogón tengo bastante con el de mi jefe, cuando guste y quiera... Allí no se juega plata del Brasil, ni se tira la taba por ganao ajeno, ni se manda carnear con cuero por engordar de cuaresma... Sino, ¡vení y chifláme! como sino tuviese yo conoscencia del truje y maneje para un enriedo -flor por retrucarlo a Oribe y, calentarle las masetas al más comadrero. -¡A la fija te lonjeo! -prorrumpió Ladislao arrojándose con ímpetu sobre don Cleto, con el «rebenque» alzado. El capataz de Robledo calló de pronto y se hizo un arco. Pero cuando su contendiente iba a descargar con furia el golpe, un brazo vigoroso sujetó su mano; obligolo a girar sobre sus talones cual una peonza; y como efecto del empuje, apartolo temblequeando algunas varas. Al mismo tiempo, este tercero interventor, que era Cuaró dijo con su aire calmoso: -Dejalo al viejo, que es güen amigo... Ismael se había tendido sobre una carona, y cerrado los ojos. Parecía dormir. Ladislao vino a sentarse todo encrespado en su «lomillo». Fulgurábanle las grandes pupilas verdes, y tenía trémula su mejilla, de una palidez de muerto. Al sentarse lanzó al teniente, que a su vez se había echado boca abajo, en los pastos, una mirada oblicua, inflexible y dura. Cuaró dio una especie de gruñido sordo. Luego, silencioso, desnudó una cuchilla, semejante a cortadera de colmenero, y se puso con ella a picar tabaco. Allá lejos del fogón, hundido en la sombra, de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, Luis María había observado la escena. Acercose sin prisa, y se sentó en las hierbas. Alcanzáronle el «mate» que sorbió con lentitud, mirando a todos los semblantes con un aire tranquilo y severo. Don Cleto se fue retirando del sitio poco a poco. Ladislao se levantó al rato, paseose un momento por allí cerca, como quien vigila los caballos atados a la «estaca»; y luego se perdió en las tinieblas, sin decir palabra. Cuaró cogió un tronquillo ardiendo, encendió el cigarro y se puso a fumar, casi inmóvil, somnoliento. Ismael se sacudió un instante, puso la mano bajo la mejilla, y siguió en su sueño al rescoldo del vivac. El clarín hizo oír el toque de silencio. Luis María se envolvió bien en su poncho, tendiéndose de costado. Cuando poco después se aproximó el liberto Esteban, lo halló dormido. Reinaba en el campamento una calma completa. Los fogones se iban convirtiendo en cenizales luciendo apenas uno que otro punto rojizo de brasas agonizantes. Algo de rumoroso como una respiración enorme y confusa se sentía en el aire, en concierto con el triscar y el resoplido de las bestias. - X - Muy temprano, Luis María estiró sus miembros, arreglose las ropas y fuese a la orilla del río. Había entrado por un sendero estrecho, que al formar con otro, parecido las pinzas de un cangrejo, monte por medio, unía al de éste su extremo junto al borde del río. El sitio era oscuro y ramoso cubierto de breñas y enredaderas silvestres al punto de colgar sobre las aguas todo un cortinado espeso de hojas y de lianas de un verde deslucido y ajado por los primeros hielos. Los pálidos rayos del sol naciente abriéndose paso con dificultad a través de aquel tejido enmarañado sembraban la línea opuesta del cauce de pequeñas placas de oro como si cruzasen por una inmensa sombrilla de filigrana. Las plantas acuáticas unidas en gruesa trenza de una a otra ribera, descendían por grados -como un pie cauteloso- el reducido pero escarpado barranco; hundíanse poco a poco en el río hasta esconderse en su seno, y siguiendo las inflexiones del álveo iban trazando arcadas de esmeralda para perderse al fin en lo turbio, y reaparecer luego en la otra orilla, cuyo tajo a pique escalaban audaces con profusión de hojas y de guías. El lugar en que se encontraba Luis María era una especie de plano inclinado y sin duda el abrevadero de las bestias montaraces, a juzgar por las múltiples huellas de pies en la tierra, ahora blanda y húmeda. Allí habían recogido agua en sus calderillos o en sus «chifles» los soldados a primera hora, pues podían observarse rastros recientes de planta humana. También ciertos árboles aparecían chapodados por el cuchillo en lo que fueron sus brazos secos y los altos yerbales que crecían a su sombra estaban estrujados por el rastreo de troncos caídos. A un costado, el boscaje formaba nutrida tapia hojosa, y era como el cancel de un «potrerillo» que se extendía hacia el fondo del monte. Algunas aves salvajes aleteaban, lanzando notas de alboroto en el fondo de la bóveda sombría. Berón rociose el rostro, inclinado sobre la superficie, después de lavarse las manos, frotándolas con arena fina. Se enjugó con un pañuelo de seda que llevaba al cuello, y que luego puso a orear sobre las matas. En esta diligencia estaba, cuando voces, para él conocidas se hicieron oír muy cerca, detrás del cortinado del boscaje. Se hablaba allí con animación, informándose pronto Luis María de lo que se discutía; pues las voces llegaron a intervalos claros y precisos hasta él. Puso atención. Conversaban Rivera y el jefe de dragones. Un tercero, en quien creyó reconocer a Ladislao por el acento, solía intervenir en el diálogo. -Yo no sigo con estos pelados -decía Calderón tosiendo bronco, con tono de desprecio-. Si he venido es a su llamado, y creyendo que le sería útil para hacerlos entrar en vereda. Bastaba con un amago de carga, a toque de clarín... Pero veo que V. se encuentra atado por su promesa de correr la caravana; y por lo de Borba. Así mismo pienso que no hay razón. ¡V. ha cedido a la fuerza!... -La pura verdad, compañero. Fue un retruco de sorpresa, y me pialaron. ¿Qué haría V. si viniendo por el camino, muy confiado, se encuentra en una vuelta con gente que va arreando todo por delante? Hacerse el manso y seguir en lo revuelto, lo mismo que si V. fuese de la laya. De no, ¡ni para hacer el cuento!... Hay que mangonear y resignarse, hasta que aclare. Eso no ha de tardar mucho, a mi parecer. Si los porteños ayudan, la cosa puede pintar; y entonces deje a la breva que madure, siempre con el ojo alerta: si no auxilian la piedra acabará de hacer patitos, y después, ¡al fondo! En este caso cada uno sabrá como fajarse y poner cara de hombre sin pecado.
