Los escritos póstumos |
El
zumbido impertinente del teléfono hizo estallar en esquirlas los pulcros
espejos del silencio y penetró vivaz en los oídos de Cristian Solar,
quien quedó por momentos turulato, como atontado, flotando entre los
despojos dispersos del silencio asesinado. Estaba sentado en su
escritorio, hojeando el diario. Leía sobre un doble crimen y un suicidio
acontecido el día anterior en una casa que distaba unas cuadras del
edificio donde él vivía. El motivo de las muertes era indudablemente
pasional, era otro de los clásicos triángulos amorosos que tan repetidos
andaban últimamente en ese derrumbado país moral. Lo que más le llamó
la atención, sin embargo, era que conocía al sujeto que había asesinado
a su reciente esposa y al amante de ella al sorprenderlos fusionados en el
propio lecho matrimonial. Conocía al individuo, lo había visto varias
veces, era un alto ejecutivo del banco donde depositaba sus ahorros. "¿Será
valentía o cobardía?", se preguntaba Cristian insistentemente
para concluir en que él no sería capaz de hurtarse a sí mismo la vida. "Si
hubiera estado en su lugar, ejecutaría únicamente la primera parte,
mataría a ambos, pero no tendría fuerzas para dirigir el cañón hacia
mis sienes", pensaba. El teléfono volvió a embocar sus tímpanos
con su entrecortado ruido. Cristian alzó el tubo. −¿Hola?−
dijo con una voz soñolienta, enferma de pusilanimidad. −Hola,
señor Solar, soy Aníbal, ¿me recuerda?− se oyeron las palabras
procedentes del negro tubo telefónico. Lo
recordaba. Era el joven que tenía deseos de publicar un libro de poemas
en la editorial Crepúsculo.
Cristian Solar, antiguo periodista y director literario de la mencionada
editora, le había dicho que los nuevos poemas no vendían en estas épocas
en que el materialismo ahogaba entre los brazos a lo espiritual y lo
sublime. Había aconsejado al precoz literato que se dedicara a la
narrativa, pues eso era más aceptado por el público. "Además, los
grandes poetas han monopolizado la poesía", le había subrayado en
una ocasión en la que Aníbal lo visitara en su oficina. Recordaba un
verso del joven poeta: "La
luz del conocimiento no es
como la del Sol: alumbra
sólo a quienes la buscan con afán". −Sí.
Lo recuerdo, por supuesto. ¿Cómo va su incursión en los terrenos de la
prosa?− le preguntó un poco desinteresadamente. Un
entusiasmo desbordante tenía la voz que manaba del tubo: −Pues,
he acabado mi primer relato y quería leérselo por teléfono para conocer
su opinión. ¿Quiere oírlo? Cristian
Solar respondió: "Toda vez que no sea demasiado
largo..." −Es
brevísimo, un relato corto escrito al estilo de la áurea época. ¿Puedo
comenzar?− dijo su interlocutor telefónico, sin disfrazar su
ansiedad. −Está
bien, Aníbal. Adelante− contestó Cristian. −Gracias.
Se titula La Honra Vengada. Ahora leo− habló el joven y, cambiando el
tono de su voz hasta hacerlo sonar como el de los españoles, comenzó su
lectura: "Heme
aquí junto a Vuestra Merced, Señor Alguacil, presto para recibir el
castigo que el cielo me mandare por la ajena sangre que he vertido, apenas
una hora ha, en el sucedido que paso a relatar. Don Diego, caballero muy
principal, había acechado durante hartas semanas a la mi hermanica Celestina, jurábale
amor eterno y escribía para ella poesía tanta que al prolífico y claro
Lope pusiera en aprietos. Quejábase el enamorado de su mala ventura y
repetía a cada momento que mejor era expirar que vivir desdeñado. Hasta
que un día la mía hermana, díjole al caballero que a su amor correspondía.
