El último suspiro, el primero |
Las
ramas de ese sauce se mecían, algunas de sus hojas acariciaban las aguas
ahora pintadas por el lejano amanecer; yo, sólo miraba tu rostro dormido,
rogando para que los segundos se multipliquen, antes de partir en el
primer ómnibus, de nuestro último día. Hoy, la carta con letras vivas, con letras mías, quedó tirada bajo el asiento del fondo, ¿qué sentido tenía dártela al marcharme? Sabía que te dejaba, sabías que me iba, no sabía si volvería, no sabías que lloraba. |
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Ilustró: Cinthia Sosa |
El
motor tomó fuerza y empezamos a dejar esas calles atrás; ahora sólo me
acompañaba mi reflejo en la ventanilla, aunque, me resulta imposible
negar que al agachar la cabeza vi de reojo tu figura empequeñeciéndose
al alejarnos. Esa fue la mañana de un día de noviembre, de un año que
me propuse sería de nuevo "el principio de mi historia". El
camino no era muy bueno y el ómnibus daba pequeños saltos, creo que si
los asientos fuesen mejores no se sentiría tanto el mal estado de la
ruta, pero, en ese momento casi no me molestaba, tampoco parecía
importarle
demasiado a los otros pasajeros, quienes de a poco iban adhiriéndose,
sumando cabezas, restando espacios; nadie hablaba, excepto el llanto de un
niño pequeño, pero su grito no contaba. Silbó el freno, nos detuvimos
en la parada aquella y subieron cuatro figuras bien distintas; un muchacho
a quien ponía unos 19 años, era algo robusto, rostro con trazos exactos
y color de pelo indeciso; un hombre de edad avanzada, el cuerpo, el rostro
y el pelo lo delataban; la tercera era una mujer a quien resultaba difícil
calcularle edad, parecía no ser tan joven, pero, algo en ella le restaba
fechas; por último subió una joven con aspecto extraño, vestía como si
estuviera de luto, tenía el rostro algo pálido, las uñas pintadas de
negro y llevaba gafas oscuras. Radiografiaron el interior del colectivo y
completaron las vacancias. El
calor campeaba; los rayos originados bien arriba sondeaban los relieves de
mi tierra, romántica y áspera al mismo tiempo; el ambiente soñoliento
del undécimo mes, por desmemoria, dejaba por momentos sin empleo a un
novel anemómetro que se erguía en el fondo de un rancho distante. Veía
al horizonte avecinarse sin cuestionarios, sin excusas ni soluciones; esa
conversación de a uno me asustaba; pero, ya había hecho lo menos fácil,
dar el primer paso que conduzca, al fin y al cabo, al lugar correcto,
porque allí debía estar. Miré
cada rostro, me adentré más allá de sus pupilas, en algunos naufragué,
tal vez el oleaje que me azotaba también los visitaba; en otros en cambio
planeé
alto, atravesando incluso la colina silenciosa de la tristeza. El
sudor se escurría entre mis cejas y ya había empapado la prolija camisa
con la que había partido. Tenía una ramita en la comisura de los labios
y busqué en la mochila mi gorra verde, empujé el asiento un poco hacia
atrás y me acomodé para contemplar el paisaje. De
pronto, se oye kilómetros atrás un llanto penetrante, llamó la atención
del conductor y de algunos pasajeros, era una sirena y se acercaba rápidamente.
Nos alcanzó justo antes de llegar al puente aquel y con señas desde el
interior pidió nerviosamente al chofer que se detenga. Dentro del ómnibus
comenzó de pronto más de una conversación tensa, sin hablar alto pero
cada rostro reflejaba cierto temor sin saber por qué. Con esfuerzo frenó
la máquina y nos encostamos a escasos veinte o treinta metros de un
arroyo. El oficial bajó rápidamente de su automóvil al igual que
nuestro conductor. Miré de pronto cada rostro sin encontrar una sola
mirada inocente, todas ocultaban algo, como si cualquiera hubiera cometido
algún acto indebido. El policía, casi sin presentarse, comenzó a hablar
nerviosamente con el chofer, no podíamos comprender de qué hablaban,
pero el rostro pintaba un cuadro extraño lo cual instintivamente a nadie
agradó, el ambiente de allí dentro empezó a ponerse más pesado aún, y
de pronto el oficial al concluir una palabra dicha con ligereza contagió
al conductor el sentimiento, el primero apuntó directo
hacia
nuestro transporte y al hacerlo, al segundo pareció helársele el rostro.