-Esa conducta trae peligro, comandante. Lecor no ha de ver en nosotros más que traidores, sin que valgan excusas. Lo bueno sería acometerlos desde ahora, atar a los principales, concluir con todo de un golpe: esto afirmaría la reputación y vendría en proyecto seguro. Mi tropa está lista. Los prisioneros son muchos y se armarían sin trabajo con las mismas lanzas y carabinas que los quitaron. -Para más seguridad el golpe ha de darse entrada la noche. Yo rondaré junto al fogón del jefe hasta que duerma... -No estoy conforme -replicó Rivera-. Lavalleja trae hombres duros que no han de dejarse así no más sujetar con «lazo». Hay algunos como toros. Después de eso, lo más acertado es lo que digo: boyar en la corriente hasta ver orilla, en bien de la tierra ¡Quién sabe!... Tal vez sea lo mejor de todo en medio de esta escuridad de cosas y de esta diferencia de opiniones que lo sacan a uno del rumbo. Los jefes dicen que vienen por la unión a los porteños; y los demás afirman que no quieren sino libertad completa, país independiente. Agárreme esa avispa por la cola. ¡El diablo que los entienda! Pero, vuelvo a decir que el asunto es de no exponerse a que lo lleven a uno con los encuentros, y dejar que el tiempo pase; que él ha de establecer si la lengua, para entendernos todos como hermanos ha de ser el portugués o la castilla, y si el gobierno lo ha de formar o no los paisanos. El güevo quiere calor, y recién comienza a sentirse. A esto, respondió el jefe de dragones bajando el tono. Fue lo que dijo ininteligible para Luis María. El murmullo de voces siguió un rato largo, sobresaliendo a veces alguna frase o palabra enérgica; y al fin se fue alejando con el ruido de pasos, hasta extinguirse en lo intrincado del monte. Berón se puso a andar, pensativo, por el tortuoso sendero de la «picada». Sentía una opresión penosa en el pecho y tristeza en el ánimo. Él había oído bien; no podía haberse equivocado. Primaba en ciertos espíritus la anarquía, el hábito de la licencia, la lógica del cálculo mezquino que suele ocupar en el cerebro el sitio destinado a las convicciones profundas y al ideal patriótico. Rivera se había mostrado irresoluto; luego razonador, acaso por astucia o por sistema; pero ¡aquel Calderón!... Bien lo había él conocido desde el primer momento que pisó el campo, era un matón con ínfulas de cortesano, adorador de los fuertes. ¡Habría que cuidarse de su roce en los fogones! Lo que confundía más a Luis María, era la inmixtión de Ladislao en estos manejos, aunque ya estaba él prevenido desde el incidente con el viejo Anacleto y con Cuaró, que había presenciado a la distancia. Sin duda alguna, la antigua relación del «matrero» con Frutos, como él lo llamaba familiarmente, se había reanudado en esos días de un modo estrecho. Recordaba ahora ciertas salidas furtivas de aquél en el campamento, hacia los vivacs del brigadier; y algunas conversaciones misteriosas con milicianos del escuadrón, a las que no había dado él importancia, y que después de lo que acababa de oír, creaban forma a sus sospechas, descubriendo ante sus ojos las hondas disidencias que se incubaban en el campo por acción corrumpente y serio peligro de la moral de la tropa. Imponíase la necesidad de seguir los pasos de estos hombres. Respecto a Rivera, el cuidado debía ser menos. Estaba el caudillo vinculado al movimiento por actos graves; cuya responsabilidad no le sería fácil declinar ante un consejo militar; y de otro punto de vista parecía, por su actitud y sus palabras, conformarse al nuevo ambiente, con esa ductilidad de espíritu y carácter maleable que lo singularizaban entre los de su clase. En la marcha cautelosa de zorro y en los zig-zags del ñandú él había tomado norma de experiencia. Sabía como hacer camino, y adaptarse a las inflexiones del terreno, sin despertar desconfianzas ni caer en sus propias celadas. Por otra parte desempeñaba un cargo prominente en la medida de su prestigio, que colmaba su amor propio poniéndolo en condiciones de avanzar, y de elegir partido, cuando el «buthyá» cayese de maduro. En todo esto pensando, a paso lento por el sendero, interrumpido a trechos por retorcidos gajos de «molles» y «blanquillos» que apartaba con la vaina de la espada, firme en la diestra y apoyada en el hombro, llegó el joven a la zona limpia, dirigiéndose a su vivac.
En el que le seguía, se encontraba ya Ladislao hablando de pie con un soldado del escuadrón. El diálogo fue breve. Enseguida se separaron. El «matrero» no se inmutó; saludolo con la mano y se apartó de allí, silbando un «cielito». El joven siguió con la vista al miliciano con quien había conversado Ladislao. Aquel atravesó toda la línea de fogones, recostose al monte, montó a caballo y se marchó al trote en dirección al paso. Entonces Luis María miró en su rededor; y divisando cerca a don Anacleto, que alisaba las crines de su overo, marchó hacia él y le dijo: -¿Ve V. aquel hombre que va orillando el monte, rumbo al paso? -Sí, señor. -Pues va V. a seguirlo, hasta cerciorarse a dónde se dirige; o por lo menos, si se aleja más de dos cuadras del campamento. ¡Y boca cerrada! -Muy bien, mi teniente. Pero en estos campos soy poco baqueano, y pido permiso para sacar algún vecino regalón como gato de cura, de los ranchos del lao allá de la «cuchilla»... Aquel melico tiene figura de aparecido. ¿No es un hombre chico que parece damajuana con nariz de «chile»? -No, es alto y rubio... Búsquese V. el baqueano que dice. -Ansina lo bombeo mejor, mi teniente, al reparo del otro, sin que el hombre ventee que lo van ojeando. Y esto diciendo, don Anacleto se puso sobre los lomos, estirose el halda del chiripá, y tomó un galopito comadrero, arrastrando la punta del «maneador». Iba muy grave, orgulloso de la confianza en él depositada, sujeta la lanza en el estribo y cruzado el trabuco en la cintura. Como viese que, a la salida del campamento, su hombre tomara el paso y siguiera su camino sin volver la cabeza, en actitud de gran despreocupación e indiferencia, lo mismo que si se dirigiera a proveer las maletas a alguna casa de negocio, él a su vez sujetó el overo, continuando al tranco, y bajó la lanza. El miliciano mantuvo el paso hasta trasponer la primera loma. Después recomenzó el trote largo. Don Anacleto hizo una vuelta extensa para evitar sospechas, y llegó a marchar en línea paralela, apartado unas tres o cuatro cuadras de aquel. Esta marcha monótona duró algunos minutos, procurando en ella el seguidor desaparecer a trechos en las ondulaciones del terreno, a fin de desorientar al miliciano. De pronto éste, emprendió el galope firme. El viejo arrimó espuelas, sin desviarse, murmurando: -¡Es al ñudo!... En cuanto llegués, yo ya estoy de güelta. El galope simultáneo, fue sostenido. En media hora cruzaron muchos llanos y «cuchillas», un arroyo y varias «cañadas» fangosas. Se habían puesto lejos del campamento. Recién entonces llegó a apercibirse don Anacleto que él iba pisando un pago que no conocía, y que su hombre lo llevaba más allá de lo prudente -acaso a una emboscada muy peligrosa. Reflexionó. El seguido debía ser un «resertor», si es que no era un enemigo disfrazado que iba a dar cuenta a los otros de lo que había visto. Esto pasaba de grave, y el teniente había tenido razón en hacerlo «bichear» hasta descubrirle la «güeva». Habían pasado cerca de una «pulpería», y el hombre ni siquiera hizo ademán de pararse, apurando por el contrario su galope; habían encontrado algunos «ranchos» en el tránsito, y se había apartado cuidadoso al punto de aproximársele a él más de lo conveniente; lo que en tantas otras ocasiones, lo puso en el caso de volver riendas al overo, obligándolo en la última a detenerse junto al palenque. Entonces el perseguido se apeó, para apretar la cincha. -¡Si estuviese aquí el teniente Cuaró!... -díjose entre dientes el viejo. En ese momento el miliciano puso en él los ojos, mirándolo con mal ceño. Don Anacleto resolvió en el acto entrarse al «rancho», que estaba allí a unos pasos; y haciendo sonar junto a la puerta el sable, dijo, ahuecando la voz: -¡A ver un hombre que sirva de baqueano en el pago!... ¡Y listo, porque tengo orden de afusilar al que se retobe! Apareció en la entrada así evocado, un sujeto ya viejo, muy barbudo, larga cabellera y aire bonachón, cubierto con un poncho verde-botella en extremo usado, un chambergo incoloro de alas tendidas y flotantes sobre la melena entrecana, y llevando en vez de botas unas ojotas grandes o sean abarcas de cuero peludo atadas con «tientos» por encima del empeine, con relleno de bayeta; las que daban a sus pies la forma de muñones propios para apisonar la huanera de los corrales. -¡Buenos días! -dijo con acento manso-. Ahora mismo iba a montar para ir hasta el bajo a repuntar la tropillita, porque me han dicho que anda todo revuelto... Si es de su gusto, pase... Aquí está toda mi gente, afligidísima. Mis dos mozos mayores se han ido desde ayer de tardecita. -Gracias por la oferta -contestó don Anacleto-. Pero no puedo echarme a sobonear en la hora en que estamos, porque el caso es de pronta resolvencia. Monte y venga a priesa. Rascose el hombre la nuca, y aunque vacilante, montó en su cabruno. Ya el miliciano había desaparecido del vallecico en que se apeara para arreglar su «apero». - XI - Don Anacleto mostrose colérico; si bien su rostro revelaba cierta íntima tranquilidad. Montó ágilmente, diciendo con el entrecejo fruncido: -Vamos a apurar hasta el «duraznillo» aquel que se columbra en la loma, porque el venao se me pone lejos del tiro... Los dos pusiéronse al galope corto. Para más tampoco daba el cebruno del baqueano, cuyo arreo guardaba armonía con las prendas del dueño. Consistía en un «recado» que había prestado largos servicios, a juzgar por las ranuras de la carona y las grietas de la cincha, así como por los escasos vellones que le quedaban a una piel de carnero que le servía de cojinillo; el rendal era sobrio de adornos con sólo dos botones casi deshechos y otros tantos pasadores de bronce, el sobrepuesto de cuero de «carpincho» agujereado, en varios sitios, y el «lazo» de «torzal» o sea de tiras ajustadas en serpentina, arrollado al anca. -¿En qué pago estamos? -interrogó don Anacleto con tono de imperio. -Estos son campos de Núñez, señor -respondió el guía, suave y bondadoso-. Están cuasi encima del distrito de Canelones; aquella población que se ve allá al costado del duraznillar es lo de Moreira a este otro rumbo, como a media legua, va el camino a Guadalupe... Si V. fuese servido de no llevarme lejos, había yo de agradecerselo con el alma. Tengo a la mujer un poco apestada y un chico con el carbunclo... -De llevarlo o no lejos, a sigún -repuso don Anacleto-. Siento que el «daño» ande en su casa. Pero preciso que me indilguen en estas alturas que parecen lomo de lunanco, hasta que yo no mire turbio... Si juese en las cuchillas de Navarro y de Marrincho, naide me ganaba a listo. Los campos por delante aparecían solitarios, regados por una luz esplendorosa, con sus pastos de un verdor intenso. En la loma no se percibía ni una sombra, ni una manifestación de vida. Don Anacleto fue desarrugando el ceño, e invitó a su guía a picar tabaco alcanzándole un trozo en rollo. Para esto, púsose al paso, y entabló conversación, muy unido al compañero, riéndose de los temores de éste, lleno de un aire de protección y valentía que inspiraba respeto. Su voz bronca formaba contraste con la muy atiplada del guía y no menos sus carcajadas ruidosas con la risa comprimida de aquél, propia de paisano franco y retozón. Don Anacleto hablaba de sus cosas juveniles. Hicieron alto para dar fuego a un yesquero y encender los cigarros. En tanto don Anacleto acercaba la yesca a una cola que se había sacado de atrás de la oreja, añadió a lo dicho, gravemente: -Como le iba rilacionando, nunca tuve vertud para el casorio. Siempre jui solito como ombú en despoblao. Y no es que mozas muy garridas no quisieran arrocinarme, sino que era grande la armada. ¡De balde, paisano! a saltitos les hacía la cruz. ¡Para otros ese quiveve! Y dígame por su vida ¿cómo cuántos hijos tiene? El baqueano atizó el cigarro con la uña del pulgar, y atragantándose con el humo, dijo: -Doce y la pava echada. -¡Por Cristo, que avestruz padre! La docena del flaire. -¿Le parece mucho? Para eso andamos en el mundo, amigo viejo, aunque ya medio lisiados. -¡Hum! no es mala chuza la que V. maneja, paisano... ¿A la cuenta todos son machos? -Y hembras también, que Dios los cría juntos. -¡Ya se ve! ¿Y cómo se llaman esos pedazos de corazón? -Anicasia, Canuta, Jesusa y Nicanora para servirle. -¡Gracias! Han de ser bien formadas y de linda pinta. ¿Y cómo se maneja la «doña» para vestir a tanto perjeño? Porque la cosa es de asustar a un santo que juese... Riose el hombre de las «ojotas» observando: -Deberían los hijos nacer con plumas como los pollos... -Para que se larguen al primer volido, ¡a la cuenta! -exclamó don Anacleto retozándole el buen humor por todo el cuerpo. Llegaban en este instante a la cresta de la «cuchilla». Desde esa altura la vista dominaba un vasto paisaje, bajo una atmósfera purísima. Los horizontes clareados por el sol permitían distinguir al ojo del campero los bultos que se movían a la distancia, y clasificarlos sin error. A la derecha, sobre la carretera que conducía a Guadalupe elevábase una nubecilla de polvo, distendida y paralela al horizonte, a semejanza de una humaza en el ambiente sereno. Un jinete, que se percibía reducido como un muñeco de plomo, se dirigía hacia ese punto; del que no debía distar mucho, pues trepaba la aspereza del declive próximo al camino. Los dos hombres se quedaron atentos, en silencio. Aquello era novedoso. Don Anacleto ahuecó la mano sobre la frente, a moda de visera y dijo: -Aquel que se va encimando, es el melico que yo seguía... No hay más que el flojonazo me saca el bulto. El baqueano, que a su vez observaba sin parpadear, exclamó en tono de quien está bien seguro de lo que afirma: -Aquella es gente armada, la que se ve por el camino... Arrean caballos a los costados, y van al trotón firme. -¡Mi gente no puede ser! La dejé acampada -arguyó don Anacleto con alguna alarma. -Es tropa de Lecor, a la fija la misma que pasó ayer al clarear, por junto aquel «totoral» del playo donde hizo la carneada. Una línea negra efectivamente se dibujaba en la loma, por debajo de la cerrazón gris formada por el polvo del camino. Era como una serie de puntos corriéndose hacia el sur con una velocidad no interrumpida de marcha forzada. -¿No será esa la división de Pintos? -preguntó don Anacleto. -No señor. El regimiento de Pintos está de firme en Guadalupe, y de moverse lo ha de hacer para Montevideo. El hombre sabe que el viento malo viene de aquí, atrás en donde todo parece que se ha puesto al revés; y crea que antes de darle cara, se ha de mirar mucho... Esa tropa que vemos ha salido de la plaza; y al tocar alguna cosa que no ha de haber sido espuma de «chajá», se viene reculando como alacrán con la cola entre los cuernos... Un toque a degüello, cerquita, los ponía en desbande. -¿V. ha sido melitar? -interrogó con gran seriedad don Anacleto. -Serví algún tiempo, paisano. Después de Corumbé me recogí a cuidar de mi familia. -¡Ya maliciaba yo que abajo de esa mansedumbre había entraña de dragón, canejo! Y pues que ha olido pólvora lo convido para allegarse conmigo al totoral aquel, a mirar de más cerca a esos mandrias que se van a brincos de «quirquincho» derecho a la cueva. -¡No se fíe, paisano! Mire que esos hombres acostumbran ir arreando cuanto animal caballar encuentran a los flancos, y no sería difícil que hubiesen desprendido algunas partidas ligeras a esta parte del campo, donde saben que hay yeguada alzada. -¡Nunca supe que era miedo! -exclamó el viejo exaltado-. ¡Vamos hasta las totoras sin mirar para atrás! -¡Como quiera! -repuso el baqueano. Don Anacleto remolineó la lanza, y los dos arrancaron castigando. En mitad de la carrera, el guía en voz que denunciaba absoluta calma, prorrumpió, señalando con su diestra el nexo de dos colinas: -Por ahí viene a toda rienda una partida echando por delante mis yeguas... ¡Ponga la oreja y oirá el batir del cencerro! Don Anacleto miró, sujetando. Cinco o seis jinetes bajaban ya la ladera azuzando con las culatas de las carabinas y aun con los sables una «punta de yeguares». Daban gritos aturdidores, y venían desplegados en arco para mantener los animales en núcleo. -Son portugos... Sino, fíjese en esos trajes color de garzamora que traen y en los embudos de hule metidos en la cabeza. -¿Y dónde se endereza? -preguntó bastante demudado don Anacleto-. Son muchos esos águilas para aguaitarlos. -Es así. Lo mejor sería corrernos por este playito rumbo al talar de aquel arroyo. ¡Si alcanzamos, ni el polvo!... Pero a V. lo condena esa lanza con banderola y nos van a cargar. -¡Rumbeemos! -gritó don Anacleto, procurando ocultar su rejón, y haciendo entre los dedos un guiñapo de la insignia. Silbaron dos balas por el flanco de improviso como una ratificación del dicho del baqueano. Luego, otra, que picó delante haciendo saltar algunas briznas. Apuraron el galope. Pero un nuevo proyectil acertó en los cuartos traseros del overo, que se puso a corcovear, dando con don Anacleto en tierra. El baqueano se detuvo, alargó el brazo y cogió el rejón que escapado de la mano de su dueño en la caída se había hundido por el cuento en plano oblicuo y derivaba ya hacia el suelo por el peso de la moharra. El semblante del guía se había puesto violáceo, cual si un aluvión de sangre inyectara la periferia, y de sus ojos oscuros brotaba un brillo extraño. Su chambergo incoloro flotaba sobre el dorso, y la melena suelta se alborotaba sobre las dos mejillas crispada y ondulante, dándole un aspecto imponente que aterró a don Anacleto, descoyuntado e inmóvil en los pastos. No dijo palabra. Escupiose en las manos nervioso, empuñó el astil, y revolvió su cebruno, ya sobresaltado por el ruido de los disparos. La yegua madrina de su «tropilla» manca de los encuentros, con el vientre casi al ras de las hierbas, jadeante y sudorosa pasó posada, sin fuerzas, a su lado, batiendo el esquilón. Mirola de soslayo, en las ancas, donde llevaba dos o tres surcos sangrientos hechos por los sables; y llegó a arrojar un grito ronco retenido hasta ese momento por el arrebato en su garganta, semejante a la nota de un ave de rapiña a raíz de una pedrada en la cabeza. Gruñó otra bala redonda desgarrando a su caballo la piel del cuello; lo que acabó de ponerlo ágil y saltarín, al punto de tascar el freno despavorido. Él lo cuadró con mano experta, y sin perder los estribos, en los que apenas encajaban las puntas de sus «ojotas», acometió echado sobre el pescuezo al igual del toro que busca romper el cerco. La lanza trazó un semi-círculo dividiendo al grupo, luego una recta inclinada que terminó en la garganta, de un soldado, derribándolo por grupas; después un molinete, veloz que remató en un golpe de flanco abriendo a un segundo el vientre; y por último, blandida con furia en un altibajo para ensartar a un jinete de frente y despedirlo lejos de la montura, el hierro marró el bote y el astil se hizo trizas en el arzón sembrando el aire de astillas. Sonaron dos o tres detonaciones. El hombre de las «ojotas» cayó de boca sobre las crines del cebruno, bamboleose un instante y enseguida se deslizó a las hierbas con un ruido de mole que rueda en un barranco. En medio de su pavura, don Anacleto lo vio caer con dos agujeros negros en el rostro a ambos lados de la nariz. producidos por la doble descarga de una pistola de dos cañones, a quemarropa. A uno de los soldados, tendido boca arriba, brotábale como un surtidor la sangre del cuello. Aun así seguía retorciéndose. El otro estaba inmóvil, con el vientre desgarrado. - XII - Avanzaba la tarde llena de celajes, destemplada, presagiando noche de hielo. El sol descendía, y ya sobre el horizonte sus rayos mortecinos abriéndose paso entre festones de un matiz de perlas, teñían los cirrus de la opuesta zona de un rosa vivo, tan puro e intenso, que éstos semejaban alas de enormes flamencos surcando de través los aires en apiñada batida. Una especie de bruma sutil extensa y colorante, que no era más que menudo polvo difundido en la atmósfera a lo largo de la carretera, denunciaba, desde lejos a los vecinos inquietos la marcha de una gruesa columna de caballería. En realidad venía hacia Guadalupe gran tropel de escuadrones a bandera desplegada. Oíanse a intervalos toques cortos de clarín. Era la fuerza patriota que avanzaba en dos columnas, precedida por una gran guardia de tiradores y lanceros, y cubierta por una doble línea de flanqueadores que iban a regular distancia del núcleo, guardando entre ellos los trechos de ordenanza. Aquella masa se movía en orden, con rapidez, deteniéndose de vez en cuando breves momentos para rectificar líneas y dar resuello a los caballos. Numerosas «tropillas» de relevo y reserva se aglomeraban a retaguardia, fuera del camino real, trotando en las praderas colindantes en densas agrupaciones. La hueste revolucionaria se dirigía a Guadalupe, en donde se hallaba el coronel brasileño Pintos, con el segundo cuerpo de paulistas. En la columna de la derecha y al frente del primer escuadrón, marchaban juntos Luis María e Ismael. Cuaró iba en el ángulo de la mitad algo separado de la tropa, con la vista fija en el extremo de la columna de la izquierda. Componían esta columna los dragones de Rivera. Luis María iba preocupado por la falta del miliciano que había hecho seguir, en su salida del campamento, y mucho más con la del individuo de tropa que enviara en pos de él. Estos detalles, nimios para otro, tenían a sus ojos una importancia seria, a partir de los hechos alarmantes de que estaba en posesión. ¿Qué habría ocurrido, que no aparecía sin más demora don Anacleto? No dejaba de causarle inquietud un incidente que acababa de producirse, y que se ligaba de un modo estrecho a sus alarmas. Ladislao había cambiado de filas, yéndose sin pase ni consulta siquiera a las del brigadier, con quien iba a esa hora conversando muy animadamente. Al irse, había cruzado silencioso delante de sus compañeros de fogón. Cuaró le había mirado con encono. Como al pasar, lo hiciera encogido al punto de similar corcova, en las espaldas, el teniente mal prevenido le había dicho en voz alta y airada: -Ponele un puntal al rancho... ¡Mirá que se te va a caer! Luego, Cuaró se puso fulo. Su cortezuda piel apareció más negra que de costumbre. Las alas de la nariz se le estremecieron varias veces, como si trataran de desplegarse con el venteo de un animal de presa. Luis María llamó la atención de Ismael sobre la actitud del teniente. Cuando Velarde lo observó, Cuaró ojeaba taciturno a Ladislao. -Recuerda lo del fogón -dijo. -Así ha de ser. Por lo menos adivina lo que pasa. -No quiere a Frutos. Dice que es un «aguará» rabón. Sonriose el joven ayudante, y murmuró bajo: -Ladislao asegura por su lado, que nuestro jefe quiere que todos marchen con el mayor orden, cuando lo justo sería que sólo en la pelea los hombres obedeciesen. Mientras que esto no sucediera los paisanos podrían andar de rancho en rancho, disputar con los jefes, jugar a la «taba» y hasta dormir fuera del campamento si sentían deseos de cama blanda. Ismael guiñó un ojo, alargando el labio; gesticulación habitual en él, cuando ciertas ocurrencias lo parecían despropósitos. Después, resumiendo en una frase lacónica de estilo pintoresco su opinión sobre el individuo, dijo seco y breve: -Criao a monte. -Mal ejemplo, compañero, si cunde. El respeto y la obediencia son tan necesarios al soldado como el valor para ir a la batalla. Por eso admiro al bravo que sólo lo es delante del enemigo. Ese triunfa o muere en su ley. Ismael, aunque casi insociable, cerril, tenía el espíritu vivo y perspicaz; algunos años de roce con ciertos hombres lo habían hecho un tanto accesible. Las palabras de Berón, si bien no muy claras para él, halagaban su oído como una música extraña. A veces lo dejaban en suspenso. Luego miraba al rostro del joven con un aire de admiración y de tristeza que esparcía en el suyo como un resplandor del instinto inteligente, ansioso de encontrar para manifestarse notas como aquellas de un idioma sonoro. Así lo miró ahora melancólico y huraño. Después murmuró: -Por eso, antes no vencimos. Los hombres se juntaban como yeguares cuando el campo se quema, y coceaban al fuego. Ansina morían, rabiosos, pero sin miedo. -Nuestras derrotas gloriosas no han sido más que lujos de heroísmo -dijo Luis María-. Se peleó sin organización, sin disciplina, sin ideal militar. En la hora de la prueba cada uno daba de sí toda la médula de su coraje, con su sangre o con su vida, pero antes de ese momento supremo, ninguno pensó que un cobarde hábil podía más que cien valientes imprevisores. Se creía en la pujanza del brazo como en el golpe de una centella; los briosos paisanos hacían la cruz a los fusiles en son de burla, y se reían de los cañones hasta el punto de enlazarlos de las ruedas... Sin embargo, esos fusiles y esas piezas, que ellos comparaban a las arañas negras cuando se arrastran por el camino, fueron los que inutilizaron su esfuerzo y su denuedo... ¡Acuérdese V., capitán! V., que puede enseñarme el camino del sacrificio y hasta reprenderme si me muestro débil en el día del combate; acuérdese y diga si eso es verdad. -¡Como que aura es noche! -contestó Ismael, ingenua y suavemente. Luis María se quedó pensativo, y miró de soslayo la columna de la izquierda. Ismael siguió aquella mirada, y se amorró. Continuaron marchando en silencio. Comenzaba una noche muy despejada, con su polvareda de estrellas y su aire frío como vaho penetrante de cultos abismos. Los soldados se habían envuelto en sus ponchos. Las dos líneas de bultos negros siguiendo paralelas guardaban un promedio de cincuenta pasos, al trote firme. Entre los prisioneros nadie alzaba la voz. En la columna de la izquierda cierto bullicio sordo como de enjambre se extendía de la cabeza al otro extremo: los milicianos conversaban, reían, canturreaban, lanzábanse pullas como flechas o entreteníanse en levantar en las puntas de las lanzas algún residuo visible al paso, que luego despedían sobre el escalón delantero a modo de bola perdida. Con este motivo, a veces algún redomón enarcaba el cuello al sentirse rozado en los corvejones y sacudiendo los lomos hería el aire con los cascos, introduciendo el desorden en las filas. Si el jinete lo domeñaba, el elogio circulaba de boca en boca; si medía el terreno, el ruido del desplome producía una explosión de risas que podían resumirse en una sola y colosal carcajada. En más de una ocasión, se impuso silencio. En la derecha la actitud era distinta. La consigna había sido de observar la mayor compostura; y a causa de no cumplirla varios hombres fueron remitidos a la guardia de prevención. En caso de reincidencia, debían de marchar a pie con el caballo del cabestro. El comandante Oribe, que era el que había dado la orden, decía que el voluntario estaba obligado por su misma abnegación a excederse al soldado de línea, sin lo cual su desprendimiento sería un acto vanidoso y su virtud guerrera un pueril alarde. El que ofrecía lo más, que era el contingente de su sangre, y aun de su vida, debía lo menos que eran el respeto y la obediencia. La victoria dependía de mil voluntades unidas como eslabones, sin perjuicio de la libertad individual relativa que no hacía sino afianzar la unidad de esfuerzo. Otra línea de conducta, sólo engendraba un espíritu de insubordinación y de licencia, que al estimular los resabios concluiría por torcer los planes mejor combinados, y por erigir la prepotencia personal en única autoridad respetable. El soldado se debía a la disciplina, como el ciudadano a la ley. Todo esto había dicho a sus subalternos horas antes con firmeza y desenvoltura militar, recorriendo a paso lento las filas. Sus palabras habían hallado eco. De ahí que en el escuadrón reinase el orden. Sólo uno se había retirado, descompuesto y arisco, que era Ladislao Luna. El diálogo de Luis María y de Ismael, no había sido más que un comentario a aquella arenga en favor del buen servicio. Sobre esta terna se seguía hablando a la cabeza de la columna, cuando se mandó un alto de descanso. Todos echaron pie a tierra, no poco deseosos de desperezarse fuera de los estribos con entero desembarazo; y las bestias resoplaron de contento, sacudiendo frenos y monturas. Uno de los oficiales, el capitán Meléndez, se acercó al grupo formado por Berón, Ismael y Cuaró, diciendo: -Parece que ha habido hoy un pequeño choque de partidas sueltas a este lado del camino, pues los exploradores han visto tres muertos en el bajo. -¿Enemigos? -Dos de ellos. El otro, no se sabe si pertenecía a los nuestros. Aseguran que no debía ser de la milicia; no se encontró arma alguna a su lado, ni siquiera un cuchillo. -¿Viejo o joven, ese muerto? -preguntó Luis María. -Hombre maduro, el pelo entrecano, que llevaba «ojotas». Le habían acertado dos balazos en la cara; lo que de lejos hacía creer que tenía cuatro ojos. Los otros muertos eran de caballería de línea. Por el uniforme debían de pertenecer a la que está de guarnición en Montevideo. Uno estaba casi degollado, y al otro le habían revuelto en el vientre una lanza con cuatro medias lunas, de modo que no le quedase entraña que no luciera al sol. -¡Que cornada fiera! -Lo particular del caso es que junto al de las «ojotas» se vio un astil hecho añicos, pero sin rastro de moharra. Se supone que los vencedores se llevaron el hierro para que no sirviese a otro que tuviese un brazo parecido. Luis María se acordó de don Anacleto, que iba armado de una lanza con cuatro medias lunas. Los datos, sin embargo, no arrojaban bastante luz. Aun en la hipótesis contraria, resultaría de ello que él no había perecido.
Con todo, apresurose a relatar el incidente que motivó la salida del viejo en seguimiento del miliciano sospechoso, desde San José. -Mirá; el viejo no era baqueano y sacó un vecino. Al vecino, le hicieron estirar el garrón, y arrearon con el viejo. El que lanceó no jué él, sino el vecino, que había de ser hombre duro... -¿Por qué, teniente?
-El viejo es blando, como cera de «camoatí»... No ruempe lanza ni en un tronco, porque el brazo se le hace junco. La orden de seguir la marcha interrumpió la conversación. A poco andar, súpose que no había enemigos en la villa. Cruzose el Santa Lucía por el paso del Soldado. Siguió la fuerza avanzando a gran trote. En sus desviaciones frecuentes cortó un trecho largo de campo y pasó con el agua al pecho el arroyo Canelón grande. A altas horas percibiéronse delante grandes sombras de arbolados y casas. Era la villa de Guadalupe con sus chacras, quintas y edificios de «quinchado» o teja en medio de tinieblas, que contribuían a aumentar en las calles las paredes sin blanqueo, el solado de tierra y la falta de reverberos. La fuerza revolucionaria, formando una sola columna, atravesó la villa, como por en medio de una doble fila de sepulcros -tal era el aspecto de las viviendas, la soledad y el silencio que dominaban por doquiera. El segundo cuerpo de paulistas se había retirado hacia muchas horas, abandonando algunos despojos, y siguiendo el camino de otra columna que había contramarchado del interior a marchas forzadas para guarecerse en Montevideo. Según se supo, el coronel Pintos había tenido noticia de todo lo ocurrido, el día anterior por conducto fidedigno. Las nuevas se les trasmitieron por «chasque» expreso, que llegó aplastando caballos, y que lo sorprendió en la ignorancia más completa. Al principio, todo fue vacilación y zozobra, apremio y desorden. Después resolviose el repliegue sin demora, al paso precipitado, sin esperar instrucciones de la capital. Emprendida la retirada bruscamente, se arrastró lo que se pudo, llevose por delante las guardias destacadas envolviéndolas en el tumulto, cortáronse los tiros a los vehículos de andar torpe dejándolos en el medio o a los costados de la carretera a modo de estafermos que señalaban en la densa oscuridad el rumbo de la fuga; y como hicieran sin duda demasiado peso algunas armas blancas y de fuego, fueron con ellas sembrando el terreno hasta muy cerca del antiguo real de San Felipe, según los partes de la gran guardia que iba barriendo el camino como la primera ráfaga del viento de tempestad que debía rugir contra los muros ciclópeos. Se agregaba que, bajo la impresión recibida, la tropa se había hecho un hacinamiento, al punto de ordenarse muy tarde en escalones. La voz de los jefes y oficiales tuvo que ser acompañada de la amenaza y de la espada para dar alguna corrección a las filas y mantener el paso uniforme en campo abierto. El coronel Pintos en un arrebato, había hablado de fusilar. Entonces la insubordinación y más que eso el pánico que iba tomando creces, fue dominado en parte a pesar de la hora, del aislamiento y del peligro cercano. El regimiento se alejó a tropezones, ocultando en las tinieblas el rubor de su desmoralización. Venían las primeras luces del alba, cuando la división revolucionaria acampaba a orillas del Canelón. Se habían adoptado resoluciones importantes. Los dos jefes principales con la masa de prisioneros, debían contramarchar al interior, y para distintos puntos otros subalternos, que gozaban de prestigio en sus respectivos distritos. La villa de San Pedro fue designada como punto céntrico de reuniones parciales, que debía presidir el brigadier Rivera; y las nacientes del Santa Lucía como sitios a propósito para el cuartel general de Lavalleja. De este modo la fuerza a la ofensiva quedaba reducida a cien hombres, escogiéndose al efecto cincuenta voluntarios al mando de Oribe y otros tantos de los ex-dragones de la provincia. Eran sus armas la carabina, la lanza y el sable, distribuidas convenientemente. Acordose que, una vez frente a las murallas, Calderón dirigiría en jefe, quedando el comandante Oribe de segundo. Se extrañó esta resolución. No se quería en las filas al ex-jefe de dragones. Pero, se dijo que había sido adoptada a sugestión del mismo Oribe; y este detalle, acentuando la personalidad del que hasta ese momento venía posponiendo las satisfacciones vanidosas y los egoísmos irritantes al bien de su causa y del país, selló todos los labios. Debía aquello ser hábil y acertado, desde que él así lo quería. Nadie quiso entonces investigar el móvil determinante del hecho, dándose así adaptación práctica a la regla de obediencia que debía en adelante ser la base de subordinación y del respeto a las órdenes superiores. Al expirar el día, esos cien hombres eran los únicos que formaban campamento a los ribazos del Canelón. Con las primeras sombras, se mandó ensillar. -¿Vamos adonde la madriguera? -preguntó Cuaró. -Así es -respondiole Luis María, que impartía la orden de fogón en fogón-. ¡Cuando asome la aurora, veremos a Montevideo! Al pronunciar estas palabras parecía nervioso y febril. Embarazábale una emoción violenta de alegría mal reprimida, el desborde de un goce mucho tiempo ansiado; acaso el goce mayor a que pudo aspirar en sus largos días de aventura y de peligro. ¡Montevideo!... ¡Allí estaba todo lo que, con el ideal de la patria gloriosa y libre, amaba más en la vida! Al verlo excitado, Ismael ceñudo y triste, que había empezado a quererlo con el afecto que crea la comunidad de sacrificio, díjole: -Está contento porque va a su pago... donde está la novia. Berón se encendió como una mujer; y cogiéndolo entre las suyas la mano, se la estrechó con vehemencia. El capitán Velarde acercole torvo la cabeza, que oprimió con la de él, silencioso, en una caricia de amigo adusto y silvestre, como de quien nunca había conocido otro halago que el del sol del desierto. Luis María se conmovió. La caricia de aquel valiente pareciole como el resuello de una herida dolorosa, que nadie había restallado, mal curada en la soledad de los bosques como las de un toro bravío. Después, cuando se emprendía la marcha a la sordina, caída la noche, los dos iban juntos y callados mirándose a veces con extrañeza cual si recién hubiesen hallado el secreto de una recíproca simpatía. La marcha fue dura. Como no se llevaban prisioneros, ni convoy, y el número de hombres era muy limitado, se caminó a trote largo sin otras treguas que las necesarias para dar un descanso a las cabalgaduras, o para recoger los restos abandonados por el enemigo en su retirada. Algunos de estos despojos, por su calidad, demostraban que aquel iba pávidamente impresionado. Encontráronse carros de provisiones de guerra y de boca, espadas, clarines, uniformes de oficiales, pistoleras, monturas; y en ciertos sitios, a las orillas de la carretera, desertores y rezagados con todo su arreo encima. Los vecinos del tránsito decían que los paulistas a su paso como fantasmas de media noche, iban alarmando uno por uno los apostaderos del trayecto, a punto de no dar tiempo a cargar con lo más indispensable a las guardias; sintiéndose en el silencio profundo de las altas horas gritos y galopes desenfrenados en todas direcciones, rodar de carros y estridor de armas, todo lo que dejó de oírse a los pocos minutos como un ciclón que pasa de súbito y se pierde a lo lejos. Entonces, Oribe dijo a sus oficiales y soldados: -Mañana enarbolaremos la bandera en el Cerrito, sitio de tantas glorias; y cambiaremos balas con los opresores de nuestra tierra. La pequeña legión acogió estas frases llena de ardimiento; moviose al unísono venciendo al sueño, enemigo el más terrible; del soldado; atravesó campos, arroyos, cañadas, valles y asperezas, dio lugar en sus filas a nuevos continentes de hombres resueltos, y se puso en los lindes del distrito antes que despuntase la alborada. Al pasar por las Piedras, Ismael extendió el brazo hacia la zona el nordeste, y dijo a Luis María: -Ahí vencimos a los godos con el viejo Artigas... Enlazamos los cañones, ¡les quitamos todo!... Nenguno escapó; ni el mesmo Almagro. -¿Quién era Almagro? -preguntó Berón. Ismael guardó silencio un rato. Después dijo: -¡Otra vez he de contar! Comprendió el joven que en esta frase iba envuelto el desenlace de una historia dramática que resumía quizás toda la vida de aquel hombre. Por eso, a pesar de su interés, no quiso insistir. Esas cosas no debían ser escudriñadas. Con todo, ¡cuán grato lo había sido oír las palabras de su compañero, al felicitarle a su modo por la vuelta «al pago», y al hablarle de una novia que él debía tener allí que le esperaba ansiosa tras una larga ausencia! Sin intención de sondear en lo íntimo, Ismael había acertado, rozándole con suavidad un sentimiento oculto; que no se amenguó nunca en la existencia aventurera, sino que tomó creces como una necesidad imperiosa de su espíritu. En realidad, él tenía una novia, cuya imagen venía reproduciendo desde mucho tiempo atrás en su cerebro; imagen más hermosa cada vez, a medida que el deseo enardecía su mente y se agolpaban a su memoria los gratos episodios del pasado. Rubia, de ojos garzos, piel de rosa, esbelta, más expresiva en el dulce ceño que en la frase, retraída, resignada, erguíase su interesante figura a cada paso, como llamándolo cerca con un ademán de suave ruego... La conoció en la hacienda de Robledo en momentos para él amargos, cuando huía de los dominadores de monte en monte. Pudo hablarla en horas de pasajero reposo. Después cultivó su amistad; cuando herido en una refriega oscura, ella y su hermana Dora lo atendieron en la casa de su buen padre don Luciano, dueño del campo... Esta amistad fue lejos; pasó a ardiente simpatía. Aún no estaba restablecido el día en que aparecieron en el campo los brasileños, que se llevaron a Robledo y a su hija Natalia; aquella Nata que había puesto vendas en sus heridas, velado su sueño, oído sus delirios, atenuado sus dolores y échole pensar en los deliquios de la ventura. Se acordaba él bien. Con su padre preso, acaso por su culpa fue la hija. También la negra Guadalupe. El teniente Souza había usado, de una conducta correcta con todos, a pesar de los antecedentes que de él lo habían separado en la paz y en la guerra. Cumplió sus deberes de soldado con modales corteses, atento, sin rigor: y esto le hacía halagar la esperanza de que el viaje de la estancia a Montevideo se hubiese hecho sin tropiezos ni sobresaltos. Desde aquel día nada había sabido... Ahora que marchaban en ese rumbo, el de las manchas del sur, que tanto conocía, avivábanse sus memorias y latía con fuerza el corazón. Iba hacia donde estaban su hogar, sus padres y su amada; a los lugares de su niñez y juventud primera con sus caseríos de teja roja, sus calles de laberintos, sus plazuelas sombrías, su puerto sembrado de velas y de mástiles y su cinturón de granito lleno de almenas y cañones. Y pensando que era mucho su gozo por sólo volver del interior de la tierra después de tantas contrariedades, imaginábase que sería acaso mayor el de otros que habían luchado más que él y que llegaban de otro país, sin recordar en esta hora de sacrificio las comodidades que dejaban en la opuesta orilla. Así cavilando entre las excitaciones nerviosas de la marcha nocturna, alzábase ante su vista a pocos pasos el bulto de su jefe, que trotaba firme, silencioso, envuelto en las tinieblas como insensible a la fatiga y al sueño. Este era uno de los que había traspuesto el río y despedido las naves al volver a pisar el suelo nativo. Venían de lejos en busca de la tierra, del agua y del fuego sin cálculos ni miedos, ellos que fueron siempre los valientes en la derrota y en la victoria, porque siempre pelearon uno contra veinte sin pedir tregua ni perdón. Dignos de mandar y de ser obedecidos, ¿qué eran los sacrificios de los jóvenes a la sombra de su heroísmo, consagrado por la tradición oral y el amor de la raza oprimida? Apenas un eco débil en el grande esfuerzo anónimo... Y al observar a su jefe erguido, avanzando en línea recta, como si fuese acaudillando innumerable hueste, rumbo a la plaza formidable que encerraba millares de hombres y un centenar de cañones dentro de sus muros, con la intención de retarla a duelo, su cabeza ya debilitada por el insomnio empezó por creer que detrás venía en realidad toda una legión invencible, en vez de un grupo de cien jinetes bamboleantes en los estribos.
El trote pesado de las cabalgaduras somnolientas pareciole extraño galope de hipogrifos; el ruido sordo de los cascos en el suelo, el rodar de artillería de sitio; una que otra voz ronca en las filas, algún son de trompeta precursora de ataque; y cuando vino el alba sin nubes a descubrir los horizontes lejanos, y vio a un flanco enhiesto en la ribera al cerro a modo de gigante taciturno con manto de yedra y corona de granito, y allá en anfiteatro reclinada en las arenas la plaza fuerte con sus altas murallas negras, llegó a apercibirse que estaban en la cima de un montículo cubierto de cardizales y «taperas». Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y se le escapó un grito indefinible. -Espantá el sueño... Mandan formar. El corto escuadrón desplegose al galope por retaguardia de la cabeza en batalla, contestando al unísono a una arenga breve de su jefe, en tanto el porta elevaba la bandera en la cumbre del pequeño calvario, sitio de históricas leyendas. |
por Eduardo Acevedo Díaz
Antología del cuento uruguayo
Arturo S. Visca
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1968
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Eduardo Acevedo Díaz en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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