¡Malhaya la hora en que lo hizo! Luengos meses duró el romance
entrambos. Hasta que un día en entrando yo a la casa, vi a mi hermanica
sollozando y hundida la su cara en llanto. Preguntéle sobre el motivo de
esa líquida tristeza, ella levantóse y desenrolló una faja que
oprimíale el estómago y con ello caí en la cuenta de que un hijo
hallábase aguardando. Díjome ella que el Don Diego la había preñado, y
al saberse futuro padre aseguró que el amor se le había agotado y puso
los pies en polvorosa. Con el enojo en la sangre salí a las calles a
buscar a Don Diego para vengar la afrenta cometida contra la honra de mi
hermanica del alma. Topélo en la plaza conversando con una mozuela de
tierna edad y azulado mirar, eso aumentó la rabia en mí, pues malicié
que estaba intentando repetir el episodio de mi hermana con la temprana
mozuela. Lleguéme junto a él y pedíle explicación. Fuerza es omitir la
cantidad de insultos de subido tono que intercambiamos allí. La amanecida
joven asustóse y partió con presteza. Súbitamente, Don Diego, tomó los
sus guantes y golpeóme con ellos la cara rudamente en una abierta
invitación al duelo. No dudé en tomar mi espada y él hizo lo mesmo.
Hartas fueron las estocadas que nos lanzamos. La luz del sol se dejaba
caer vacilante sobre nuestras cabezas, pero aún seguíamos sin hacernos
daño el uno al otro. Una de sus estocadas me encontró mal parado y
apenas alcancé para desviarla un poco, que si no lo hacía no sería yo
quien relatase este caso; finalmente desviéla y sólo arañóme la piel
que me cubre las costillas. Tal alteración sintió mi ánimo con eso, que
furiosamente arrecié el combate, quitando fuerzas de no sé dónde, pensé
en mi hermanica y me convertí en un mar de estocadas contra Don Diego, a
quien la sonrisa y la color del rostro le habían huido repentinamente. En
habiendo desviado su espada con gran energía, le di una estocada directa,
y no pudo detenella. Lo vi retroceder asustado. Yo, que en viendo el
aparejo a mi deseo y a uso de diestro esgrimidor abalancéme a priesa
encima dél dándole de estocadas repetidas hasta le matar y le arrancar
el alma del cuerpo, luego con mayor fuerza y rabia hundíle la espada en
las tripas y sintiendo quebrantado el equilibrio dio con su cuerpo en el
suelo, escapándosele el ánima por los no pocos agujeros que trazó mi
espada y manóle sangre tanta que pareciera que el mismo Tajo hallábase
corriendo por sus venas". −¿Qué
le pareció?− preguntó, inquieta, la voz atrapada en el interior del teléfono. La
crítica de Cristian Solar se dejó oír sin interrupciones: −Oiga,
en primer lugar, esa prosa del Siglo de Oro no lo conducirá a ninguna
parte. En segundo, sus cuentos deben ser más largos y con personajes más
modernos. Su prosa debe ser la actual, no recuerdo quién decía que el
lenguaje es arte vivo, ágil, y lo que se estanca debe perecer o
atrofiarse. Usted debe adaptarse a los tiempos que corren, debe tomar por
modelo a los escritores contemporáneos. −Es
que estuve leyendo el Lazarillo de Tormes y quedé tan fascinado con ese lenguaje que me
dispuse a fabular algo utilizándolo− respondió Aníbal sin perder
su antiguo entusiasmo. −Si
le ha gustado ese libro, debería emprender la lectura de El
Buscón de Quevedo, es mucho más agudo y brillante. Pero eso no
modifica cuanto le dije con respecto a la prosa, debe usar la actual, la
que la gente pueda entender. Lope decía: “y así como la paga el vulgo
es justo / hablarle en necio para darle gusto”− siguió
aconsejando Cristian al joven literato. −Entiendo,
agradezco mucho sus orientaciones. Lo llamaré cuando tenga listo el
siguiente relato. Adiós− dijo la voz que a pesar de haber acabado
ya el cuento no había perdido el fingido acento español. −Me
parece bien. Adiós y mucha suerte− replicó Cristian para,
seguidamente, colocar el tubo en su antigua posición. El
silencio lentamente fue reconstruyéndose astilla por astilla hasta volver
a ser una pieza entera, total, única. Cristian volvió a tomar entre sus
manos el diario matutino y sus ojos enfocaron nuevamente las páginas
sembradas de tinta. Leyó con agrado la noticia de que el escritor Luis de
Rivadavia y Guerra era uno de los nominados al Premio Nobel de Literatura.
"Si lo gana será el segundo
compatriota que recibe ese premio, aunque no tenga la calidad literaria de
Bernardo Santander, que en paz descanse", masculló en la soledad
de su escritorio y pasó a la siguiente hoja del periódico. Una noticia
le llamó la atención. Leyó: "Hoy
se cumple la primera semana del fallecimiento del escritor compatriota
Bernardo Santander, intelectual, poeta, y uno de los mejores novelistas
que ha dado este continente. Su obra se caracteriza por la sencillez y la
espontaneidad, por la huida de lo artificiosamente calculado (era pública
su admiración por el autor de Platero
y yo). El país entero se vistió de luto por la muerte de la voz más
alta de su narrativa y poética, quien fuera Premio Nobel de Literatura
hace cinco años. La Academia Sueca de las Letras, en aquella oportunidad,
había justificado su decisión: ‘...por la profundidad y sencillez de
su canto y los sentimientos humanos que en él laten’. Todas las obras
del escritor fueron publicadas por la editorial Crepúsculo,
desde su primer libro de versos hasta su última novela, pasando por sus
ensayos y su teatro. Nuestra nación va poco a poco perdiendo a sus
grandes esgrimistas de la pluma y este nuevo deceso significa el más duro
golpe a nuestro parnaso, sin duda alguna." −Bueno,
al menos algunos diarios siguen acordándose de él, y eso que ya han
pasado unos días desde su entierro− dijo Cristian en un tono
indescifrable, como dirigiéndose a un interlocutor inexistente, y luego
cerró el diario. La
muerte de su admirado amigo lo había afectado en gran medida. Su amistad
con el escritor Bernardo Santander se remontaba a varios años atrás.
Como director literario de la editorial Crepúsculo
tomaba contacto frecuente con los escritores nacionales que publicaban allí
sus obras. El contacto no solía ser más que laboral y técnico, pero con
el literato Bernardo Santander era distinto, pues Cristian sentía una
gran admiración por él desde sus épocas de colegial, cuando había
escrito poesías bajo su influencia. Varias noches, acompañado por su
novia y futura esposa Mireya, había ido a cenar a su casa invitado por el
escritor que más admiraba, al que consideraba el mejor poeta del
continente. Se sentía orgulloso de que fuera la editorial para la que
trabajaba la que tenía el alto honor de dar a luz aquellos versos
simples, sencillos y extremadamente líricos del excelso vate, aquella
prosa limpia y natural. La amistad que los unía era grande y sincera. Y
con la muerte del famoso escritor quedaba en su pecho un profundo hueco de
dolor. La
cafetera eléctrica profería su gárgara ininterrumpida. Cristian la apagó
y vertió el café en una taza de porcelana. Derramó muchos granos de azúcar
en el líquido obscuro y generó un pequeño remolino en la taza con el
movimiento circular de su cuchara. Luego tomó en sus manos el pocillo y
se bebió el contenido de un sorbo, un sorbo largo y continuo, un sorbo de
sequía. Frotó repetidas veces los cristales de sus gafas con un pañuelo
auriazul. Sintió las palpitaciones del reloj en su muñeca; miró la
hora. Eran las siete. Debía ir a casa de su amigo muerto, ya había
transcurrido un prudencial tiempo desde el entierro. Era su deber visitar
a la viuda de Santander (en realidad, la tercera esposa del literato) y
como editor suyo que era, buscar en el estudio algunos trabajos que
pudieran publicarse post mortem.
