La mierda está en uno |
Negro de mierda es una expresión que me da escozor. La aborrezco en tanto concepto, en tanto cadena sonora, por su perspectiva histórica, etcétera. Es una de esas expresiones que usan hasta los más morochos de piel con la excusa de que existe una negrura de almas. ¿Cómo es que un alma, lo más alejado de la materialidad, tiene un color? De pequeña vivía en la torre de la calle Condarco. Los edificios de barrio tienen la particularidad de tener paredes inertes: de pronto, todo se mezcla. Nadie respeta los horarios para hacer ruido, las voces de los vecinos llegan a tu mesa, la gente vive en una fiesta constante. En este caso, la fiesta era un cumpleaños de niños, siempre todos juntos, corriendo por los pasillos, jugando al cuarto oscuro, haciendo comida con plantas. En ese edificio conocí el dolor y la complejidad de las relaciones humanas. Abajo, había un patio de juegos. Era el respiro al que acudíamos como animalitos encerrados, hasta que empezaban Los Simpsons y no quedaba nadie. Yo era de las más conflictivas. Nunca podía relacionarme del todo con los demás. Siempre me sentía herida, había una agresión que me golpeaba en lo más hondo de mi (¿negra?) alma. |
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Fotografía de Marc Riboud. |
Con
una de las nenas nos odiábamos, me acuerdo. Tenía una hermana. La pasábamos
discutiendo, veía en ella misma la cara del odio, su desprecio por mí
era infinito, pero la cosa era mutua. Vestía ropa cara, tenía juguetes
caros y una madre parecida a Moria Casán. Salvo esos defectos –porque
para mí eran eso-, tenía la particularidad de ser más magnética. Había
hecho muchos más amigos que yo. A veces parecíamos perros marcando
territorio. Siempre ganaba. Salvo una vez que competimos por quién duraba
más tiempo en la vertical pared, y triunfé. Sentí el odio materializado
en cuatro piernas clavadas en una pared. Era claro, natural: el odio entre
niños es tan despreciable como el odio entre adultos. Otra vez, recuerdo, me había “amigado” con su hermanita menor. Habíamos hecho una suerte de pacto de amistad que no apuntaba a ser muy duradero, pero que tal vez nos permitiera pasar una tarde olvidando rencores para compartir lo único que teníamos en común más allá del odio, que era otra vecinita. Cuestión que nos fuimos al patio, y apareció su abuela. Una señora maléfica que porque se le cantó nos separó. Recuerdo claramente estar metida en el oscuro túnel –sí, teníamos un túnel con muchas salidas en aquél patio- y escuchar la voz de la vieja: “No, con Daniela no juegues. Porque Daniela es más mala que una peste”.Retomé aquella sensación del odio y sus semillas. Si los payasos son malos y esa era una fiesta de niños, entonces los payasos eran los adultos. La vieja era la voz de la autoridad, y porque creía que yo era “más mala que una peste” estaba frenando el poder de las emociones infantiles, que son tan ambiguas como las de los grandes, aunque a veces mucho más genuinas. Nunca más volvimos a jugar. Un día alguien me dijo algo mitad orden, mitad consejo: “Respondele. Decile negra de mierda”. Lo miré, agaché la cabeza, y luego no hice más que esperar al próximo altercado para lanzar mi nueva arma. En el siguiente enfrentamiento, la empleé, sin saber lo que podía pasar, o más bien imaginando una serie de improperios que podía desconocer. Vomité un negra de mierda violentísimo en su propia cara, mirándola a sus ojos oscuros, casi negros y no de mierda. Esperé en un instante eterno su reacción. No la vi enojada. Leí su tristeza. Me vi en ese espejo que es la mirada del otro, y me puse muy mal. Ella se fue a su casa. Era la primera vez que se iba después de pelear. Su partida fue el signo de que había hecho algo realmente malo. Su retirada del campo de batalla me dejó pasmada, mi propia flecha se volvió contra mí. Desde entonces, cada vez que escucho negro de mierda, me dan ganas de irme a la mismísima mierda. Porque siento que me lo dicen a mí. |
por María Daniela Yaccar
mdyaccar@hotmail.com
Gentileza de
www.romperelcristal.blogspot.com
Autorizado por la autora
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