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El mestizaje americano Enrique Viloria Vera |
…la América Hispana es tal vez la única
gran zona abierta
en
el mundo actual al proceso del mestizaje cultural creador.
En
lugar de mirar esa característica extraordinaria como una
marca
de atraso o de inferioridad, hay que considerarla como
la
más afortunada y favorable circunstancia para que se
afirme y
se extienda la vocación de Nuevo Mundo que ha
estado
asociada desde el inicio al destino americano.
Arturo
Uslar Pietri.
CONTENIDO Un
comentario inicial
Introducción
I. El mestizaje sanguíneo 1. Los blancos 2.
Los indios 3.
Los negros II. El mestizaje cultural 1. El barroco americano
A. El barroco arquitectónico
B. El barroco literario
C. El
barroco musical 2. El modernismo latinoamericano 3. El realismo mágico y lo real maravilloso 4. El sincretismo religioso 5. Los mitos americanos
A. La Edad de Oro
B. Las Siete Ciudades de
Cíbola
C. Las Amazonas
D. El mito de El Dorado
6. La gastronomía americana Conclusión Citas
y notas Bibliografía General Un
comentario inicial
nosotros
somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte,
cercado
por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias,
aunque,
en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil.
Simón
Bolívar
Comentario
de un Americano Meridional
a
un caballero de esta isla (Carta de Jamaica) ¿Qué
somos? ¿Cuál es nuestra identidad como latinoamericanos? ¿Qué
significa ser venezolano? Investigar y recuperar nuestros orígenes
híbridos otorga pistas y derroteros para responder a las preguntas
fundamentales atinentes a nuestra idiosincrasia. Arturo Uslar Pietri,
nuestro humanista por excelencia, dedicó gran parte de su vida y de su
obra a la comprensión de los asuntos más pertinentes de nuestra esencia
mestiza. En este ensayo, al momento de conmemorarse el primer centenario
de su nacimiento, lo acompañamos en sus indagaciones y privilegiamos sus
pedagógicos criterios, con la expectativa de que sus hallazgos y
conclusiones nos ayuden, a cada uno de nosotros y a Venezuela como un
todo, a entender más y mejor lo que somos, lo que muchas veces no sabemos
que fuimos. Enrique Viloria Vera
Introducción
Se
hace más servicio a Dios en hacer mestizos
que el pecado que con ello se
hace.
Proceso
Inquisitorial de Francisco de Aguirre,
Gobernador
de Tucumán. Si
algún tema convoca la atención reiterada, la indagación febril, la
prosa característica y una pasión inocultable en el pensamiento de
Arturo Uslar Pietri es el mestizaje americano. Para el autor, este
fenómeno se encuentra en el origen del nacimiento de un Nuevo Mundo, en
el que "ni el europeo, ni el indígena, ni el africano pudieron
seguir siendo los mismos… Lo que surgió no era ni podía ser europeo,
como tampoco pudo ser indígena o africano.”[1] El escritor, en muy diversos
ensayos y artículos, y desde diferentes perspectivas, aborda el tema del
mestizaje americano para insistir en él, una y otra vez, a objeto de
explicarlo en sus variadas manifestaciones, y, muy especialmente, en la
cultural. Recuerda Uslar que este fenómeno, si bien no es propio ni
exclusivo del nuevo continente
encontrado, es, en el caso de América Latina, lo suficientemente
particular, específico y, sobre todo rico, desde el punto de vista
civilizatorio, y de la historia y conformación de la humanidad, puesto
que en palabras del escritor: “es sobre la base de este mestizaje
fecundo y poderoso donde puede afirmarse la personalidad de la América
hispana, su originalidad y su tarea creadora. Con todo lo que le llega del
pasado y del presente, puede la América hispana definir un nuevo tiempo,
un nuevo rumbo y un nuevo lenguaje para la expresión del hombre, sin
adulterar lo más constante y valioso de su ser colectivo, que es su
aptitud para el mestizaje viviente y creador.”[2] Reconoce Uslar Pietri que “en
cierto modo, la historia de las civilizaciones es la historia de los
encuentros”, y que estos grandes encuentros de pueblos diferentes por
los más variados motivos fueron “los que han ocasionado los cambios,
los avances creadores, los difíciles acomodamientos, las nuevas
combinaciones, de los cuales ha surgido el proceso histórico de todas las
civilizaciones”. En
coherencia con la precedente afirmación, nuestro escritor realiza una
revisión del mestizaje a lo largo de la historia del mundo y del
acontecer de la humanidad. Confirma que Mesopotamia, todo el Mediterráneo
oriental, Creta y Grecia fueron, en su época, en los momentos cruciales
de la conformación de la humanidad, zonas de encrucijadas y de encuentros
para erigirse “en los grandes centros creadores e irradiadores de
civilización”. Enfatiza Uslar que el mayor impacto, el hecho
significativo de estos encuentros de razas, lenguas, estilos de vida,
dioses, concepciones del mundo y maneras de entender al semejante y de
hacer las cosas, fue el mestizaje cultural. Estas civilizaciones “convivieron
en pugna, resistencia y sumisión, y mezclaron las creencias, las lenguas,
las visiones y las técnicas. El mestizaje penetró el Olimpo”. Roma tampoco escapa a esta circunstancia: “todas las culturas del mundo conocido trajeron su aporte a ella”. En efecto, para el escritor la historia de Occidente es el más vivo muestrario, el repertorio dicente, la vitrina sinigual, en los que un mestizaje aluvional dio origen a una cultura y a una civilización asentada en la diferencia, en la disimilitud que pugna y se enfrenta para, al fin, encontrarse. Con el objetivo de encarnar el mestizaje cultural de la Europa de aquellos tiempos, de darle músculos y huesos, fisonomías reconocibles, evidencias humanas, Uslar afirma que “grandes creadores del mestizaje cultural fueron Federico II Hohenstaufen, Alfonso X de Castilla, los arquitectos del románico, los escultores del gótico, Dante, Cervantes, Shakespeare.”[3] No deja de lado el escritor la saga de Carlomagno, “ese ensayo de injerto en la vida germánica de la romanidad cristiana”, para ahora de manera visual ilustrarnos este mestizaje físico y cultural que se dio en la historia de Occidente, y que encuentra su mayor simbolismo paradójico cuando miramos. “…al caudillo bárbaro, con su lengua no reducida a letra, con su cohorte de jefes primitivos, coronarse emperador romano entre los latines del papa y las fórmulas palatinas del difunto imperio.”.[4] España, como ningún otro
espacio físico y humano, experimenta también el embate de esa fuerza
implícita en el mestizaje. No escapa la Península Ibérica a los afanes
de dominación, sojuzgamiento, conquista y colonización que desde los
más tempranos tiempos personificaron guerreros, administradores,
sacerdotes, comerciantes, en fin, hombres y mujeres provenientes de los
más distintos y remotos orígenes. “Indígenas, ibéricos,
cartagineses, romanos, godos, cristianos, francos, moros, judíos,
contribuyeron a crear la extraordinaria personalidad de su alma compleja y
poderosa”[5] En apoyo a esta realidad de la mixtura étnica que se engendró y alimentó durante largos siglos en la España contemporánea, José Maria Carandell confirma que: “Pocos países hay en el mundo, tal vez ninguno, que en poca superficie reúnan una tan gran diversidad de climas, aspectos geográficos y tipos humanos, como la múltiple y hasta el siglo pasado diferente España. Aquí imprimieron su huella fenicios, griegos y cartagineses atraídos por la fabulosa riqueza de la mítica Tartesos, uno de los grandes misterios antiguos que están aún por desvelar. Después la Roma imperial, símbolo de civilización, de cultura y de normas de derecho, romanizando a Hispania, le dio su lengua y sus costumbres, su modo casi definitivo de pensar y de existir. Más tarde, cuando la decadencia del Imperio, los bárbaros del Norte, en briosa galopada, procedente de las selvas de Germania, irrumpieron en las fértiles campiñas ibéricas clavando los pendones de sus nobles y sus reyes, sembrándolas de godas dinastías, tronco genealógico de monarcas, raíz de Iberia, de la España por venir. Pero la civilización que más honda huella dejó fue la árabe. En España alcanzó su máximo esplendor. Córdoba con su califato, fue uno de los centros esplendorosos de la cultura europea. Y los judíos, que dejaron aquí de ser errantes, para convertirse en españoles distinguidos en todas las ramas de la cultura, de la economía, del saber. España, al alcanzar su plenitud, toda esta riqueza étnica la volcó en Hispanoamérica. “[6]
I.
El mestizaje sanguíneo
Hobo, y yo vi, un lugar o villa que se llamó de la Vera –
Paz,
de
setenta vecinos españoles, los más de ellos hidalgos,
casados
con mujeres indias de aquella tierra, que no se
podían
desear persona que más hermosa fuese; y este don de
Dios,
como dije, muy común y general en todas las de esta isla.
Referencia
a Xaraguá en el interior de la isla de Santo Domingo.
Fray
Bartolomé de Las Casas Enfáticamente Uslar Pietri
afirma que “lo verdaderamente importante y significativo fue el
encuentro de hombres de distintas culturas en el sorprendente escenario de
la América. Este y no otro es el hecho definidor del Nuevo Mundo.”[7].
Esta insistencia del escritor no implica, sin embargo, el desconocimiento
u omisión del hecho sanguíneo, es decir, el mestizaje entre seres
humanos provenientes de etnias diferentes: la indígena con marcados
rasgos de tipo mongoloide, que era la originaría de las tierras
encontradas; la caucásica que vino de Europa y la negroide que –
forzada - provino del África. De estos encuentros
interraciales surge, en su momento, el término mestizo para nominar a los
primeros vástagos provenientes del cruce entre blancos y aborígenes.
Según la opinión de Gracilaso, el Inca: “A los hijos de español y de
india, o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos
mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que
tuvieron hijos en indias, y por ser nombres impuestos por nuestros padres
y por su significación, me llamo yo a boca llena y me honro con él.” El término mestizo es acogido,
en su acepción actual, por el primer Diccionario de la Academia Española
de la Lengua publicado en 1734, conocido como Diccionario
de Autoridades. En efecto, en el mismo se lee: “Adj. que se aplica
al animal de padre y madre de diferentes castas. Viene del latín Mixtus.”
Sin embargo, en criterio de Juan Bautista Olaechea, la etimología de
mestizo debe buscarse más bien en el término latino tardío Mixticius.
El historiador español sustenta que el término ya aparecía en los
textos de San Jerónimo y de San Isidoro, y que, en francés, el vocablo métis tiene la misma connotación que en castellano. El mestizaje como hecho
extendido e incontrolable en la América Española, llevó al mismo rey
Fernando el Católico a promulgar, el 14 de Enero de 1514, la siguiente
disposición: “Es nuestra voluntad que los indios e indias tengan, como
deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con indios
como con naturales destos reinos o con españoles nacidos en las Indias, y
que en esto no se les ponga impedimento. Y mandamos que ninguna orden
nuestra que se hubiese dado o nos fuere dada para impedir ni impida el
matrimonio entre los indios e indias con españoles o españolas, y que
todos tengan entera libertad de casarse con quien quisieren, y nuestra
Audiencias procuren que así se guarde y cumpla.”
De esta extendida mezcla
étnica emerge, desde los mismos albores de la América Hispana, una
sociedad multirracial, una miscegenación que dependiendo de las
circunstancias de espacio y tiempo de la conquista y la colonización,
estuvo determinada por factores de diversa naturaleza y envergadura:
densidad demográfica de la población indígena, estructura social
aborigen, sistemas de explotación colonial más o menos desarrollados,
entre otros. Este mestizaje sanguíneo, en criterio de Uslar Pietri, “tiene su innegable importancia desde el punto de vista antropológico y muy favorables aspectos desde el punto de vista político,”[8] aunque tajante insiste en que: “el gran proceso creador del mestizaje americano no pudo ni puede estar limitado al mero mestizaje sanguíneo. “[9] Este mestizaje étnico tuvo
como elementos conformadores las razas o etnias ya comentadas: la blanca,
la india y la negra. 1.
Los blancos
Recordemos
que la discusión sobre la denominada raza blanca, sobre el llamado
hombre blanco es, al decir de Luís Moreno Gómez,
“tan genérica como la que se produce alrededor de cualquier otro
color para denominar a los seres humanos.” En efecto, esta
denominación, hace ya un tiempo dejada de lado por antropólogos y
etnólogos continúa, sin embargo, siendo utilizada por aquellos que
buscan establecer una diferenciación entre seres humanos de origen
caucásico y de origen negro – africano. En el caso de la Conquista y
Colonización de América, teniendo en consideración los comentarios
efectuados con anterioridad acerca del mestizaje ibérico, la raza blanca
estuvo representada, en primer término, por españoles - originarios
fundamentalmente de Al – Andalus y de Extremadura - que salieron durante
los primeros años de la Empresa de Indias por los puertos de Cádiz y
Sevilla, en búsqueda de una nueva ruta para dirigirse a las Indias, y se
toparon súbitamente con este nuevo, desconocido y desconcertante
continente, ampliando así
la visión del ecumene que para chinos, árabes y europeos estaba
representada exclusivamente por el viejo mundo, al que ahora habría que
incorporar este Nuevo Mundo inédito, ignoto y sin nomenclatura, producto
del encuentro fortuito entre dos razas, dos civilizaciones, la blanca y la
indígena, a la que más tarde se añadiría la africana. A la saga de conquista y
colonización española se sumó la portuguesa y, más tarde, con el
propósito de ampliar los respectivos imperios, se incorporarían ingleses
y holandeses a esa aventura inconmensurable que significó la conquista de
América, el real deslumbramiento (léase descubrimiento) ante un
verdadero Nuevo Mundo rico en sorpresas que alimentaron, por igual, la
realidad y la fantasía. En este sentido, es inevitable
concluir que la historia blanca de América comienza con la propia llegada
de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo; si bien es cierto, de acuerdo con las
evidencias históricas registradas en las sagas
vikingas y las arqueológicas más recientes, que hacia la parte
norte del continente llegaron viajeros provenientes de la actual
Escandinavia, éstos no llegaron, sin embargo, a asentarse
de manera definitiva con el fin de extender o crear una nueva
civilización. En el caso de Venezuela,
podemos afirmar entonces que nuestra historia blanca comienza en 1494,
cuando en su tercer viaje a las Indias Occidentales, Colón se encuentra
con la entonces denominada Tierra de Gracia. 2.
