Agonía y delirio |
Lo
encontramos tirado en el suelo, a un lado del largo caminito que apunta su
sinuoso lomo, cargado de pisadas, hacia el bosque. Fernán Montanía y yo
vimos algo llamativo entre las espesas malezas que se enmarañaban a la
vera del sendero aquel, nos acercamos y fue allí donde lo hallamos.
Estaba bocabajo y respiraba fatigosamente. Lo volteamos. Se encontraba
inconciente y su rostro parecía haber sido congelado en el preciso
instante de hallarse transido
del mayor dolor. Osmar
Suriv sale de la bulliciosa taberna visiblemente ebrio, pues su andar es
tambaleante y casi inocente de verticalidad. Su cabeza se halla
completamente bajo el tiránico dominio del vino. A pesar de lo impreciso
de sus pasos y de la enorme cantidad de alcohol a la que sirve de móvil
vasija, Osmar va desandando poco a poco el camino a su casa.
Fernán
y yo no sabíamos cómo actuar. Si no fuera por los pausados ascensos y
descensos de su pecho ya hubiéramos llegado a la conclusión de que
estaba muerto. Coloqué la parte externa de mi mano sobre su frente y
percibí la alta temperatura de los infiernos de la
fiebre. Decidimos llevarlo al médico. Lo levantamos. Acomodé
sobre mi hombro su brazo derecho y Fernán puso el izquierdo sobre el
suyo. Así fuimos trasladándolo de prisa. Sus
pasos ebrios hollan el camino silencioso e invadido por una soledad
inmisericorde. Una cuadra más atrás, en la taberna moribunda, se oyen
los gritos y risas de los parroquianos. Osmar camina despacio, su mano
derecha presiona fuertemente el lado izquierdo de sus costillas; su rostro
refleja dolor. Ya
eran cinco las cuadras que lo llevábamos cargando, faltaban dos para
llegar a la casa del médico; la distancia parecía multiplicarse en
momentos como aquel. −¿Crees
que sea grave?− pregunté a Fernán y éste me contestó con un
movimiento de cabeza que en ese instante me fue imposible de traducir en
afirmativo o negativo. Su
mano aprieta una herida de instrumento cortante que había obtenido en la
sucia taberna que acababa de abandonar. Estuvo jugando a los naipes con
otros parroquianos y uno de ellos lo acusó de haber hecho trampas. Osmar
lo increpó negando la acusación, pero ya la mano del otro (también
vasallo del alcohol) había extraído el pequeño puñal de su cintura y
lo había asestado entre sus costillas antes de que los otros pudieran
detenerlo. Llegamos
a la casa del médico. Presionamos repetidamente el timbre al son de la
desesperación. Por ventura fue él mismo quien nos abrió la puerta de su
residencia, ingresamos a la misma y depositamos
al herido sobre un sofá. El médico se colocó las gafas y examinó
cuidadosamente el sitio donde la herida abría su doliente boca. Osmar
abandona la taberna y el dolor hace mella en su espíritu. Siente que la
muerte lo arrastra tras de sí, lo atormenta el terror, el temor a morir y
lucha por permanecer en pie, pero no lo consigue, cae entre las malezas
provocando un mudo escándalo. No quiere perecer, se niega a hacerlo,
quiere gritar antes de caer inconciente. −¡No
quiero morir!− grita Pachí repentinamente. Con una amplia sonrisa
el médico festeja la vuelta de su paciente desde los ignotos terrenos de
la inconciencia. Luego lo tranquiliza, le alcanza un vaso de agua y una
pastilla. Pachí la ingiere,
con no poco trabajo. Fernán y
yo lo contemplábamos silenciosos desde el umbral de la puerta. Mirábamos
el insignificante algodón en su pierna; no quisimos entrar, pues
sabíamos que esa picadura de serpiente lo había dejado con
calentura y necesitaba descansar. Tiempo después, el pequeño Pachí nos comentó que en su delirio febril soñaba que él era Osmar Suriv, el presumido hijo del licenciado, y que lo apuñalaban en una taberna durante un juego de truco. Nos preguntó (sin obtener respuesta) qué podría significar aquello de comandar (al menos en el delirio) el cuerpo de la persona que más aborrecía en el pueblo. |
Javier Viveros
De
"La luz marchita"
jviveros@gmail.com
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