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Nos conocimos una mañana del año mil novecientos sesenta y nueve en el centro de la ciudad. Yo hacía como de costumbre la cimarra porque odiaba mi colegio y al mundo entero. Un joven de aproximadamente mi edad, dieciseis años, empujando un destartalado buque manicero y desparramando bolsitas de maní tostado y confitado por el suelo me miró suplicante. No teniendo otra cosa que hacer y viendo la oportunidad de comer maní gratis, lo ayudé. Y nos hicimos amigos. Vivía con su madre en una población de familias indigentes en el sector oeste de la
gigantesca urbe, ahí donde el río se desborda con saña, las habitaciones son pocilgas con techos de cartón y los
gigantescos güarenes se comen vivas a las guaguas. Yo vivía en una casona seca y calientita en
el lado este, a los piés de la cordillera. Vestía abrigo azul, chaqueta, corbata y zapatos de cuero reluciente, y él, camisa y pantalones desgastados e incoloros cual telas de cebolla y alpargatas carcomidas por los años y las penurias.
Le decían El Comprita porque por las noches cuando no era El Manicero salía con su buquecito a comprar cosas. Cualquier cosa... viejos alambres oxidados, restos de estufas a parafina, revistas de siglos pasados, botellas, viejas fotografías. Y con su elocuencia e ingenio prodigiosos lo vendía todo en El Mercado de las Pulgas y compraba más maní que tostaba y preparaba con su madre para el día siguiente.
Nuestra amistad se fue consolidando a medidas que ibamos madurando. Yo lo guiaba en rondas nocturnas por las mansiones del barrio alto a comprar objetos curiosos e inservibles y conversábamos incesantemente acerca de la inestable situación política del país. Él me mostraba el nervio de la miseria y la pobreza de nuestra amada patria. Yo tan sólo conocía la retórica a pesar de estar profundamente involucrado en acciones pro gubernamentales. Y cuando el temido y sangriento golpe de estado militar irrumpió en nuestars vidas cual pesadilla, El Comprita me tendió inmediatamente la mano escondiéndome en un pequeño
cuartito de su humilde casa.
Su rutina cambió drásticamente. Ya no salió más a vender maní. Él y su madre Rosa atendían a innumerables personas que venían a la casita durante el día, tomaban interminables tazas de té y cuchicheaban hasta el atardecer.
Me tenían estrictamente prohibido salir de mi cuarto cuando habían
visitas. Y en las noches, desafiando el toque de queda y el estado de sitio y de emegencia que había instaurado la dictadura, salía con su buque manicero a las desoladas y peligrosas calles santiaguinas y al agresivo río a recatar a seres anónimos heridos o asesinados por los soldados y la policía. Los llevaba a los hospitales mas cercanos para que los identificaran y no fueran sepultados en fosas comunes en el desierto y declarados "desparecidos".
Con el tiempo descubrí que los visitantes golpeaban en la puerta y preguntaban "Compra cosas antiguas?". También vi a través del ojo de la cerradura que traían fotografías...
Una noche me empujó al buque manicero, me ocultó entre objetos antiguos y me condujo corriendo al
aeropuerto. La despedida fue muy rápida. Un apretón de manos y una mirada firme a los ojos confirmando la inmortalidad de nuestra amistad.
El viaje en avión fue una sola interminable pesadilla febril; una maraña de familiares llorando, amadas abandonadas, contraseñas, fotografías de desaparecidos y maní... mucho maní y objetos antiguos.
Habrá transcurrido realmente ya casi medio siglo desde estos acontecimientos? Llevé a Caupolicán y su asno al
aeropuerto y volví a mi casa a llorar amargamente con la carta entre mis manos.
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11 de Septiembre 1975
Estimado señor,
debo comunicarle la terrible desaparición de mi hijo Pedro, más conocido entre sus amigos como El Comprita, el Compra Cosas y El Manicero.
Desde su partida él no ha sido el mismo. Siguió unos meses con su labor de rescatar cadáveres y heridos hasta que una noche llegó a casa con un alma.
Había además un alma herida en su carrito.
No teniendo dónde llevarlas -los hospitales no reciben a este tipo de seres, me dijo- las dejó dormitar en el cuartito que Usted ocupaba meses antes de su viaje al extranjero.
Pero las cosas se complicaron mucho. Salía todas las noches como siempre, a pesar del toque de queda, y volvía a casa con más almas.
Nuestro hogar se llenó de ellas y no teníamos espacio suficiente para vivir o dormir o comer.
Frente a nuestra puerta habían interminables filas de espíritus pidiendo asilo.
Muchas veces llegaron soldados y policías a allanar nuestro hogar, sin resultado alguno para ellos. Como Usted seguramente sabe, las almas son invisibles.
Anoche llegó el alma de Pedro, su amigo El Comprita señor, a quedarse conmigo para siempre.
Las autoridades lo han declarado oficialmente desaparecido.
Esperando que Usted esté bien en su nuevo país, le mando un gran abrazo.
Señora Rosa. |