Los indios A
los blancos inevitablemente se unieron, en ese indetenible proceso de
entrevero racial, los habitantes originales de América, los indígenas
amerindios, quienes, en pasadas épocas, llegaron al continente americano
provenientes del Asia y de las Islas del Pacífico, tal como lo evidencian
las investigaciones históricas, y en especial las genéticas, como la
desarrollada por el Dr. Tulio Arends, quien denominó
Diego a un factor sanguíneo encontrado tanto en la sangre de los
indios venezolanos como en otros contingentes humanos de diversos países
asiáticos. Los
aborígenes del Nuevo Mundo pertenecían
a muy variadas y diversas etnias que, en algunos casos, como ocurrió
básicamente con los incas y los aztecas, eran dueños de verdaderos
imperios, de imponentes civilizaciones, que podían competir en pie de
igualdad, en términos de organización social y política, de
construcciones e infraestructura, de protocolos y riquezas, de
gastronomía, con las de los europeos que contaban, empero, con una mejor
preparación para la guerra, y con mejores instrumentos para el combate y
la exterminación de sus semejantes. En efecto, como lo asevera la antropóloga Erika Wagner “la extraordinaria diversidad de las culturas americanas es algo ignorado por la mayoría de la población contemporánea de América y del resto del mundo. Los nuevos pobladores que llegaron de Europa a finales del Siglo XV se encontraron con una pluralidad de organizaciones sociales, económicas y políticas, que oscilaban entre bandas de cazadores y recolectores, cazadores de enormes mamíferos, tribus costeras que subsistían de la pesca y de mamíferos marinos, sociedades tribales igualitarias, cacicazgos sofisticados, reinos e imperios. Muchas sociedades aborígenes americanas (sobre todo aquellas de la América tropical) se basaban en las nociones de comunidad, ayuda mutua y reciprocidad, y en fuertes lazos de parentesco. Eran sociedades con creencias religiosas complejas, con visiones del mundo simbólico, radicalmente distintas a las de los europeos. Y, en este sentido, estaban mal preparados para resistir el embate de una civilización altamente individualista y con una tecnología bélica superior.”[10] Recordemos entonces que a lo
largo de la conquista de América, los españoles se encontraron con tres
grandes áreas o civilizaciones de distinto nivel de desarrollo desde el
punto de vista artístico, cultural, organizativo, urbano y científico, a
saber: Área mesoamericana: comprendía gran parte del actual
México, Guatemala, Honduras y parte de Nicaragua. En todas estas regiones
existieron rasgos comunes y manifestaciones culturales parecidas. Entre
ellos se encuentran: las pirámides escalonadas; los patios
recubiertos de estuco; los juegos de pelota; el sistema numérico
vigésimal y los meses de veinte días; el doble calendario solar y
litúrgico (el tonalpuhalli): los ciclos de 52 años; el cultivo del cacao
en casi toda el área y también del maguey con el que fabricaban papel, y
una escritura jeroglífica. Área circuncaribe: su centro de
actividad estaba situado en las tierras del Caribe, las Antillas, los
países meridionales de Mezo América y costas del Caribe de Colombia y
Venezuela. Los principales elementos culturales de esta área eran: el
trabajo del oro y la tumbaga; el cultivo de la mandioca; una común
ausencia de construcciones de piedra y el trabajo artesanal de la madera.
Eran altamente guerreros y de carácter nómada. Área andina: se
extendió a lo largo de la Cordillera de los Andes, desde Colombia hasta
el Norte de Chile y Argentina. En toda la región se practicó el culto a
los muertos y la conservación de cadáveres en envoltorios y las tumbas
en pozos; trabajan el cobre y el bronce; su sistema numérico se asentaba
en un conjunto de nudos, el quipo, dispuesto de acuerdo con reglas
precisas. Cultivaban la coca, la papa, el maíz.[11] En Venezuela, como
acertadamente lo recuerda Moreno Gómez: “(…) contrariamente a lo que
sucedió en Perú y en México, no hubo un imperio incaico ni azteca (…)
Lo cierto es que el indio venezolano está allí desde el Génesis y toma sus diferentes
nombres según sus tribus u organizaciones primitivas, organizaciones ad
hoc para su entorno, sus necesidades, sus aspiraciones y su comprensión
del mundo y del universo al cual pertenecen. Hablan su propio idioma, que
no es siempre el mismo entre todos los grupos según las regiones donde
están establecidos. Tienen sus nombres propios, los cuales resultaron ser
castellanizados…”[12] 3.
Los negros En lo concerniente al aporte sanguíneo africano al mestizaje americano, es conveniente recordar que en los tiempos de la colonización «al indígena americano casi se le exterminó porque “su pereza, su resistencia soberbia y su pensamiento profano” no producían beneficios importantes para Europa: como consecuencia de ello se recurrió al negro africano para explotar al máximo “su fortaleza animal y su escaso valor cívico”…»[13] Por estas razones, vino a dar a
América un importante contingente de negros que, en calidad de esclavos,
llegaron al Nuevo Mundo para contribuir también, con su sangre primero y
con su concepción del mundo después, a conformar el mestizaje americano.
En este sentido, es conveniente recordar que las dos grandes procedencias
del negro que llegó a América en condición de esclavo, se ubican en las
regiones Sudán, al noroeste de África, y Bantú, al suroeste del mismo
continente, de donde vendrían, respectivamente, los genéricamente
denominados mandinga y
angola. España entra en el comercio esclavista en los tiempos de la conquista y colonización del Nuevo Mundo con el deseo de aumentar sus ingresos, participando en las ganancias que deparaba la trata de negros iniciada por los navegantes portugueses, quienes trajeron, primero a Lisboa, la metrópolis, y luego a América, esclavos provenientes de las famosas Costas de Guinea, Costa de Marfil, de Malagueta, de Oro, de los esclavos, y de una que fue menos conocida: la Costa de las Buenas Gentes, cuyos habitantes “parecen haber sido los únicos que se negaron a practicar el tráfico de esclavos.”[14] En 1505, el Rey Fernando envió
un pequeño número de esclavos negros a trabajar en las Minas de la
Española, quienes respondieron muy bien a las exigencias de las fatigosas
tareas, propiciando que, en 1510, se le encomendara a la Casa de
Contratación de Sevilla el traslado de 200 nuevos negros con el objetivo
de aliviarle el trabajo a los indígenas e incrementar las ganancias de la
actividad minera para beneficio de la Corona Española. Después de esa
fecha, sea a través de la figura de las Reales Cédulas Especiales o del
Asiento de Negros, los españoles trajeron innumerables esclavos
provenientes del África que se constituyeron en verdaderas Piezas
de Indias. Para que un negro del África
fuese considerado Pieza
de Indias y pudiese venir a América en calidad de esclavo, según el
Archivo de Indias requería tener: “siete cuartas de alto, así fuesen
ciegos, tuertos o tuviesen otros defectos que aminoren el valor de dichas
piezas. Los negros o negras, o muchachos que no llegasen a la altura de
siete cuartas, se han de medir, y reducirlo a ellas, para que esa medida
se compute como Pieza de indias; de modo, que tantas piezas de indias harán cuantas siete
cuartas montar en su altura”. Estas Piezas
de Indias, provenientes especialmente del África Occidental, se
mezclaron con el propio colonizador y con los indígenas para convertirse
en uno de los componentes sanguíneos de esa trilogía que dio origen al
mestizaje americano. De conformidad con estos
criterios fenotípicos pasaron al Nuevo Mundo más de once millones de
esclavos provenientes de diversos confines del África Negra que, en la
opinión de los viejos cronistas, viajeros, negreros y religiosos, tenían
las siguientes características en atención a su proveniencia étnica: «Los Congos
propiamente dichos, son negros magníficos, robustos, duros a la fatiga y,
sin contradicción, son los mejores de nuestras colonias. Los Ashanti no son propensos al trabajo de
la tierra, pero son excelentes para el trabajo doméstico, fieles a sus
amos. Los Arara (Ewe), fuertes, acostumbrados
al trabajo y a las grandes fatigas. Aceptaban de buena gana la esclavitud,
pues habían nacido en ella. Los Ibos, propensos al suicidio al menor
castigo. Los Lucumies (yoruba), son un pueblo
orgulloso y guerrero, al principio de su esclavitud son difíciles de
manejar, pero después ceden a ella. Los Carabelies (Efis) son perezosos y
descuidados. Los Angolas, dóciles y alegres, capaces de aprender oficios mecánicos.»[15] De acuerdo con la
investigación realizada por Jesús García[16], “en Venezuela la
introducción de esclavos negros mediante licencias, asientos y otras
formas legales comenzó alrededor de 1530. En 1543 se menciona la
introducción por el Cabo de la Vela y desde 1561 hasta 1565 por las
costas Borburata. En la Guaira desembarcaron esclavos a partir de 1580 y
desde allí fueron distribuidos a diversas regiones del país
principalmente a la provincia de Caracas, donde se concentró gran parte
de la población negra llegada a Venezuela. Igualmente, hubo una alta
entrada y concentración de esclavos negros en las ciudades de San Felipe,
Coro y las Costas Orientales. En la provincia de Caracas, una numerosa
población de negros esclavos fue instalada en la región de Barlovento
para explotar el cultivo de cacao.” Con la finalidad de aclarar con
mayor precisión y en términos más contemporáneos, la relación entre
sitio y etnia en el África actual, nos parece conveniente reproducir el
cuadro comparativo que Jesús García ofrece en su ya citada obra África
en Venezuela. Pieza de Indias.[17] Lista de Topónimos y Etnónimos
Africanos
Esa inconmensurable e
indetenible mezcla de indios, blancos y negros dio origen a veintidós
castas diferentes, embriones de nuevas e infinitas mixturas, de acuerdo
con uno de los cronistas del Nuevo Mundo: De español e india, mestizo. De mestizo y español, castizo. De castiza y español,
español. De española y negro, mulato. De español y mulato, morisco. De español y morisca, albino. De español y albino, torna
atrás. De indio y torna atrás, lobo. De lobo e india, zambayo. De zambayo e india, cambujo. De cambujo y mulata,
albarazado. De albarazado y mulata,
barcino. De barcino y mulata, coyote. De coyote e india, chamizo. De chamizo y mestiza, coyote
mestizo. De coyote y mestizo, allí te
estás. De lobo y china, jíbaro. De cambujo e india, zambayo. De zambayo y loba, calpamulato. De calpamulato y cambuja, tente
en el aire. De tente en el aire y mulata,
no te entiendo. De no te entiendo e india,
torna atrás. En referencia a las voces o
denominaciones de esta prolija y particular diferenciación étnica que se
derivó del entrevero racial en la América Española, Juan Bautista
Olaechea señala algunas características que merecen ser tomadas en
consideración, y que a continuación citamos:
Son voces derivadas y adaptadas en
sentido traslaticio de raíces hispanas y en algunos casos de raíces
indígenas, a veces de procedencia del reino animal. Son denominaciones surgidas de un origen
popular, no científico. Nadie pensó en raíces griegas o latinas para
expresar las diferentes categorías de mezclas y precisamente por ello se
advierte la falta de coincidencia morfológica confusionismo semántico. La tercera característica es la
copiosidad. Las posibilidades de mezcla conjugando las tres razas, india,
europea y africana, son realmente amplias, y aún sin agotar del todo
dichas posibilidades, se llegó a una minuciosidad analítica
sorprendente.[18] Para continuar abundando en
voces y diferenciaciones, José Gumilla, por su parte, identifica, en su
momento, las cuatro generaciones principales de mestizos: «de europeo e
india sale mestiza (dos cuartos de cada parte), de europeo y mestiza sale
cuarterona (cuarta parte de india), de cuarterona y europeo sale ochavona
(octava parte de india) y de europeo y ochavona sale puchuela (enteramente
blanca)…si la mestiza se casa con mestizo, la prole se llama vulgarmente
“tente en el aire”, porque no es ni más ni menos que sus padres, y si
la mestiza se casa con indio la prole se llama “salto atrás” porque
en lugar de adelantar algo, se atrasa o vuelve atrás. »[19] Igualmente, el historiador
sueco Magnus Morner da cuenta del mestizaje sanguíneo americano,
traduciéndolo en castas y diferenciando: españoles, criollos, mestizos
legitimados, indios, mestizos no legitimados, mulatos, negros liberados,
negros esclavos, y un sinnúmero de grupos étnicos abigarrados,
difíciles de ubicar en una jerarquía social que en la etapa colonial se
rigidizó, contrariando la natural inclinación al encuentro y al
entrevero racial que la conquista española desde sus inicios, había
generado. Para 1567, es tan significativo
el mestizaje, la indetenible miscegenación, en estas tierras de menos de
un siglo de descubiertas, que el Licenciado Castro, desde Las Indias, le dirige
una Carta al Rey, en la que expresa el temor que le invade por este
hecho racial que desbordó voluntades, prejuicios y preceptos: “Hay
tantos mestizos en estos reinos, y nacen cada hora, que es menester que
Vuestra Majestad mande enviar cédula que ningún mestizo ni mulato pueda
traer arma alguna ni tener arcabuz en su poder, so pena de muerte, porque
ésta es una gente que andando el tiempo ha de ser muy peligrosa y muy
perniciosa en esta tierra…” En el caso particular de
nuestro país, en el ya citado Diccionario
de Historia de Venezuela, en su Tomo 3, p.152, se constata que: “la
rapidez y amplitud en la formación de la población mestiza se explican,
por un lado, porque entre los españoles no existían trabas étnicas para
cohabitar con personas de cualquier grupo racial y por otro, porque la
conquista fue una empresa masculina en la que escasearon, por
consiguiente, las mujeres blancas. El amancebamiento entre españoles e
indias tuvo que ser frecuente, y de él surgieron los más importantes
núcleos de mestizos venezolanos durante los siglos XVI y XVII. Este hecho
comunicó a esa población la situación incómoda de un origen ilegítimo…” Conviene recordar que nuestro
mestizo por antonomasia, nuestro Garcilaso, el Inca, fue el conquistador
Francisco Fajardo, hijo del español del mismo nombre y de Isabel, cacica
guaiqeurí. Este mestizo hispanizado, producto del cruce de español con
india, quien, además del idioma español dominaba varias lenguas
amerindias, fue, a mediados del siglo XVI, uno de los protagonistas y
artífices de la conquista de la zona norcentral de Venezuela. Para la época de la
independencia de España, de acuerdo con datos suministrados por Eduardo
Arcila Farias, en la Provincia de Caracas el 37.8 % de la población
estaba constituida por pardos, término genérico utilizado para denominar
el producto racial de la mezcla de negro con blanco, mientras que los
blancos, incluyendo como blancos
a los mestizos hispanizados, alcanzaban sólo un cuarto de la población, el
25.6 %, el resto eran negros e indios.
II.
El mestizaje cultural
…son
los hijos de indios y blancos,
tan
aptos o los han graduado por blancos,
o por muy cerca de esta clase.
Francisco
de Ibarra.
Arzobispo
de Caracas en 1805. La especificidad de la América
Hispana proviene del mestizaje y, en especial, del cultural, enfatiza una
otra y vez Uslar Pietri. En efecto, para nuestro escritor: “el hecho
cultural básico de la existencia de la América Latina es la confluencia,
a partir del siglo XVI, de las tres corrientes de cultura, extrañas entre
sí, que allí convergen para iniciar un complejo proceso de
interpretación, mezcla y adaptación. Tres corrientes de distinto
volumen, fuerza y extensión. La española que es la dominante y que
establece la lengua, la creencia, el tono, la dirección superior y el
modelo, y luego, en grado variable según las horas y los lugares, la
india y la negra.”[20] Este
mestizaje, como lo hemos analizado, es el producto inicial y continuado de
la mezcla de genes distintos, de las sangres diversas del blanco, del
indio y del negro, pero es sobre todo, el resultado de la continua y
variada fusión de “las tres culturas fundadoras que se han mezclado y
se mezclan en todas las formas imaginables, desde el lenguaje y la
alimentación, hasta el folklore y la creación artística. No escapa ni
siquiera la religión; el catolicismo de las Indias nunca fue un mero
transplante del español; en ceremonias, invocaciones y en la
superstición popular se tiñó de la herencia de las otras dos culturas.”[21] Cada cultura protagónica
realizó su aporte a este entrevero americano, a este mestizaje cultural.
El español trajo su particular visión de un mundo en tránsito, signado
por la convivencia de concepciones propias del medioevo con las frescas y
renovadas ideas del Renacimiento, y también por un catolicismo fanático
y militante que marcó la vida de estos hombres, dándole un sello
particular de culpa, pecado, penitencia e indulgencia. Ese español era
aquel viejo católico de Castilla “heredero de una larga historia del
encuentro de cristianos, moros y judíos.” Aquel español que abruptamente
se topa con un nuevo mundo desconocido y sin referencias, traía, sin
embargo, muy dentro de sí, un cometido básico, una misión fundamental: reproducir
una nueva España en las Indias que se tradujo en la creación de
Nuevas Andalucías, Castillas, Cádiz, Toledos, Segovias, Extremaduras, al
modo y usanza que le era propio. En
cumplimiento de este mandato inmanente, el español que llega a América
intenta transplantar lo que conocía y lo que sabía hacer, arriba “con
una estructura social y una concepción del mundo que venía de las más
viejas fuentes del Mediterráneo. La ciudad, la casa, la familia (…)
Todo lo más vetusto de Occidente llegó con ellos. Lo primero que hacían
era aplicar una institución romana: establecer un cabildo, y dar un
nombre del santoral católico a las nuevas tierras y las fundaciones.”[22] Al igual que los españoles, los indígenas americanos, al momento de la conquista, tuvieron también un objetivo explícito, un propósito fundamental. En efecto, aquellas razas o etnias que habían alcanzado un grado de civilización elevado, intentaron preservar sus costumbres, recuperar su autonomía, defender su existencia como pueblo, lo que suponía, inevitablemente, expulsar al conquistador español, y mantener sin alteraciones el orden social, político y económico que les era propio, antes de la llegada de esos hombres barbudos y verriondos, que, a lomo de caballo y con la palabra última de la espada y el arcabuz, intentaron a toda costa cumplir, a su vez, con su propósito conquistador: transformar a la tierra descubierta y sin nombre en una Nueva España, y a sus indios en cristianos de Castilla, en labriegos del viejo continente, totalmente incorporados a las creencias, lengua, formas de hacer las cosas y concepciones de la vida de aquella España que quedó atrás, del otro lado de la mar océano. Como bien lo expresa Uslar: “la crónica de la población recoge los fallidos esfuerzos, los desesperados fracasos de esa tentativa imposible.”
El propósito indígena de
volver a ser libres, de recuperar la autonomía perdida y el señorío de
su destino, ahora en manos de hombres blancos, del color del sol, venidos
de allende los mares, se expresa con toda intensidad y emoción en un par
de textos que, desde la perspectiva de las dos mayores civilizaciones
aborígenes, concretaron la frustración por la conquista y la impotencia
para recuperar su espacio, su futuro, su cultura, sus creencias. En la tragedia del Fin de Atahualpa, constatamos este dolor de los vencidos: |
“Único señor, Atau Walpa;
Inca mío, el barbudo enemigo te encadena, para acabar con tu existencia, para usuparte tus dominios
Inca mío, El barbudo enemigo tiene el corazón ansioso de oro y plata,
Inca mío… Tocó a su fin nuestra ventura, la desdicha está con nosotros, se ha ensombrecido nuestro día, no hay más que llanto en nuestros
ojos. En adelante sólo la tristeza se impondrá en nuestros corazones y en medio de un desierto nuestra existencia languidecerá…” |
Por su parte, en el Libro de
los libros de Chilam
Balam leemos: |
“Llegaron los dzules los
extranjeros… Los barbudos…los hijos del sol… ¡Ay! entristezcámonos porque
llegaron! Este “Dios Verdadero” que viene
del cielo, sólo de pecado hablará, sólo de pecado será su enseñanza Inhumanos serán sus soldados,
crueles sus mastínes, bravos. ¿Cuál será el…Profeta que
entienda lo que ha de ocurrir a los pueblos de Mayapán?…” |
Se empeñan los conquistadores
en convertir a los indios en labriegos
de Castilla, sin tomar en cuenta el poder inmanente que también
tenían las culturas aborígenes que, al igual que la española, poseían,
en algunos casos, como la inca y la azteca, un alto nivel de desarrollo
civilizatorio que en materia de arquitectura, danzas, artes, técnicas y
de la propia organización del Estado era, en opinión del propio Uslar,
“más eficaz, en muchos aspectos, que las guerreras e inestables
monarquías europeas.” Por más que lo intentaron, los españoles tampoco pudieron someter a los indios antillanos a una dinámica laboral absolutamente ajena a su idiosincrasia, transformándolos, de un día para el otro, en trabajadores, en campesinos o labriegos a la usanza europea. Nuestros aborígenes “literalmente pertenecían a otro mundo donde no había moneda, ni salario, ni capital, ni diferencia entre ocio y labor. Eran cazadores, recolectores, cultivadores de conuco, sin faena ni horario, sin sentido de acumulación ni de ahorro.”[23] Españoles e indios se
encuentran en un espacio que no era tierra baldía ni exclusivo ámbito
físico deshabitado, sin contenido civilizatorio ni referencias culturales
propias y diferenciadoras. Comienza
desde el momento mismo del descubrimiento de América un proceso de
intercambio y de fusiones que busca, de lado y lado, entender realidades
ignotas, inéditas. Se descubren ambas civilizaciones, y de ese
descubrimiento mutuo surgen las diferencias, aunque también los
encuentros, “el mestizaje comenzó de inmediato por la lengua, por la
cocina, por las costumbres. Entraron las nuevas palabras, los nuevos
alimentos, los nuevos usos”, comenta nuestro escritor. En fin, como bien
lo presume Uslar: “al día siguiente del descubrimiento,
irremediablemente, el español no pudo seguir siendo el mismo que era,
pero el indio americano tampoco. No hubo regreso para ninguno de los dos,
se marcaron, se influyeron, se desnaturalizaron de un modo profundo. Este
hecho ya por sí solo debía introducir un elemento de novedad y de cambio
con respecto a lo que era el mundo español o a lo que había sido el
mundo indígena antes de la llegada del español.”[24] Constatación contundente de esta nueva manera de ser, de ese cambio inevitable que sufre el español al encontrarse con el indio y la civilización americana, lo constituye el surgimiento, ya no de una casta o mezcla sanguínea, sino de un nuevo prototipo de ser humano, de una nueva entidad socio-cultural: el Indiano. Denominación identificadora de ese hombre que por su encuentro con la América indígena “cambió de inmediato y tan cambió que comenzó por no ser semejante a los españoles que habían quedado en España.”[25] Con
la finalidad de hacer más
visible esta diferencia entre el indiano, es decir, el español radicado y
proveniente de América, de los españoles de la Península, Uslar señala
que éstos últimos “…veían con curiosa y no pocas veces burlona
extrañeza los cambios de costumbres, carácter, maneras y hasta modos de
hablar de los españoles que habían vivido en América o que habían
nacido en América. Surgió la imagen, no pocas veces caricatural, del Antón
Pirulero, del indiano, del criollo, con sus guacamayas y sus servidores indios y negros, con
su arcaica y recargada manera de hablar, con su dispendiosidad y
ostentación, con su tendencia al ocio y la divagación.”[26] Indiano,
pirulero, criollo, pasó entonces a llamarse ese español radicado o nacido en
América, y en correspondencia, en el Nuevo Mundo se llamó chapetón, gachupín, a aquel otro español, ya no al indiano
sino a aquel que venía a las tierras conquistadas por primera vez. Uno y
otro eran españoles, pero, por efecto del mestizaje, no lo siguieron
siendo. Uslar Pietri insiste en que no
sólo los españoles cambiaron, “los indios dejaron de ser lo que
habían sido para entrar en un juego de valores distintos, con grandes
dificultades de asimilación que abarcaban desde la lengua española y la
religión hasta un nuevo concepto de la sociedad. Los negros, a su vez,
que, después de los indígenas, constituyeron el más numeroso aflujo
poblacional, trajeron con el aporte de su fuerza de trabajo muchas formas
vivientes de culturas africanas, que penetraron y se extendieron con mucha
fuerza y permanencia en el nuevo hecho americano.“[27] Por estas
razones, nuestro escritor concluye que no se trata como oficialmente se sostiene del encuentro de dos mundos,
sino del “encuentro de tres situaciones humanas y culturales distintas a
la de los españoles, la de los indígenas, que fue variando en la medida
en que se entró en contacto con las grandes civilizaciones americanas, y
la de la africana, que fue numerosa, continua y de inmensa influencia en
el proceso de mestizaje cultural.”[28] Este mestizaje dual, primario,
del blanco con el indio, al que después vendría a sumarse el componente
africano, es ilustrado por Uslar, recurriendo, en muy diversas ocasiones,
a la figura del Inca Garcilaso, y más específicamente, nuestro escritor
reconstruye como ha podido ser la
dinámica familiar en la casa del pequeño Gracilaso, hijo del capitán
español Gracilaso de la Vega y de la princesa inca Isabel Chimpu Oello,
ejemplo vivo de ese mestizaje sanguíneo que muy pronto, y en este caso,
por efecto de la obra literaria del Inca Garcilaso, devino en cultural.
Pero, dejemos que Uslar Pietri nos conduzca por la casa de los padres del
mestizo americano por antonomasia, en aquel Cuzco conquistado por los
españoles: “En un ala de la edificación estaba el capitán con sus
compañeros, con sus frailes y sus escribanos, metidos en el viejo y
agrietado pellejo de lo hispánico, y en la otra, opuesta, estaba la
ñusta Isabel, con sus parientes incaicos, comentando en quechua el
perdido esplendor de los viejos tiempos. El niño que iba a ser el Inca
Garcilaso iba y venía de una a otra ala como la devanera que tejía la
tela del nuevo destino.” Prosigue Uslar: “Los
Comentarios Reales son el conmovedor esfuerzo de toma de
conciencia del hombre nuevo en la nueva situación de América (…) Un
libro semejante no lo podía escribir ni un castellano puro, ni un indio
puro.”[29] Parafraseando a Uslar,
podríamos entonces decir que así como Dante, Cervantes o Shakespeare
fueron la encarnación del mestizaje europeo, el Inca Garcilaso lo es del
americano, como también lo confirma Luis Navarrete Orta, cuando sostiene
que la concepción cosmogónica vertida en los
Comentarios
Reales
“…autoriza a considerar al
Inca Garcilaso no sólo como el prototipo del escritor
representativo del mestizaje cultural y literario americano, sino como el
autor de uno de los discursos impugnadores de mayor trascendencia y
repercusión social en la cultura continental.”[30] En lo concerniente a las
manifestaciones del mestizaje cultural americano, además de la referencia
al carácter dual de la escritura del Inca Garcilaso, quien “cuando
viaja a España y viejo escribe sus Comentarios
Reales, también los compone en dos partes superadas, la de los
incas y la de los españoles, y las reúne en la dedicatoria a su madre,
la princesa inca bautizada en la Iglesia”[31], Uslar identifica y
analiza también otras expresiones ejemplificadoras y dicentes de ese
fenómeno americano incontestable que examinaremos a continuación. 1.
El barroco americano En
América Latina el Barroco originario de Europa, a lo largo del proceso de
afianzamiento cultural del continente fue adquiriendo expresiones propias
y particulares tanto en el ámbito físico como en el literario. En
efecto, las expresiones del Barroco
americano, del Barroco de indias son originales,
innovadoras e identificatorias de nuestro mestizaje cultural, tal
como lo veremos a continuación. A.
El barroco arquitectónico En este orden de ideas, nuestro
escritor argumenta que "todo el llamado
barroco de indias no es sino el reflejo de ese mestizaje cultural que
se hace por flujo aluvional y por lento acomodamiento en tres largos
siglos. Se combinaron reminiscencias y rasgos del gótico, del románico y
del plateresco, dentro de la gran capacidad de absorción del barroco.”[32]. En total coincidencia con esta apreciación de Uslar Pietri, el
Marqués de Losaya expresa: “en el barroco, la América Virreinal
encuentra su más adecuada expresión arquitectónica y crea tipos de
poderosa originalidad y singular belleza, que no solamente superan a lo
europeo contemporáneo, sino que a veces se proyectan sobre ello para
reavivar la tradición fatigada y enriquecerla con nuevas aportaciones.”[33] Recordemos que durante el Siglo
XVI, comienzan a manifestarse en la arquitectura hispanoamericana
características propias derivadas de la influencia de los frailes
arquitectos y de la mano de obra indígena, que van distanciándola de las
tendencias imperantes en la Península. Como
consecuencia de este proceso de hibridación y amalgama cultural, ya en el
Siglo XVII la América Hispana había construido su propia concepción
barroca, fruto del mestizaje, que acentuó lo típicamente americano, es
decir, tanto lo criollo como lo prehispánico. Excelentes representaciones del
barroco americano y, en especial, de su arquitectura, elemento
indiscutible de convergencia donde artistas (pintores, escultores,
arquitectos) y artesanos (carpinteros, yeseros, albañiles, orfebres y
decoradores, en general) concretaron esa particular visión de entender el
arte y la vida que tenemos en toda la América Latina. En México, contamos con
magnificas edificaciones que encarnan esa expresión particular de nuestro
mestizaje: La Catedral de México y, en especial, su portada, algunos de
los Conventos de Monjas como los de San Agustín de México o el de Santa
Teresa la nueva, cuyas portadas también son un ejemplo vivo del barroco
de la América Hispana, la Iglesia de la Profesa de la Compañía de
Jesús, Puebla de los Ángeles, las yeserias de Santo Domingo de Puebla y
de Santo Domingo de Oaxaca. Todas estas obras datan del Siglo XVII, sin
embargo, es durante el siglo siguiente, el XVIII, cuando se desarrolla el
barroco mexicano con toda su fastuosidad para tomar el nombre de churrigueresco,
derivado del apellido del arquitecto español don José de
Churriguera. Este arte churrigueresco mexicano, en opinión de los
estudiosos del arte hispánico como el sacerdote jesuita
Fernando Arellano “refleja el ambiente total de una época y se
extiende a todas las formas de la vida, a la religiosidad, a las
costumbres, al vestido, a la música, a la literatura, etc.…aunque es
verdad que se vincula a las manifestaciones artísticas.”[34]
Expresiones de este barroco renovado y enriquecido lo constituyen entre
otras: La Basílica de Guadalupe, La Profesa de la Compañía de Jesús,
La Iglesia de Taxco, El Sagrario de México. En
Guatemala, y particularmente, en La Antigua, considerada por el
historiador Angulo[35] como la cuna de todo el arte centroamericano, ya
que su historia monumental vale tanto para él como la de Florencia o Roma
para el del Renacimiento, tenemos: La tercera Catedral, la Iglesia de la
Merced, la Iglesia de San Francisco, el Colegio de Cristo crucificado de
la Recolección, el Convento de la Concepción y la Universidad. En Colombia, por su parte, se
desarrolla también el llamado barroco neogranadino que se caracteriza a
diferencia del mexicano, valga la contradicción, por su sencillez y
mesura. Manifestaciones de este mestizaje en la arquitectura del
Virreinato de Nueva Granada fueron El Convento de San Francisco, La
Capilla del Rosario en Boyacá, Santa Clara de Tunja, La Iglesia de San
Pedro en Cartagena de Indias y la Iglesia de la Compañía en Popayán. Quito,
en el actual Ecuador, tampoco escapa al barroco americano y su mejor
representación, es sin duda, la Iglesia de la Compañía de Jesús,
aunque también destacan otras iglesias y conventos. En el Perú, por su
parte, se cuenta con el Convento de Santo Domingo, la Iglesia de San
Francisco y el Convento e Iglesia de San Agustín con su célebre portada;
la Iglesia de la Compañía de Jesús y de la Merced en el Cuzco, y
algunas otras iglesias como la de Santo Domingo de Pomata en el Collao. En lo concerniente a Venezuela,
el barroco no afloró en toda su magnitud con obras relevantes como fue el
caso de los grandes Virreinatos de Nueva España y Perú, y, en menor
medida, en el de Nueva Granada. El sacerdote jesuita Arellano concluye que
“Venezuela no pudo ofrecer entonces a los colonizadores las inmensas
riquezas celosamente guardadas por la naturaleza para mejores tiempos. Un
país aparentemente pobre no ofrecía tampoco un cuadro tan brillante y
próspero como el de México y Lima. En Venezuela no abundaron las
familias pudientes y linajudas capaces de levantar a sus expensas grandes
iglesias y conventos. La misma Iglesia, los obispos y las órdenes
religiosas, no disponían de medios suficientes para ponerse a la altura
de los grandes edificios de México, Perú, Guatemala, Ecuador y Colombia.
