Pedazos de sangre negra Carlos Acevedo |
Pedazos
de sangre negra, sombras mohosas gimotean en el alcohol desnudo,
implorando algo tibio, algo blando y sin aristas, algo que no sea vidrios
y jeringas. Imploran una mano pero el ojo se cierra, el silencio se cierra
como un útero lleno de astillas, un útero metálico, herrumbrado. Máquinas
viejas, apenas crujen pegados a las sombras, goteando la savia última,
con los dientes quebrados de hambre espiritual. Apenas hacen chirriar sus
engranajes, como roldanas secas, veletas fantasmas que imitan el páramo
del viento. Van
perdiendo la fe a dentelladas, su dios brilla en la botella cansada, en el
eco de aullido de la neurona en llanto, en el eco sordo de la palabra que
no llega, la mutilación de la esperanza. Un
montón de basura y flores rotas, de manzanas podridas y huesos que
apestan la ausencia de la sangre, la saliva reseca que mancha las
almohadas, paredes acolchadas, pasillos orinados. Un vidrio no alcanza
para tronchar el grito, la nota interminable de las esferas llaga, la
llaga que devora orgasmos y rosales. De
las paredes surgen, verrugas de la Sombra, como apéndices del moho y la
desdicha. Se cortan los graznidos con filosofía y poesía, cortan cada
vena en retazos perfectos y arman una dermis de retazos, un vitral orgánico,
una catedral de vísceras, un amasijo de música, eyaculación furtiva
contra la pared gastada, mientras supura otra calle, otra jeringa. Un
muñeco hecho de cabezas partidas y manos surcadas como ríos de células
caducas, cicatrices abiertas
a poesías y mantras, como mandalas de úlceras, como anaqueles rotos y
biblias ultrajadas. Los
cielos psicodelia de dendritas erectas como penes que hurgan la ciénaga
el aire sin mujer, sin refugio ni máscara. Un montón de envoltorios
con sonrisas pintadas, dermis vacías como abrigos comidos de
polillas, como cáscaras. Se
atraviesan con zen, metafísica, llevan jirones de rostros borroneados,
sexos goteando musgo tibio en la memoria, nirvanas de bolsillo en piezas
arrasadas. Llevan
órganos ajenos, vaginas secas, sexos agrietados, labios que quedaron de
carroñas y alambres, palabras que se borran, colgando en las estacas. Se
vuelven cóncavos y les chorrea semen, flujo, saliva, vómito, sangre del
estigma y gritos y agujas y olor a hembra y frío de la espada, noches de
clavos, cruces, partidas, cruces partidas, poemas secos, libros afilados
como dagas, jazz y Beethoven, metal y océano con sus notas afiladas como
gotas, agudas como repicar de teléfonos que llaman a la nada. Se
cierran hasta crujir sus caparazones córneas, sus esqueletos de ceniza,
se cierran y se abrazan, son sus propios padres, su propia cuna, se
cierran intentando desnacerse, destejer las arterias y las llagas,
destejerse los ojos y las manos, los adioses, el polvo, las miradas. Se
abren como ánforas, como tierra, como cráteres, de cosas arrasadas,
hongos atómicos en maremoto de venas, se abren a la nada, a las nadas, al
frío, a la daga. Se abren como un capullo, una corola de grietas y
orfandad. Se abren pero no llega esa lámpara, no llega lo mullido, el
sepulcro o la almohada, no alcanzan los ecos sudorosos, las mentiras
pagadas, deliradas, un holocausto de encéfalos quemados, un puñado de
nervios erizados que ultrajan la mañana. Sus máscaras de whisky y arpillera, que se pegan como pluma ensangrentada, no alcanzan a exorcizar la Noche, ni aún cuando amanece y se mienten calma. No hay amanecer vergel, amanecer vuelo sin ausencias clavadas. Teléfonos que callan, teléfonos de voces amputadas. |
Carlos Acevedo
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