Prosiguió la conversación entre ambos hasta que parecieron ponerse de
acuerdo y volvieron a sus lugares, cada uno en su móvil, cada uno en su
asiento. Nuestro chofer tiró una mirada rápida a la ventanilla, nos miró
a todos a la vez, estiró las piernas y giró la llave del encendido. Con
escolta nos movimos de a poco. -¿Se
da usted cuenta de lo que está ocurriendo? -me lo dijo en voz baja la
mujer de mediana edad que estaba sentada en el asiento del costado. La
miré un momento y luego esquivé sus ojos, yo no tenía idea de lo que
estaba pasando -Estamos
en problemas -siguió hablando la mujer, esta vez lanzando la aseveración
al joven que llevaba al lado suyo. El
muchacho la miró con temor, y no atinó a decir nada, intentó sonreír
pero no salió más que una fea mueca. -¡Estamos
en problemas, salgamos del colectivo mientras podamos! -gritó con terror
y con los ojos salidos de órbita. El
joven trató de atajarla del brazo izquierdo, pues ella ya se había
puesto de pie con la intención de abalanzarse hacia el frente. La mujer
se dio vuelta y con un bofetazo hizo correr sangre de la nariz del puberto,
a quien se le endemonió la mirada, pero no reaccionó ni con palabras.
Los demás vieron el hecho, y aunque pronunciaron palabras ininteligibles,
prefirieron finalmente callar. La
patrullera que se desplazaba detrás nuestro ya no chillaba, por suerte,
pero su sola presencia causaba el desconcierto generalizado. El policía
era un hombre de estatura media, hombros delgados, con leve sobrepeso; su
nariz se presentaba un poco arqueada hacia la derecha, sus ojos negros
eran pequeños; sus dientes blancos, sin rastro de adicción al café, con
la colaboración de una sonrisa ayudaban a equilibrar el rostro. Nuestro
conductor en cambio era robusto, de tez oscura y ojos color madera, era
joven, de unos 31 años y muchos suplicios. Los
kilómetros iban corriendo, los ojos color madera miraban de manera
incesante por el retrovisor hacia nuestro seguidor, luego hacia nosotros,
como esperando una oportunidad. El silencio ya se contagió a todos. Hasta
la sádica se tranquilizó al igual que la sangre escurridiza del
muchacho, al que luego se le quisieron fugar unas lágrimas de niño
reprochado. La
curiosidad por el hecho se me pasó pronto, me inundó un cuadro que no
estaba lejos de llegar, hermoso, triste. Creaciones
en mi cabeza sobre lo que vendría; un recuerdo, el de ayer; sólo fue una
prolongación de algo que nunca debió ser, yo era consciente de eso, pero
de todas formas acepté esa invitación que llevó a una noche de sábanas
arrugadas, sábanas que vieron a una estrella fugaz. Esa era la manera, no
debió permanecer como la luna que siempre está ahí. Estrella fugaz, sólo
eso. Mi
reloj señalaba una hora en punto, significaba que en cincuenta minutos ya
estaría en ese cuadro hermoso y triste; una pintura del que yo era el
centro, sin personajes secundarios, sin extras; porque no tenía quien
llore por mí. Papá dijo adiós cuando tenía nueve; mamá tres años
después. El último pariente, quien se encargó de llevarme a cuestas y a
veces a rastras los años posteriores, se despidió hace siete otoños. Tal
vez alguien llora por mí, quizás se retuerce en su cama, tal vez. Hace
quince minutos que entramos a la ciudad; creo que la persona que se
encuentra a mi lado hace un rato quiso decirme algo, pero no me di cuenta
en el momento; no estoy seguro si me preguntó por alguna calle o sólo
intentó invitarme su tereré. Unos cuantos jóvenes, prejuzgando
estudiantes de medicina, subieron enérgicos. De repente me pregunté: ¿Por
qué no practican por el hombre de enfrente?, tiene cara de muerto, no
soltó ninguna sonrisa hasta ahora. Martínez
era el apellido del chofer, estaba tenso; extendí el cuello hacia un
costado para mirarlo en el reflejo del parabrisas. En ese momento cambié
de idea, el hombre de enfrente no tenía cara de tumba, era nuestro
conductor quien la tenía. Como si se hubiese encerrado en un baño de un
metro por un metro con la sirena ensordecedora del policía atada a la
cabeza. Algo sabía sobre nosotros, de alguno de nosotros. De
pronto empecé a sentir frío, mucho frío, pero afuera la temperatura sin
demasiado esfuerzo alcanzaba los cuarenta y tantos grados. Tenía los pies