El mismo medio social, económico y religioso, hacía innecesario tamaños
dispendios constructivos.”[35] Estos hechos societales
fundamentales e innegables, unidos al efecto devastador de los terremotos,
a las demoliciones, y a la rapiña efectuada en nuestras iglesias por
expertos en el arte colonial y por otros pillos ignorantes, incidieron en
que, con una que otra excepción, sólo se conserven ciertos elementos de
nuestra arquitectura criolla (más que barroca) en algunas iglesias de
Caracas (La Candelaria, Altagracia, Las Mercedes) y del interior del país
(La Concepción del Tocuyo), y en ciertas fachadas de templos como la
Catedral de Caracas. En fin, citando una vez más a
Uslar Pietri en relación con el barroco americano, con esa manifestación
arquitectónica de nuestro ser híbrido: “se podría hacer el largo y
ejemplar itinerario de los monumentos plásticos del mestizaje: desde la
iglesia de San Vicente del Cuzco hasta el santuario de Ocotlán en
México, pasando por las viejas casas de Buenos Aires, por las capillas de
Ouro Preto, por las espadañas de las iglesias de aldea en Chillán, en
Arequipa, en Popayán, o en Antigua (…)Todo un mundo de superstición
terrígena convivía con el escueto catecismo de los misioneros.”[36] B.
El barroco literario Pero el barroco americano no
tuvo su expresión exclusivamente en el ámbito arquitectónico,
constructivo o decorativo, la literatura del continente, las letras
americanas más contemporáneas, también han tenido una expresión del
mismo signo hibrido que se concretó y desarrolló siglos atrás en
catedrales, iglesias y templos a lo ancho y lo largo de la América
Hispana. En efecto, de acuerdo con la opinión del investigador Alfredo
Canedo recogida en artículo publicado en la WEB www.google.com: “En el bajo siglo XIX la literatura hispanoamericana,
intercalada con personajes y situaciones de la Europa culta, esbozaba
cierto desinterés en cuestiones sociales. Pero así como ninguna
literatura se encuentra petrificada en el tiempo, el paso siguiente fue
por medios barrocos de imponerse temarios sobre las ‘savias locales’,
circunstancias étnicas, sociales, económicas y climatológicas en prosa
imaginaria, mítica e irónica, mezcla de pasado y presente con futuro,
razón con sinrazón, fantasía con realidad, locura con lógica, mito con
historia y vigilia con sueño. Así, innovadora, desafiante y
desatadamente orgullosa de misterios, mitos y símbolos hispanoamericanos,
estéticamente adornada con agradables metáforas, sobreabundancia de
erotismo y ofuscantes signos esotéricos a fin de traer a primer plano
bellas ilusiones e ironías en objetos y paisajes. Barroco en cuidado de
lo hispano indígena e hispanonegroide, del mundo físico con imágenes
pomposas y visuales, que en muchas ocasiones ha servido para la
flexibilidad y soltura de la lengua castellana; innato carácter
orgullosamente abierto a toda contaminación beneficiosa y con las mismas
cualidades del discurso poético, que por no entendido así fue causa de
discusión y hasta de rechazo en ámbitos de la ‘literatura de nuestros
días. “ De esta forma,
asistimos, lenta y progresivamente, a la emergencia de una literatura
barroca latinoamericana, cuya máxima expresión la encontramos en la obra
del escritor cubano Alejo Carpentier, quien nació en La Habana el 26 de diciembre
de 1904, hijo de un arquitecto francés y de una cubana de refinada
educación. Estudió los primeros años en La Habana y a la edad de doce
años, se trasladó con su familia a París durante varios años, donde se
inició en los estudios musicales con su madre, desarrollando una intensa
vocación musical. De regreso a Cuba, comenzó a estudiar arquitectura,
pero no culminó la carrera. Empezó a trabajar como periodista y a
militar en movimientos políticos de izquierda. Fue encarcelado y a su
salida de prisión se exilió en Francia. Volvió luego a Cuba donde
trabajó en la radio y llevó a cabo importantes investigaciones sobre la
música popular cubana. Viajó por México y Haití donde se interesó por
las revueltas de los esclavos del siglo XVIII. En
1945 se traslado a Caracas y no volvió a Cuba hasta 1956, año en el que
se produjo el triunfo de la Revolución encabezada por Fidel Castro.
Desempeñó diversos cargos diplomáticos para el gobierno revolucionario
cubano, murió en 1980 en París, donde era para el momento embajador de
Cuba. La obra
narrativa de Alejo Carpentier se encuentra muy influenciada por dos
elementos característicos: la historia – a pesar de que sus novelas no
son históricas en el sentido estricto del término – y su conocimiento
y pasión por la música. De acuerdo con el crítico Joaquín Marco:
"el autor cubano construye sus relatos como una búsqueda del sentido
de la historia. “ Esta búsqueda se manifiesta de manera diversa y
significativa en las siguientes novelas de Carpentier:
El reino de este mundo (1949), en
la que el escritor se vale de los hechos y acontecimientos acontecidos en
Francia antes y después de la Revolución Francesa. La trama se
desarrolla en Haití y se basa en el conflicto por la libertad entre
blancos y negros, entre opresores y oprimidos. El siglo de las luces (1962),
considerada su mejor novela, se sustenta en la biografía del
revolucionario francés Víctor Hugues, quien trajo a la Guadalupe
francesa las ideas de libertad, igualdad y fraternidad así como el
instrumento para hacerla posible: la guillotina. Los pasos perdidos (1953), en
la que Carpentier narra la historia de un personaje masculino que abandona
a su esposa y a su amante para internarse en la selva en busca de la
primera mujer. El recurso del método (1974),
novela en la cual el escritor cubano se suma a otros novelistas del
continente - Roa Bastos, García Márquez, Vargas
Llosa después - para darnos su peculiar visión de un ilustrado dictador
latinoamericano. La consagración de la primavera (1978), es un intento literario de reconstrucción
histórica que tiene su inicio en medio del fragor de la Guerra Civil
española y concluye con la frustrada intervención americana en Bahía de Cochinos, en Cuba. C. El barroco musical La
música colonial americana comprende el período artístico que se
desarrolló entre los siglos XVI y XIX. Musicalmente corresponde a la
finalización del Renacimiento y, principalmente, al Barroco europeo. De
acuerdo con los comentarios de los críticos y estudiosos de este periodo
musical, muchos fueron los músicos que vinieron de Europa para instalarse
en las capitales de los virreinatos españoles en América.
Progresivamente se agrandó la brecha cultural existente entre los
dos continentes, y, muy temprano, comenzaron a destacarse músicos
americanos, criollos y aborígenes, cuyas composiciones musicales fueron
escritas en sus idiomas amerindios originales, en especial en quechua y en
náhuatl. Innumerables
partituras de este singular periodo musical americano se perdieron a
partir de 1567, por efecto de la expulsión de los sacerdotes jesuitas del
continente americano bajo dominio español.
Si a este hecho, ya de
por si significativo, añadimos
la orden emitida para la anulación de la Compañía de Jesús en Italia
por el Papa Clemente XVI, cinco años después de su expulsión de la
América Española, podremos apreciar la magnitud del daño causado al
patrimonio barroco americano. El
proceso de independencia de América del imperio español también tuvo su
influencia negativa en la música barroca americana, en la medida en que
la libertad americana se acompañó de una negación de lo ibérico y sus
expresiones en América y de un acercamiento a las culturas y formas de
pensar de los nuevos países hegemónicos, en especial, Francia e
Inglaterra.
Solamente, muchas décadas después, luego de la Segunda Guerra Mundial
fue que se comenzaron a estudiar e interpretar obras musicales de nuestro
período barroco americano. De esta forma, lentamente fueron descubiertas
y reestrenadas las excelentes producciones de Juan de Araujo, de Domenico
Zipoli, José Antonio Nunes Garcia y tantos otros compositores barrocos de
la América hispana sumidos en el olvido. Recordemos
que, en general, en toda la América española los músicos eclesiásticos
se subordinaron a los obispados. Sin embargo, en América del Sur, y más
específicamente en el norte argentino y en los países limítrofes
(Brasil, Paraguay y Bolivia), los sacerdotes jesuitas fundaron las
reducciones, donde además de los
oficios y destrezas artesanales, también transmitieron
la cultura europea a los
nativos americanos. En estas reducciones jesuitas había
tal cantidad y calidad de expresiones culturales que los historiadores de
la época las comparaban con las mejores del mundo europeo. De esta forma,
el Barroco americano con sus decididas y particulares expresiones en
la arquitectura, la literatura, la música, en la imaginería y en las
llamadas artes menores, pasa a constituirse en el producto más dicente y
significativo de nuestro mestizaje cultural, a tal punto que uno de sus
más destacados estudiosos, Bernardino Bravo Lira, afirma que el Barroco
es para Hispanoamérica lo que el Románico fue para Europa. En
esclarecedoras palabras del citado autor: " En la época del Barroco
culmina, por así decirlo, la empresa fundacional iniciada por la
conquista. En una primera fase, la conquista sentó los fundamentos de las
principales nacionalidades indianas. En una segunda fase, la organización
gubernativa y eclesiástica trazó los marcos territoriales e
institucionales dentro de los cuales se forjó cada una de estas
nacionalidades. Hasta que finalmente este proceso de surgimiento de nuevas
nacionalidades alcanzó su plenitud en una tercera fase, con el despuntar
de la personalidad colectiva a través de las grandes creaciones del
Barroco (…) Por eso los autores y artistas de esta época son y deben
ser mirados como los iniciadores de la literatura y el arte
hispanoamericano.”[37] 2. El modernismo
latinoamericano Para Uslar Pietri, el
modernismo latinoamericano es la más visible muestra de combinación e
impureza que caracteriza a nuestro mestizaje cultural. En efecto, según
nuestro ensayista, “los hombres que dieron el paso inicial para romper
con el pasado y la tradición literaria: Darío, Silva, Gutiérrez
Nájera, Casal, Herrera y Reisig, Lugones, etc, pretendían romper amarras
con lo hispanoamericano para incorporarse en cuerpo y alma a una cierta
zona y hora de la literatura de Europa. Habían recibido noticia de los
decadentistas, de los parnasianos y simbolistas franceses… Todo el
decorado, todas las innovaciones métricas vinieron en ellos a
yuxtaponerse sobre su impuro romanticismo americanizado, sobre sus
reliquias y atisbos de la vieja poesía castellana…”[38] Los responsables y las fechas
acerca del nacimiento del modernismo varían de acuerdo con el criterio de
la crítica. Para algunos, como Silva Castro, este movimiento literario se
inicia con la publicación de Azul
de Rubén Darío en 1886. Para otros, como Iván Schulman,
el modernismo es un poco anterior al propio Rubén Darío, y se inicia
alrededor de 1875 con una primera generación modernista compuesta por
autores fundamentalmente prosistas, entre los que incluye a Martí, a
Gutiérrez Nájera, a José Asunción Silva y a Julián del Casal. La prosa que da inicio al
modernismo se caracteriza “por un peculiar cuidado del ritmo y la
musicalidad del lenguaje. Por voluntad artística se aproximará a la
poesía. Por ello se cultivará, durante el período modernista, el
poema en prosa o la prosa poética.”[39] La poesía modernista, por su
parte, muestra los siguientes rasgos distintivos “renovación métrica,
renovación en el vocabulario poético, esteticismo, exotismo,
idealización del siglo XVIII, introducción de un nuevo tipo femenino,
epicureismo, exaltación de la Grecia Clásica.”[40] En general, los autores y
críticos coinciden en que el Modernismo, como movimiento literario, se
caracterizó de acuerdo con los siguientes elementos o rasgos
diferenciadores:
Amplia
libertad creadora.
Sentido
aristocrático del arte: rechazo de la vulgaridad.
Perfección
formal.
Cosmopolitismo:
el poeta se considera como ciudadano del mundo, está por encima de la
realidad cotidiana.
Disposición
intelectual hacia todo lo
nuevo.
Correlación
con otras manifestaciones artísticas y expresiones de la creación humana
(aproximación de la literatura a la pintura, la música, la escultura).
Gusto
por los temas exquisitos, pintorescos, decorativos y
exóticos: la mitología, la Grecia antigua, el Lejano Oriente, la
Edad Media, entre otros.
Práctica
del impresionismo descriptivo (descripción de las impresiones o emociones
que causan las cosas y no las cosas en sí mismas).
Renovación
de los recursos expresivos: supresión de vocablos gastados por el uso;
inclusión de vocablos musicales y de uso poco frecuente; simplificación
de la sintaxis; aprovechamiento y primacía de las imágenes visuales.
