Agonía y delirio
Javier Viveros

Lo encontramos tirado en el suelo, a un lado del largo caminito que apunta su sinuoso lomo, cargado de pisadas, hacia el bosque. Fernán Montanía y yo vimos algo llamativo entre las espesas malezas que se enmarañaban a la vera del sendero aquel, nos acercamos y fue allí donde lo hallamos. Estaba bocabajo y respiraba fatigosamente. Lo volteamos. Se encontraba inconciente y su rostro parecía haber sido congelado en el preciso instante de hallarse  transido del mayor dolor.

Osmar Suriv sale de la bulliciosa taberna visiblemente ebrio, pues su andar es tambaleante y casi inocente de verticalidad. Su cabeza se halla completamente bajo el tiránico dominio del vino. A pesar de lo impreciso de sus pasos y de la enorme cantidad de alcohol a la que sirve de móvil vasija, Osmar va desandando poco a poco el camino a su casa.   

Fernán y yo no sabíamos cómo actuar. Si no fuera por los pausados ascensos y descensos de su pecho ya hubiéramos llegado a la conclusión de que estaba muerto. Coloqué la parte externa de mi mano sobre su frente y percibí la alta temperatura de los infiernos de la  fiebre. Decidimos llevarlo al médico. Lo levantamos. Acomodé sobre mi hombro su brazo derecho y Fernán puso el izquierdo sobre el suyo. Así fuimos trasladándolo de prisa.

Sus pasos ebrios hollan el camino silencioso e invadido por una soledad inmisericorde. Una cuadra más atrás, en la taberna moribunda, se oyen los gritos y risas de los parroquianos. Osmar camina despacio, su mano derecha presiona fuertemente el lado izquierdo de sus costillas; su rostro refleja dolor.

Ya eran cinco las cuadras que lo llevábamos cargando, faltaban dos para llegar a la casa del médico; la distancia parecía multiplicarse en momentos como aquel.

−¿Crees que sea grave?− pregunté a Fernán y éste me contestó con un movimiento de cabeza que en ese instante me fue imposible de traducir en afirmativo o negativo.

Su mano aprieta una herida de instrumento cortante que había obtenido en la sucia taberna que acababa de abandonar. Estuvo jugando a los naipes con otros parroquianos y uno de ellos lo acusó de haber hecho trampas. Osmar lo increpó negando la acusación, pero ya la mano del otro (también vasallo del alcohol) había extraído el pequeño puñal de su cintura y lo había asestado entre sus costillas antes de que los otros pudieran detenerlo.

Llegamos a la casa del médico. Presionamos repetidamente el timbre al son de la desesperación. Por ventura fue él mismo quien nos abrió la puerta de su residencia, ingresamos a la misma y  depositamos al herido sobre un sofá. El médico se colocó las gafas y examinó cuidadosamente el sitio donde la herida abría su doliente boca.

Osmar abandona la taberna y el dolor hace mella en su espíritu. Siente que la muerte lo arrastra tras de sí, lo atormenta el terror, el temor a morir y lucha por permanecer en pie, pero no lo consigue, cae entre las malezas provocando un mudo escándalo. No quiere perecer, se niega a hacerlo, quiere gritar antes de caer inconciente.

−¡No quiero morir!− grita Pachí repentinamente. Con una amplia sonrisa el médico festeja la vuelta de su paciente desde los ignotos terrenos de la inconciencia. Luego lo tranquiliza, le alcanza un vaso de agua y una pastilla. Pachí  la ingiere, con no poco trabajo. Fernán y yo lo contemplábamos silenciosos desde el umbral de la puerta. Mirábamos el insignificante algodón en su pierna; no quisimos entrar, pues  sabíamos que esa picadura de serpiente lo había dejado con calentura y necesitaba descansar.

Tiempo después, el pequeño Pachí nos comentó que en su delirio febril soñaba que él era Osmar Suriv, el presumido hijo del licenciado, y que lo apuñalaban en una taberna durante un juego de truco. Nos preguntó (sin obtener respuesta) qué podría significar aquello de comandar (al menos en el delirio) el cuerpo de la persona que más aborrecía en el pueblo.

Javier Viveros

De "La luz marchita"
jviveros@gmail.com

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