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Alfredo Pérez Alencart: la poética del asombro |
1.
La
selva amazónica: un verde origen 2.
Salamanca:
más que un dorado cielo 4.
Poetas
y amigos: un homenaje He sido elegido para seguir las normas
del amor, para rebanar honduras de un mensaje que no envejece, para seguir
nombrando el asombro ante el misterio y la semilla sembrada en el pródigo
corazón de los hombres que ven la estrella nueva. Alfredo
Pérez Alencart I. La selva amazónica: un verde origen Matriz
del comienzo de mi aventura, resurgen
los verdes inolvidables de
las copas pintadas de los árboles, del
aire limpio que cubre días
de arco iris y privilegios. Al
confín de los confines, a su Madre Selva, regresa física y afectivamente
el poeta Alfredo Pérez Alencart a buscar la sustancia nutriente, el amor
primigenio, la esencia imperecedera, la fuente inequívoca de una intensa
vida que lleva transitando, afanado en mil menesteres del espíritu, entre
el recuerdo indeleble e imperecedero del verde variopinto de la selva de
sus primeros y peregrinos asombros, y los dorados destellos de una ciudad
salmantina que, a pesar de sus dones y virtudes, no podrá jamás
sustituir en la más profunda emoción del escritor a esa “arborescencia
que en mí habita. / Estas savias irrigando / para siempre (…) Este ayer
de ojos asombrados. / Este hoy consumiéndose en los ojos. / Más calofríos,
más hojas temblando, / más raíces que se abrazan a mi alma”. El
poeta es la selva, la selva habita plenamente en el poeta: “la selva es
mía y bajo ella resucito: / soy de tierra caliente, no se olvide”. Esa
asimilación unívoca, ese binomio emotivo se transforma -a confesión del
escritor- en plural, surtido, vario, múltiple, como suele ser la vida
toda y la selva misma: “Pasen a ver el fondo vegetal de la Tierra, /
sombras de felinos, sudores / de quienes son ya parte de mi sangre. /
Miren conmigo monos y pájaros, cinturones de helechos o rostros cansados
/ de tenaces castañeros”. Pérez
Alencart, siempre generoso en sus muy variadas entregas vitales,
experimenta ahora la urgencia de convertirse en guía, en baquiano espontáneo,
en tutor amazónico de unos sorprendidos e indoctos alumnos que lo acompañan
sin melindres en su apasionado recorrido vital, en las febriles aventuras
de su más alborozada infancia. Al viento y a viva voz, nuestro escritor
expresa sus ganas de que lo escolten prontamente y sin demoras para
adentrarse apasionado en el verde centro de sus más íntimas turbaciones:
“Entren, entren conmigo. / Les invito a un paseo enriquecido / por el
destellar de las reminiscencias”. Y
menudo recorrido propone el escritor por las rutas físicas y los
vericuetos existenciales de sus más iniciales y auténticos asombros: el
Amarumayo, el legendario río quechua de la serpiente o de la culebra, el
actual torrente Madre de Dios; el Manu, una de las reservas de biosfera más
diversa e importante del planeta, y la ciudad de Puerto Maldonado, la
capital del peruano Departamento de Madre de Dios, fundado en diciembre de
1912, le sirven de telón de fondo al poeta para explayarse en sentidas y
genuinas confesiones: “ENTREN, entren conmigo por esta trocha, / bajo la
tenue luz de la lluvia: / Entren, amigos, y constaten lo que se siente /
cuando en los ojos se posa el verde de la vida”. El
escritor, sin necesidad de solemnes juramentos doctorales, de pomposos
compromisos de plaza pública, de bandos oficiales, nos promete que abrirá
de par en par sus recuerdos, que agitará intensamente su emoción,
dejando atrás silogismos, conclusiones, argumentos y raciocinios, para
ser humanamente capaz de: “CERRAR los ojos y ser dueño / repentino de
cursos fluviales. / Liberarse de entumecidas vigilias / y sentir selvas
aquerenciadas (…) Hablaré de la madre a toda prueba: / en su regazo me
abono el porvenir. / Vengan a mí, destilando memoria, / la Madre Selva y
la Rosa Madre”. A
su llegada a la Selva Madre, en un vértigo de alegrías, júbilos y
contentos, el poeta pide, no por la boca, sino desde el corazón, y es
ampliamente complacido por picaflores frenéticos, por lagunas generosas
que realizan el inmediato prodigio de la multiplicación de los peces, por
noches sin orgullo que se oscurecen más intensamente, por puntos
cardinales que le brindaron al poeta el horizonte entero como un infinito
cántico a la amistad sideral, por familiares copiosos que vinieron desde
lejos para llegarle adentro al corazón del emocionado solicitante; la
tierna luna -cómplice benevolente- le ofreció su tersa mansedumbre a fin
de que el escritor divisara con otra luz su mundo de ensoñaciones y que
sus ojos acariciaran largamente lo silvestre. En fin, llegó el escritor a
su infantil casa sin techos ni paredes para pedir “naturaleza como se
pide revolución: / surgieron filiaciones imprescindibles, alegatos
iluminando trayectorias vitales, / succiones de afectos y de tiempos / que
se maceran en el próspero corazón / de quien asigna amor a la gente viva
/ y a los lugares del recuerdo constante” … y todo esto y más le fue
dado. Un
tanto más sosegado, apaciguado, luego de tanta magnificencia planetaria y
tanta esplendidez humana, el poeta hace un alto para escuchar, a viva
selva, las voces y los recuerdos que desde el pasado comparecen a
confirmar vivencias que ya había experimentado y otras que sólo intuía;
caviles que ya había hecho y otros que estaba por hacer. Absorto en sus más
recónditos afueras y adentros, ensimismado, reconoce ser una vegetación
que las lluvias hicieron crecer, que tuvo el cuidado para contemplar de
cerca lo que existe y lo que no, que tanteó inestables momentos,
sintiendo a pedazos los hondos abismos de la reflexión, en fin, que
siempre fue canto rodado de otros torrentes, de disímiles realidades, y
que, cuerdo, juicioso, firme, tuvo a bien esquivar la mala hierba. El
verde y húmedo entorno de sus iniciales asombros le permite a Pérez
Alencart realizar un balance preliminar de lo alcanzado y lo aceptado:
“El corazón se me fue ajustando / al privilegio de una forma de vida: /
Sin fatiga, los mitos tomaron asiento en mi imaginación. / Ningún
triunfo, salvo / el acreditado amor de los ancestros. / Ningún fracaso,
salvo / pequeñas injusticias”. En la intimidad de sus confines, el
escritor se solaza de haber huido “del letargo de innúmeras
propuestas”, y dice de él mismo que “lo telúrico / me imantó a los
blancos cabellos de la poesía”. La
selva es un agüero, un lugar propicio para contemplar y fabular, para
descubrirla con los ojos del rostro y con los espejismos de la fantasía;
la realidad adquiere otra evidencia, es a la vez un puede y un no puede
ser, un albur y un conjuro, un riesgo y un ensalmo: un contexto dual que
nace de una certidumbre y se manifiesta como una alucinación: “Yo no sé,
pero creo que goteaban lágrimas / en los ojos del fantasma”. Así que
nada tiene de extraño que el poeta experimente a su selva en las
latitudes del ensueño, en las anchuras de la imaginación: “ME acerqué
al encantamiento. / Vi farolas al crepúsculo, / mecheros encendidos como
fuegos / aleteados. / Dádivas volando, centellas / delante de mis ojos. /
Fue en el tiempo de la infancia. / Fue cuando se tejen asombros / ante la
luz de las luciérnagas”. La
Selva Madre y el Padre Río se hacen uno en la emoción del escritor a fin
de que la añoranza y la nostalgia sean más genuinas y mucho más
intensas: el colibrí vuela ahora por las venas del poeta y le obsequia
sus mejores presagios; el canto de las chicharras “pule su eco” y
expande sus sonidos hasta el hogar salmantino del trovador; mensajes
indistintos “de miel y de
ceniza” le son ofrecidos al literato, anunciando la llegada de
encendidos y arrebatados amaneceres; los troncos arrastrados por el río
guardan como preciado tesoro el canto de los pájaros para ofrendarle una
sonora serenata a quien regresa sin haberse ido; además, y por si fuera
poco, “volaban pihuichos sobre árboles a la deriva”, mientras que
también pasaban palizadas cargadas de achunis y trompeteros y, de
repente, para que la selva fuese más selva: “Pasaba lentamente alguna
palizada, / con esa serpiente
solita soleándose / en la rama del renaco partido por un rayo”, y “más
atrás del monte, / allá por la Cachuela, / hunden sus largas patas / los
timelos, danzando / en las tibias aguas, entre pescados y caimanes”. Pérez
Alencart no puede, ¿y quién podría?, ocultar sus más genuinos asombros
ante una naturaleza que le ofrece lo mejor de sí para que se reencuentre
con sus adentros y recree hasta los tuétanos sus ancestrales vivencias.
Sacudido por el llanto ante tanta vida real y palpitante, el poeta, mecido
ya en la insumergible canoa de sus evocaciones, confiesa: “LLUEVE y sigo
pisando recuerdos. / Enseño lastimaduras cuando el cuerpo levita / sobre
un tapiz esmeralda / que cifra aquilatadas bienvenidas. / Transterrado de
tan inmenso reino, / tropezando, / a saltos de aire, / voy volviendo a lo
que es mío. / Al atardecer, pego la oreja / al tronco del castaño más
alto de la chacra / y unas lágrimas desbarrancan desde ojos / por penas
sacudidos. / Otro mundo comienza / cuando se instala la noche entre los árboles”. El
poeta, sin ataduras, revela a suyos y extraños que: “el corazón se me
fue ajustando / al privilegio de una forma de vida”, en la que sólo
sabe donar al mundo “semillas desvestidas de la tierra”, porque seguro
está de que, en su caso, con lo único que no ha podido el imbatible
olvido es con “la selva y su fragancia”. Esa -selva y fragancia- que
son sólo “un extraño aliento que se expande por el aire. / Apenas un
jadeo tras árboles cubiertos de musgo. / No hay viento pero las ramas
tiemblan / como si tuvieran fiebre”. Ciertamente, la selva del escritor
no es la misma del turismo de aventura, de la minería depredadora o de la
explotación maderera sin limitaciones, la suya es otra, personal e
intransferible, espiritual, desconocida para casi todos los mortales,
posee su propio aliento, un hálito distintivo, una esencia particular,
que la Madre Selva revela exclusivamente a su hijo privilegiado, a aquel
que la canta por encima del estruendo de las motosierras, la estulticia de
los turistas de paquete y la avidez de los insaciables mineros. En efecto,
Pérez Alencart inquiere decidido, altivo, dispuesto a la ineluctable
afrenta de las emociones: “¿Alguien más conoce ese lugar lejano /
donde nadie habita sino un espíritu / que no se ha desvanecido todavía?”.
Y para que ninguna duda quede, ninguna vacilación se interponga,
el poeta, suficientemente explícito, declara a rajatabla: “es grande
esta querencia, / este beber de ambrosías, / esta preñez de innumerables
desvelos / por mi selva de los confines”. El
río Amarumayo, su intensidad, sus raudales, su color, su indudable
capacidad para generar viejos y nuevos asombros hace que el poeta
experimente otra vez sensaciones arcanas y recupere vivencias guardadas
que no sentía desde su remota niñez: “es de rigor volver / con el
asombro jubiloso / de la infancia”, sentencia emocionadamente. El
Amarumayo despierta en el sensible ánimo del poeta sentimientos varios
que lo llevan a formular una emoción personal y colectiva: “En el corazón
de todos está el agua del aire. / En el corazón de todos está el pueblo
y el paisaje. / En el corazón de todos está la voz que llama / a ese
mundo escondido entre las llamas de los días. / A corazón abierto el
mundo amado no se escapa; / acontece, se justifica, nace lento de un río
invisible / que trae espumas y hálitos de embriagada naturaleza”. Pálido,
“intuyendo la continuidad que se avecina”, cae de rodillas el
escritor, una, dos, tres veces, se embadurna con la humedad del aire, la
caliente tierra del trópico recibe, atónita, las ofrendas provenientes
de la palabra poética de Pérez Alencart, a la vez que, agradecida, le
transmite efluvios clorofílicos que le servirán al poeta como fuente
complementaria de energía que lo auxiliará en la delicada tarea de
desempolvar viejas querencias y promover obligadas acciones de justicia.
Para que no quede ninguna duda acerca del propósito fundamental de su íntimo
soliloquio, el poeta reconoce a la vista y oídos de todos que: “Soy el
testigo que no mutila su sonrisa, / el hombre dispuesto a que el pecho se
le estalle / si extravía el amor, el beso de la tierra / o la ilímite
comunión con el territorio exacto / del origen. / En esta renovada
aventura / debo quebrantar reglas que barnizan el artificio”. Son
varios los versos que el autor consagra en su Soliloquio
ante el río Amarumayo para que los artificios, los ardides, las
artimañas, las astucias, los amaños se quebranten, pierdan su sempiterno
barniz. Unos son intimistas, otros atañen a la dimensión de la familia,
unos cuantos son expresión de un deseo de justicia social, otros expresan
una muy comprensible preocupación ecológica. Pero dejemos que sea el
propio poeta quien exprese sus angustias y esperanzas, sus alegrías y
tristezas, sus conformidades y reclamos en estas imágenes que
clasificaremos a nuestro mejor albedrío:
El
puerto se une a la selva y al río a fin de que el poeta se solace en el
recuerdo, y su infancia retorne súbita y en torrentes a quebrar
racionalidades y descoyuntar maduros sentimientos. Afiebrado de felicidad,
infecto de placer, envirado de contentos, Pérez Alencart cierra los ojos
para aparecer repentino, en un entusiasta viaje hacia los orígenes: “en
las calles donde maduré mi infancia. He buscado lianas con las cuales
trenzar afectos de otros tiempos junto a paisajes para mí definitivos.
Feliz resulta conmemorar aquel alimento del corazón, volver a ser el
infante con marcas de besos en las mejillas...”. Un
puerto es trepidación continua, tráfico, llegada y salida de gentes
variopintas (“madereros, agricultores, mitayeros, pescadores, castañeros”)
y mercancías diversas (“bolsas enjebadas, sacos de yute repletos de
naranjas carnosas, yucas y racimos de plátanos por doquier”), es
muelle, estiba y caleta, malecón transitado noche y día,
embarcaciones de diferente tamaño y calado que van y vienen
alimentando hambres y esperanzas, en fin, un puerto es también para
nuestro poeta la grúa que sigue “izando mis asombros”. El
alucinado escritor llega al puerto de sus querencias para tomar un bote
imaginario que lo conduce indefectiblemente a la vecina ciudad se sus
recuerdos: “AQUÍ Alfredo Pérez Alencart pedía una naranja y recibía
misterios; pedía besos de doncella y recibía el esplendor de los ocasos,
lácteas iridiscencias, solemnes visiones (…) Alfredo pertenecía a la
corteza virgen de los cedros, al color del huayruro y la velocidad del
picaflor. Aquí surcaba ríos y convidaba bocanadas de dulce amor
rebalsado de su corazón”. El
puerto es la ciudad y la ciudad es el puerto, así de invariable es la
siamesidad que el poeta recoge en sus conmovidos versos, y ambos
indistintamente, ciudad y puerto, puerto y ciudad, como se prefiera, son a
la vez con él: “Eres conmigo, ciudad de las calles de fiesta, puerto
fluvial que me siente en sus entrañas”. El
poeta desanda la urbe de sus primeros años con los ojos del recuerdo y
con la riqueza de la imaginación, descalzo de ataduras racionales viene y
va por Puerto Maldonado -“la calle Loreto, el jirón Cuzco, la avenida
Dos de Mayo”- esa “ciudad que sobresale del polvo”. En un rincón
“el azar descubre rutas semejantes a la tristeza” y el poeta afligido
de emoción constata: “He vuelto… He vuelto… He vuelto…”. En
otra embocadura admira “el amplio cielo y las sencillas casas de mi
puerto”, calles más allá
el escritor confirma “el registro de aprendizajes junto a la libre
juventud florecida bajo el cielo de estos barrios” y
en el viejo camposanto del puerto el escritor se lamenta: “la
maleza invade tumbas del viejo cementerio e impone su presencia implacable
sobre el hueserío restante de mis ancestros”. El
Manu, la reserva vegetal, ese verde y espeso corazón de la Amazonía,
también hace lo suyo para que el delirio del poeta tome otros derroteros
que complementen sus verdes, húmedas y polvorientas emociones. El
escritor no puede ni quiere sustraerse al encanto de esa “naturaleza
inventada para ser heredad del mundo”. Boga Pérez Alencart en una canoa
que no recorre el río sino el tiempo: “Aquí no hay desengaños: este
es el origen de un desconocido pez de escamas doradas, el reducto donde
tintinea la creación alquímica, el lugar de donde posiblemente se calcó
el paraíso…”, sentencia el poeta espeleólogo, el descubridor del
origen de la vida, el ecólogo explorador que transforma la cadena trófica
en poesía: “Aquí está el escondrijo del lobo de río, los frutos que
alimentan al venado, el venado que alimenta al jaguar, el jaguar que al
morir proporciona comida al gallinazo carroñero y abona el suelo y
germinan más aprisa las semillas que luego alimentarán a los monos,
monos que serán cazados por águilas y nativos…”. El
parque nacional de los confines es redescubierto por este poeta botánico
que no dibuja sus especies sino las canta. Pérez Alencart va más allá
de las evidencias botánicas y zoológicas, de los científicos nombres y
las correctas ilustraciones, usa su pluma para que sea la letra y no el
trazo, la poesía y no el dibujo, la que nos conduzca, a través de sus
reveladoras preguntas, por la realidad deslumbrante del parque y sus
especies: “¿De qué gota de agua, discreta y malabar, procede este
boscaje soberano? ¿Cuál de los rayos selectos encañona sus disparos
para lograr fotosíntesis tan inapelable? ¿Hay alguna otra aurora
semejante que se descuelgue pisando blandamente las copas de los árboles?”. De
la plural e intransferible emoción del poeta hemos recorrido, en la
visita propuesta por el escritor: selva, río, puerto, ciudad y bosque;
dejemos al propio Pérez Alencart el derecho que le asiste a realizar su
sensorial síntesis de lo visto y ofertado, de lo evidente y lo evocado.
Tendremos entonces, para culminar nuestro periplo amazónico, la
perspectiva singular y afectiva realizada por un ferviente ciudadano de
Puerto Maldonado: “La
costumbre de vivir del recuerdo enseña que el amor tiene un espacio donde
algo sucede si el lugar se nombra. He vuelto con esta tarde amarilla que
me asoma a lo pasado, con el horizonte caldeado por el antiguo anhelo de
poner los pies en la tierra primera. Desde la fábula nombro al puerto de
los recuerdos y digo: ‘¡Abracadabra!’. Entonces se van abriendo las
diáfanas ventanas de la infancia: las calles polvorientas se inundan de
luz, los mosquitos zumban en el aire calimoso, la plaza se adecenta y
huele a mango y tamarindo”.
II. Salamanca: más que un dorado cielo
PIDO perdón por las ausencias. Yo soy el que vuelve de lejos,
el
hijo pródigo que encontró cobijo en dorada ciudad de la vieja Castilla. Joven,
en esa edad en que los sueños revuelven a los hombres que van siendo, Pérez
Alencart toma una de las más fáciles y difíciles decisiones de su
precoz mocedad, dejar atrás lo amado y lo vivido a fin de iniciar -lejos
de su selva, de su puerto y de su río, de sus familiares y amigos- nuevas
querencias e inéditas experiencias. El
poeta en ciernes, el doctor en proceso, el promotor cultural en gestación,
se asombra ahora, esta vez, ante la ancestral magnificencia de una ciudad
dorada que hace sucumbir de pasmo y admiración a quienes la perciben con
la piel y la recorren con la emoción. No puede el bisoño Pérez Alencart
ocultar su sorpresa, su asombro originario que transformará luego en
motivo lírico, en versos citadinos que irán más allá del cielo
salmantino y de los monumentos de la vieja ciudad castellana para
convertirse en genuino y sentido homenaje a su historia, sus piedras y sus
gentes. Años después, libros
después, versos después, en plena madurez vital y creadora, el escritor
confiesa su holista embelesamiento, su integral hechizo ante tanta belleza alumbradora: “También se ama las piedras que están como
vivas, / modelando inocente canción medieval, albergando / labios y
cinturas al borde de noches que alientan bienvenidas / para la consumación
de los sueños. / También se ama a las ruinas que no pueden escapar / de
los golpes del mundo incansablemente áspero / pero con lágrimas posibles
y belleza alumbradora / acosando con su lengua las ruinas que lo salpican.
/ También se aman modelos que entregan sus fulgores / en finos atavíos
redentores de visión inagotable”.
Totalmente
enhechizado ante la imponente majestad de Salamanca, el poeta
confiesa: “Abro los ojos / y desamarro los límites / a dos mundos que
comienzan / en el lugar exacto de la ausencia. / No sé si todo es adiós
/ o si las capas de luz y de sombra / fraccionan el horizonte ubicuo. /
Pero esta vez me corresponde aprender. / (…) Abro los ojos para trazar
el itinerario / que alimenta el corazón. / Aquí encontré un último
rincón / donde me he demorado / tramitando el estatuto de las
germinaciones…”. Aprendizaje
no exento de dudas y vacilaciones, de momentos de flaqueza y tentativas de
renuncia, es el que le corresponde realizar arduamente al poeta, quien no
se amedrenta ante la magnitud del reto de construir otro mundo en un reino
que no ha sido el suyo y que terminará por serlo. En poema dedicado a su
hijo José Alfredo, a su orgulloso legado sanguíneo en tierra salmantina,
el escritor rememora, argumenta y concluye: “Y es que todo fulgor
necesita de un cielo inextinguible / y de una voz de fondo que le vaya
dictando / los perfiles de la ciudad unida a su destino (…) Entonces, /
como un aprendiz de perspicaz entendimiento, / abro los ojos para redactar
los fundamentos / concernientes a la vida y a las moradas de luz / de un
territorio íntimo de la vieja Castilla. / Después, cuando ya sólo sea
huesos o ceniza, / puede que este legajo de palabras fieles / me siga
religando con la visión de lo querido”. Ya
en plena posesión de su nuevo entorno castellano, convertido, por efecto
de la constancia y del entusiasmo, en un salmantino por convicción y no
por adopción, el poeta se dedica a glorificar a la ciudad y sus
alrededores, a demostrar su afecto a las nuevas querencias logradas en
tierras ibéricas y, en especial, su gratitud a aquellos
desprendidos samaritanos que le tendieron una mano solidaria. El
poeta, agradecido y sin empachos, así lo declara: “Yo estaba allí, /
en ese allí deslizado hacia el vacío / y el yo habitado por doloridos
adioses / de mi patria. / Sin
embargo, no faltaron apoyos felices / y un horizonte para siempre. / En
Salamanca el pan y la palabra amistad / llegaron juntas, atentas al joven
/ sin vituallas”. Transmutado
en pastor físico y espiritual de los innumerables y variados peregrinos
que acuden a Salamanca para beber de su ancestral sabiduría y recibir el
óbolo de su inextinguible brillo, Pérez Alencart realiza su santo oficio
ambivalentemente, generoso y pichirre, munífico y avaro, espléndido y
tacaño, dadivoso y amarrete: “Con los ojos del amor / y la voz
purificada por el tiempo. / Así la entrega de los dones, / el alcance de
la ciudad que / -como guía- / ofrezco a los visitantes. / Pero siempre
oculto algún tesoro. / No quiero que manchen nuestra mesa / al servirse a
manos llenas”. La
ciudad, sus iglesias, sus torres, sus calles, su Plaza Mayor, su cielo,
sus monumentos, conventos, calles, palacios y casonas ocupan la atención
de nuestro escritor. Dejemos que Pérez Alencart nos conduzca de nuevo,
esta vez, por la ciudad dorada que le brindó física y espiritual posada.
Acompañado de sus versos nos introducirá el día de hoy en el brillo y
en la oscuridad, en el fulgor y en las negruras, en la luz y en las
sombras de esta ciudad sin tiempo que es ella, la que siempre ha sido, y
la otra, aquella que se renueva cotidianamente cuando es recorrida con los
ojos de la fogosidad y la exaltación, tal como lo hace nuestro poeta,
para ofrendarle a Salamanca una fidelidad que sólo otorgaban las
ancestrales tejedoras de Ítaca: “VOY a conducirles a lugares donde se
pierde la luz del día, donde una antorcha alumbra el paso de quien busca
penetrar en túneles de verdusca soledad. Bajo superficie adorable, la
ciudad oculta pasadizos de evasión y terribles secretos de fe. Fuerzo los
tabiques que separan estas regiones de penumbras y entro al tajo que
comunica San Esteban con las Dueñas y el sótano de Clerecía. Algo me
dice que voy pisando vestigios de amores enterrados por el olvido. También
percibo huellas de voraz Inquisición. Pero no juzgo ahora, sometido al
aletazo de la fábula y a la fuerza cierta del susto a dos manos. Cada
historia tiene su marejada de fantasmas; cada sensación trajina por el
pecho a temperatura diferente. En las entrañas de la ciudad hay un
reguero de caminos, unos polvorientos y otros para ser visitados en barca.
Vengan compañeros”. Vayamos entonces.
A
Pérez Alencart no se le escapa que Salamanca, además de todo lo visto y
evocado, es también su valiosa gente -académicos y escritores, científicos
y humanistas-, en fin, el legado de conocimientos realizado por hombres de
saber que dejó una impronta
indudable en el plural acervo cultural de la humanidad, en el variado
capital intelectual del planeta. En su poesía de asombros salmantinos hay
un espacio para nombrar, rememorar y enaltecer los grandes hombres a los
que Salamanca asocia su prestigio, para hacer posible el lema
identificador de su orgullosa y prestigiosa universidad: “lo
que la naturaleza
no da, Salamanca no lo presta”. Nuestro
poeta incluye en sus salmantinos cánticos de alabanza a algunas de
aquellas figuras que hacen de Salamanca algo más que un cielo, y mucho más
que una ciudad. Dejemos nuevamente al poeta renovar sus afectos y expresar
su admiración por:
El
poeta recorre también, en su soledad y en sus evocaciones, los
alrededores de Salamanca así como variados rincones de la provincia
castellano-leonesa, pero es
su nostalgia y admiración por Salamanca misma, la indómita y majestuosa
ciudad de Castilla la que continuamente lo subyuga; vencido, sin más
argumentos que los ofrecidos por la emoción, Pérez Alencart se inclina
respetuoso y admirativo ante la dorada ciudad de sus asombros: “HOY
eres tú el hervidero de mis rapsodias de amor. Hoy la piedra, quieta en
su lugar, late como yo quiero, se incendia como una nave varada entre los
cielos, concentrada en deslumbrar las raíces del tiempo, hambrientas como
siempre por agrietar las creaciones que el hombre levanta para responder a
sus creencias o para reflejar la dicha de encontrarse lejos del abismo;
todavía. Hoy en el color que el amor hunde en tierra firme y en aguas del
Tormes, la ciudad es un vividero bendito: hay vislumbres visionarias en la
noche; hay espíritus que zumban sobre el legendario puente de los romanos
y parecieran subirse a las grupas del toro atado al aire; hay luz altiva
en la nueva catedral porque nunca se agota la lluvia de sus faros ni el
vigor de su origen consagrado. Y en el vecindario, entre tantas trifulcas
del contacto humano, una paz se impone;
todavía. Hoy me encuentro de pie, en la otra ribera, viendo cúpulas
y cresterías donde anidan las cigüeñas. El ámbito azul se va disipando
en el ultracielo mientras la limpia noche ensancha una inmensa belleza que
muda su piel al paso de las horas y las nubes: Todo irradia hermosura;
todavía. Salamanca es un mar amarillo, una visión mayor, el mudo
universo que me hace atesorar imágenes de amor; todavía”.
III. Una mujer en alma y cuerpo UNA benigna carnalidad ha llegado como
una ráfaga de mansas constelaciones para
cubrir la epidermis del hombre con
litúrgicos esmaltes de pasión intacta. El
ser humano es la pareja, confirma Pérez Alencart en los entusiastas y
apasionados versos de amor que tienen como estímulo y poderoso detonante
a una mujer de armonioso y sonoro nombre -Jacqueline- que se le metió en
el alma y el cuerpo al poeta para ser-con-
ella. Desde
mucho antes de su periplo ibérico, de su estancia castellana, de su
domicilio salmantino, de sus afanes por ser mejor, ya la que habría de
ser su compañera de ideales y su sostén afectivo en los momentos de duda
y vacilación, se había hecho presente en el asombrado corazón del
escritor: “ENFRENTE de mí el perfil ardiente, la joven que llegó del
país vecino para cambiarme la existencia, para quitarme el sueño y dejar
huellas de su tacto. Un día tocaron a la puerta. Era ella, vaticinando
amor con su cuerpo inmaculado. ¿Dónde estabas, centro de lealtad donde
me cobijo? Mi sangre pedía plebiscitos. Paciencia sugerían sus grandes
ojos. Ya no amanezco solo”. Ella, Jacqueline, su amor de siempre, ha compartido las penas
y las alegrías, las angustias y las tristezas, los triunfos cotidianos y
las frustraciones motivadoras de un poeta que confiesa sin timideces ni
subterfugios que su mujer es una verdadera diosa ex
machina, el innegable élan vital
que lo acompaña en las travesías, ¿travesuras?, de su inquieto espíritu.
El escritor desentraña sin ambages la misteriosa energía alternativa que
emana del amor de Jacqueline: “MUCHOS se preguntan de dónde sale tanta
fuerza, / desconcertados ante el caudal de mis empresas / y el firme
avance que sin trastabillar presento. / No puedo, aun queriendo, contestar
a todos ellos. / ¿Cómo explicarles que es amor el combustible / de todos
estos vuelos?”. Es
su mujer sonriente, alegre, entusiasta, la que empuja al aventurero de la
poesía, al caballero andante del verso, al inusitado protector de poetas
de diferente origen y diverso verbo, a emprender proyectos personales y
colectivos, amistosos e institucionales, en una Salamanca donde sus
vecinos se quedan atónitos y perplejos ante la aparente ilimitada
capacidad de Pérez Alencart para planificar y ejecutar planes propios y
ajenos en ese arisco y convulso mundo de la creación poética. A ellos -a
los sorprendidos y a veces incrédulos testigos de sus impecables
realizaciones- les reitera el
poeta la invencible y única fuerza motriz que impulsa sus muy variadas
andanzas en los territorios de la emoción poética. Así, un tanto
pudibundo, el poeta expresa: “¿En qué lenguaje decir / que una sonrisa
tuya abre en mí otro frente, / un impulso que de repente invita a caminar
de nuevo? / No, no puedo ir por allí hablando de un sentimiento / que no
se apaga, porque vives / y eres estación donde todo florece amable (…)
/ Allá ellos con su debilidad creciendo si el amor les falta”. Imitando
a Ovidio, el poeta de Sulmona, nuestro escritor, un tanto desilusionado,
decepcionado a veces, no por algún fracaso contundente sino por las
mediocres intrigas, una que otra injusticia menor, en fin, envidias roñosas
que nunca faltan cuando del éxito ajeno se trata, le habla a Jacqueline
-ahora convertida en apropiada Corina- para confesarle que, en esas
ocasiones, cuando el espíritu se abate: “sólo versos a prueba de
amargura puedo ofrecerte / desde este aprendizaje que algunos denominan
poesía (…) Eres mi Corina / y por ti me bato a duelo. / Eres mi Corina
/ y en tu reino cosecho / las parvas alegrías del tiempo”. Amor
comprensivo, tolerante, amistoso, conocedor igualmente de los
estremecimientos de la pasión: “DISFRUTEMOS del borbollón de hechizos
/ y demos consistencia a los placeres cabales”, de las trepidaciones del
sexo, de los temblores de la carne: “poesía es tu cuerpo, la muestra
mayúscula / donde el mundo tiembla si mis dedos tocan piel canela”, del
versátil y dúctil lecho concebido para las delicias y necesidades de lo
humano, para los vaivenes del atrevimiento, para el ir y venir de jadeos
ansiosos y caricias inusitadas que hacen reconocer al poeta que su mujer
es: “la intimidad donde me desplomo para sorber / la ambrosía que hace
de mí un ardoroso centauro. / El amor que hacia ti tengo inventa
pulsaciones / hasta ahora desconocidas”. Pasión convocada por un escritor goloso de las humedades de
su amada que -como demiurgo enamorado-
férvido, ardiente, ordena: “¡Hágase la luz en el espejo azul
de nuestro tálamo! / ¡Apáguese
la luz para admirar la sinuosidad / de las caricias!”. Y la luz
obediente se prende y se apaga, la claridad ilumina el lecho para los
antojos del amor y la oscuridad se hace cómplice luminosa de dos cuerpos
que se entrelazan en los eróticos rituales de las sombras, todo a fin de
hacer posible que Alfredo y Jacqueline, el poeta y su amada, el escritor y
su apoyo afectivo salven esos días apesadumbrados, aciagos, “aferrados
a la melódica / compañía de las aguas y a la solidez que el amor
cimienta”. Feliz
el escritor se solaza, se recrea en el amor, su amada está siempre
disponible aun en las separaciones que imponen la distancia, la mar océano,
un lejano continente, un millardo de kilómetros, otro tiempo y otro
espacio, porque sólo un poeta enamorado puede sin más recurso que su
apasionada imaginación ver en una nube: “el nítido perfil de tu amada,
/ su idéntica sonrisa de gracia, / el azabache de su cabellera. / Porque
bajo este cielo / es posible trazar una ruta directa / que alcance a los
labios del amor”. Desea
el poeta que la mujer seleccionada para compartir su vida, sus sueños y
realizaciones, sea: el pozo de mi única
bengala, la hoguera que colma mis tinieblas, mi princesa,
limpio amor de mis salvaciones, el corolario del encantamiento a que me
sometes, delirio sereno, grata compañía para las tardes felices. El
escritor reconoce que “tierna o solemne incubas fieles temblores para el
mismo centinela contagiado por el roce de tus labios” y que, por encima
de todo: “QUISIERA que tú y tu mañana estuvieran conmigo, / pues mi
mirada se detuvo largo tiempo / ordenando tu sombra. / Invoco esta
costumbre repleta de señales / para inclinar hacia mí / los fulgores que
solamente / tú prodigas”.