Renovación
de la versificación; se le otorgó mayor flexibilidad al soneto. Se dio
preferencia a la versificación irregular, el verso libre y a la libertad
estrófica que dieron a la poesía variedades y expresiones desconocidas Rubén Darío, seudónimo de
Félix Rubén García Sarmiento (1867 – 1916), originario de Nicaragua,
se erige en el escritor modernista por antonomasia; su influencia en las
letras hispanas y universales es ampliamente reconocida entre otros por
Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. El poeta promueve una estética
ácrata que debe traducirse en un modus vivendi, en una nueva forma
de vida, expresada en un “idealismo literario, en el papel
aristocrático que otorgan a las tareas intelectuales –y especialmente a
las artísticas–, en su bohemia más o menos manifiesta y en la
preocupación por la obra bien hecha.”[41] El carácter aluvional del
mestizaje cultural americano y su capacidad para renovarse e integrar
nuevas dimensiones, puede ser apreciado en toda su intensidad en la obra
de Rubén Darío, quien en el prólogo a su libro Prosas
Profanas, lega una excelente reflexión acerca de sus orígenes
diversos y su formación plural que es la esencia su innovadora y
desconcertante poesía, para influenciar significativamente el quehacer
literario de comienzos del Siglo XX. El poeta se interroga y se responde
acerca de su carácter mestizo y sobre sus influencias: « ¿Hay en mí sangre alguna gota de
sangre de África, o de indio Chorotega o Neogranadino? Pudiere ser, a
despecho de mis manos de marqués (…) El abuelo español de barba blanca
me señala una serie de retratos ilustres: “Este
-me dice- es el gran Don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y
manco; éste es Lope de Vega, éste Gracilaso, éste Quintana”.
Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el
bravo Góngora y, el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y
Villegas. Después exclamo: “¡Shakespeare! ¡Hugo…!” ( en mi
interior: “¡Verlaine”! Luego, al despedirme: Abuelo, preciso es
decírselo: mi esposa es de mi tierra, mi querida, de París». Mucha razón tiene Uslar Pietri
cuando afirma que “el modernismo no es un episodio aislado, su voluntad
de mezcla y de incorporación aluvional sigue activa en el desarrollo de
la literatura de la América Hispana”. En efecto, años más tarde,
Nicolás Guillén, otro poeta, bien lejos y alejado del modernismo,
también expresa en su poema El
apellido ese mestizaje constitutivo y fundamental al que
también se refirió Darío: “Desde
la escuela / y aún antes (…) Desde el alba, cuando apenas /
era una brizna, yo de sueño y llanto, / desde entonces, / me
dijeron mi nombre. Un santo y seña / para poder hablar con las estrellas.
/ Tu té llamas, te llamarás…/ Y luego me entregaron / esto que veis
escrito en mi tarjeta, / esto que pongo al pie de mis poemas: / las
trece letras / que llevo a cuestas por la calle, / que siempre van
conmigo a todas partes. / ¿Es mi nombre, estáis ciertos? / ¿Tenéis
todas mis señas? / (…) / ¿Toda mi piel (debí decir), / toda mi piel
viene de aquella estatua / de mármol español? (…) / ¿Estáis seguros?
/ ¿No hay nada más que eso que habéis escrito? / eso que habéis
sellado / con un sello de cólera? / (¡OH, debí haber preguntado!) / y
bien, ahora os pregunto: / ¿No veis tambores en mis ojos? / ¿No veis
estos tambores densos y golpeados / con dos lágrimas secas? / ¿No tengo
acaso / un abuelo nocturno / con una gran marca negra /
(más negra todavía que la piel), / una gran marca hecha de un
latigazo? / ¿No tengo pues / un abuelo mandinga, congo, dahomeyano?/…” Uslar nos recuerda que este
mestizaje cultural aluvional y extendido también se encuentra presente en
muchos otros autores de nuestra literatura: en Gallegos, Guiraldes,
Rivera, Azuela; en la poesía de Gabriela Mistral, “trémula confluencia
de tiempos y modos”; en el barroquismo americano de Carpentier y
Asturias que se alimenta “con elementos románticos, con sabiduría
surrealista y con la atracción por la magia de los pueblos primitivos”.
La voracidad transformadora y caótica de Neruda tiene también sus
raíces en nuestro entrevero civilizatorio, al igual que Jorge Luis
Borges, quien en opinión de nuestro escritor, “es el más refinado
manipulador de la vocación y de los elementos de nuestro mestizaje
cultural.” 3. El realismo mágico y lo
real maravilloso Sumido en las añoranzas de una
juventud privilegiada, vivida en Paris en compañía de entrañables
amigos como lo fueron Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, Uslar
Pietri rememora el origen del término realismo
mágico aplicado a la narrativa latinoamericana, esa otra
manifestación de nuestro mestizaje cultural. Sin embargo, para entender
mejor lo que implica esta denominación, es menester recorrer y recordar
con nuestro escritor la sorpresa que significó para el conquistador
español la desmesura, la irrealidad, la fantasía implícita en esas
Indias Occidentales, en este Nuevo Mundo, que, por accidente, azar,
fortunas, vinieron a trastocar el imago mundi de
unos europeos que tenían una concepción firme y sin sorpresas del
ecumene: “América fue un hecho de extraordinaria novedad. Para
advertirlo, basta leer el incrédulo asombro de los antiguos cronistas
ante la desproporcionada magnitud del escenario geográfico. Frente aquel
inmenso rebaño de cordilleras nevadas, ante los enormes ríos que les
parecieron mares de agua dulce, ante las ilimitadas llanuras que hacían
horizonte como el océano, en las impenetrables densidades selváticas en
las que cabían todos los reinos de la cristiandad, se sintieron en
presencia de otro mundo para el que no tenían parangón.”[42] Esta cita puede permitirnos
entender con mayor propiedad el término realismo mágico, que, al decir
del propio Uslar, fue acuñado por él mismo, rescatándolo “del oscuro
caldo del subconsciente. Por el final de los años veinte yo había leído
un breve estudio del crítico de arte alemán Franz
Roh sobre la pintura postexpresionista europea, que llevaba el titulo
de Realismo
Mágico. Ya no me acordaba del lejano libro, pero algún
oscuro mecanismo de la mente me lo hizo surgir espontáneamente en el
momento en que trataba de buscar un nombre para aquella nueva forma de
narrativa.”[43] De esta forma, el término
realismo mágico comienza a ser utilizado por la crítica literaria para
denominar una manera de narrar, una forma de transmitir una realidad real,
valga la redundancia, que es en sí misma percibida, contada como si fuera
mágica. Uslar asevera que en la narrativa latinoamericana, el realismo
mágico “no es una fantasía superpuesta a la realidad, o sustituta de
la realidad: (…) En los latinoamericanos se trataba de un realismo
peculiar, no se abandonaba la realidad, no se prescindía de ella, no se
la mezclaba con hechos y personificaciones mágicas, sino que se
pretendía reflejar un fenómeno existente pero extraordinario…”
[44] Realismo mágico, fiel
expresión de un mestizaje cultural que como se narra en
la novela Cien
Años de Soledad, es el producto de “un acertado empleo de
diversos recursos de la literatura culta y popular y de un lenguaje
intuitivo y evocador”, en la opinión del ya citado Joaquín Marco. Disfrutemos de esta expresión
del mestizaje cultural en la imaginación del propio García Márquez,
quien incorpora a sus Cien
Años de Soledad, imágenes y parajes de una América que
sorprendería por igual a los españoles de la conquista y a nuestros
contemporáneos: “…Macondo
era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a
la orilla de un río de aguas difusas que se precipitaban por un lecho de
piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo
era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombres, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo…” Con acertada razón, Uslar
Pietri insiste y confirma estas imágenes de García Márquez, en las que
“el mundo criollo está lleno de magia en el sentido de lo inhabitual y
lo extraño. La recuperación plena de esa realidad fue el hecho
fundamental que le ha dado a la literatura hispanoamericana su
originalidad y el reconocimiento mundial. Por mucho tiempo no hubo nombre
para designar esa nueva manera creadora, se trató, no pocas veces, de
asimilarla a alguna tendencia francesa o inglesa, pero, evidentemente, era
otra cosa” (el surrealismo, acotamos nosotros). En
efecto, lo que pretendieron los escritores latinoamericanos con el
realismo mágico “…era completamente distinto. No querían hacer
juegos insólitos con los objetos y las palabras de la tribu, sino, por el
contrario, revelar, descubrir, expresar en toda su plenitud inusitada esa
realidad casi desconocida y casi alucinatoria que era la de América
Latina para penetrar el gran misterio creador del mestizaje cultural.”[45] En lo que se refiere a lo Real Maravilloso, la crítica literaria reconoce al escritor cubano
Alejo Carpentier como el responsable de la autoría del término, el
propio novelista lo expresa diafanamente en uno de sus ensayos: “Esto
se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al
hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real
maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos
de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto
de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución.
Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino.
Había estado en la Ciudadela La Ferrière, obra sin antecedentes
arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones imaginarias
del Piranesi. Había respirado la atmósfera creada por Henri Cristophe,
monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los
reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías
imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real
maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo
real maravilloso no era privilegio único do Haití, sino
patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de
establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real
maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que
inscribieron fechas en la historia del continente y dejaron apellidos aún
llevados: desde los buscadores de la fuente de la eterna juventud, de la
áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o
ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan
mitológica traza como la coronel Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido
significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos
de Angostura, se lanzaron todavía a la busca de El Dorado, y que en
días de la Revolución Francesa —¡vivan la Razón y el Ser Supremo!—,
el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia
buscando la ciudad encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de la
cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore
danzario, por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio,
rara es la danza colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido
ritual, creándose en torno a él todo un proceso inicíaco: tal los
bailes de la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide de la
fiesta del Corpus, que aún puede verse en el pueblo de San Francisco de
Yare, en Venezuela…”[46] En
una selecta y bien documentada selección de textos sobre lo real
maravilloso en América, Mario Germán Romero confirma la plural y
múltiple sorpresa que experimentaron los nuevos y en especial los viejos
escritores , y concluye que: "entre los que vinieron a descubrir un
mundo nuevo, no faltaron letrados que conocían algo de la literatura
clásica, de la novela medieval (…) Creen haber visto hombres con pie de
cabra, con cola, con un solo ojo en la frente (…) Sí el paisaje es
edénico, la fauna y la flora guardan la debida proporción con el medio
ambiente: Animales con rostro de hombre, sapos del tamaño de una silla,
gotas de agua que crían sapos y que en otras partes se convierten en
pulgas; árboles que también son animales: hojas que caminan, flores que
se transforman en mariposas, son apenas una muestra de ese mundo
maravilloso que no acaban de admirar. “[47] En
fin, no creemos que en relación con este inagotable tema del realismo mágico o de lo real
maravilloso haya algo más que decir en adición a los hechos y
realidades que otros hombres de diferentes siglos y circunstancias
escribieron, narraron y contaron, creyendo haberlos visto con ojos
distintos a los de la imaginación.
4. El sincretismo religioso
A ese inmenso, complejo e
indetenible crisol en el que se fraguó el mestizaje latinoamericano, cada
raza además de aportar su fenotipia, sus genes, su sangre, incorporó
también su particular cosmogonía, su especial cosmovisión, sus
peculiares creencias y expresiones religiosas, las que mezcladas,
produjeron renovadas concepciones religiosas, nuevas visiones para
entender al mundo, a Dios y a los semejantes. De esta forma, el
sincretismo religioso imperante en América Latina, es decir, el producto
de la mezcla, de la combinación de religiones precedentes, puede también
ser considerado como una de las manifestaciones relevantes de nuestro
mestizaje cultural. Este sincretismo religioso
comienza a gestarse desde el mismo momento de la conquista, cuando unos
hombres que traían a su Dios en sus convicciones
y en cuatro carabelas, se encontraron con otros dioses distintos,
profanos y con una religiosidad aborigen que no tenía nada que ver con
los ritos, iconos, símbolos y creencias de una cristiandad que tanto
había costado consolidar, y que ahora, frente a estos infieles
ignorantes, desasistidos, relegados, ignorados, había que defender,
difundir y catequizar. Como lo expresa el propio Uslar: “más allá de
las realidades físicas, de las armas, de los caballos, el arte de la
guerra y la viruela, estaba el choque de los espíritus. Lo que se abre de
inmediato es el conflicto religioso que todo lo va a dominar y determinar.
No la guerra de los hombres, que podía encontrar muchas formas de
acomodo, sino la guerra de los dioses que no admite tregua.”[48] Comienza entonces un largo
proceso de transculturación religiosa; los españoles se encuentran
convencidos de que deben realizar una labor no sólo de conquista, sino
también de evangelización, debían catequizar a los infieles del Nuevo
Mundo, imponerles las creencias y enseñarles a adorar un mismo Dios,
aquel, Cristo el Redentor, que los conquistadores trajeron en sus navíos,
pero sobre todo, en sus corazones. La Iglesia se suma a este proceso; a
los soldados españoles les corresponde la conquista territorial, a los
frailes la espiritual. En efecto, como bien lo subraya
Uslar, refiriéndose a la conquista de México: “apenas asegurada la
dominación militar llega la otra expedición, la más ambiciosa y
temeraria, la de los doce frailes franciscanos que van acometer la
impensable tarea de hacer cristiano el imperio de Moctezuma. Los atónitos
aztecas vieron a Cortés, en medio de todo su aparato conquistador
victorioso, ponerse de rodillas para recibir a los doce pobrecitos de
Cristo.”[49] Mientras los soldados
conquistadores derribaban los templos paganos, y se procedía a construir
sobre sus bases y paredes las primeras Iglesias del Nuevo Mundo, los
frailes se dedicaban a efectuar la tarea evangelizadora. Pedro Borges
realizó una sistematización de los procedimientos misionales utilizados
en el Nuevo Mundo, distinguiendo: “1) los
métodos propedéuticos, tendentes a preparar al futuro
cristiano para la asimilación de los contenidos doctrinales. Aquí, el
misionero partía de un estudio de la cultura y la psicología de los
hombres a evangelizar con el fin de seleccionar los métodos.
Paralelamente se trataba de conquistar su benevolencia (…) El siguiente
paso solía consistir en una presentación del cristianismo como religión
de elevado contenido moral y de ritual fastuoso o pleno de sentido,
aprovechando en esta tarea la similitud con las propias creencias
autóctonas. Esta fase implicaba una modelación individual y familiar del
indio y facilitaba la integración en los esquemas sociales impuestos por
los españoles. 2) los métodos persuasivos atacaban frontalmente, desde el punto
de vista doctrinal las idolatrías y aludían ya al cristianismo como
religión salvífica. El misionero solía ayudarse de procedimientos
verticales o de autoridad que comenzaban por su propio ejemplo de vida y
concluía en un cuidado extremo en el adoctrinamiento de los caciques y
sus familias. “[50] Así, en lo que concierne a los
indios, el sincretismo religioso permitió que los ídolos autóctonos
(las fuentes, los árboles, las piedras sagradas, los astros) se sumarán
también al estructurado y riguroso compendio y repertorio de vírgenes,
santos, preceptos, ritos y de tres personas en un mismo Dios, que los
frailes y misioneros españoles se encargaron de difundir, de catequizar,
sin que pudiesen impedir que todas sus enseñanzas se fusionaran con las
creencias propias y ancestrales de los aborígenes para producir un
cristianismo particular. Como lo aprecia Uslar: “desde ese momento
quedaba abierto el camino para que Juan Diego tropezará un día con la
Virgen de Guadalupe, con aquella María Tonantzin que reunía en su seno
la fuerza creadora de las viejas creencias para servir de base a una nueva
realidad espiritual. “[51] Recordemos que en la cultura azteca existía
una estrechísima relación entre las diosas madres. La deidad femenina
Tonantzin designaba a la gran diosa Madre-Tierra: Coatlicue o Cihuacóatl.