congelados, pero me di cuenta de que no era sólo yo, los demás sintieron
lo mismo. Miré a la sádica, dormía casi angelicalmente, en sueños
estiró su cartera como acurrucándose buscando un poco de calor. El
hombre con cara de muerto cerró su ventanilla y una de las estudiantes
buscó el tibio abrazo de su novio. Miré mis manos, temblaban ligeramente
mientras una mujer intentaba infructuosamente hacer parar el colectivo
para bajarse. El chofer comenzó a acelerar mientras miraba aterrado por
la ventanilla. Yo quise ver también hacia atrás, pero como en la parte
trasera llevaba una publicidad de una X empresa que cubría todo no
quedaban rincones para espiar. Intenté abrir la ventanilla, pero ésta se
me trabó. Martínez cada vez pisaba más fuerte el acelerador, el pánico
se apoderó de todos nosotros, pues aunque entró en una ruta no tan céntrica
el peligro de chocar era inminente. La mujer golpeadora dejó el sueño
para empezar a repartir nuevamente arañazos y patadas. Intenté
levantarme pues la inercia por el ritmo zigzagueante de nuestro colectivo
nos tiraba a cualquier parte. Una
joven con trenzas saltó por el conductor y un hombre que iba en la
primera fila logró reducir a Martínez mientras el novio de la estudiante
se apropiaba del volante. El chofer armó un berrinche y a empujones saltó
del camión, el cual aún no se detenía y cayó muy fuerte a la calzada.
En las calles todos
miraban
con ojos curiosos cómo la sirena de aquel policía empezaba una corta
persecución tras Martínez. Se
le torció el tobillo derecho al caer y a duras penas consiguió dar un
trote lento hasta que sacó un revolver calibre 22 de la cintura. El policía
frenó de golpe y se oyó un disparo seco proveniente de la patrullera.
Todos corrieron a refugiarse ante la posible balacera. Pero sólo hubo un
disparo; y al instante el frío terminó. Este se fue solo, se fue con
Martínez. Miré
mi reloj y quedaban veinte minutos para la hora en que tenía la cita con
mi destino, así que tomé el primer taxi que encontré, le interesó más
la paga que la curiosidad y rumbeamos presurosos mientras en la radio,
como si la prensa tuviera ojos y oídos en cada esquina, ya relataban los
pormenores del asesinato del posible homicida de la hija de un policía. La
Toyota modelo 88 color amarillo frenó justo frente a un edificio y bajé
con prisa. Corrí con papeles en mano mientras observaba que el último de
una fila se perdía en un pequeño pasillo. En ese instante me vinieron a
la mente momentos de mucha intensidad, el corazón me salía del pecho, y
no era por la corrida, eran los nervios propios de ese momento. Sabía que
mi cuerpo sentiría exactamente eso, me temblaban las manos y esta vez no
era el frío. Aceptaron
mi llegada tardía, y me dejaron caminar por el pasillo, éste tenía unas
luces blancas a lo largo y ancho, recuerdo bien la alfombra con olor a
recién comprada, era gris
con detalles de peces de colores, su aroma no lo olvido, al igual que el
sonido que hacían mis zapatos sucios después de tanto trajín. Pasé
otra habitación y fue en ese momento en que me di cuenta de que ya no había
marcha atrás, llegaba a la última puerta. Sentí intensamente mi pulso
al atravesarla. Me senté y acomodé mis cosas, las cuales no se extendían
más allá de un bolsón. Luego alguien habló con calma, seguidamente
hubo cierto silencio y mis latidos se calmaron, era paz lo que me recorrió
el cuerpo. En eso sentí algo nuevo, era eso lo que muchos me habían
comentado, fue tal y cual había descrito mi madre cuando yo era aún niño,
esa descripción se me grabó en la cabeza. Cerré los ojos, suspiré y
volteé la cabeza. Allí estaba, el cuadro hermoso, pero no sé si era
triste, la pintura del que era protagonista central; y entre las nubes la
pude ver, con una lágrima en los ojos, parada sola frente a su vereda, ya
sabiendo que quizás no volvería, porque hoy la razón por la cual siete
meses atrás nos alejamos ya era presente, mirando al cielo, imaginando
este despegue; mientras yo me perdía en el primer avión, de mi primer día. 19/01/07 -13.20 hs. |
Rodney Zorrilla Ortíz
"Historia de ocho
mundos"
Arandurá Editorial
Asunción, Paraguay, junio 2007
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