Los escritos póstumos
Javier Viveros

El zumbido impertinente del teléfono hizo estallar en esquirlas los pulcros espejos del silencio y penetró vivaz en los oídos de Cristian Solar, quien quedó por momentos turulato, como atontado, flotando entre los despojos dispersos del silencio asesinado. Estaba sentado en su escritorio, hojeando el diario. Leía sobre un doble crimen y un suicidio acontecido el día anterior en una casa que distaba unas cuadras del edificio donde él vivía. El motivo de las muertes era indudablemente pasional, era otro de los clásicos triángulos amorosos que tan repetidos andaban últimamente en ese derrumbado país moral. Lo que más le llamó la atención, sin embargo, era que conocía al sujeto que había asesinado a su reciente esposa y al amante de ella al sorprenderlos fusionados en el propio lecho matrimonial. Conocía al individuo, lo había visto varias veces, era un alto ejecutivo del banco donde depositaba sus ahorros. "¿Será valentía o cobardía?", se preguntaba Cristian insistentemente para concluir en que él no sería capaz de hurtarse a sí mismo la vida. "Si hubiera estado en su lugar, ejecutaría únicamente la primera parte, mataría a ambos, pero no tendría fuerzas para dirigir el cañón hacia mis sienes", pensaba. El teléfono volvió a embocar sus tímpanos con su entrecortado ruido. Cristian alzó el tubo.

−¿Hola?− dijo con una voz soñolienta, enferma de pusilanimidad.

−Hola, señor Solar, soy Aníbal, ¿me recuerda?− se oyeron las palabras procedentes del negro tubo telefónico.

Lo recordaba. Era el joven que tenía deseos de publicar un libro de poemas en la editorial Crepúsculo. Cristian Solar, antiguo periodista y director literario de la mencionada editora, le había dicho que los nuevos poemas no vendían en estas épocas en que el materialismo ahogaba entre los brazos a lo espiritual y lo sublime. Había aconsejado al precoz literato que se dedicara a la narrativa, pues eso era más aceptado por el público. "Además, los grandes poetas han monopolizado la poesía", le había subrayado en una ocasión en la que Aníbal lo visitara en su oficina. Recordaba un verso del joven poeta:

"La luz del conocimiento  no es como la del Sol:

alumbra sólo a quienes la buscan con afán".

−Sí. Lo recuerdo, por supuesto. ¿Cómo va su incursión en los terrenos de la prosa?− le preguntó un poco desinteresadamente.

Un entusiasmo desbordante tenía la voz que manaba del tubo:

−Pues, he acabado mi primer relato y quería leérselo por teléfono para conocer su opinión. ¿Quiere oírlo?

Cristian  Solar respondió: "Toda vez que no sea demasiado largo..."

−Es brevísimo, un relato corto escrito al estilo de la áurea época. ¿Puedo comenzar?− dijo su interlocutor telefónico, sin disfrazar su ansiedad.

−Está bien, Aníbal. Adelante− contestó Cristian.

−Gracias. Se titula La Honra Vengada. Ahora leo− habló el joven y, cambiando el tono de su voz hasta hacerlo sonar como el de los españoles, comenzó su lectura:

"Heme aquí junto a Vuestra Merced, Señor Alguacil, presto para recibir el castigo que el cielo me mandare por la ajena sangre que he vertido, apenas una hora ha, en el sucedido que paso a relatar. Don Diego, caballero muy principal, había acechado  durante hartas semanas a la mi hermanica Celestina, jurábale amor eterno y escribía para ella poesía tanta que al prolífico y claro Lope pusiera en aprietos. Quejábase el enamorado de su mala ventura y repetía a cada momento que mejor era expirar que vivir desdeñado. Hasta que un día la mía hermana, díjole al caballero que a su amor correspondía. ¡Malhaya la hora en que lo hizo! Luengos meses duró el romance entrambos. Hasta que un día en entrando yo a la casa, vi a mi hermanica sollozando y hundida la su cara en llanto. Preguntéle sobre el motivo de esa líquida tristeza, ella levantóse y desenrolló una faja que  oprimíale el estómago y con ello caí en la cuenta de que un hijo hallábase aguardando. Díjome ella que el Don Diego la había preñado, y al saberse futuro padre aseguró que el amor se le había agotado y puso los pies en polvorosa. Con el enojo en la sangre salí a las calles a buscar a Don Diego para vengar la afrenta cometida contra la honra de mi hermanica del alma. Topélo en la plaza conversando con una mozuela de tierna edad y azulado mirar, eso aumentó la rabia en mí, pues malicié que estaba intentando repetir el episodio de mi hermana con la temprana mozuela. Lleguéme junto a él y pedíle explicación. Fuerza es omitir la cantidad de insultos de subido tono que intercambiamos allí. La amanecida joven asustóse y partió con presteza. Súbitamente, Don Diego, tomó los sus guantes y golpeóme con ellos la cara rudamente en una abierta invitación al duelo. No dudé en tomar mi espada y él hizo lo mesmo. Hartas fueron las estocadas que nos lanzamos. La luz del sol se dejaba caer vacilante sobre nuestras cabezas, pero aún seguíamos sin hacernos daño el uno al otro. Una de sus estocadas me encontró mal parado y apenas alcancé para desviarla un poco, que si no lo hacía no sería yo quien relatase este caso; finalmente desviéla y sólo arañóme la piel que me cubre las costillas. Tal alteración sintió mi ánimo con eso, que furiosamente arrecié el combate, quitando fuerzas de no sé dónde, pensé en mi hermanica y me convertí en un mar de estocadas contra Don Diego, a quien la sonrisa y la color del rostro le habían huido repentinamente. En habiendo desviado su espada con gran energía, le di una estocada directa, y no pudo detenella. Lo vi retroceder asustado. Yo, que en viendo el aparejo a mi deseo y a uso de diestro esgrimidor abalancéme a priesa encima dél dándole de estocadas repetidas hasta le matar y le arrancar el alma del cuerpo, luego con mayor fuerza y rabia hundíle la espada en las tripas y sintiendo quebrantado el equilibrio dio con su cuerpo en el suelo, escapándosele el ánima por los no pocos agujeros que trazó mi espada y manóle sangre tanta que pareciera que el mismo Tajo hallábase corriendo por sus venas".

−¿Qué le pareció?− preguntó, inquieta, la voz atrapada en el interior del teléfono.

La crítica de Cristian Solar se dejó oír sin interrupciones:

−Oiga, en primer lugar, esa prosa del Siglo de Oro no lo conducirá a ninguna parte. En segundo, sus cuentos deben ser más largos y con personajes más modernos. Su prosa debe ser la actual, no recuerdo quién decía que el lenguaje es arte vivo, ágil, y lo que se estanca debe perecer o atrofiarse. Usted debe adaptarse a los tiempos que corren, debe tomar por modelo a los escritores contemporáneos.

−Es que estuve leyendo el Lazarillo de Tormes y quedé tan fascinado con ese lenguaje que me dispuse a fabular algo utilizándolo− respondió Aníbal sin perder su antiguo entusiasmo.

−Si le ha gustado ese libro, debería emprender la lectura de El Buscón de Quevedo, es mucho más agudo y brillante. Pero eso no modifica cuanto le dije con respecto a la prosa, debe usar la actual, la que la gente pueda entender. Lope decía: “y así como la paga el vulgo es justo / hablarle en necio para darle gusto”− siguió aconsejando Cristian al joven literato.

−Entiendo, agradezco mucho sus orientaciones. Lo llamaré cuando tenga listo el siguiente relato. Adiós− dijo la voz que a pesar de haber acabado ya el cuento no había perdido el fingido acento español.

−Me parece bien. Adiós y mucha suerte− replicó Cristian para, seguidamente, colocar el tubo en su antigua posición.

El silencio lentamente fue reconstruyéndose astilla por astilla hasta volver a ser una pieza entera, total, única. Cristian volvió a tomar entre sus manos el diario matutino y sus ojos enfocaron nuevamente las páginas sembradas de tinta. Leyó con agrado la noticia de que el escritor Luis de Rivadavia y Guerra era uno de los nominados al Premio Nobel de Literatura. "Si lo gana será el segundo compatriota que recibe ese premio, aunque no tenga la calidad literaria de Bernardo Santander, que en paz descanse", masculló en la soledad de su escritorio y pasó a la siguiente hoja del periódico. Una noticia le llamó la atención. Leyó:

"Hoy se cumple la primera semana del fallecimiento del escritor compatriota Bernardo Santander, intelectual, poeta, y uno de los mejores novelistas que ha dado este continente. Su obra se caracteriza por la sencillez y la espontaneidad, por la huida de lo artificiosamente calculado (era pública su admiración por el autor de Platero y yo). El país entero se vistió de luto por la muerte de la voz más alta de su narrativa y poética, quien fuera Premio Nobel de Literatura hace cinco años. La Academia Sueca de las Letras, en aquella oportunidad, había justificado su decisión: ‘...por la profundidad y sencillez de su canto y los sentimientos humanos que en él laten’. Todas las obras del escritor fueron publicadas por la editorial Crepúsculo, desde su primer libro de versos hasta su última novela, pasando por sus ensayos y su teatro. Nuestra nación va poco a poco perdiendo a sus grandes esgrimistas de la pluma y este nuevo deceso significa el más duro golpe a nuestro parnaso, sin duda alguna."

−Bueno, al menos algunos diarios siguen acordándose de él, y eso que ya han pasado unos días desde su entierro− dijo Cristian en un tono indescifrable, como dirigiéndose a un interlocutor inexistente, y luego cerró el diario.

La muerte de su admirado amigo lo había afectado en gran medida. Su amistad con el escritor Bernardo Santander se remontaba a varios años atrás. Como director literario de la editorial Crepúsculo tomaba contacto frecuente con los escritores nacionales que publicaban allí sus obras. El contacto no solía ser más que laboral y técnico, pero con el literato Bernardo Santander era distinto, pues Cristian sentía una gran admiración por él desde sus épocas de colegial, cuando había escrito poesías bajo su influencia. Varias noches, acompañado por su novia y futura esposa Mireya, había ido a cenar a su casa invitado por el escritor que más admiraba, al que consideraba el mejor poeta del continente. Se sentía orgulloso de que fuera la editorial para la que trabajaba la que tenía el alto honor de dar a luz aquellos versos simples, sencillos y extremadamente líricos del excelso vate, aquella prosa limpia y natural. La amistad que los unía era grande y sincera. Y con la muerte del famoso escritor quedaba en su pecho un profundo hueco de dolor.

La cafetera eléctrica profería su gárgara ininterrumpida. Cristian la apagó y vertió el café en una taza de porcelana. Derramó muchos granos de azúcar en el líquido obscuro y generó un pequeño remolino en la taza con el movimiento circular de su cuchara. Luego tomó en sus manos el pocillo y se bebió el contenido de un sorbo, un sorbo largo y continuo, un sorbo de sequía. Frotó repetidas veces los cristales de sus gafas con un pañuelo auriazul. Sintió las palpitaciones del reloj en su muñeca; miró la hora. Eran las siete. Debía ir a casa de su amigo muerto, ya había transcurrido un prudencial tiempo desde el entierro. Era su deber visitar a la viuda de Santander (en realidad, la tercera esposa del literato) y como editor suyo que era, buscar en el estudio algunos trabajos que pudieran publicarse post mortem. La gente siempre está ávida de leer versos inéditos y prosa aún no desvirgada por el toque de la imprenta. Y con seguridad Bernardo Santander tendría algo en su estudio.

Vistió su chaqueta y dando crédito a las imágenes que le devolvía el espejo, se ajustó la corbata y peinó el cabello. Al salir de su habitación, un hombre adulto que tendría más o menos su edad lo saludó, rastreó ese rostro entre los campos de batalla de su memoria y no lo halló, no lo recordaba, pero le devolvió el saludo simplemente para evitarse el adjetivo de "descortés". Presionó el botón y llamó al ascensor que, medio minuto después, lo recibió con las puertas abiertas. Nadie había en su interior. Eso agradó a Cristian, le era siempre incómodo viajar en los ascensores, pues la gente tenía que mirar hacia cualquier lado para no hablar entre sí durante la efímera eternidad de los ascensos y descensos. Pulsó el botón que indicaba “planta baja”. Sintió que descendía velozmente, como si la gravedad hubiese acrecentado su poder. Mientras se acercaba al suelo, pensaba: "Si bien es cierto que ya tenías edad para partir, amigo mío, me es tan difícil aceptar tu muerte. No me había imaginado jamás que también los literatos fueran mortales. Sé que es una ridiculez, pero jamás lo hice, no sé por qué. Dios debería conceder vida eterna a los vates. Y no lo digo por un mero deseo de lucro editorial. Aunque un literato inmortal caería rápidamente en la repetición, y ya alguien había dicho que solamente son treinta y seis los temas posibles en la Literatura. A pesar de que no creo en eso, alguna vez se tendría que agotar la temática y un escritor acabaría convirtiéndose en una horrible caricatura, una vil parodia de sí mismo".

