De polvo eres |
¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué
no es? Sueño de una sombra es el hombre. Píndaro |
Todo
eso de la cárcel vino después, muchos años después. Verá,
señora, yo enseñaba en un pequeño colegio secundario de Asunción. Tenía
nada más que un turno, el dinero que ganaba no era mucho pero daba para
ir remando por sobre la línea de la miseria. En la casa éramos nada más
que tres: mi marido, mi hijito Remigio y una servidora. Cuando mi marido
murió no nos quedó otra que venirnos a vivir aquí con la madre de él,
esto es, con mi suegra. Nos costó acostumbrarnos a la vida en Pedro Juan
Caballero, tan lejos de Asunción. Pero más nos costó acostumbrarnos al
régimen tirano de la anciana. Soportamos nada más que un par de semanas
y luego tuvimos que alquilar esta casita. Mi hijito tenía dieciséis años
cuando consiguió trabajo con don Pierre, el fotógrafo francés con fama
de loco, pero de loco lindo. Soy fotógrafo de muertos, mamá, me decía
mi pequeño Remigio, fotógrafo post
mortem, y me contaba lo que don Pierre y él hacían. Es algo
escalofriante, me decía, y no hacía falta ninguna de que lo dijera
porque ya podía imaginarme los ojos sin vida, la cara sin muecas, la
frialdad de ultratumba dormitando en la piel, el rigor
mortis. Me comentó que esa primera vez le fue muy difícil mantener
el aliento. Entramos a una casa donde se sentía por todos lados la
majestad de la muerte, recuerdo que me contó, lo nuestro nos hacía
sentir como animales carroñeros, a pesar de tener el beneplácito de los
familiares del fallecido, porque eran ellos quienes solicitaban las fotos,
sentíamos como que estábamos profanando algo, y la gente nos miraba como
a los que con un flash sacrílego
iban a inmortalizar la muerte de un ser, y yo lo oía nada más como a
alguien que lee un texto macabro y escabroso. Es una costumbre europea
pero que también estuvo de moda en Perú, especialmente en la Lima del
siglo XIX, me decía que le decía don Pierre. A mí me costaba entender cómo
es que podía seguir en boga, en pleno siglo XXI, esa costumbre decimonónica.
Yo enseñé mucho tiempo Historia en el colegio y no recuerdo haber leído
nada acerca de fotografía post
mortem. Pero no me extrañaba demasiado porque sabía que los pueblos
del interior son muy distintos a la capital. Desde que llegué a Pedro
Juan Caballero supe que existían dos repúblicas del Paraguay cohabitando
en el atlas, compartiendo la misma geografía pero siendo diametralmente
opuestos. Asunción es lo urbano, el cemento, el smog
y la miseria. El interior, en cambio, es lo rural, la campiña, el cielo
claro y la miseria. Los pueblos del interior portan siempre ese aire
cansino, reposado, donde inclusive el perfume virulento de la globalización
llega tarde. Todo
eso de la captura y la cárcel vino después, tiempo después. Don
Pierre es un bromista, me contaba mi Remigio, a veces me pregunta si ya
abofeteé a un muerto y si nos dejan solos con el cadáver, antes de que
salga el flash de la cámara él dice «diga whisky» o a veces también «decí
sífilis», dependiendo el tratamiento otorgado de si el fallecido es un
adulto o un joven o niño, y yo me quiero morir de la risa, pero me
contengo porque los parientes están todavía de duelo en la pieza
contigua. Eso me contaba. Hoy hicimos unas tomas, me dijo un día. Era una
criaturita muerta, la madre posaba con ella en las piernas, vi los ojos
mustios, al acomodarle la ropa palpé la piel seca, trabajábamos en
silencio casi, como si estuviéramos robando una casa, voces bajas,
susurros nada más. Toda una escenografía montada para la ocasión, ropa
nueva para el cadáver que ya empezaba a oler mal, la madre también iba
bien vestida, una pose trabajada y flashes continuos. Hay que amalgamar la ciencia de un médico y la
imaginación de un poeta para capturar con éxito las últimas imágenes
del cuerpo me decía mi hijo que don Pierre le dijo que su padre le había
dicho cuando lo iniciaba en los secretos de congelar en papel el rostro de
un ser que ya no era de este mundo. Yo no quería que siguiera con eso,
