Cuando un hijo en un arrebato |
Una
vez recorrido el largo pasillo de la casa, Luciano ha entrado a su
habitación. Ha oprimido el interruptor y, apenas cerrado el circuito eléctrico,
los fotones se han dispersado sobre el recinto devolviendo a las cosas sus
colores primigenios. Desde la puerta del ropero, el póster de la actriz
inglesa, niña casi, le devuelve la mirada: el mar en dos esferas
diminutas; se queda un
momento contemplando la marmórea arquitectura del rostro de la lolita, la
dueña de una belleza capaz de hablar a todos los hombres de cualquier
lengua y geografía. El
desorden enseñorea la habitación. “La entropía de un sistema aislado
tiende a aumentar con el tiempo”. Ajá. “O a mantenerse constante”.
Sí, también. Luciano observa a las hormigas que se llevan, desmontados,
los restos de la pizza de la última noche. Ejército encolumnado de
puntos y comas. Insectos: su presencia le es incómoda, incomoda. Los va
matando, los aplasta. No hay triunfo para las hormigas, el calzado
deportivo estraga los pequeños cuerpos. A pesar de lo elevado de su número
no hay para ellas victoria posible, ni
pírrica siquiera. Hay
tres o cuatro hormigas que son visiblemente más grandes en el grupo.
Luciano no las pisa, recuerda que su hermana le decía que
esas eran hormigas capturadas durante las batallas con otras
colonias, hormigas hechas esclavas sin esperanza de Lincolns, una
servidumbre eternizada, eso decía el documental de Discovery Channel, aseguraba ella. La hormiga ha nacido libre pero
en todas partes está encadenada. La fuerza hizo esclavas a las primeras
hormigas, su cobardía las ha perpetuado. Luciano ha decidido no
aplastarlas, pero toma la
caja de pizza, chorreada de hormigas y de queso, y la deposita en el
basurero. No las mata, pero no las libera del yugo tampoco; tan poco es lo
que puede hacer el hombre para interferir en el libre fluir del cosmos. No
habrá Espartaco para esas hormigas grandulonas. Hoy no. Es
viernes. Afuera, la noche se llena de ojos y de luz artificial. El imperio
del neón, de los fluorescentes y el insecto de Edison. El ruido de los
autos, la música disparada de los altavoces. Ondas lumínicas y sonoras
copulando en el aire de la capital paraguaya. Luz y sonido. La liebre y la
tortuga. La noche asuncena como una fábula griega o una aporía eleática.
Aquiles alcanzando a la tortuga y propinando, con rabia helena, un puntapié
al caparazón del competidor. Es
felicidad lo que se ve en el rostro de Luciano. Hay una malignidad
exultante en esa sonrisa que porta. Hay descargo, hay fuerza, hay una
especie de nueva savia moviéndose por sus conductos interiores. Ha hecho
algo vivificante. ¿Es preciso mencionar qué le ha hecho tan bien? ¿También
deberíamos compartir su alegría? El lector, juez imparcial, analizará
los acontecimientos, sopesará las pruebas y dará dictamen. La
mano izquierda del padre atajaba fuertemente el cuello de la camisa,
mientras su derecha hacía un movimiento de limpiaparabrisas sobre el
rostro de Jorge, hermano mayor de Luciano. El eco de las bofetadas se
evapora al instante. Castigo paterno. Voz furibunda. Rabia. Súplica de
mujeres. Odio en el benjamín. Impotencia en casi todos. Vanos ruegos de
la madre. ¿El motivo? Alguno trivial, sin excesiva importancia para los
fines del relato. No hace falta una razón demasiado severa para desatar
la inflamable furia paterna. Los recuerdos de castigos similares recibidos
en la niñez aparecen como fantasmas percudidos por el tiempo. El
chasquido de un arreador viborea momentáneamente en las memorias. La atmósfera:
una losa de cemento. Pasan los minutos. Los ánimos se calman,
cada uno ocupa otra vez su lugar en la mesa, pero ese alimento
nocturno será de difícil digestión. Alguien ya intuye la tira de Alka-Seltzer. Se
dio esa escena en la cena de hace dos noches, en la casa familiar.
Sentados a la mesa estaban el padre, la madre y los hijos: Jorge, Verónica
y Luciano, en ese orden. A Luciano sus veinte años lo ubicaban como el
menor de los vástagos. Mala cosa el carácter del padre. Dictatorial el
hombre. La infancia de sus hijos cruzada por las correcciones violentas,
por las marcas que deja en la piel el cinto de cuero, cuando no la hebilla
abominable. Jorge, el mayor,
temeroso, siempre bajo la férula del padre, todavía inclinando la cerviz
como un buey que se resigna a su destino. −Sí,
papá. Sólo
el matrimonio había significado para Jorge una tardía emancipación. Su
casamiento le había dado el pase para abandonar el hogar con el fin de
formar el suyo. Al ser mujer, la independencia tenía para Verónica un
costo mucho más elevado. Pero Luciano mostró desde temprano un espíritu
combativo. Las amonestaciones del padre siempre encontraban eco en él.
Callate nomás Luciano, por favor. No mamá, no hay que callarse ante este
loco. Y entonces una furia de cuero se desataba sobre la epidermis y los
ojos se llenaban de ira. Con el tiempo, Luciano también abandonó el
hogar, sin matrimonio de por medio; dieciséis años tenía cuando fue a
vivir con una de sus tías maternas. La situación se había vuelto
insostenible. Banderas marciales. Escudos sacudidos por espadas. Clima bélico. “Se
quedó atascado en su tiempo. No entiende que crecimos. No se da cuenta de
que ya no tenemos ocho años. Jorge está casado y Verónica no está
lejos del anillo. Él continúa tratándonos como niños, sigue queriendo
imponer su voluntad a la fuerza”. El
tiempo había transcurrido, con su ritmo acostumbrado. La familia completa
recién volvió a reunirse en la cena donde el padre golpeó a Jorge. Fue
allí donde Luciano sintió renacer su furia. Pero era imposible
reaccionar físicamente contra el padre. Es tan corpulento, son tan
grandes sus brazos, hay todavía tanta vitalidad en su cuerpo
quincuagenario. Bondades de la práctica sostenida del boxeo. Ellos, sin
embargo, salieron tan débiles; Jorge y él, tan alambre eran sus
extremidades, tan alfiles ante las torres del atrabiliario padre. Fue
al abandonar aquella cena familiar que un Luciano habitado por el
arrebatamiento tuvo una idea meridiana. Se le reveló así nada más, de
repente, sin los preámbulos sonoros de un deus ex machina. Hizo unas llamadas. Para eso uno tenía amigos.
Siempre se debería poder contar con ellos. Muchos “ajá, ya entiendo,
no hay problema” del otro lado de la línea. Gratitud de este lado del
teléfono. El plan se ejecutó puntillosamente. Uno
de sus compinches acaba de enterar a Luciano del resultado y por eso lo
embarga la felicidad. Sin molicie en su malicia, pidió a sus amigos que,
enmascarados, emboscaran al padre y le llovieran a golpes. Así lo
hicieron. Nunca apreciaron al viejo. Por los amigos, todo. −Esto
es para que trates mejor a tus hijos, gusano. Luciano
se vio de repente como el líder de una organización mafiosa. Se sintió
poderoso. No mató a su padre, fue un Edipo a escala nomás. Dejó un Layo
maltratado pero no muerto. Malhaya, Layo, la hora en que decidiste
portarte así con tus hijos. Las palabras de su kafkiana Carta
al padre fueron puñetazos. Las oraciones de su misiva fueron patadas
encadenadas con codazos. El de Luciano era un espíritu muy decidido.
Distinto al de su hermano mayor. Otra madera. "Fui
yo, viejo déspota. Yo te mandé ese merecido castigo. Nunca vuelvas a
tocar a ninguno de tus hijos, porque te va a ir peor", ensaya
Luciano, dando vueltas en su habitación, sorteando latas de gaseosa y
revistas de diversa índole. Repite las frases mentalmente. Modifica sus
oraciones. Cambia la estructura. Otra sintaxis. Evitar el hipérbaton. El
adjetivo si no da vida, mata. Mejor huir de la opacidad del signo en la
función poética del lenguaje. “Al grano, gallo”. En su desesperada alegría, bruscamente decidido, Luciano levanta el tubo inalámbrico y digita el número de la casa familiar. |
Javier Viveros
De
"Urbano, demasiado urbano"
jviveros@gmail.com
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