La gente siempre está ávida de leer versos inéditos y prosa aún no
desvirgada por el toque de la imprenta. Y con seguridad Bernardo Santander
tendría algo en su estudio. Vistió
su chaqueta y dando crédito a las imágenes que le devolvía el espejo,
se ajustó la corbata y peinó el cabello. Al salir de su habitación, un
hombre adulto que tendría más o menos su edad lo saludó, rastreó ese
rostro entre los campos de batalla de su memoria y no lo halló, no lo
recordaba, pero le devolvió el saludo simplemente para evitarse el
adjetivo de "descortés". Presionó el botón y llamó al
ascensor que, medio minuto después, lo recibió con las puertas abiertas.
Nadie había en su interior. Eso agradó a Cristian, le era siempre incómodo
viajar en los ascensores, pues la gente tenía que mirar hacia cualquier
lado para no hablar entre sí durante la efímera eternidad de los
ascensos y descensos. Pulsó el botón que indicaba “planta baja”.
Sintió que descendía velozmente, como si la gravedad hubiese acrecentado
su poder. Mientras se acercaba al suelo, pensaba: "Si
bien es cierto que ya tenías edad para partir, amigo mío, me es tan difícil
aceptar tu muerte. No me había imaginado jamás que también los
literatos fueran mortales. Sé que es una ridiculez, pero jamás lo hice,
no sé por qué. Dios debería conceder vida eterna a los vates. Y no lo
digo por un mero deseo de lucro editorial. Aunque un literato inmortal
caería rápidamente en la repetición, y ya alguien había dicho que
solamente son treinta y seis los temas posibles en la Literatura. A pesar
de que no creo en eso, alguna vez se tendría que agotar la temática y un
escritor acabaría convirtiéndose en una horrible caricatura, una vil
parodia de sí mismo". Llegó
a la planta baja. Salió del ascensor y se dirigió al estacionamiento.
Buscó en los bolsillos de su chaqueta las llaves y abrió la puerta de su
automóvil. Se acomodó y encendió el motor que empezó a himplar con
furia. Una llovizna persistente arrojaba sus plateados puñales sobre el
asfalto. Condujo a través de las calles húmedas durante media hora hasta
alcanzar su destino: la residencia de la viuda de Santander. Al llegar,
estacionó frente a la casa, que parecía un pequeño palacio de otros
tiempos; del jardín partía una osada enredadera que reptaba
verticalmente hacia el balcón. Cristian Solar bajó del vehículo y
presionó el timbre diminuto empotrado en la muralla. El mayordomo (que ya
lo conocía de antes) lo hizo pasar a la sala donde esperó hasta que
apareció la viuda de su amigo para recibirlo. Ella ya sabía de su
visita, pues conversaron telefónicamente con antelación y habían fijado
esa hora para el encuentro. La reciente viuda luego de recibir el pésame
preguntó a Cristian cómo iba la venta de la nueva edición de la obra
cumbre de su fallecido marido. Él le respondió que, como siempre, muy
bien y que le harían llegar un cheque en la semana. A continuación, ella
le pidió que pasara al estudio y hurgara entre los papeles de su marido y
que publicara lo que encontrase, pues ahora que quedaba viuda cualquier
dinero extra sería importante. "Pero
¿acaso usted sólo piensa en el dinero? El cuerpo de su esposo aún no se
ha enfriado en el ataúd y ya usted lo trata como simple mercancía".