pero bien pensado era un trabajo honrado que lo tenía ocupado y lejos del
narcotráfico que impera en esta zona, de las muertes por encargo y de las
plantaciones de marihuana hasta en los jardines más expuestos. Era un
trabajo honrado, como cualquier otro, bueno, como cualquier otro no era,
pero sí honrado, y los quince mil guaraníes que recibía después de
cada trabajo lo compensaban, y a veces don Pierre le daba hasta cincuenta
mil, dependiendo de la cantidad de fotos que pedían del modelo, digo del
muerto, del que posaba para la cámara o al que posaban para la cámara. Y
era un dinerito que ayudaba a seguir tirando el carro, señora, usted
comprenderá. Porque como usted bien sabe,
mentiría si dijera que nuestra economía marcha sobre rieles. Lo
que hacían no era fotografía forense ni documentación gráfica para los
periódicos. Era la gente del pueblo que había elegido ese camino para
recordar a su ser querido. Sus fotografías terminaban siempre enmarcadas
y colgadas de una pared o sobre un anaquel o a veces también en álbumes
de hojas amarilleadas por el tiempo y la nostalgia. Una vez leí su aviso
en el diario: «Las familias que tengan la desgracia de perder algún
deudo de quien deseen poseer un momento de esta naturaleza pueden lograrlo
por medio de las fotografías que don Pierre ofrece ejecutar en el mismo
aposento mortuorio». Todo
eso de la persecución policíaca, la captura y la cárcel vino después,
algún tiempo después. Mi
hijito me hablaba con fervor acerca de algunas fallecidas. Mamá, vi a la
mujer más hermosa del mundo, pero estaba muerta, irremediablemente
muerta. Y me daba detalles y más detalles. Y en los últimos tiempos me
hablaba sólo de mujeres y yo decía Dios mío qué pasará que van
muriendo tantas mujeres jóvenes, pero también morían hombres y
fotografiaban hombres, mas su interés se había decantado por las
mujeres, cosa también normal, considerando que ya estaba en plena
adolescencia. A la muerta más hermosa del mundo le pusimos el vestido más
hermoso del mundo, me dijo Remigio, le abrimos los ojos con una cucharilla
de café y volvimos a situar correctamente cada ojo en la cuenca, don
Pierre hizo gala de su manejo del maquillaje post
mortem, con lo cual desapareció la lividez cadavérica y el flash
de las cámaras empezó a incendiar como un fuego fatuo el aire de la
habitación, ese aire tan rubricado de guadaña. Todos esos detalles me
desbordaban. Los únicos cadáveres que vi en mi vida fueron los de mis
padres y el de mi marido. Pero no los había tocado. Dios me libre. A la
muerte le tengo un respeto terrible. Sin embargo, Remigio se movía como
pez en el agua. Eso me daba cierta preocupación, señora, a la muerte no
hay que perderle el respeto. Pero era una preocupación leve que quizá
entrañaba algo de envidia y admiración, como cuando miramos desde bien
lejos a las personas que durante una fiesta de San Juan caminan sobre las
brasas, o patean una pelota tatá. Todo
eso de la huida, la persecución policíaca, la captura y la cárcel vino
después, poco después. Estábamos
tan bien, señora. Mi hijito traía a casa cada vez más dinero porque había
aprendido bien el oficio y en muchas ocasiones hacía el trabajo él solo,
ya sin don Pierre, que nada más recibía los pedidos, daba las
instrucciones y se entregaba al reposo. Remigio cobraba ya mucho mejor
porque su trabajo era mayor y porque fotografiar muertos fue siempre mucho
más rentable que fotografiar vivos. Estábamos tan pero tan bien, señora.
Mi hijo trabajaba con sus fotografías fúnebres y yo enseñaba en el
colegio estatal, hasta podría decir que fui feliz en esa época. Estaba
muy contenta por mi hijo, por mi Remigio, por verlo enderezarse hacia un
futuro de bien, con un empleo tempranero que le enseñaba el valor del
dinero y del trabajo honrado. Pero el destino es experto en eliminar las
piezas del tablero golpeándolas en la cabeza y los más humildes somos
siempre quienes estamos más indefensos ante sus manotazos. Todo eso de la necrofilia vino después, poquito después. |
Javier Viveros
De
"Ingenierías del Insomnio"
jviveros@gmail.com
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