Para
el poeta su amada es motivo de gozos y también de eventuales congojas,
porque hay días de esos, tristones, en los que su mujer se apaga, se
distancia, se pone entre paréntesis y el escritor sufre las momentáneas
ausencias, los casuales extrañamientos: “Voy replegándome cuando te
siento lejana / y planeas por encima de los sueños. / Corre, arranca,
pero no escapes”. No
puede tampoco Pérez Alencart regocijarse en aquellos momentos en los que
el amor de sus entrañas habla y deja caer un reproche: “ME dices que tu
amor está como alejándose / y quedo preocupado, pues sólo / verdades
nacen de tus labios. / Anduve, morena mía, dando tumbos, / sin terminar
cosa ninguna / arriba de los
sueños. / Tomaba pulso a tantas formas fugitivas / que descuidé dar
fuelle a la querencia. / Me inculpo, me increpo, pero me empeño / en
volver a subirme a la carreta /
donde no perduran los olvidos”. El
poeta deseoso de reconciliaciones, cansado de lejanías, deshabitado,
solo, despoblado de amor, implora desguarnecido: “Sálvame, / ocupa este
vacío que me agoniza. / Tiembla desde el fondo, / nuevamente con
apasionada ternura, / llegando / velozmente llegando / para completar este corazón
y fundirte entre mis brazos”. Un
verdadero doctorado amoris causa ha
sido para el escritor el estudio del cuerpo y el espíritu de la mujer
amada. Repasa sus contornos, estudia sus facciones, lee sus adentros,
incursiona en sus sentimientos, se adentra en sus credos, ordena su
sombra, escucha sus enseñanzas, se alimenta de su mirada, bebe de su fe,
en fin, se adueña de su canoro nombre para aprisionarlo. Después de
muchas asignaturas vistas, de provechosos monográficos, de tantos créditos
alcanzados, de flamantes tesis y tesinas, de doctorales exposiciones, Pérez
Alencart adquiere feliz conciencia de que ella, su Jacqueline, la mujer
que llegó de Bolivia, “desde
un lejano horizonte”, lo ha hecho, lo hace y lo hará ser más él:
“Princesa: te ovillas en mí /
y me enseñas a ser cada vez más humano, / a no pretender alcanzar ningún
tesoro, / a ser sustancia de hombre, raíz profunda”. Ama
el poeta a la mujer que además de hacerlo hombre, lo hizo padre, aquella
que le conmovió los genes y el linaje, para llenar de orgullo y de
esperanza a quien en su hijo se encuentra reiterado. Con un amor distinto,
nacido de su propia e inalcanzable altura, anclado en la madurez de los
amantes, surto en la voluntad del escritor “para cuidar un amor de
consciente porvenir”, Pérez Alencart celebra esta vez a su mujer, ahora
madre, la glorificada progenitora de su unigénito: “Yo la amo con su
hijo bienquerido: / suficiente bendición que reunió / para demoler
insomnes odios amaestrados, tristes / frutos rebalsantes de insensatas
negaciones”. (…) “Beso ese amor en lo bueno y en lo malo, / porque
intacto se mantiene: / éste es el amorío a la única mujer / que me dio
mi hijo único”. Una
y otra vez el trovador le canta a la amada -“Yo la amo con un amor que
viene del pasado, / con mi alma abarcando su cuerpo infinito, / con mi voz
que vive latiendo en su cintura, / con mi sol de invierno entrando en sus
cabellos...”- reviviendo
las fantasías, las invenciones, las usanzas de un amor cortesano que se
asienta -caballeresco- en las
riberas del Tormes, a la vera del río del inmortal Lazarillo, con la
ciudad dorada de Fray Luis, Salamanca, la otra pasión del escritor, al
frente de sus ojos. Pérez Alencart, el hidalgo andante de Tejares, luego
de su vela de armas, convencido de que el tiempo no es sino pura ilusión
de los mortales, invita a cabalgar a su dama de todos los días, como si
fuera la primera hembra que se aposenta en los flancos de su corcel poético:
“Es momento, Dulcinea, que pongas tu pie en el estribo / y subas a la
grupa del viejo Rocinante. / El tiempo se nos aleja y quisiera atravesar
otros siglos / con tu pecho pegado a mi victoriosa espalda”. Más
actual, más mundano, recobrado el real sentido de su
aquí y de su ahora, lejos de ficciones literarias y eruditas
quimeras, el jinete de Puerto Maldonado desciende de su corcel de fantasías
para, esta vez y para siempre -sin monturas, descabalgado, apeado de
ilusiones y espejismos- dejar inscrito en los verdes árboles de su selva,
en las rosadas piedras de Salamanca, en el dorado cielo salmantino, y en
la inmensa ingrimitud de la provincia castellana su imperecedero canto de
amor por la que siempre nombra y nombrará: “VENGAN
tus besos hasta la alcurnia / de mis llamadas de amor. / Venga el sagrado
perfume / que derrumba mis tristezas / y me alza y me hace partidario / de
arrebatos humedecidos / en tus lloviznas de fuego. / Vengan tus tersas
manos / a recorrer laberintos /
del deseado sudario del éxtasis. / Venga el feliz renacimiento / que
inventamos los dos / para volcarnos con carne, ofrendados / ambos al eje
del amor. / Vengan luces u oscuridades, / veranos, otoños, inviernos
/ sin distinción alguna: siempre / te reconoceré como radiante /
primavera de mi corazón. / Venga la revelación de la deidad, / pues
presto a sentir de nuevo, impelido / a vivir encendido entre tu piel, /
extiendo el soliloquio y te descubro, / y te nombro, mi electa
Jacqueline”. IV. Poetas y amigos: un homenaje Yo
no soy yo, sino la voz de una hueste de poetas que levantan campamento en privilegiada parcela del Cristo de los excluidos.
*** Antes de esculpir las palabras que nuestra lengua humeante
silabea, necesitamos escuchar con fruición el eco que los poetas difuntos fueron dejando sobre la piel de cada siglo para que los aprendices no se llenaran de arena los oídos ni siguieran alejados de la enhorabuena de las revelaciones. EL
corazón de Pérez Alencart es una probada Plaza Mayor de la amistad y de
la poesía. No concibe la vida nuestro escritor sin sus amigos de diverso
signo y sin sus poetas amigos, a pesar de que en algún arranque de
eremita salmantino, de ermitaño amazónico, afirme tajante, categórico,
concluyente, que se siente solo en medio de sus amigos. Nada más alejado
de nuestra verdad, de la opinión de sus camaradas, al menos. Los que
hemos disfrutado de su natural bonhomía, de su experimentada bondad, de
su benigno candor, preferimos recordar una de sus tantas salmantinas
despedidas sin lágrimas ni suspiros, en las que sólo se permite
lloriquear adentro a la emoción recóndita y manuscrita del poeta:
“Amigos. / Quedé sólo serenidad para adivinar / las lágrimas o alegrías
/ del hombre que sube el penúltimo escalón, / tanteando el aire, /
resuelto a olvidar múltiples crucifixiones. / Tiempo de pálpitos
infinitos, / ¡qué despacio te voy sintiendo! / Perímetro de crujientes
luces, / ¡cuán grato el haberte cohabitado! / Ciudad donde el saber se
manifiesta, / ¡nunca podrás desfallecer en mi memoria!”. Amigos
de diferente oficio y procedencia engalanan las dedicatorias de muchos de
sus emocionados poemas: “La
amistad es un imán encantado / donde dos seres se instalan / mientras el
mundo gira / y gira”. En
buena parte de ellos palpitan sus colaboradores de siempre, algunos de sus
hermanos como el poeta prefiere llamarlos para acercarlos no sólo a su
afecto, sino también a su enternecida sangre. Allí se desvelan sus más
íntimos apegos a muchos de aquellos que se hacen uno
con él para que la vida vaya más allá de lo meramente biológico, y
pueda llamarse verdadera existencia humana. A riesgo de quedarnos cortos
en la enumeración, vayan algunos de los nombres que más hemos visto
asomar en las simpatías y cariños del escritor: Alfonso Ortega Carmona,
Carlos Palomeque, Pilar Fernández Labrador, Guillermo Morón, Pío E.