Eso pensó, pero no lo dijo, claro está. Suavemente se dirigió a ella: −No
se preocupe, señora, esté usted segura de ello, y le reitero mis
condolencias. −Oh,
gracias. Pase adelante. Este es su estudio, tal cual lo dejó. Aquí
escribió gran parte de su obra. Cualquier cosa que necesite sólo haga
sonar esta campanilla y el mayordomo lo atenderá. Yo iré a darme un baño
de espuma− replicó ella y esbozó una sonrisa. −Muchas
gracias− dijo Cristian al tiempo en que intentaba imaginar lo que
estaría pasando por la mente de la joven viuda en aquellos momentos en
que pronunciaba las palabras "baño de espuma". Transpuso
las puertas y se encontró dentro del estudio. Era la primera vez que
entraba a ese lugar. A pesar de la gran amistad que los unía, Bernardo
Santander nunca lo había invitado a entrar. Eso lo sorprendió por
momentos. Esparció una mirada rápida hacia todas las direcciones. Se
dirigió primeramente hacia la enorme biblioteca en la que retozaban
alegremente clásicos literarios de todos los países. Paseó su vista por
algunos títulos. La culta
latiniparla, leyó. Constató la existencia de gran cantidad de libros
de los astros más fulgurantes de aquella constelación española llamada
Siglo de Oro: el ingeniosísimo Quevedo, el culto Góngora, el prolífico
Lope, etc. Se maravilló al ver la lujosa edición del Quijote.
Leyó otro título: Las obras de
Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega. Se supo incapaz de recorrer
la mirada sobre todos los ejemplares y por ello se dirigió al escritorio
de su amigo literato. Encontró abierta una novela de Cela. Al costado
estaba otro libro de obscura tapa: La
prolijidad de lo real. En una de las esquinas divisó el prestigioso
diccionario de adjetivos de Siderius Mbutú. Más allá, en un rincón vio
unos libros apilados. Tomó el de arriba. Era el supremo libro de Roa. Se
fijó en el de abajo. Frente a sí mismo, leyó y las emociones recibidas de la lectura de
aquella obra escrita en prisión lo invadieron momentáneamente. Luego
se decidió y empezó a hurgar en los cajones, en los cuadernos, entre las
carpetas. Fue acumulando todo lo que encontraba para después analizar el
conjunto de una sola vez. Juntó mucho material y luego tomó asiento en
el sofá para examinar todo detenidamente. En la carpeta se topó con un
cuento de Lovecraft vertido al español por alguien cuya letra conocía
bien. En el cuaderno encontró un soneto cargado de conceptismo firmado
por Bernardo, escrito a máquina. Le llamó la atención, pues la poética
de su amigo siempre estuvo desnuda de artificios, siempre fue clara, casi
transparente. Halló también un desprolijo experimento literario titulado
Después del crepúsculo;
además, un largo ensayo sobre la obra de Georgie;
también encontró unas viejas cartas manuscritas en las que defendía su
primer libro de poemas, contra el que tantos dardos había lanzado el crítico
del periódico Avance, con simples fines comerciales. Encontró después un poema
titulado Las nubes decrépitas,
escrito en octavas reales y con el lenguaje culterano de la fábula de
Polifemo y Galatea. Quedó perplejo. La imagen de poeta simple, sencillo y
llano que tenía de Bernardo Santander se le presentaba confusa al echar
la mirada sobre esos papeles barrocos. Siguió hojeando hasta que se topó
con los borradores originales de su novela más desgarradora y tierna, la
más emotiva de todas, la que arrancaba lágrimas hasta al lector más
despiadado. Leyó la primera hoja, era una especie de plan de la obra:
"En el capítulo I, presentaremos la introducción, el momento en que
hieren a la madre de Clara. Allí usaremos quince metáforas mientras
describimos los sentimientos de la hija con algún insulso monólogo
interior de palabras necias. Distribuiremos tres metonimias a lo largo de
su pensamiento y para terminar pondremos alguna frase". Lo que leyó
lo sobresaltó y prosiguió la lectura: "En el capítulo II
utilizaremos solamente ocho metáforas, así dejamos espacio a las
comparaciones simples con nexo ‘como’. Arrancaremos lágrimas con más
desdichas para la víctima, en el diálogo de Clara con el doctor debemos
reflejar la tristeza suya de nueva huérfana. El doctor hablará
exclusivamente con adjetivos esdrújulos e incurrirá en una anfibología.