Llegó a la planta baja. Salió del ascensor y se dirigió al estacionamiento. Buscó en los bolsillos de su chaqueta las llaves y abrió la puerta de su automóvil. Se acomodó y encendió el motor que empezó a himplar con furia. Una llovizna persistente arrojaba sus plateados puñales sobre el asfalto. Condujo a través de las calles húmedas durante media hora hasta alcanzar su destino: la residencia de la viuda de Santander. Al llegar, estacionó frente a la casa, que parecía un pequeño palacio de otros tiempos; del jardín partía una osada enredadera que reptaba verticalmente hacia el balcón. Cristian Solar bajó del vehículo y presionó el timbre diminuto empotrado en la muralla. El mayordomo (que ya lo conocía de antes) lo hizo pasar a la sala donde esperó hasta que apareció la viuda de su amigo para recibirlo. Ella ya sabía de su visita, pues conversaron telefónicamente con antelación y habían fijado esa hora para el encuentro. La reciente viuda luego de recibir el pésame preguntó a Cristian cómo iba la venta de la nueva edición de la obra cumbre de su fallecido marido. Él le respondió que, como siempre, muy bien y que le harían llegar un cheque en la semana. A continuación, ella le pidió que pasara al estudio y hurgara entre los papeles de su marido y que publicara lo que encontrase, pues ahora que quedaba viuda cualquier dinero extra sería importante.

"Pero ¿acaso usted sólo piensa en el dinero? El cuerpo de su esposo aún no se ha enfriado en el ataúd y ya usted lo trata como simple mercancía". Eso pensó, pero no lo dijo, claro está. Suavemente se dirigió a ella:

−No se preocupe, señora, esté usted segura de ello, y le reitero mis condolencias.

−Oh, gracias. Pase adelante. Este es su estudio, tal cual lo dejó. Aquí escribió gran parte de su obra. Cualquier cosa que necesite sólo haga sonar esta campanilla y el mayordomo lo atenderá. Yo iré a darme un baño de espuma− replicó ella y esbozó una sonrisa.

−Muchas gracias− dijo Cristian al tiempo en que intentaba imaginar lo que estaría pasando por la mente de la joven viuda en aquellos momentos en que pronunciaba las palabras "baño de espuma".

Transpuso las puertas y se encontró dentro del estudio. Era la primera vez que entraba a ese lugar. A pesar de la gran amistad que los unía, Bernardo Santander nunca lo había invitado a entrar. Eso lo sorprendió por momentos. Esparció una mirada rápida hacia todas las direcciones. Se dirigió primeramente hacia la enorme biblioteca en la que retozaban alegremente clásicos literarios de todos los países. Paseó su vista por algunos títulos. La culta latiniparla, leyó. Constató la existencia de gran cantidad de libros de los astros más fulgurantes de aquella constelación española llamada Siglo de Oro: el ingeniosísimo Quevedo, el culto Góngora, el prolífico Lope, etc. Se maravilló al ver la lujosa edición del Quijote. Leyó otro título: Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega. Se supo incapaz de recorrer la mirada sobre todos los ejemplares y por ello se dirigió al escritorio de su amigo literato. Encontró abierta una novela de Cela. Al costado estaba otro libro de obscura tapa: La prolijidad de lo real. En una de las esquinas divisó el prestigioso diccionario de adjetivos de Siderius Mbutú. Más allá, en un rincón vio unos libros apilados. Tomó el de arriba. Era el supremo libro de Roa. Se fijó en el de abajo. Frente a sí mismo, leyó y las emociones recibidas de la lectura de aquella obra escrita en prisión lo invadieron momentáneamente.

Luego se decidió y empezó a hurgar en los cajones, en los cuadernos, entre las carpetas. Fue acumulando todo lo que encontraba para después analizar el conjunto de una sola vez. Juntó mucho material y luego tomó asiento en el sofá para examinar todo detenidamente. En la carpeta se topó con un cuento de Lovecraft vertido al español por alguien cuya letra conocía bien. En el cuaderno encontró un soneto cargado de conceptismo firmado por Bernardo, escrito a máquina. Le llamó la atención, pues la poética de su amigo siempre estuvo desnuda de artificios, siempre fue clara, casi transparente. Halló también un desprolijo experimento literario titulado Después del crepúsculo;  además, un largo ensayo sobre la obra de Georgie; también encontró unas viejas cartas manuscritas en las que defendía su primer libro de poemas, contra el que tantos dardos había lanzado el crítico del periódico Avance, con simples fines comerciales. Encontró después un poema titulado Las nubes decrépitas, escrito en octavas reales y con el lenguaje culterano de la fábula de Polifemo y Galatea. Quedó perplejo. La imagen de poeta simple, sencillo y llano que tenía de Bernardo Santander se le presentaba confusa al echar la mirada sobre esos papeles barrocos. Siguió hojeando hasta que se topó con los borradores originales de su novela más desgarradora y tierna, la más emotiva de todas, la que arrancaba lágrimas hasta al lector más despiadado. Leyó la primera hoja, era una especie de plan de la obra: "En el capítulo I, presentaremos la introducción, el momento en que hieren a la madre de Clara. Allí usaremos quince metáforas mientras describimos los sentimientos de la hija con algún insulso monólogo interior de palabras necias. Distribuiremos tres metonimias a lo largo de su pensamiento y para terminar pondremos alguna frase". Lo que leyó lo sobresaltó y prosiguió la lectura: "En el capítulo II utilizaremos solamente ocho metáforas, así dejamos espacio a las comparaciones simples con nexo ‘como’. Arrancaremos lágrimas con más desdichas para la víctima, en el diálogo de Clara con el doctor debemos reflejar la tristeza suya de nueva huérfana. El doctor hablará exclusivamente con adjetivos esdrújulos e incurrirá en una anfibología. Aquí aplicaremos dos antítesis, un retruécano y una reticencia para el final del capítulo". Cristian quedó estupefacto. Le costaba seguir leyendo. Le parecía imposible creer que toda la belleza, el sentimiento y la poesía de la obra cumbre de Bernardo Santander pudiera reducirse a aquellos recursos literarios, aquellos tropos sin vida, aquellos artificios retóricos, como los engranajes de una maquinaria, fríos, culteranos, calculada la casa ladrillo por ladrillo.