Serrano, el difunto Luis Monzón, Miguel Elías Sánchez, Sebastián
Battaner, Rafael Sastre, Vicente García, Lucinio López, Luis Frayle
Delgado, Felipe Lázaro, Cláudio Aguiar, Miguel Domínguez Berrueta,
Carlos Parra, José Luis Crego, Jesús Fonseca, Emilio Mozo, Tomás Peña,
Ricardo González Vigil, Dionisio Fernández de Gatta, y tantos otros que
escapan a quien esto escribe y que muy probablemente requieran de un
inexistente y enjundioso addendum
del que nos confesamos responsables. Sin
embargo, con esta anuencia justificada en el desconocimiento y la
ignorancia, con esta licencia que modestamente solicita el comentarista de
este extenso y prolijo epítome de la amistad, permítasenos centrar
nuestra atención en determinados afectos entrañables del poeta, a
quienes de manera directa y particular les dedica personales versos,
sentidos e intransferibles poemas, rotulándolos para la eternidad con el
lacre que se estampa desde su corazón de compañero agradecido y
justiciero, porque como bien lo afirma el propio Pérez Alencart: “a uno
le gusta nombrar la gratitud /
que inunda el corazón. Porque / como hombre cabalgo entre sentimientos /
y lanzo telegramas / y vuelvo cada vez más a los recuerdos”.
Si
los amigos le dan alegrías a Pérez Alencart, son los poetas amigos
–los de hoy y los de siempre, los ibéricos (españoles y lusitanos) y
los de otras latitudes, los célebres y no, los frecuentados y los por
conocer, los que conocieron el destierro y los que nunca emigraron, los
antologados y los por antolojiar– aquellos que verdaderamente
entusiasman a nuestro escritor que entre sus poetas habita. Como bien lo
reconoce el escritor: “Lo fraterno va con nuestra humanidad, / con
nuestra sombra, / con nuestro espíritu, / con nuestra lengua franca de
poetas / cuyo canto empieza / donde termina la muerte y principia la vida
/ para sostener al mundo / con toda la energía de nuestras peleonas
voces”, o bien: “Yo moraba aquí, en este joyel fosforescente. Pero
posesión mía eran la estación y los andenes, la voz de los antiguos
maestros o los sueños de la estirpe vagando sin límites, almacenando
bagatelas y presentes en la sentina de un bergantín abarrotado de difusas
divinidades”. Larga,
prolija, minuciosa, es la variada y plural lista de las devociones poéticas
de Pérez Alencart. Dejemos entonces que sea la propia emoción del
escritor el único criterio, la estricta categoría de análisis, que
congregue y organice ese portentoso caudal poético que raudo, vertiginoso
y espontáneo, fluye por los veneros emocionados del escritor. En efecto,
de acuerdo con el peruano-salmantino: “Las palabras dejaron su poso / y
establecieron la prelación / en el habla compareciente de los poetas”.
Como
si bogásemos con Pérez Alencart en el inmenso río amazónico de sus
querencias poéticas, iniciemos este largo y fructífero recorrido, esta
expedición del espíritu, por los desemejantes autores de los versos
meandros, de las palabras afluentes que inspiran y potencian la directa,
la rauda poesía de nuestro escritor:
Pérez
Alencart nos convoca de nuevo a su niñez para ofrecernos sin disimulos la
razón afectiva que, en su madurez, lo conduce a que los poetas de habla portuguesa ocupen también
un lugar privilegiado en la bilingüe emoción del poeta. Rememora el
escritor: “Mi infancia saltó por triple frontera de una misma selva
(…) Mi madurez salta por doble frontera de una misma Iberia (…) Mi
infancia y madurez / crecen sobre dos idiomas: / el castellano y el
portugués”. Así
que nada tiene de extraño que el homenaje poético que Pérez Alencart
efectúa a lo largo y ancho de su vertiginosa obra, incluya una valiosa
selección de poetas lusitanos:
Ejecutadas
las ofrendas, realizados los homenajes, culminados los respetos, develados
los recónditos afectos que el poeta deja ver sin disimulos para reconocer
y gratificar a sus incontables amigos y a sus elegidos poetas, retornemos
con él para reiterar voluntades y propósitos vertidos en esta su
personal e intransferible Inscripción:
“Tal
vez esto también se llame amor: ordenar palabras, darles su voltaje para
sostener la vida en voz alta y en la médula memoriosa del poema. Tal vez
esto de tener el ojo abierto ante la inmensa ceguera de los días ayude a
presentir presencias y ocupaciones de otra realidad poco examinada, más aún
en estos tiempos, cuando avergüenza hablar de las cosas del espíritu.
Tal vez lo único que se redacte sea el estupor del hombre o su vacío,
pero siempre hay más que el metódico trabalenguas dictado por la muerte.
Tal vez el amor independice al hombre de arreos truculentos, nutriéndolo
con la ley fundamental de Cristo, hasta hacerlo depositario del cotidiano
milagro de existir…”. V. Con Cristo, por él y en él Volvimos a nacer el día que Cristo caminó sobre
la intemperie de nuestras almas. Volvimos recontando sus huellas y parábolas desbordantes
de amor y poesía. Volvimos con esa otra luz más pura alumbrando
nuestro interior. Volvimos religados a su Palabra. Pérez
Alencart se hace uno con Jesús, con Cristo, con Jesucristo; la necesidad
de re-ligación con un Ser Superior, justo y bueno, habita también en su
heterogénea y múltiple poesía. Salmos y cánticos, versículos y
alabanzas, loores y aleluyas, devociones y saetas, antífonas y ofrendas
le son ofrendados por el escritor a un Cristo doméstico, familiar, hogareño,
que habitó, primero, a su solaz, en el corazón de la mujer del poeta,
para luego proponerle al escritor cotidianos desafíos, inéditos credos a
su afectivo y gozoso corazón de juglar de un dual y recién estrenado
fervor, divino y mundano, carnal y espiritual: “Yo la amo con su Jesús
de la abnegada entrega, / con su Jesús que también está dentro / de mi
sangre, creciendo en toda mi alegría, / acarreando panales llenos de amor
/ para que la canción del hombre se arrime al milagro / y no falte
dulzura al resto de la esperanza”. Pérez
Alencart exterioriza sus renovados bríos por la
palabra múltiple. De la poesía, imagen hecha letra, de su mujer
destilando maduros y encendidos amores, y del recién bienvenido Cristo de
sus adentros -Dios hecho humano- nos habla abiertamente el escritor para
establecer los certeros y delimitados límites de su triángulo afectivo más
reciente: “Tú
estarás viva en mí, /
poesía
de los dólmenes / y de las generaciones /
que
traerá el futuro. / Viva para convertirme / en raíz o mordedura, /
salto
mortal del rugido / imantado al vientre / desnudo de la esposa. / Viva
estarás en la cruz /
donde
un pródigo Jesús / sigue fijando el amor / que embrujula al hombre. / Tú,
ella y Él estarán / acompañándome
dentro, / allí
donde cosechamos / el fruto de las querencias”. Un Cristo más humano, menos Dios inaccesible y más hombre
solidario, es exaltado y requerido por un poeta que efectúa hondos
reclamos contra un mundo cristiano que dejó de lado al cristianismo: “¡Ah
con las hogueras desgastadas por los fríos opresores! / ¡Ah con las
llaves perdidas por tantas lenguas castigadas! / ¡Ah con el lavado de
cerebro para gravitar en la soberbia! / ¡Ah con la mala costumbre de no
escuchar al desposeído! / ¡Ah con el polvo cegador de las celebraciones
sin origen!”. Al
momento de establecer las bases, de sentar las premisas de su muy personal
y sentido Credo, el escritor aprovecha su palabra para recriminar de
frente y sin reservas a aquellos –cómplices,
mercaderes, fieras en circo, falsas monedas, plañideras en vuelo–
que se olvidaron del fundamento de la Palabra del Señor: “CREO en Jesús,
/ pero no en quienes regentan
/ iglesias de altas cúpulas / mientras compran acciones / o digieren
manjares y dictaduras / con devoción pecaminosa (…) Creo en los
presagios cumplidos / y en las revelaciones que tienen cobijo / en el
asombro alumbrador / del tránsito humano”. Pérez
Alencart hace de Jesús un motivo privilegiado de su más reciente poesía.
Innumerables versos le son dedicados por el poeta al Redentor para
confesar a poema vivo, libre el corazón de culpas y opresiones que:
“somos parábolas aparecidas con músicas y lágrimas / en días ungidos
para ser tránsito hasta nuevas liturgias (…) aquí se demora el amor
por el Cristo del alma, / aquí sigue derramándose su sangre germinal / y
sus hechos que son llaves abriendo la puerta del reino. / Valga su
gravitante ofrenda inalterable / y sírvanos también la suma de sus
bienaventuranzas”. La
conciencia de su mortalidad lleva al poeta a tener más conciencia de la
eternidad. Sabiéndose perecedero el escritor quiere apostar por una
trascendencia luminosa asentada en la palabra y obra de Jesús el
Redentor, de su Cristo del Amor, el Sol de los ciegos. Exaltado de fe, Pérez
Alencart convoca al Señor para efectuar
personales y bienvenidos bautismos y esponsales: “Venga a
nosotros tu palabra / impregnada de amor y profecía. / Venga tu llama de
adentro / y vengan tus manos a tocar nuestra frente / o sumergir nuestras
almas descarriadas / en aguas bautismales (…) Aconteces, Cristo, como dádiva
o reino / que todavía sigue siendo herida, / como sol de los ciegos de
espíritu, / como sentido de continuidad al rojo vivo, / sobreviviente,
siempre sobreviviente bajo la piel / de los hombres que asimilan
tiernamente la Palabra”. Despojado
su corazón de las malquerencias, reconciliado consigo mismo y con su prójimo,
el escritor experimenta una íntima y bienaventurada sensación de
placidez, de concordia, de armonía que su poesía escatológica recoge
con humildad y sabiduría: “La vida está llena de traiciones / y el
cuerpo se quema bajo el carbón azul del raciocinio. / Pero ¿dónde se
cobija la vida y dónde los huesos calcinados? / La única brújula es el
amor enhebrado / al misterio de la amistad, a la comunión del
sentimiento, / a las despiertas pupilas de un linaje que nos consagra / a
buscar certezas en la inolvidable cruz de Cristo”. La
lectura directa y sin intermediarios, personal y meditada, introspectiva,
de la Palabra de Dios, de las Sagradas Escrituras, de los Santos
Evangelios, le otorga nuevos bríos al poeta y nueva savia a su poesía.
Abreva el corazón del escritor en salmos y versículos, canta sin vergüenzas
aleluyas y hosannas, recibe la paz de sus correligionarios, asiste al
templo sin pretensiones y le otorga franca mano al necesitado de alimento
y de justicia. Cristo lo ayuda, en esta compleja etapa de su existencia, a
ser más él. En una nueva y eterna Alianza con el Señor de los desposeídos,
con el Cristo del Amor, el poeta confiesa su perdurable religación, su
unión firme y sincera que puso fin de una vez y para siempre a “las
confusas resonancias, / los insulsos espejismos”. A
objeto de que no quede ningún asomo de duda acerca de la firme e
irrevocable decisión espiritual tomada
para estar y ser con Cristo, Pérez Alencart reitera, en íntima eucaristía,
el compromiso filial asumido con Jesús: “ECUÁNIME
tras maniatar los silbantes ajetreos, / mi espíritu tiene sed y hambre de
hacerse / de la familia del Señor que cambió / la crónica del mundo.
Hacerse hijo del Hijo / en cercanía sin fin, puliendo las oraciones / con
palabras extraídas de su cuerpo, / recogiendo la sangre derramada para
empezar / la transfusión de misterios terrenales / y la voz de la montaña.
Nada más que amor / se necesita junto a una fe macerada en vino / y pan
horneado para estar en comunión / con la creación entera… ¡Escúchame!
/ Se quiebran las horas y apuro las copas, / la escritura y el último
silabeo”. VI.
Los ancestros venerados, un hijo celebrado
El brindis final va dedicado a mis padres,
desviviéndose
en una selva lejana:
a ellos el fervor de las puras gratitudes
a ellos los actos del amor que son perennes.
Ahora, cuando me he convertido en padre,
brindo por ellos para llenarme de raíces,
de
instantes que nunca fueron de hojarasca. Pérez
Alencart habita tanto en el recuerdo de los suyos en la verde selva de sus
asombros como en el soplo de su hijo en la dorada ciudad de sus remozadas
esperanzas. Todos, abuelos, tíos-abuelos, padre, madre, primos, sobrinos,
parientes, y su amado hijo le brindan al escritor una oportunidad para
celebrar el don de una familia numerosa que es objeto de versos
entusiastas, de palabras afectuosas que conviven con algunas indistintas lágrimas
de alborozo y de tristeza -“... unas lágrimas desbarrancan desde ojos /
por penas sacudidos”- según el tono vital del poeta y la intensidad de las
pasiones recogidas. A
los que quedaron en la madre selva de su lejana Amazonía -a sus vivos y a
sus difuntos, a los que
permanecen en carne y hueso o reposan en desollado hueserío- el escritor
les comunica: “Es momento de acusar recibo de incontables donaciones:
Los admiro, los tengo, los preservo de mi vista de pájaro, en mis
palabras construidas ignorando relojes y distancias. Sólo en sus rostros
veo un hermoso mundo de ternura, una adorable costumbre, un viaje de luciérnagas
tejiendo verdes fuegos en el aire. Atiéndanme. Éste es un cauce de
sortilegios hundiéndose en la pupila de la selva”. Muchos
son los parientes convocados al intemporal homenaje que el escritor
preside para celebrar el familiar afecto; un borbollón de memorias bulle
y emerge de la caldera afectiva del poeta -“volteando el rastro,
volviendo / por la huella estoy”- para
que sus vivos y sus muertos vivan y revivan en una poesía que desafía a
ese olvido que llamamos muerte: “La muerte ya no los necesita / pero sí
el viril latido / de quien queda (…) Han madurado lágrimas, / han
tocado campanarios / y han llegado a mis oídos. / El luto terminó hace años
/ pero sigo invocando a los muertos / que me vuelvan siempre. / Mandan sus
sombras en el calor que no baja”. Hasta
su lejana posesión entre luciérnagas
se enrumba el emocionado sentimiento de Pérez Alencart para que sus
versos sean la más genuina expresión de un amor que se nutrió, allende
los mares, de los más radiantes rayos de la bondad. El escritor les pide
a todos y cada uno de sus querencias que “esperen su turno, ya les
buscaré más tarde, que sigan embanderando mis huellas. Nunca olvido a
mis fantasmas comunicantes ni sus prístinas apariciones”. La
poesía es propicia para festejar a la plural parentela de la emoción unánime
del poeta. En afectuosa procesión le llega el turno a cada quien. El
escritor desentraña sus insondables cariños, a cada uno de sus innúmeros
afectos le arriba su esperada tanda, sin prioridades o jerarquías, el
escritor rememora y rinde sentida distinción a:
José
Alfredo llegó despacio para conmover de nuevo a un poeta conmovido. Hecho
padre por Jacqueline, luego del parto de su recién nacido, el escritor
reconoce sin vergüenzas que: “El hombre adquiere sentido de la
resurrección / cuando un pedacito de ternura se hace cuerpo / y la sangre
cumple así la parábola perfecta, / con la raíz de súbito creciendo,
vibrando / en la mirada inocente del pequeño: / es la estirpe fulminando
la noción de lo perdido, / acabando con la cruz de la soledad del
hombre”. Largos
y amorosos versos le dedica el poeta a su
hijo de la reconquista, a su retoño, al unigénito, a su victoria, al
fruto feliz de mis deseos, a la savia de dos continentes, para
intentar transmitirle un tanto de su sabiduría y experiencia de peregrino
hombre de letras. Desde el moisés de la paternidad, el escritor le pide a
su hijo que atienda a los desinteresados consejos que sólo un padre
emocionado puede ofrecer: “Atiende, hijo: / deberás escuchar la melodía
de los astros, / dejar que tu mirada escolte nubes / y abrirte al aguijón
del pensamiento, / absorbiendo lo que el espíritu del hombre / encerró
en el silencio de los libros”. Más
vida reclama Pérez Alencart, más respiros para disfrutar de su nuevo
aliento, más días y noches, más amaneceres y crepúsculos, para verlos
transcurrir con el hijo que vino para otorgarle otro sentido, una
trascendencia, a la existencia del escritor: “Todo menos morir ahora que
te acaricio, / que todo en mí palpita y comprende”. Y se abraza tocando
vida subyugada. Sin melindres, el poeta confiesa que su hijo es la más
contundente “victoria contra el tiempo astuto” y toma una de las más
hondas decisiones de su existencia: “Amar a un hijo se me revela
urgente. / Lo cuidaré para que cumpla su misión”. Es
su hijo la convergencia, síntesis bienvenida, la carne donde se hace
efectivo un mestizaje bienvenido, un cruce de sangres, culturas y
continentes, de verde selva y ciudad dorada: “Te amo, hijo de la
reconquista / y del denso tinte de las geografías del delirio, / de la América
de verdes espacios y mariposas azules. / Te amo, criatura nacida en una
ciudad dorada / que por siempre hechizará tu corazón / bajo el símbolo
de sus piedras”. Plena conciencia tiene el escritor de esa nueva realidad vital
que primero acunó, meció en sus brazos, para luego verla crecer, ir al cole,
preguntar e inquirir, mientras escribe unos inauditos versos que
hablan de genes evidentes o de espirituales transmutaciones. ¿Quién lo
sabe? Asume el poeta el descampado de la paternidad, poco y mucho le queda
por hacer y decir, por lo pronto regresa a la virtud del consejo, a la
honradez de las paternales admoniciones y a la incertidumbre de las
huidizas premoniciones: “Pero te digo que hay más mundos / que se abrirán
ante tus ojos / y que custodiarás fanegas de verdad / en el diamante de
tu lengua. / Lo tuyo será ir con la luz de las resurrecciones, / sobre el
viento memorioso de lejanos / dominios impagables. / Resiste / y vuela
lejos, / hasta donde retumban las palabras”. Pero
dejemos, una vez más, que sea el propio poeta, luego de realizados los
homenajes a los que viven y yacen en su posesión
entre luciérnagas, quien nos diga en qué consiste la Victoria
que implica, en este mundo pasajero, el nacimiento de su hijo José
Alfredo, su asombrada y bienaventurada paternidad: “De
pronto pude ver / lo que hace brillar mi vida. / De pronto sentí cómo
llegaba luz a mis entrañas. / De pronto oí un pájaro misterioso / que
ya no detiene su canto. / De pronto la victoria –en esta tierra–
estaba entre mis manos: / nació el hijo que tiene mi medida”. VII. Peregrino en todas partes
¡Ay del hombre que se queda
sin
hablas y sin patrias! El
destierro, la emigración, el ostracismo, la indiferencia, la soledad, son
temas muy cercanos a un poeta que es doblemente emigrante, tanto por sus
antepasados ibéricos y brasileños acogidos por el Perú natal del
escritor, como por la ya larga estancia salmantina en su querida Iberia:
“Me conmueve pisar un suelo donde no nací / pero cuya pertenencia
reivindico / por la rotunda emigración de los ancestros”, afirma. Sin
embargo, el pedazo último de aquello, llámese patria, pronúnciese país,
deletréese terruño, es el que el poeta lleva en el más oscuro recoveco
de su corazón americano. En efecto, contemplando otro cielo y otra tierra
también queridos y admirados, el escritor confirma paradójico que: “Así
es como el corazón queda sin zona de seguridad, / como el gusto se
resiente por los sabores perdidos, / como las pupilas se extravían ante
paisajes diferentes, / como los pasos van frenándose en toda callejuela /
no recordada por la memoria de tu mundo primero. / La contranoche dejó en
tu cara el rastro de lágrimas / que apenas se adivinan. / Y es que te
sabes pájaro del exilio / porque aún arde tu país en medio del pecho
estremecido”. Recorre
Pérez Alencart los parajes que alguna vez vieron, transitaron,
disfrutaron o sufrieron sus ibéricos antepasados con el fin de rastrear
sus genes, sacudir otra vez su sangre originaria ante la contemplación de
lo ya visto con y por otros ojos en aquellos penosos momentos cuando se
impone dejar atrás un presente de penurias y hambre para construir un
incierto futuro en medio del azar y la aventura. El escritor enjuga dulces
lágrimas en la asturiana tierra del abuelo: “ME digo otra vez / si es
puro latido lo que ahora canto, si / por altas montañas voy cavando /
vetas de mi sangre primitiva, / humedeciéndome / de tristezas y puntuales
marchas, / mamando aires que bailan / en silencio, sintiendo que el corazón
se desvive por raíces / de otra mocedad, de otros / ojos soñolientos que
también vieron hórreos / cubiertos de ocaso”. No
le es pues extraña a nuestro escritor la realidad de la emigración
-“acontece una tierra sin límites / viviéndose en mi fecunda sangre /
que humildemente no desaparece / ni descansa de dar nombre a los sueños”-
que tanto rechazo, desconfianza y repulsión genera en una España
cuyos nacionales tuvieron que emigrar por millones a tierras lejanas y
extrañas en busca de pan y paz. En sus más recientes poemas, Pérez
Alencart alza su verso para llamar la atención acerca de las injusticias
que a cada minuto se cometen en un mundo que abrió gustoso sus fronteras
a los bienes y los servicios extranjeros, pero le pone mil barreras al tránsito,
a la entrada de la gente de allende. Reconoce el poeta: “LAS fronteras
nunca me pertenecieron / y deseché toda rienda de control / con el hastío
propio de quien quiere dar alerta a los extraviados”. Y desafiante,
levanta enérgico su voz para inquirir: “PREGUNTO a los hombres / cuál
es el cántico que borra las fronteras. / Que me expliquen la ley / que
restringe sueños / sin parpadear siquiera”. Se
hace solidario el escritor de los “desesperados trajinantes de nieves, /
selvas, ríos, páramos, cielos y mares” así como de los “caminantes
del desierto” y de los “trepadores de alambradas: cayendo, / levantándose,
resistiendo inclemencias / con el nervio vivo / vibrando por días
propicios”. A todos ellos
les consagra una oración, un cántico, un poema, versos fraternos que
provienen de un hombre que también conoció los apuros
para ganarse el diario sustento y las indolencias de oscuros
funcionarios de inmigración para obtener los ansiados papeles:
“Ahora que tienes las pupilas sin azul / y que todo nuevo día
te parece de ceniza, / déjame decirte con mi lengua roja / que en este
norte también crecen espinas / y que hay perros como los del hortelano /
y usureros, traficantes y mendigos / que están en la vanguardia de la
miseria”.
Firmemente asentado en salmantina tierra, en la ciudad dorada,
el poeta -nostálgico, entristecido, melancólico- evidencia y comunica en
expresiva carta a sus compatriotas peruanos que, a pesar de todos los
logros obtenidos y registrados en la Iberia reconquistada: “Hoy
comprendo que más que patria yo necesité pueblo, / aldea, ciudad formándose,
árboles o pulsos / que sólo habitan esa región de América / donde
junto a ustedes escuché el silabario de la cuna (…) Estimados paisanos:
caben en mi memoria todos los recuerdos / que suavemente sostienen el
paisaje indesteñible / del puerto fluvial que todavía observo / con los
ojos de la infancia. / Pero no esperéis mi vuelta del todo, / porque ya
en ningún lugar me veo…”. Extranjero
en todas partes se reconoce Pérez Alencart. Con los años vividos se
intensifica en el corazón adulto del poeta un insondable sentimiento de
desarraigo, una permanente sensación de estar y no, de ser y de no ser,
un íntimo desencanto; así, en el actual ánimo de nuestro escritor, un
locutorio puede ser también un tanatorio: “En el locutorio la patria es
un lenguaje / que sostiene heroicas intimidades / o el gastado espejo
donde los sueños / quieren ir esquivando lo inevitable”. No
se siente el escritor ciudadano de ninguna patria; su pesar por un no
apetecido destierro, por inmerecidas exclusiones, por indeseados exilios,
por amarguras embotelladas, por impunidades celebradas, en fin, por negras
y reiteradas envidias, lo lleva a escribir verdaderos versos de la
ausencia, contrariados poemas de la impermanencia
donde su alma de peregrino impenitente y resignado queda asentada: “De
tanto estar afuera soy un pródigo / que avanza marcando su destino / en
la rota claridad de todas partes”, o bien, “Confinado a la profecía,
el poeta crece cuando gasta / sus baterías trabajando en otras canteras
ajenas y en comarcas / soñadas, amplificando su palabra a boca llena, /
esperando que cuando vuelva a la tierra de partida / pueda encontrar el
abrazo de los suyos”, o más despedazadamente: “Fuera de tu ciudad
buscas el mundo que otro inventó / para que el cielo pueda sostenerse y
para que sepas / que tú también eres foráneo nada más poner los pies /
fuera del recinto donde creaste morada y heredad”. Este peregrino en
todas partes, plenamente convencido de su irremediable destino, acepta
que, de ahora en adelante, su existencia radica en “aprender a no morir
nunca, a olfatear orfandades inmensas, / a picotear en los instantes
mudables del planeta”. La
soledad del destierro acompaña a la íngrima soledad del poeta en sus
domingos sin patria. La otra, su exclusiva y excluyente soledad, la
soledumbre -esa abominada que llegó súbita y recién se instaló en
la vida de Pérez Alencart “como una amazona testaruda” para socavar
“con largas uñas de cava” su alegre melancolía- es objeto de un insólito
pacto poético que nuestro escritor, hábil también en artilugios y atavíos
jurídicos, notaría en estos folios a este tenor:
“MI
soledad y yo hemos firmado un pacto /
voluntario y definitivo. /
Ella ocupará el sofá y yo la cama; / ella vestirá de negro y yo de
arcoiris; / yo prepararé la comida y ella lavará los platos; / yo andaré
largo por el día y para ella / será la noche entera. / A mí
corresponderán las pasiones / y
para ella el arisco racimo de los hipos. / Para mí la voz pobladora del
espíritu / y para ella el desconcierto de los crepúsculos con niebla. /
Para mí el estatuto del Cristo que sobrepasa / y para ella las soflamas
trastornadas de la serpiente. / Para mí la escritura de zumosos
presentires / y para ella el peso de las ansias, / los vidrios pulidos y
la nave donde se embotellan / las amarguras. // Ruego que todos velen por
su cumplimiento. / Así mi soledad quedará / (derrotada y viva) / en el
mañana de los días”.
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Autor:
Caracas
Autorizado por el autor
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