Esta diosa autóctona era venerada en un santuario ubicado en Tepayac, al
norte de ciudad de México. Muy pronto, los franciscanos decidieron
suplantar ese santuario pagano por una ermita cristiana, dedicada ahora a
la adoración de una virgen católica, la de Guadalupe de Extremadura, en
cuya devoción militaba el propio Hernán Cortés. Virgen de Guadalupe
que, sin embargo, lo que hizo fue complementar el arraigado y no extinto
culto indígena a la madre tierra: Tonantzin, generando, en una ignorada
complicidad, una religiosidad mixta, híbrida, sincrética. Este sincretismo religioso se
enriquece y se complejiza con la introducción de los negros provenientes
del África, quienes llegaron para trabajar como esclavos en las nuevas
tierras conquistadas por los españoles. Uslar confirma que “en menos de
un siglo los españoles, los indígenas y los africanos se hacen hermanos
en Cristo y descendientes espirituales, de Abraham, de Moisés y de los
Padres de la Iglesia”. Los africanos también realizan
su aporte a este proceso sincrético que produjo una religiosidad
peculiar, con usanzas, simbologías, ritos, similitudes y analogías entre
los santos y vírgenes cristianos y
los orishas que estos esclavos africanos trajeron bien dentro de sí, en
sus almas, en aquello que va más del cuerpo, para protegerlos del látigo
del amo blanco y de la palabra catequizadora de los misioneros católicos.
Estos africanos y, muy especialmente los del país Yoruba, practicaban
ritos ancestrales y tenían una religiosidad mucho más acendrada,
interiorizada, que las demás etnias que vinieron del África a América. Sobre la base de las creencias
religiosas aportadas por estos africanos, en la América Latina y
caribeña, se produce un sincretismo de analogías y semejanzas entre
dioses de distinto cuño y proveniencia que luego tendrán una misma y
única significación. En este sentido, Jesús García[52] nos recuerda
que “en América, Shangó legitimó su jerarquía en las diferentes
regiones donde fue introducido. Lo mismo harían Ochum, Ochosi, Yemayá,
Obatalá, y otros Orishas que llegaron dispersos desde los diferentes
pueblos yoruba y aquí en América lograrían articularse y ganar esa
coherencia jerárquica con las mismas características ancestrales”.
García nos ofrece, igualmente, un cuadro comparativo que muestra como en
tres países de América (Brasil, Cuba y Trinidad), lograron sobrevivir y
permanecer algunos de los orishas que los africanos trajeron consigo para
concretar su aporte indiscutible al sincretismo religioso americano.
Estos orishas habitaron junto
con sus adoradores africanos en las cofradías, cabildos y sociedades de
ayuda mutua que existían en las grandes plantaciones de caña de azúcar,
especialmente en Cuba y Brasil. De conformidad con Tabaré Güerere: “estas
agrupaciones servían para mantener los ritos, los cantos y danzas que
desde antaño implicaban sus creencias religiosas. Estos cabildos
mantenían una organización social parecida a la de la corona, con un
rey, una reina y toda una corte donde se incluían a los ahijados de los
dueños de casa. Con la llegada del nuevo orden, producto de la
independencia, los negros terminaron agrupándose en “Casas de Santo”…En
estas “Casas de Santo” mantenían un altar con los santos católicos
representativos de las deidades africanas, adornado con flores y con
vasijas hechas de arcilla, donde colocaban los objetos y figuras que
pudieran tener algún significado para los dioses africanos, hecho
necesario debido a la prohibición expresa de practicar ritos religiosos
diferentes a los cristianos.”[53] Como expresión de este
sincretismo se produce una asimilación entre vírgenes y santos, dioses y
provenientes de uno y otro lado del mundo: de la España católica y del
África pagana. En Cuba: Yemayá,
es la Virgen de regla, patrona de la ciudad de La Habana; Changó,
Santa Bárbara; Ochún, la
Virgen de la Caridad del Cobre;
Obatalá, la Virgen de las Mercedes. Fruto de estas contribuciones
africanas, y muy especialmente de las yorubas, en América se construyeron
manifestaciones religiosas sincréticas de extendido alcance y renovado
vigor como lo son: la Santería
afrocubana, la Macumba
también denominada Camdomblé afobrasileña,
el Vudú haitiano y otras
expresiones de menor impacto que se practican en diferentes países del
continente y del caribe. En lo concerniente a la
realidad venezolana, Juan Liscano confirma que “en Venezuela tampoco se
constituyeron sistemas religiosos comparables a los de Haití, Cuba y
Brasil. En primer, lugar conviene señalar que nuestro país no recibió
emigración yorubana, pues cuando ésta empezó a efectuarse, ya Venezuela
había abolido el comercio de esclavos. Los rasgos culturales más
evidentes son bantúes, con islotes de supervivencia dahomeyanas y de la
Costa de Oro.”[54] Sincretismo religioso peculiar,
deslumbrante, sorprendente, sin igual, manifestación privilegiada de un
mestizaje latinoamericano que tampoco escapó, que no pudo escapar, del
más terrible y genuino de los conflictos desarrollados por el hombre: el
de sus dioses. 5. Los mitos americanos El descubrimiento de América,
el encuentro entre hombres y civilizaciones disímiles que se mezclaron
física y culturalmente en el espacio geográfico del Nuevo Mundo,
replanteó mitos preexistentes en el imaginario de unos hombres
renacentistas que vieron a América “más con la imaginación que con
los ojos, y aún más que ver, lo que hicieron fue proyectar las visiones
que llevaban dentro de ellos, heredadas de una historia en la que no
existía América. “[55] A. La Edad de Oro
Durante muchos siglos, el mito
de la Edad de Oro estuvo presente, y sigue estando, en la imaginación de
aquellos soñadores – pensadores y políticos, incluyendo a más de un
presidente latinoamericano - que pretenden volver a una época de bonanza,
inocencia, desprendimiento, de abundancia, de ocio, de convivencia pura en
el seno de una naturaleza exuberante y al alcance de la mano. Edad de Oro contrapuesta la
Edad de Hierro, en la que el hombre, según el poeta griego Hesíodo, vive
en medio de trabajos, miserias y amarguras que le prodigan los dioses. Por
el contrario, de acuerdo con el poeta, en la incomparable Edad de Oro,
bajo el reinado de Cronos, los hombres “vivían como dioses, libre el
corazón de cuidados. No conocían el trabajo ni el dolor ni la cruel
vejez. Juveniles de cuerpo, se solazaban en festines, lejos de todo mal, y
morían como se duerme. Poseían todos los bienes. La tierra fecunda
producía por sí sola abundantes, generosas cosechas, y ellos, jubilosos
y pacíficos, vivían en sus campos en medio de bienes sin cuento.”[56] La misma fascinación expresa el poeta latino Ovidio en relación con la Edad de Oro, cuando escribe que en ella “reinaba una eterna primavera, el céfiro apacible acariciaba con tibio aliento a las flores nacidas sin necesidad de semilla…corrían ríos de leche, ríos de néctar o de rubia miel caída, gota a gota, de la verde encina.”.[57] La carta que Cristóbal Colón
envía a Luis de Santángel aviva,
sin ninguna duda, el mito de
la Edad de Oro, y remueve la imaginación de unos europeos que se
enfrentan, con el descubrimiento de América, a una realidad que dista muy
poco de la contada y cantada por los poetas de la antigüedad clásica.
Refiriéndose a la isla que el propio Colón denominó La Española, éste
le cuenta a Santángel que esta ínsula “…es maravilla; las sierras y
montañas y las vegas y las campiñas y las sierras tan fermosas y gruesas
para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para
edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar, aquí no habría
creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes y buenas aguas y
yerbas hay grandes diferencias de aquellas de la Juana, en esta hay muchas
especerías y grandes minas de oro y otros metales…” Y por si fueran pocas ya la
sorpresa y la estupefacción narradas en la carta comentada, Colón se
presenta ante sus majestades los Reyes Católicos con “riquezas y
hombres de nueva forma” al decir del historiador de las Indias Francisco
López de Gómara. El Almirante, recién desembarcado en el Puerto de
Palos, de regreso de ese viaje que cambió el imago mundi dominante y la
visión que se tenía de la humanidad, le lleva entonces como presentes a
sus majestades, gentes, animales, verduras, frutos, desconocidos y sin
nomenclatura. De esta forma, “presentó a los Reyes el oro y cosas que
traían del otro mundo; y ellos y cuantos estaban delante se maravillaron
mucho de ver que todo aquello, excepto el oro, era nuevo como la tierra
donde nacía. Elogiaron los papagayos por ser de muy hermosos colores:
unos, muy verdes, otros muy colorados, otros amarillos, con treinta pintas
de diversos colores; y pocos de ellos se parecían a los que de otras
partes se traen. Las hutías o conejos eran pequeñitos, con orejas y cola
de ratón, y de color gris. Probaron el ají, especia de los indios, que
les quemó la lengua, y las batatas que son raíces dulces, y los
gallipavos, que son mejores que pavos y gallinas. Se maravillaron de que
no había trigo allá, sino que todos comiesen pan de aquel maíz. Lo que
más miraron que los hombres que llevaban zarcillos de oro en las orejas y
en la nariz, y que no fuesen blancos, ni negros, ni morenos, sino
ictericiados o membrillos cocidos…Estuvieron los reyes muy atentos a la
relación que de palabra hizo Cristóbal Colón, maravillándose de oír
que los indios no tenían vestidos, ni letras, ni moneda, ni trigo, ni
vino, ni animal ninguno mayor que el perro, ni navíos grandes, sino
canoas, que son una especie de artesas, hechas de una pieza…”[58] La Edad de Oro es la
referencia, mítica y ancestral, interiorizada y entronizada en la
imaginación de los hombres de la época del descubrimiento de América,
que inmediatamente le viene a la mente a los cronistas y comentadores de
la hazaña de Colón. Pedro Mártir de Anglería escribe, sobre la base de
las experiencias vividas y las referencias contadas por el almirante
genovés, sus célebres Décadas
del Nuevo Mundo,
donde además de acuñar el término Nuevo Mundo para estas tierras
inéditas e ignotas, cuando se refiere a los indígenas «le viene
espontáneamente la metáfora humanística: “para ellos es la Edad de
Oro”. Se ha encontrado “margarita, aromas y oro”. Así se conforma
la primera imagen de tierras nunca vistas, gentes que viven en la Edad de
Oro y sus inmensas riquezas.»[59] El mito de la Edad de Oro se
vio complementado en la concepción de la vida, en la
cosmovisión que se tenía del mundo y de la humanidad para el momento del
descubrimiento de América con otro mito: el milenarismo, que vino
también a reforzar esta visión idílica, de un mundo feliz y sin
complicaciones, de un paraíso en la tierra, que el propio mito de la Edad
de Oro había legado desde la antigüedad clásica. El milenarismo,
conocido también como quiliasmo o quiliasta, difundido desde los inicios
mismos del cristianismo, sostenía que Cristo Redentor estaba próximo a
regresar – la segunda venida, la llamada parusía - para liberar
definitivamente al hombre del pecado y, en recompensa a la lealtad y
devoción de sus fieles, ofrecerles la inmortalidad y la gloria eterna. El milenarismo se alimentó
fundamentalmente de las profecías de los apóstoles y, en especial de la
contenida en el Apocalipsis (20, 4-6): “Vi también las almas de los que
fueron decapitados por el testimonio de Jesús y la Palabra de Dios, y a
todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la
marca en su frente o en su mano: revivieron y reinaron con Cristo mil
años. Es la primera resurrección… Dichoso y santo el que participa en
la primera resurrección… serán sacerdotes de Dios y de Cristo y
reinarán con él mil años”. El mito milenarista vino a
sumarse al ancestral anhelo del hombre “por alcanzar la felicidad, y
regadas por las más floridas fantasías y los más variados caprichos se
ha alimentado el sueño milenarista desde los comienzos del cristianismo
hasta nuestros días.”[60] Uslar Pietri está convencido
de que esta visión paradisíaca que los europeos tuvieron de los parajes
y de los pobladores de América, de su idiosincrasia y modus vivendi, de
una Edad de Oro confirmable, de un milenarismo en ejecución, influyó de
manera decisiva en la creación de la utopía. Podríamos decir entonces
que la utopía es también americana. Nuestro escritor afirma que con la
llegada de Colón a América y con la descripción de lo que para su
sorpresa vio y encontró: “es la primera vez que aparece la idea de
felicidad asociada a la sociedad humana. ¿No pensaban los europeos que el
fin del hombre en la tierra era la felicidad? La Iglesia les había
enseñado, desde muchos siglos, que esto era el valle de lágrimas. Por lo
tanto, aquí no había que esperar felicidad alguna; la felicidad estaba
en el otro mundo. Pero esa
visión de que había felicidad aquí en la tierra, esa visión la da la
Carta de Colón; y esa carta de Colón no cae en oídos sordos. Esa carta
de Colón la recoge Tomás Moro y fabrica la Utopía.”[61] El libro De
la mejor condición de una República y de la nueva isla de Utopía,
Verdadero librillo de oro, tan provechoso como entretenido, que
después vendría a conocerse simple y llanamente como Utopía, fue escrito por Tomás Moro, abogado, Canciller de
Inglaterra, mártir y santo de la Iglesia Católica, en 1516, en latín y
fue impreso en Lovaina. Utopía, es decir, no hay tal lugar, era una isla
gobernada por una república honesta, sin vicios, respetuosa de los
derechos de los habitantes y muy próspera. Moro juega con los nombres de
los sitios y los personajes de su isla, y los denomina con términos que
significan todo lo contrario. Así si Utopía es no hay tal lugar, su
capital es Amauroto, ciudad entre nieblas, ubicada a orillas del Río
Anidro, río sin agua, gobernada por Ademo, príncipe sin pueblo, y las
maravillas y bondades de esta República utópica son narradas
prolijamente por un viajero incansable llamado Hitlodeo, un profesor en
tonterías, un experto en necedades. La Utopía
de Moro es la concreción de un mundo ideal y feliz, es una crítica a los
desmanes de los gobernantes y los poderosos, pero, sobre todo, es una
visión plausible de lo posible, de una sociedad sin egoísmos ni
mezquindades, de hombres puros, francos y generosos como los que Colón
encontró y describió: “son tanto sin engaño, y tan liberales de lo
que tienen que no lo creería sino el que lo viera”, es decir, buenos
salvajes. Uslar Pietri afirma que así
como la utopía es originaria de América, y forma parte de una visión
idílica de la sociedad que desciende directamente de la Edad de Oro, del
Paraíso Terrenal, del Reino Mesiánico, del Reino Milenario y de la
República de Platón, el mito del buen salvaje también es del Nuevo
Mundo. En efecto, nuestro escritor sostiene que el mito del buen salvaje
es americano, y “de ese mito nace todo el pensamiento revolucionario
europeo, porque de inmediato, de esa actitud crítica que parte de la
utopía de Moro, del pensamiento de Montaigne, van a tomar los pensadores
racionalistas del siglo XVIII una idea de la injusticia de la sociedad
europea, del estado natural del hombre que es un estado de bondad…”[62] Pero así como el encuentro
entre dos mundos ayuda en un primer momento a reforzar, reformular,
remozar y hacer surgir nuevos mitos, cosmogonías e ideologías en el
viejo continente, el mestizaje cultural también genera luego mitos
específicos, mitos propios, americanos, que nacen, esta vez, del
encuentro de dos mundos, de dos civilizaciones que se entrecruzan y se
recrean. En este sentido, y para entender mejor el carácter movilizador y energizante de los mitos que surgen del contacto entre indios y españoles, de dos cosmovisiones que fueron capaces de hacer emerger una nueva mitología, es conveniente recordar que las motivaciones de los conquistadores de América, segundones de la nobleza, hidalgos y hombres del común, a pesar de ser variadas (ideología caballeresca, fama, oro, conquista espiritual y aventura), privilegiaban, sin embargo, en un grado sumo, la riqueza que alimentaba y sustentaba la fama individual, tan requerida y necesitada por efectos de la concepción de éxito personal, propia de la ideología caballeresca de la baja Edad Media. Además, esta riqueza “no suponía sólo oro, sino en mucho mayor grado, posesión de tierras y de brazos para trabajarlas.”.[63] Nutridos por esta necesidad de
riquezas, expresada no sólo en términos de la tierra y sus labriegos,
sino también en los nuevos valores de una emergente sociedad
mercantilista: el oro, la plata y las piedras preciosas, los españoles
hacen muy pronto suyas leyendas, narraciones y fábulas de los indios del
Nuevo Mundo y las transforman rápidamente, y en toda la expresión de la
palabra, en verdaderos mitos americanos. De esta forma, nacen, crecen,
se consolidan, se convierten en espuelas de la voluntad y la imaginación
de los conquistadores españoles mitos como: las siete ciudades de Cibola,
Las Amazonas o el Dorado. Diferentes cronistas e historiadoras de Indias
los recogen, demostrando la vigencia, el poder y la influencia que estos
mitos tuvieron y representaron en el imaginario que el mestizaje cultural
propició y conformó.