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¡Ya basta! ¡Es suficiente! No soporto a los narradores omniscientes que dicen saberlo todo pero que incurren en faltas, en imperdonables torpezas. Creen poder introducirse en el interior de uno mismo, creen poder leer hasta los más íntimos pensamientos. El de arriba, para comenzar, falló en la escritura de mi nombre, omitió la letra "h" intermedia. Me llamo Christian Solar. En otro error dijo que yo no recordaba al sujeto con quien me crucé en el pasillo del edificio. Claro que lo recuerdo, es un asturiano, se llama Milciades Guante y es dueño de una lavandería. ¿Cómo no habría de recordarlo? Vive en el cuarto contiguo y suele aturdirme con el sonido tóxico de su endemoniada gaita. Por eso siempre he preferido los monólogos a los relatos en tercera persona y ahora les narraré yo mismo el resto de la historia, tal como fue. Cuando revisé todo, quedé efectivamente estupefacto, sorprendido en grado sumo. Al seguir hurgando encontré el primer acto de una obra teatral comenzada, encontré el argumento de una futura novela, escrito con la misma técnica y frialdad de los borradores de su obra cumbre. Me hallé con una carta a su abogado para que corrigiera su testamento. En fin, encontré tantas cosas publicables, pero que opacaban la imagen de gran escritor que yo tenía de él, la imagen de perfecto poeta, de sublime novelista, de excelso literato. Y opacaría también la imagen que de él tenía la gente. Sentí una gran responsabilidad pendiendo sobre mí, cual espada de Damocles. Imaginé al dueño de la editorial Crepúsculo. Lo vi estallando de gozo ante los papeles. "¡Los publicaremos de inmediato!", diría sin vacilar un segundo. Me pareció que la viuda y el editor serían los grandes beneficiados si esos papeles salían a la luz pública, ganarían mucho dinero en detrimento de la reputación de Bernardo. No sabía cómo actuar. Meditaba. Dudaba. Pero me decidí, repentinamente, con furia. Tomé todo en mis manos −cuadernos, carpetas, papeles sueltos− y salí corriendo de la casa. Huí, me escapé sin despedirme, sin responder a los gritos de interrogación del mayordomo. Subí a mi auto y conduje como un demente hasta llegar aquí, al calor de mi hogar. Creo que hice lo correcto. He encendido una fogata con todos esos comprometedores papeles, ahora los contemplo incendiándose dentro del aire perforado por las llamas de la chimenea. Aún no sé qué diré a la viuda y al dueño de la editorial que me emplea. ¿Cómo podría excusarme? No será fácil hacerles creer que nada inédito había en su estudio. Además, ¿cómo explicar mi extraña conducta en su casa?, ¿por qué salí corriendo sin despedirme? Afortunadamente, no me importa. Que sea lo que el destino quiera. Sé que hice lo correcto, con mi acción estoy preservando la memoria de mi amigo. Nadie nunca sabrá que aquel genio del lirismo y la sencillez era un escritor frío y calculador. Cuando yo muera, morirá conmigo el secreto y nada podrá ensuciar su memoria. Eso es todo. Descansa en paz, Bernardo: con tus obras has alcanzado la inmortalidad.

Javier Viveros

De " La luz marchita"
jviveros@gmail.com

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