La Coleccionista
Ian Welden

"Aunque camine por el más oscuro de los valles, no temeré peligro alguno porque tu estás conmigo"                                                                                                                                                                                                                                                 Salmos  23: 4       

La conocí una tarde de lluvia fina saliendo del Cine Andersen donde había visto una película oscura y polvorienta de Ingmar Bergman.

"Me duelen los huesos" me gritó y succionó su cigarrillo como si se tratara de oxígeno puro. Mi reacción fue ignorarla pero ella no aceptó mi rechazo. Me siguió por la calle húmeda y me detuvo en una esquina donde los semáforos estrafalarios lanzaban rayos multicolores al pavimento.

"Tú! Me duelen los huesos! Haz algo pues".

Su rostro groenlandés, su pelo negro agresivo y luminoso y sus ojos azules y tormentosos me vencieron. Me fascinaron.

"Qué quieres que haga?"

"Cómprame huesos nuevos. Tu pareces tener harto oro..."

"Eres puta?"

"Puta? Ja ja ja! No. Soy astronauta. Vengo llegando del planeta Marte donde desenterré osamentas de marcianos que murieron hace millones de años. Y tú? Qué cosa eres? Maricón? Ja ja ja. Cómprame una cerveza por favor".

Su súbita humildad me enterneció.

El Café Ciré bullía de bebedores compulsivos, humo, transpiración y música de Lilly Allen. Nos sentamos a beber y a mirarnos. Ella tranquila, sumisa, me clavaba sus ojos húmedos y legañientos, goteando rimel viejísimo por sus pómulos poderosos como icebergs solitarios o iglúes deshabitados. Bebía su cerveza a sorbos pequeños, haciéndola durar, calentándola con sus manos impecablemente pardas como si fuera whisky o coñac. Sentí la emancipación de la vejez en mi cuerpo desgastado. O sería el descalabro de la poca juventud que me quedaba?

"Qué edad tienes mujer?"

A manera de respuesta me mostró un documento a punto de deshacerse.

"María Jeremíasen, 14.12.80 -Uunuk, Groenlandia..."

"Si, a ver el tuyo?,

"Ian Welden, 14.12.48 -Santiago, Chile... Hola abuelito! Ja ja ja".

"Hola, hija... María..."

Un poco ebrios subimos las escalas de un edificio que se mantenía en pié gracias a algún milagro. La  basura se amontonaba por los corredores sin luz y ratas y cucarachas se desparramaban despavoridas a nuestro alrededor. Sin embargo un dulce aroma a cilantro, ajo y frutas frescas recién cortadas nos acarició el olfato. Su pequeña morada consistía en un sólo cuartito, una cama en el suelo y una ventana misteriosa. El baño era un tarro de arvejas con etiqueta GREEN GIANT. Y el gigantesco ropero, por supuesto.

"Aquí vivo yo, viejo".

"Si, me doy cuenta".

"Qué te parece?

"Mal pues!"

"Me imagino que tu vives en un palacio, no?"

"No. Pero mi casa es distinta. Tienes algo para comer?"

Sacó una lata de sardinas portuguesas, un pan rancio casi verde y se despojó de la chaqueta húmeda, los pantalones y la blusa. Tenía un tatuaje en un seno, SHHHH...

Y cenamos sardinas saladas con las manos y en silencio

"Qué hay en ese ropero?"

"Osamentas humanas"

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Intuí que era verdad.

Se puso de pié y abrió las puertas del mueble. Una cascada de huesos cayeron al suelo. Calaveras blancas, amarillas y oscuras con sus clásicas sonrisas de piratas detenidos en el tiempo nos observaron curiosas entre las tibias, costillas, fémures y peronés. En el ropero habían  esqueletos balanceándose cual mimos blancos colgados de ganchos para la ropa. Observó mi mirada de estupor y me hizo cariño en el pelo, tranquilizándome.

"No tengas miedo, viejito. No soy una asesina."

"Qué es todo esto?"

"Son seres marginados y solitarios que me regalan los cuidadores de los cementerios de la ciudad. No, no estoy loca abuelito. Fui estudiante de medicina una vez en Groenlandia a pesar de que entiendo si no me crees, siendo quién soy ahora, una mendiga cualquiera que pide huesos por las las calles de Copenhague."

"Y qué haces ahora con ellos?"

"Los cuido pues, les hablo y les canto canciones de cuna a la hora de dormir. Los lavo, los seco y los acurruco contra mi pecho. Los consuelo en las noches de tormentas.

"Pero aquí también hay quijadas de burros, de bueyes y cocodrilos!"

"Por supuesto. Eran sus bestias de carga, sus fuentes alimenticias... Tienen todo el derecho de estar junto a sus amos".

"Y así me dices que no estás loca!"

Guardó silencio un instante. Afuera de la ventana llovía con saña..

"Y qué haces tú con tu vida, señor tan cuerdo?"

"Era arqueólogo".

Su mirada burlona me hirió.

"Tienes nietos y nietas? Una esposa guardadita por ahí en algún ropero?"

"Tenía una hija de tu edad, murió en un accidente. Mi esposa me espera en casa".

Me hizo tocar las osamentas y recordar esa textura suave tan particular, ese diseño ingenioso y resistente al tiempo que nosotros los seres humanos con toda nuestra ciencia jamás hemos logrado imitar.

"Tu sabes harto de esto, señor arqueólogo. Te da nostalgia? Ternura?"

"Siempre me impresionaba encontrar huesos en mis excavaciones. Huesos de dos o tres mil años o más, con restos de vestimentas bizarras. Seres llenos de pasiones, orgullosos, codiciosos, inteligentes o estúpidos reducidos a esta modesta materia que nosotros llamamos hueso".

"Solo te falta decir:  ` to be or not to be ´... También eres filósofo?"

"Hace un frío horrible, porqué no cierras esa ventana?"

"Porque por ahí entran las almas de estos huesos a reconciliarse con sus muertes pues, viejo loco. O no crees en el alma?"

"Alma?"

"Sácate la ropa mojada y métete aquí a la cama conmigo que te vas a resfriar, necesito a un padre esta noche".

Puso su cabeza en mi hombro, olía a peces y osos polares. Le acaricié su cabello inmundo. Yo necesitaba a una hija. La ventana permaneció abierta y nos dormimos en paz. Sin embargo desperté sobresaltado a medianoche para encontrarme con una multitud de hombres, mujeres, viejos y niños de diversas razas hincados ante María. Murmuraban al unísono algo que parecía un rezo o una plegaria. Gente entraba y salía del cuarto como si fuera la calle principal de una gran ciudad. Por la ventana trepaban soldados conduciendo a prisioneros vendados y esposados y del inmenso ropero brotaban cadáveres, insectos y bestias salvajes que vomitaban refrigeradores, computadoras y televisores. Del techo descascarado apareció una mano gigantesca que me sacó de la cama de una sola bofetada y mi levantó en el aire con su dedo índice y pulgar, como quién retira una mosca de la sopa, y me depositó cuidadosamente a la salida del Cine Andersen donde recién había visto una oscura y polvorienta película de Ingmar Bergman.