B. Las Siete Ciudades de Cíbola Francisco López de Gómara en su Historia General de las Indias, refiriéndose al mito de las Siete Ciudades de Cibola narra que “Fray Marcos de Niza é otro fraile franciscano entraron por Culhuacán el año de 38. Fray Marcos solamente, ca enfermó su compañero, siguió con guías y lenguas el camino del sol, por más calor y no alejarse de la mar, y anduvo en muchos días trescientas leguas de tierra, hasta llegar á Sibola. Volvió diciendo maravillas de siete ciudades de Sibola, y que no tenía cabo aquella tierra, y que cuanto más al poniente se extendía, tanto más poblada y rica de oro, turquesa, y ganados de lana era…”[64] C. Las Amazonas El ancestral mito de Las
Amazonas cobra también nueva vigencia en tierras americanas. Recordemos que
en la novela de caballería Sergas
del Esplandían,
el hijo del Amadis de Gaula intenta conquistar el reino de las amazonas
que se encontraba ubicado en una isla sin parangón; la reina se llamaba
Calafia y el país que gobernaba esta majestad guerrera se denominaba
California. Esta referencia fuertemente
arraigada en la cosmovisión que poseían los españoles que vinieron al
Nuevo Mundo, se ve reforzada por los comentarios y narraciones de los
indios, quienes, tal como lo recoge Agustín de Zarate en su Historia y Descubrimiento del Perú.[65] “…dijeron a los
españoles que cincuenta leguas más adelante hay entre dos ríos una gran
provincia poblada de mujeres, que no consienten hombres consigo más del
tiempo conveniente a la generación. La Reina dellas se llama Gabolmilla,
que en su lengua quiere decir cielo de oro, porque en aquella tierra diz
que se cría gran cantidad de oro.” Refiriéndose a la obsesión
que tuvieron los españoles por conquistar esta isla y las amazonas y
adueñarse de su oro, Uslar sostiene que: “ya Colón creyó haber pasado
cerca de su isla en alguna de las Antillas menores, Pedro Mártir hace
referencia a ella en sus Décadas. Más
tarde, según el testimonio de Pigaferra, Magallanes buscó su isla en la
inmensidad del Pacífico. Probablemente es Cortés el primero que concibe
seriamente, como lo confirman sus Cartas de Relación, la posibilidad de hallar la fabulosa isla
en alguna parte de la costa occidental de México. Basta leer a Bernal
Díaz para advertir la constante presencia de la mitología caballeresca
en la imaginación…Más tarde enviará un destacamento a buscar en el
confín occidental del nuevo país la legendaria isla. Cuando su capitán,
Juan Rodríguez Carrillo, avizora por primera vez la costa de lo que hoy
llamamos Baja California y la toma por una isla, la nombra naturalmente
California.”[66] Recordemos las palabras de
Colón sobre Las Amazonas, en su Diario del
primer viaje: “Estos son aquellos que tratan con las mugeres de
Martinino, que es la primera isla partiendo de España para las Indias que
se falla, en la cual no ay hombre ninguno. Ellas no usan exercisio
femenil, salvo arcos y frechas, como los sobredichos de cañas, y se arman
y cobigan con launes de alambre, de que tienen mucho. “
Otra repercusión del mito de
las amazonas en tierras americanas, lo constituye la aventura de Orellana,
quien desatendiendo las órdenes de Pizarro se aventuró por su cuenta a
recorrer, sin destino conocido, el que ahora sabemos es el más grande
río del planeta. Orellana navega dos mil leguas a través de selvas
vírgenes, para al final llegar a la costa opuesta, al Océano, y
embarcarse para España. Temeroso de las represalias a que pudiese hacerse
acreedor por su decisión inconsulta y por su desobediencia, Orellana
adorna, con elementos reales y con muchos otros que guardaba en su
imaginación caballeresca, el mito de las amazonas. Así cuenta que en su
travesía fluvial se topó con un ejército de jóvenes vírgenes
desnudas, combatiéndolas tal como tiempo atrás lo hicieron Hércules,
Aquiles y Teseo. Fruto de esta desobediencia y de la imaginación de
Orellana, el gran río, ese inmenso mar de agua dulce que atravesó de
costa a costa, se conoce con el nombre de Amazonas. D. El mito de El Dorado Pero ningún mito despierta
tanto la imaginación, moviliza la voluntad y enciende la codicia por el
oro del conquistador español como El Dorado. En efecto, a partir de 1540
comienza a difundirse entre los españoles de América una leyenda, según
la cual en algún lugar del Nuevo Mundo existía un país llamado Manoa,
la arena, los caminos y los
techos de sus casas eran de oro y de piedras preciosas. El propio rey, en
lugar de usar otro tipo de vestidura cubría su cuerpo diariamente con
fino polvo de oro. Manoa era el Cipango, la otra
ciudad de oro que Marco Polo narró en sus memorias y que Cristóbal
Colón salió a buscar por una ruta, distinta a la utilizada por el
mercader por excelencia, encontrándose con unas Indias que no eran las
que buscaba, aunque creyó ciertamente haberse topado con ellas. López de
Gómara recoge la alegría de Colón, quien cuando llega por primera vez
al Nuevo Mundo preguntando si estaban en Cipango, recibe la confirmación
por parte de los aborígenes isleños que le dijeron que sí que estaba en
Cibao, cuya similitud fonética ayudó aún más a convencer al almirante
de que había efectivamente llegado a Cipango, a las Indias, por una ruta
totalmente novedosa. Los indios con sus leyendas y
los cronistas de Indias con sus narraciones ayudan a darle forma a este
nuevo mito americano. Fray Pedro Simón en sus Noticias Historiales[67] Durante la conquista del Perú,
al lugarteniente de Pizarro, Sebastián Belalcázar, un indio le confía
que a 500 o 600 leguas al norte, existe una ciudad llamada Quito, llena de
riquezas sin comparación, un verdadero Dorado donde el oro y las piedras
preciosas brillaban por doquier y un cacique
bañado en oro las arrojaba una vez al año a una laguna sagrada.
Aprovechando que Pizarro marchaba sobre el Cuzco, Belalcázar se dirige al
norte, llega a Quito sin conseguir el ansiado Dorado y continúa su marcha
más hacia el Norte, para toparse, increíblemente, en la sabana de
Bogotá con otras dos expediciones organizadas por otros buscadores del
mito de El Dorado: la que venía del norte con Jiménez de Quezada al
frente, y la que provenía del noreste con el gobernador alemán Ambrosio
Alfínger. Durante más de tres siglos, la
búsqueda de El Dorado ocupó la atención y movilizó el esfuerzo de
miles de seres deseosos de alcanzar aquel país que sólo existía en la
imaginación de unos hombres que entremezclaron cuerpos y leyendas, genes
y fábulas, para realizar su aporte al repertorio de mitos, de países
legendario de la humanidad. Estos recreados y nuevos mitos son, en
opinión de Uslar Pietri: “toda una secuencia de imágenes
inverosímiles que deforman una realidad y se superponen a ella,
mezclándose y combinándose de las más inesperadas maneras. Desde las
imágenes del Génesis y de Hesíodo, desde la fuente de la juventud y las
amazonas hasta la visión de la utopía.”[68] 6. La gastronomía americana Con particular agudeza Uslar
Pietri afirma que “ese significado histórico de lo que se come no ha
desaparecido de nuestras modernas cocinas: Junto a los relucientes
aparatos andan los invisibles ángeles del pasado. En la comida de un día
en cualquier casa de Caracas es posible hallar concentrada la historia de
varios siglos.”[69] En efecto, para el escritor, una de las mejores
formas de apreciar el mestizaje cultural es nuestra comida, esa
gastronomía híbrida, esos platillos que surgieron del cruce de
ingredientes, sazones, aromas, sabores, en los que se mezcló “la
expansión del Islam, la romanización de Europa, el descubrimiento de
América”. La sorpresa de los españoles
al toparse fortuitamente con el Nuevo Mundo se manifestó de maneras
diversas, pero en especial, se expresó en el verdadero descubrimiento de
inusitados tubérculos, de desconocidos frutos, de inéditos ingredientes,
de insospechados animales, utilizados por nuestros indígenas para
satisfacer sus necesidades alimenticias, y que distaban mucho de parecerse
a aquellos que le daban forma
y definición a las viandas y platos que los españoles estaban
acostumbrados a degustar. Para esos españoles del
descubrimiento, asombrados, desconcertados, estupefactos ante el hallazgo
de este Nuevo Mundo, como bien lo expresa Uslar: “la sensibilidad para
lo americano, acaso, empezó a hacerse por la boca”. Los tradicionales cocidos, el
cordero asado, las costillas de cerdo, la gallina guisada, los filetes de
ternera, el besugo, las judías, el pan de trigo, se ven ahora,
acompañados, cuando no sustituidos, por el casabe, la arepa, la papa, la
batata, el chocolate, el tomate, por los, como ratones, conejos
americanos, por peces de inédito sabor y desconocido nombre: lisa, pargo,
jurel. Pero muy pronto, lo que fue suma, añadido, sustitución,
incorporación, importación, se mezcló, se hibridizó para dar origen a
platillos que ya no son más de uno y otro gusto y sabor, sino de uno
específicamente americano. Uslar Pietri sostiene que para
cualquier arqueólogo que quiera redescubrir la realidad americana, la
cocina, la gastronomía, lo que se servía en las mesas, puede ser tan
útil y relevante como una medalla enterrada o el fragmento de fuste de
una columna. Y para ilustrar lo que, en su criterio, considera el epítome
del pasado híbrido americano, pone como ejemplo dicente y sintetizador a
la hayaca: “En su cubierta está la hoja del plátano. El plátano
africano y americano en que el negro y el indio parecen abrir el cortejo
de sabores. Luego está la luciente masa de maíz. El maíz del tamal, de
la tortilla y de la chicha, que es tal vez la más americana de las
plantas…En la carne de gallina, las aceitunas y las pasas está España
con su historia ibérica, romana, griega y cartaginesa…Toda la tremenda
empresa de la conquista está como sintetizada en la reunión, por medio
de sus frutos, de las gentes del maíz con las de la viña y los olivos.
Pero también en el azafrán que colorea la masa y en las almendras que
adornan el guiso están los siete siglos de invasión musulmana… Y la
larga búsqueda de las rutas de las caravanas de la Europa medieval hacia
el oriente fabuloso de riquezas y refinamientos está en la punzante y
concentrada brevedad del clavo de olor.”[70] A la hayaca navideña podemos sumar también nuestros tradicionales hervidos de todos los días que combinan, de muy variadas maneras, las verduras y las raíces alimenticias originarias del Nuevo Mundo con otras verduras, animales y condimentos traídos por los españoles. Hayaca y hervidos son fiel reflejo, original producto del mestizaje americano. En fin, “…preparaciones culinarias localistas; condumios que vienen de la colonia; viandas de procedencia exótica que se aclimataron en el medio; extrañas confecciones fogoneras de estirpe indígena y otras cuyos heterogéneos componentes demuestran, con rústica ingenuidad, los diferentes factores raciales que integran el pueblo de Venezuela… son platos mestizos.”.[71] En fin, siempre con Uslar
Pietri, hay muchas maneras de estudiar la historia, la comida, la
gastronomía es una de ellas: “en lo que el hombre come, y en la sazón
en que lo come, está la obra de los siglos en un compendio que sabe
despertar lo mismo el gusto por la carne que el gusto del espíritu:”[72] Conclusión Mestizos somos y así lo
confirmamos luego de haber transitado con Uslar Pietri sus múltiples e
infatigables horas de reflexión dedicadas al análisis del mestizaje
americano y, en especial, a los efectos disímiles, ricos y plurales de
esa miscegenación que de sanguínea se trocó en cultural para producir
una América peculiar, única, que recibió de las razas y las culturas
que se integraron en su espacio físico, sangres y creencias que
conformaron una cosmovisión que no es ni española, ni indígena, ni
africana, y que todavía amerita de mayores reflexiones y estudios con el
fin de entender en todas sus dimensiones a nuestra América Mestiza, tal
como durante muchos años de tinta e ideas lo hizo Arturo Uslar Pietri. CITAS Y NOTAS [1] Uslar Pietri, Arturo en La Invención de América Mestiza
(Compilación y Presentación de Gustavo Luis Carrera). Fondo de Cultura
Económica. México. Primera Edición, 1996, p. 207. [2] Idem, p. 261. [3] Idem, p.254 [4] Ibidem
[5] Ibidem
[6] Carandell, José María. España,
Viaje por su vida y su belleza. Ediciones Castel,
Barcelona,
1984, p. 25 [7]
Uslar Pietri. op.cit. p. 255. En este mismo sentido, vale la pena
recoger los comentarios de Luis Moreno Gómez, quien, en su muy
documentado libro País Pardo. Edición
Privada, Caracas, 1987, p.p. 228 y sig. Expresa lo siguiente a propósito
de la importancia del mestizaje cultural: “Así como un factor
sanguíneo puede ser constante en la herencia suponemos que del mismo modo
otros factores lo hacen en la cadena genética y no solamente los
atribuibles a la cuestión meramente morfológica, sino también a lo
cultural. El cerebro humano – y esto queda a los científicos
demostrarlo – trabaja a base de información acumulada y transmitida en
paquetes por generaciones con su multiplicidad de combinaciones que hacen
posible, además de la educación, que un individuo tome un camino u otro
en la selección de sus gustos y preferencia en la oferta que le hace el
planeta. En otras más simples palabras, la persona no puede escapar tan
simplemente de la herencia intelectual, de la herencia cultural que da
forma a su concepción abstracta.” [8] Ibidem [9] Ibidem. [10] Wagner Erika. Más de quinientos años de legado americano al
mundo. Cuadernos Lagoven. Caracas, 1991, p. 7 [11]
En el caso específico de
Venezuela, recordemos que al momento del encuentro de esos dos
mundos, existía un conjunto de etnias indígenas que pertenecía a las
familias Arahuac, caribe y chibcha con una menor representación de la
familia tupí-guaraní. En la actualidad, persisten aproximadamente
treinta etnias indígenas, a saber: Acahuayo: también llamados akawaio o waika de
la familia lingüística Caribe. Están ubicados en la frontera del estado
Bolívar con la Guayana y de características culturales semejantes a los
Pemones. Arachuac del Delta Amacuro:
de la familia Arawak. Se trata de un grupo muy aculturado, que vive en la
frontera de Delta Amacuro con la Guayana. Arahuac del Río Negro: conocidos también como baniva,
baré, guarequena, curripaco y piapoco, de la familia Arawak. Son un grupo
muy aculturado e integrados en una economía basada en la explotación del
chiquichique, (un tipo de fibra) y el pendare (tipo de goma), en el cual
obtienen salarios irrisorios. Viven en la frontera del Territorio Amazonas
con Colombia. Arutani: también Anaké. Es un grupo casi
extinto de filiación desconocida, ubicados en el Alto Paragua, estado
Bolívar. Bari: también conocidos como motilones
bravos, su familia lingüística es la chibcha. Es un grupo poco
aculturado, situado en la Sierra de Perijá, estado Zulia, cerca de la
frontera entre Colombia y Venezuela. Excelentes agricultores, portadores
de la cultura bastante integrada. Sus contactos con el elemento criollo
fueron violentos hasta el año 1960. Desde entonces ha tenido lugar un
pequeño incremento demográfico, inclusive en Colombia. Cariña: viven en pequeños enclaves en el
centro y sur del estado Anzoátegui y norte del estado Bolívar. Se trata
de grupos agrícolas muy aculturados, provistos de una buena organización
social, pero sin una capa dirigente propiamente dicha. Guajibo: llamados igualmente guahibo, chiricoa,
cuiva son independientes de otras familias. Se localizan al sur del estado
Apure y al noroeste del Territorio Amazonas (sin contar la región del
Meta y del Vichada en Colombia). En Apure, también se les conoce con el
nombre de Chiricoas y Cuibas. Se trata de un grupo de extracción sabanera
originalmente dedicado a la recolección. Presenta un alto grado de
aculturación en las cercanías de los centros urbanos (Puerto Ayacucho,
San Juan de Manapiare, El Amparo, etc.). Guajiro: (Arawak): ubicados principalmente en el
estado Zulia y en Colombia. La incidencia de la cultura nacional es alta
en las zonas urbanas como Maracaibo, Santa Bárbara, Sinamaica y
Paraguaipoa, y escasa en la península de la Guajira. Guarao o Warao: viven en el Delta del Orinoco, en
Delta Amacuro, al este de Monagas y sur de Sucre y en Guayana. Viven
generalmente a orillas de los caños, dedicados a la recolección, pesca
y, en menor grado, a la agricultura y la caza. Guayqueri: es un grupo muy aculturado que vive en
“El Poblado” isla de Margarita, estado Nueva Esparta. Mapoyo o Yahuana: son de la familia Caribe. Se
encuentran al norte del estado Amazonas. Maquiritare o yecuana: de la familia Caribe, están
ubicados en el este del estado Amazonas y sur del estado Bolívar. Grupo
agrícola medianamente aculturado y de fuerte personalidad étnica. Se
localizan por las márgenes de los ríos Cunucunumo, Erebato, Caura, entre
otros. Panare: zona noroeste del estado Bolívar
(Caicara, La Urbana, Turbia). A pesar de sus frecuentes contactos con la
población criolla, se trata de un grupo poco aculturado de economía
recolectora y en menor medida agrícola. Paraujano: (Arawak). Viven en el norte del estado
Zulia (laguna de Sinamaica), isla de Toas, el Moján, Santa Rosa de Agua.
Se encuentran aculturados y mestizados. Pemón: también conocidos como arecuna,
taurepang, comaracoto, de la familia Caribe. Están ubicados en el centro
y sureste del estado Bolívar, principalmente por el río Paragua y la
Gran Sabana, en Guayana y Brasil. Se trata de un grupo de tendencia
demográfica ascendente, medianamente aculturado. Su economía gira
alrededor de la agricultura y la minería (en esta última en calidad de
asalariados). Piaroa: Están situados al centro y norte de
Amazonas y en Colombia. Presentan un nivel de aculturación mediano o
escaso. Se dedican fundamentalmente a la agricultura. Puinabe: habitan cerca de San Fernando de
Atabapo (Amazonas) y en Colombia. Culturalmente se asemejan a las
poblaciones araucas del Río Negro Sape: grupo casi extinto de filiación
desconocida del Alto de Paraguana, estado Bolívar. Yanomami: viven al sur del estado Bolívar y
sureste del estado Amazonas por el Alto Orinoco, el Ocamo, el Padamo, etc.
Su grado de aculturación es mínimo. Sus actividades económicas son la
recolección, la caza y la pesca. Yaruro: se encuentra en el centro y el sur del
estado Apure. Este grupo, prácticamente desahuciado por etnólogos de
comienzos de siglo, está dando señales de recuperación, sobre todo en
Guachara y en el río Cinaruco. Se dedican a la recolección y a la
agricultura y se caracterizan por un alto grado de conciencia étnica y un
fervor mágico-religioso intenso, a pesar de su fuerte grado de
aculturación. Yucpa:
tambien se conoce como motilones mansos. Viven en la Sierra de Perijá en
el Zulia. (Frontera colombo venezolana). Medianamente aculturados y
dedicados al cultivo de conucos o rozas. (Aldeasa educativa: la
sociedad del conocimiento.
Página de Internet http://www.aldeaeducativa.com/aldea/tareas2.asp?which=754) [12] Moreno Gómez, op. cit., p. 202
[13]
Guerra Cedeño, Franklin Esclavos negros, cimarroneras y cumbes
de Barlovento.
Cuadernos Lagoven, Caracas, 1984, p.9. [14] Ibidem [15] García, Jesús. África en Venezuela. Pieza de
Indias. Cuadernos Lagoven, Caracas,
1990, p. 48. [16] Idem, p. 48 [17] Idem, p.44 [18] Olaechea,
Juan Bautista. El mestizaje como
gesta. Editorial MAPFRE. Madrid, 1992 p. 260
[19] Diccionario de Historia de Venezuela. Tomo III. Fundación Polar, Caracas, p. 152.
[20] Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza,
op.cit., p. 261. [21] Idem, p.113 [22] Idem, p. 281 [23] Idem, p. 196 [24] Idem,
p.323 [25] Idem, p.322 [26] Idem, p. 263 [27] Idem, p. 343 [28] Ibidem [29] Idem, p. 256 [30] Navarrete Orta, Luís Literatura e ideas en la historia
hispanoamericana, Cuadernos Lagoven, Caracas, 1991, p. 46. [31] Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza, op.cit,
p. 271 [32] Idem, p. 257 [33] Marqués de Losoya. (Juan de Contreras). Historia del arte hispánico.
Salvat. Ed. 5 Tomos. Barcelona, España, 1931 – 1949, p. 223 [34]
Arellano Fernando S.J. El arte hispanoamericano. Universidad
Católica Andrés Bello, Caracas, 1988, p. 161 [35] Angulo Iñiguez Diego. Historia del arte hispanoamericano.
Salvat Editores Barcelona – [36]
Arellano Fernando, op.cit., p. 217 [37]
Bravo Lira, Bernardo. El Barroco en Hispanoamérica:
manifestaciones y significación. [38] Uslar Pietri en La invención de América
Mestiza, op. cit., p. 25 [39] Idem,
p.259
[40] Marco
Joaquín.
La nueva voz de un continente. Literatura Hispanoamérica Contemporánea.
Aula Abierta Salvat. Barcelona, 1982, p. 6 y 7.
[41] Idem, p.10
[42] Idem,
p.6
[43] Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza,
op.cit., p.253.
[44] Idem,
p. 337 [45] Idem,
p.335 [46] Carpentier,
Alejo. De
lo real maravilloso. Calicanto Editorial, Buenos Aires, 1976, p. 55 [47] Romero, Mario Germán. AMÉRICA de lo real maravilloso. Instituto
Caro y Cuervo. Santafé [48] Idem, p. 336 [49] Idem, p. 201 [50] Idem, p. 202 [51] Citado por Gutiérrez Contreras F. en América a través de sus
códices y cronistas. Aula
[52] García Jesús, op.cit, pp. 57 y 58. [53] Güerere Tabaré. Las Diosas Negras. Alfadil
Ediciones, Caracas, 1995, p. 24. [54] Liscano, Juan citado
por Güerere Tabaré, op.cit., p. 26 [55]
Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza, op. cit.,
p. 104, 105. [56]
Cfr. Pardo Isaac J. Fuegos bajo el agua. Biblioteca
Ayacucho, Caracas, 1990, p. 11. [57] Ibidem [58] López de Gómara, Francisco Historia General de las Indias,
Biblioteca de Historia, Ediciones Orbis, Barcelona,
1985, p. 50. [59] Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza, op. cit.,
p. 105. [60] Pardo Isaac S. op.cit., p. 451. [61] Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza, op. cit.,
p. 330 [62] Ibidem
[63] Gutiérrez Contreras
F, op. cit. pp. 34 – 35. [64]
López
de Gómara, Francisco, op. cit., p. 298. [65] Citado por Gutiérrez Contreras F. op. cit, pp. 34 – 35. [66] Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza, op. cit, p. 108
– 109. [67] Citado por Gutiérrez Contreras F. op. cit., p. 25. [68] Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza, op. cit.,
110 [69] Idem, p. 467 [70]
Idem, p. 470 [71] León Ramón David, Geografía Gastronomica Venezolana, Línea
Editores, Caracas,
1984. p. 26 [72]
Uslar Pietri en La Invención de América Mestiza, op. cit. p 479 BIBLIOGRAFÍA GENERAL
I.
Textos
escritos por Arturo Uslar Pietri (artículos, ensayos, conferencias)
Tierra de encrucijada
Godos insurgentes y visionarios El mestizaje cultural
Insurgentes
Godos
La visión literaria
La frontera española del reino de la muerte
Más allá de leyendas doradas y negras
La marca hispánica
Tiempo de Indias
Para entender lo sabido
Las naranjas de Bernal
La casa del Inca
Machu Pichu
Cortés y la creación del Nuevo Mundo
Cuando se habla del descubrimiento
El reino de Cervantes
Lo criollo en la literatura
El maíz en la historia
El mestizaje y el Nuevo Mundo
La otra América
Un destino para Ibero América
La batalla de la América del Sur
No somos un subcontinente Las piedras vivientes de México
Ni tan jóvenes
Tres testimonios del arte hispanoamericano
Somos hispanoamericanos
América y la idea de la revolución
¿Existe América Latina?
Realismo mágico
El mundo descubre a la América Latina
El punto de partida
América no fue descubierta
La invención de Venezuela
Simón Rodríguez “el americano” Toda historia es… La hayaca como manual de historia Tierra y gente de Venezuela
La nación de Bolívar Estos
textos originales fueron consultados en el libro La Invención de América
Mestiza. Arturo Uslar Pietri. Compilación y Presentación de Gustavo
Luis Carrera. Colección Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica,
México, 1996, Primera Edición. Igualmente,
consultamos del libro Medio Milenio de Venezuela. Arturo Uslar
Pietri, con selección de Efraín Subero. Cuadernos Lagoven. Caracas,
1986, Primera Edición los siguientes textos de Uslar Pietri.
La conquista de América Latina como problema jurídico y
moral
La antigua puerta de América
La reina y el marino
¿Qué celebramos el 12 de Octubre?
Todo lo que amaneció el 12 de Octubre
La guerra de los dioses
Cuatro carabelas del Nuevo Mundo
Todo fue Nuevo Mundo
La Europa americana
La crisis del orden colonial
Una galería de insurgentes
Lopillo muere en Margarita
El destino de Cubagua
Fausto en la conquista
El reverso de El Dorado
El destino de las lenguas
Notas sobre el vasallaje
La batalla de América del Sur
Allí está el venezolano
Guaicaipuro
Los caribes
Españoles y Venezolanos El rescate del pasado Los nombres de Venezuela
La invención de Venezuela Una oración académica sobre el proyecto del porvenir II.
Otros textos consultados Arellano,
Fernando S.J. El arte hispanoamericano. Universidad Católica
Andrés Bello. Caracas, 1986. Primera Edición. Angulo
Iñique, Diego. Historia del arte hispanoamericano. Salvat
Editores. Barcelona – Madrid, 3 volumen, 1925. Primera Edición. Avonto,
Luigi. Operación Nuevo Mundo. Américo Vespucci y el enigma de América.
Instituto Italiano de Cultura. Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo
Gallegos – Caracas, 1999. Primera Edición. Becco,
Horacio Jorge. Crónicas de la naturaleza del Nuevo Mundo.
Cuadernos Lagoven, Caracas, 1991. Bravo
Lira, Bernardino. El Barroco en
Hispanoamérica: manifestaciones y significación. Instituto de
Historia de la Universidad Católica de Valparaíso. Santiago de Chile,
1981 Cabrera,
Lidia. El Monte, Igbo. Fianda. Ewe Orisha. Vititi Nfinda.
Colección del Chicherekú, Miami, Florida. 1983. Quinta Edición. Capel
Horacio y Urteaga S. Luís Las nuevas geografías. Aula Abierta
Salvat, Barcelona, 1982. Primera Edición. Carandell,
José María. España, viaje por su
vida y su belleza. Ediciones Castel, Barcelona, 1984. Carpentier, Alejo. De lo
real maravilloso americano. Calicanto Editorial. Buenos Aires, 1976. Diccionario
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Segunda Edición.
Forde,
Darryl. Mundos africanos. Fondo de cultura económica México,
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Jesús. África en Venezuela. Pieza de Indias. Cuadernos Lagoven
Caracas, 1990. Primera Edición. Guerere
Tabaré. Las Diosas negras. Alfadil Editores. Caracas, 1995.
Primera Edición. Gutiérrez
Contreras, F. América a través de sus códices y cronistas Aula
Abierta Salvat, Barcelona, 1982. Guerra
Cedeño, Franklin. Esclavos negros, cimarroneras y cumbes de
Barlovento. Cuadernos Lagoven, Caracas, 1984. Levin,
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Orta, Luis. Literatura e ideas en la historia hispanoamericana.
Cuadernos Lagoven, Caracas, 1991. Wagner, Erika. Más de quinientos años de legado americano al mundo. Cuadernos Lagoven. Caracas, 1991.
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Caracas
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