En la mitad exacta del cigarrillo el 549 se detuvo ante mí, casi
instintivamente. La situación, que más me irrita por repetirse, genera
en mí una maldita sensación alegre. Cuesta dejarlo ir, envejecido de
pronto, pero cómo seducen esas causalidades, más cuando no hay tanta
gente delante de uno en la fila y dos, cuatro, trece. Tal vez ligue
asiento.
No será el premio mayor asiento único monopolizador de ventanilla,
pero sentarse atrás tiene su magnificencia si uno tiene atisbos de
optimismo. Tal vez, si hubiese agarrado el premio mayor asiento único
monopolizador de ventanilla pero de adelante, una mujer a días de parir
podría ascender al vehículo, con la monumentalidad de una panza que me
dejaría imposibilitado de caer en la tentación de confundirla con
alguien que ha incurrido en la torpeza de comer postres compulsivamente.
O qué hay de un choque frontal. Algarabía la mía, por sentarme detrás.
Hay algo de entrañable en esa gente que cuando viaja parece meterse tan
dentro (de) su-yo, como aquellos que se acuerdan tarde de bajar porque
van leyendo plácidamente, o esos que permanecen mirando un punto fijo
mientras repiten de manera autista un segmento de una canción en sus
reproductores portátiles. O esos que simplemente miran a través de la
ventanilla un paisaje que miran todos los días, pero que todos los días
ofrece algo distinto, porque la gente no sale todos los días con la
misma ropa, porque a lo mejor aparece algún pájaro nuevo en el cielo.
El señor de unas pocas canas que se sentó a mi lado era uno de esos
que ignoraba los límites invisibles y exactos que se trazan entre los
que compartimos viaje en las horas más tortuosas, pues posó parte de
su sobretodo en mi falda, causando en mí tal sensación de hastío que
era imposible partir de ese trasfondo para generar cualquier intento de
complicidad, que este colectivo de mierda no llega más, que denle un
asiento a la señorita por favor, que háganme el favor de mirar cómo
estamos viajando.
Lo miré de pronto, como con una bronca acumulada en años, como dirigiéndole
los peores improperios sólo con la mirada. Creo que comprendió el
mensaje, porque enseguida lanzó un ruidoso suspiro y puso el sobretodo
de manera vertical, de tal forma que la prenda comenzó a rozar el piso
y a sufrir las consecuencias de las pisadas de los otros.
El señor de las pocas canas miró a la señorita de minifalda que
estaba a mi derecha y rieron, con una atontada tensión, como
escondiendo algo. Había algo raro, y todo aquello ya empezaba a
incomodarme. Había algo más y con seguridad yo era fatal presa,
quedaba descontada la posibilidad de formar parte de ese vaivén de
miradas que esta vez no parecía decir qué colectivo de mierda, ni
denle un asiento a la señorita, ni nada que se le parezca.
Yo no podía formar parte porque con el señor de canas jamás hubiésemos
trabado una relación amistosa, y la señorita de minifalda era de esas
que van tan asustadas como si siempre tuvieran miedo de que uno se
sobrepasara. La seguidilla de miradas no cesaba y yo comenzaba a
preocuparme, qué diablos tendré en la maleta, cuánta plata en la
billetera. Llegué a la conclusión de que no llevaba nada valioso pero
comencé a transpirar.
Comencé a transpirar porque esa es mi tendencia cuando me invade la
incertidumbre, no era miedo sino ingenuidad, porque esta gente se traía
algo entre manos y cómo podía ser que yo, teniéndolos a mi lado no
pudiera comprender lo que tramaban, me sentía la antítesis del héroe;
pensé que si a alguien le pasaba algo en este viaje otoñal del 549 la
culpa iba a ser mía, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa,
aunque nada tuviera que ver con todo esto mi mentirosa fe cristiana.
Cuando uno no tiene miedo, sino ingenuidad sobre lo que está pasando
alrededor, es muy normal que apele a un recurso que muy bien no le hace:
recordar situaciones pasadas en las que uno fue o no protagonista y que
tienen un punto de conexión con la situación actual en la que uno sí
es protagonista. Creo que es ahí cuando la ingenuidad deja de ser tal
para dar paso al miedo, porque es entonces cuando la situación actual
comienza a tomar forma, a instalarse en una secuencia de acontecimientos
que pueden estar ligados por la crudeza.
En el medio de la paranoia, recé hasta recuperar la calma porque
acostumbro a rezar en circunstancias límites, y mi transpiración se
fue con la fresca, de un saque. Esa fresca que fastidiaba al señor y a
la señorita, porque de repente el señor del sobretodo negro se levantó,
y con violencia, le cerró la ventanilla al viejo de adelante que iba
mirando el paisaje de todos los días.