Aquí aplicaremos dos antítesis, un retruécano y una reticencia para el
final del capítulo". Cristian quedó estupefacto. Le costaba seguir
leyendo. Le parecía imposible creer que toda la belleza, el sentimiento y
la poesía de la obra cumbre de Bernardo Santander pudiera reducirse a
aquellos recursos literarios, aquellos tropos sin vida, aquellos
artificios retóricos, como los engranajes de una maquinaria, fríos,
culteranos, calculada la casa ladrillo por ladrillo. ------------------------------------------------------------------------------------------ ¡Ya basta! ¡Es suficiente! No soporto a los narradores omniscientes que dicen saberlo todo pero que incurren en faltas, en imperdonables torpezas. Creen poder introducirse en el interior de uno mismo, creen poder leer hasta los más íntimos pensamientos. El de arriba, para comenzar, falló en la escritura de mi nombre, omitió la letra "h" intermedia. Me llamo Christian Solar. En otro error dijo que yo no recordaba al sujeto con quien me crucé en el pasillo del edificio. Claro que lo recuerdo, es un asturiano, se llama Milciades Guante y es dueño de una lavandería. ¿Cómo no habría de recordarlo? Vive en el cuarto contiguo y suele aturdirme con el sonido tóxico de su endemoniada gaita. Por eso siempre he preferido los monólogos a los relatos en tercera persona y ahora les narraré yo mismo el resto de la historia, tal como fue. Cuando revisé todo, quedé efectivamente estupefacto, sorprendido en grado sumo. Al seguir hurgando encontré el primer acto de una obra teatral comenzada, encontré el argumento de una futura novela, escrito con la misma técnica y frialdad de los borradores de su obra cumbre. Me hallé con una carta a su abogado para que corrigiera su testamento. En fin, encontré tantas cosas publicables, pero que opacaban la imagen de gran escritor que yo tenía de él, la imagen de perfecto poeta, de sublime novelista, de excelso literato. Y opacaría también la imagen que de él tenía la gente. Sentí una gran responsabilidad pendiendo sobre mí, cual espada de Damocles. Imaginé al dueño de la editorial Crepúsculo. Lo vi estallando de gozo ante los papeles. "¡Los publicaremos de inmediato!", diría sin vacilar un segundo. Me pareció que la viuda y el editor serían los grandes beneficiados si esos papeles salían a la luz pública, ganarían mucho dinero en detrimento de la reputación de Bernardo. No sabía cómo actuar. Meditaba. Dudaba. Pero me decidí, repentinamente, con furia. Tomé todo en mis manos −cuadernos, carpetas, papeles sueltos− y salí corriendo de la casa. Huí, me escapé sin despedirme, sin responder a los gritos de interrogación del mayordomo. Subí a mi auto y conduje como un demente hasta llegar aquí, al calor de mi hogar. Creo que hice lo correcto. He encendido una fogata con todos esos comprometedores papeles, ahora los contemplo incendiándose dentro del aire perforado por las llamas de la chimenea. Aún no sé qué diré a la viuda y al dueño de la editorial que me emplea. ¿Cómo podría excusarme? No será fácil hacerles creer que nada inédito había en su estudio. Además, ¿cómo explicar mi extraña conducta en su casa?, ¿por qué salí corriendo sin despedirme? Afortunadamente, no me importa. Que sea lo que el destino quiera. Sé que hice lo correcto, con mi acción estoy preservando la memoria de mi amigo. Nadie nunca sabrá que aquel genio del lirismo y la sencillez era un escritor frío y calculador. Cuando yo muera, morirá conmigo el secreto y nada podrá ensuciar su memoria. Eso es todo. Descansa en paz, Bernardo: con tus obras has alcanzado la inmortalidad. |
Javier Viveros
De
" La luz marchita"
jviveros@gmail.com
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