Lamentación primera |
Maniquíes
desnudos Carlos Acevedo |
Pertenezco a una tierra de fantasmas. Algunas noches salgo a arrastrar mis cadenas y me encuentro con otros, pegados a las esquinas como moho, asimilados al gris de la ciudad, al gris del humo y las fachadas. La gente no nos quiere ver, le molesta que andemos paseando nuestros miembros ya inútiles, nuestros corazones putrescentes, nuestros ataúdes de sangre y huesos. Nos forzamos a movimientos absurdos, mecánicos, nada propios de vacíos animados, de nubes rotas, de pechos abiertos como bocas con hambre. Nos
movemos a electricidad propia, nos conectamos cables invisibles para
manejarnos. Somos nuestras propias marionetas, vamos vestidos de hilos de
alma ennegrecida, de niños de carbón, de sonrisas abortadas, de almas
ciegas de vientres ultrajados. Somos grotescos guiñapos, muñecos hechos
de andrajos sucios manchados de silencios. Cada
vez somos más, por eso molestamos. Si uno no se pudre del todo, queda
como nosotros. Quedar así es parir un espejo roto cada día, sentir como
brotan, rompiendo cada poro, los besos como estacas, las palabras como
cuencas sin mirada. Cada vez tenemos una tierra más poblada, pero cada
vez estamos más solos. Arrastramos nuestros inútiles palpos, sin poder
tocarnos. Se nos mueren cuerpos y palabras, se nos pegan como horribles
sanguijuelas, nos visten de miseria. Pero
tratamos de no quejarnos. Después de todo, siempre hay alguno de nosotros
destejiéndose las entrañas frente a una copa, o el sudor de algún sexo
de alquiler, en alguna oscura
cueva entre el polvo de la mucosa triste de un hotel barato. Siempre hay
alguno, pero somos una cofradía sin rostro, de seres empeñados en
nuestra electricidad barata, en artificios motores de prestidigitador
manco, en hacernos bailar como un mono estúpido, sin más sentido que
aparentar seguir la música, aunque la música esté muerta, y el piano
sea un rosal hecho tumores. Siempre
hay alguno de nosotros, marchitando sus soles en algún hueco,
regando la grieta con sangre espesa y negra, que destila la noche
cuando la angustia le fornica el vientre quebradizo con su lengua de
clavos. Algunas
veces nos reunimos, para tratar de deslumbrarnos con nuestros trucos de
galeras vacías y conejos disecados. Algunas veces también extendemos
nuestro muñón ansioso, el agujero en el pecho lleno de carbón y hojas
secas, alguna vez creemos que podemos apoyarnos mutuamente, lazarillos de
espectros, bastones de papel quemado y tinta seca. Alguno de nosotros se cansa cada tanto, y abandona nuestra tierra de lápidas con ojos. Alguno se deja secar del todo, y se va goteando paz, nos deja su ropa arrugada y su cántaro seco. No perdonamos a los traidores, nunca aceptamos que se vayan, no entendemos que nos dejen. Después de todo, no estamos tan solos, somos tantos, tantos, como una ciudad entera hecha de maniquíes desnudos. |
Carlos Acevedo
Ir a índice de inéditos |
Ir a índice de Acevedo, Carlos |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |