Sepultura en la niebla |
Al ínclito Augusto Roa Bastos |
Lisandro
y su pequeño hijo Mario partieron silenciosos de la aislada vivienda. Esa
marginal casucha era la única que levantaba sus maderas heroicas en kilómetros
a la redonda. El paisaje rural, que se erguía apenas entre las densas
tinieblas, era asperjado por tímidos chorros procedentes del mordido
disco de la luna recién nacida. La luz tibia y desteñida, que se
desplomaba desde las alturas sobre la nebulosa obscuridad sin término, no
conseguía domar a la negrura salvaje e inmemorial, a pesar de hallarse ya
la noche herida por los arañazos luminosos de las luciérnagas
multiplicadas. El mudo grito de la soledad se oía ininterrumpidamente. El
cerro, las rocallas, los árboles, las hierbas y los arbustos estaban
sumergidos, parecían estar consumiéndose en un callado fuego interno que
dejaba escapar un humo blanquecino y vertical que ascendía desde la
tierra misma haciéndose omnipresente: la niebla acechaba por todos los
flancos. Los
dos seres caminaban con parsimonia. Lisandro cargaba una pala en la
diestra y un bulto ataviado con blancas telas en la mano izquierda. Su
hijito Mario, en su levantado brazo derecho, portaba una lámpara de
queroseno. Vistas a través de la vacilante leche lunar, las dos figuras
se movían espectralmente como sombras, como si flotaran en lugar de
caminar. Los pies avanzaban sin prisa, copiando fielmente la forma
serpenteante de la delgada cinta del caminito. Se internaban en la
espesura del bosque, en la enmarañada jerigonza verde de hojas y ramas.
El silencio, apenas quebrantado por el unánime cri-cri
de los grillos, crecía en círculos concéntricos como las ondas que
surgen en la piel de las aguas quietas al recibir el impacto de una piedra
rebelde. −¿Falta
mucho, papá? Tengo sueño− dijo Mario y las sílabas resonaron auténticas,
como pronunciadas en combinación por vez primera. Las
palabras secuestraron a Lisandro de su abstracción. Sus ojos recuperaron
el foco de la realidad y vieron el rostro inquisitivo de su hijo. Entonces
comprendió la pregunta, que aún flotaba
solitaria en el ambiente, e intentó una respuesta: −Ya
oigo el murmullo del arroyo, estamos cerca. Dormirás cuando regresemos a
casa. Luego
de ese corto diálogo, casi mímico, cada uno volvió a caer en su
ensimismamiento, a continuar su mecánico y apesadumbrado caminar por
sobre la vegetación aplastada, con el objeto de deshilar la distancia.
Numerosos murciélagos emergían de sus escondrijos entre los árboles
agujereando las blancas tinieblas de la niebla y haciendo vuelos rasantes
sobre las dos cabezas meditabundas. Parecía que irían a dar de lleno
contra algún tronco; sin embargo, milésimas antes de que se produjera la
colisión, desviaban su curso con agilidad de prestidigitador. Las lanudas
espumas de las nubes pendían cada vez más bajas, se confundían con las
cosas terrestres desdibujando sus siluetas en oníricos ambientes
gaseosos. Costaba cada vez más observar el sendero, los rayos de visión
eran amortajados por la infinible cortina.
La niebla era casi sólida. Mario
detenía de tanto en tanto su marcha para cambiar la lámpara de un brazo
a otro. Sus cortos cuatro años de edad no le dejaban entrever el motivo
de aquella visita tardía al obscuro corazón del bosque. Los árboles,
enyesados de niebla, contemplaban todo lo que acontecía, sin perderse
detalle, como para una futura declaración de testimonio que jamás les
sería solicitada. −Este
es el arroyo, debemos seguir avanzando por sus orillas− dijo
Lisandro, y sus palabras encontraron a Mario contemplando el cenit. El
cuerno esplendoroso de la luna se reflejaba en las ondulantes y
horizontales aguas del arroyuelo y daba la impresión de ser un animal
sumergido. Mario se imaginó de repente que aquel cuerno desleído
abandonaba el agua lentamente y que salía a la orilla convertido en la
cima de un luminoso minotauro huido de vetustas mitologías. El avance
cansado proseguía en las márgenes del arroyo que murmuraba su canción
milenaria, ignorante de la inmensa pena que destrozaba el pecho de uno de
los seres que hollaba el oro muerto de sus arenas. La
congoja de Lisandro aumentaba proporcionalmente a la distancia que iba
recorriendo. Una onda de frío glacial ascendió verticalmente desde sus
pies hasta su cabeza, arremolinando su pensar. Calculaba, meditaba,
reflexionaba; sus inextricables pensamientos divagaban volátiles como
sinusoidales fantasmas de humo. Su mente estaba ahogada, hundida,
sumergida en la penumbra rojiza de un monólogo interior: "¿Por
qué, Dios mío? ¿Por qué? Ya hace dos años te llevaste a uno de mis
hijos, cuyo recuerdo entre las parras de mi memoria no conoce de
vendimias. ¿No fue suficiente con eso? ¿Por qué ahora me arrebatas a la
bebita recién nacida? Si el sufrir da lustre a las almas, ¿no está
brillante ya la mía? No debí traer a Mario, pobrecito, es tan pequeño aún.
Me pregunto si su mente puede ya entender el concepto de muerte, de
no-ser. No debí traerlo, pero era menester, pues la lámpara no cabía ya
en mis manos y tampoco podía dejarlo solo. El pobrecito cree que su
hermanita recién nacida reposa en casa, en una humilde cuna que es
ocupada por una engañosa almohada. Nélida también lo cree, se echó a
dormir apenas la tierna bebita asomó la cabeza al mundo. La vio, le sonrió
y luego se durmió, vencida, derrotada por el cansancio inmenso de dar
vida. Ahora está en casa soñando plácidamente, sin saber que la niñita
ha muerto, apenas cuatro o cinco minutos de vida y murió, dejó de
respirar, empezó a enfriarse su cuerpo por la ausencia de un alma. Dios:
¿por qué vuelves a poner a la muerte en mi camino? Espero que Nélida
pueda soportar la enlutada verdad cuando despierte y me pregunte dónde
está el bebé que durante nueve meses incubó en sus
entrañas". El
pequeño Mario se aferraba a los pantalones de su padre y contemplaba,
temeroso, las fantasmagorías neblinosas que el paisaje alucinógeno ofrecía
a sus ojos somnolientos. El instintivo y ancestral temor a la obscuridad
le latía en las sienes. Pestañeantes, florecían y fosforecían los muâ entre las tinieblas. −Hemos
llegado. Este es el lugar− dijo Lisandro, señalando con el dedo una
cruz pequeña esculpida a cuchillazos en la ruinosa corteza de un árbol. −¿Qué
vamos a hacer aquí, papá?− inquirió
Mario. −Sepultaremos
un tesoro. Arrima tu lámpara a esta planta. El
padre escogió un árbol
vecino al que llevaba tatuada la cruz en su áspera piel.
Lisandro puso en el suelo el pequeño bulto envuelto en trapos
blancos que traía en la mano. La tristeza ensombrecía su rostro y se
anudaba en su garganta. Los mosquitos marcaban su presencia danzando
invisibles a su alrededor, dejando una huella sonora por sus tímpanos
aletargados. En aquella hora fetal el aire era plomizo, costaba
respirarlo, se hacía cada vez más difícil introducirlo en los pulmones.
Lisandro aferró entre sus manos la pala y empezó a cavar en las
inmediaciones del vegetal escogido. Estrellaba la aguda punta metálica
una y otra vez contra la sólida epidermis del suelo. Mientras hurtaba
tierra a la tierra pensaba: "¡Oh!
Cuánto deseé no volver más a este lugar. Retorno a él después de dos
años, traigo a alguien que hará compañía al otro infante de mi alma
cuya vida fue cortada por la Vida. Yacerás aquí, preciosa niña, cerca
de la tumba de tu hermanito, entre las raíces de este árbol corpulento.
Tus huesos roídos tendrán compañía, hijo mío. Tu pobre hermanita
dormirá el sueño eterno cerca de ti. Este es el segundo fruto de mi
sangre que entrego a estas arenas. Ya antes esperé no volver jamás con
esta misión, pero heme aquí nuevamente. De todas formas conservo la
esperanza de jamás regresar. Reposen en paz, hijos míos, mis lágrimas
no alcanzan para llorar la hondura de mi desdicha". Cuando
el hoyo tuvo la suficiente profundidad, Lisandro dejó la pala al cuidado
del erecto tronco del árbol. Un sudor triste se escurría por sus manos
exhaustas y arenosas. Alcanzó el liviano paquete donde llevaba envuelto
el inerte cuerpo de su hijita, estampó un beso trémulo en la frente
congelada y luego lo depositó en la recién abierta cavidad. Largo rato
se detuvo a contemplar el níveo atado que contrastaba con el tinte rojo
de las arenas que componían la bondadosa placenta. Desgranó unas
oraciones que ascendieron atravesando la atmósfera para luego perderse en
la inmensidad del cosmos. El llanto reptaba por sus mejillas, los
fragmentos de cristal que se desprendían de sus ojos caían y morían
consumidos al contactar con la sedienta tela de su vestimenta. La
pala volvió a encontrar hospedaje entre esas manos a las que la azada y
el hacha no eran desconocidas. Empezó a devolver al suelo sus arenas. Los
montoncitos de tierra fueron esparciéndose sobre el frío fardo; la
imagen recordaba a una piel invadida de sarampión hasta que,
paulatinamente, las arenas la tragaron por completo. El cuerpecito quedó
abandonado al amparo maternal de la tierra. El brillo impuntual de las
estrellas contribuía a hacer más liviana la tarea de la única lámpara
que portaban, cuyo relumbrar negligente y arrastrado dejaba vislumbrar ya
los últimos estertores de agonía. Las lágrimas gruesas que surgieron
con los palazos finales fueron bebidas por el suelo piadoso. Lisandro observó que Mario se había arrodillado para contemplar mejor la escena. A pesar de la pálida y ya cadavérica luz que producía la lámpara, vio que sus ojos también criaban lágrimas y tuvo la certeza de que su pequeño había comprendido la situación, se sintió seguro de que el único hijo que había logrado superponerse a la fiereza descomedida del destino ahora entendía el concepto de muerte. Ambos, padre e hijo, desanduvieron el camino, sin pronunciar palabra, unidos por algo más que la sangre, hermanados por un llanto que surgía límpido e incesante desde los profundos manantiales del alma. |
Javier Viveros
De
" La luz marchita"
jviveros@gmail.com
Ir a índice de América |
Ir a índice de Viveros, Javier |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |