El presidente estuvo en casa
Cuento de Marta Verandi

Villa de emergencia la de tu abuela... Estos diarios no pueden estar sin sacudirse para el lado del pobrerío. "El primer mandatario se detiene en una villa de emergencia, a la entrada de la ciudad cuyos festejos patronales fueron celebrados en el día de ayer", dice abajo de la foto; y se ve al presidente, rodeado de cejas y caminando para el lado de acá, que es donde debe estar el ranchito nuestro, el del Hilario y mío. Más del Hilario que mío, porque él vino antes que yo a sudar en esta zona. Compró las chapas y aprovechó el maderaje regalado. Pincel por dentro, pincel por fuera. Después mi hermano se metió a vivir con la Florinda, que tenía ya dos hijos; y ahora han llenado el rancho. Yo me agregué después; lo único que hice fue levantar otra pieza, pared por medio. El presidente no anduvo en mi pieza. Entró en la del Hilario, porque es la que está primera, llegando del camino. Era de ver cómo pararon el tráfico unos vigilantes caras de perro. Camiones, autos, bicicletas: toditos en cola, esperando que el presidente se diera el gusto. El presidente bajó de un auto lustroso, lleno de chiches y acollarado por vigilantes caras de perro. Detrás y al lado del presidente, el corbaterío de los figurones y el plumaje de las doñas.

Nadie sabía que el presidente iba a querer desensillar en nuestra casa. El diario dice que eso fue "una decisión espontánea del jefe del Estado"; pero a mí nadie me saca de la piojera que el hombre ha deseado ver de cerca este domicilio. Es que en toda la barriada no hay otro así, pistonudo. Mirándolo desde la ruta, que es de donde vino el presidente, parece un terroncito de cal. Un jazmín. Es lo mejor de| barrio, no hay nada que hacerle; y eso que el alero nos salió demasiado angosto y se nos entra el agua por la ventana del sur. Habría que plantar algún sauce de ese lado. El Hilario es un poco hormiga negra para los árboles y no quiere plantar ninguno, pero éste es un caso de necesidad. Y a mí me tiran los árboles, qué embromar; y me parece que al presídete también, porque llevo escuchado que los domingos recibe a los ministerios en una quinta, donde hay árboles y plantas de rosas y generales a caballo.

La efervescencia lo rodeó; a duras penas pudo avanzar hasta la casa. La pelota se había corrido y toda la villa le formó cinturón. Los vigilantes caras de perro, a fuerza de chifles, le abrieron un surco hacia nosotros: el Hilario, yo, la Florinda y todo el guachaje, quietitos allí, en el barullo alto de los curiosos.

Las veces que lo habremos puteado al presidente. Las veces que habremos dicho que él tenía la culpa de todo; que, de encontrarlo a quemarropa, le gritaríamos cuatro verdades. Que supiera la que pasamos por culpa de la huelga. Y, sin embargo, ahí estaba él, en nuestra propia casa, sonriendo debajo del alero que nos había salido un poco angosto y que por eso mismo se nos llovía la ventilación del sur; ahí estaba, y nosotros sin decir palabra, mudos y serios, con el sol en los golletes.

Yo no voté por este hombre, y el Hilario tampoco. La villa seguro que tampoco. Pero los diarios dicen que va a hacer marchar el país, que es un hombre democrático y polémico, y que tiene un plan quinquenal. De planes, quinquenales yo he oído hablar desde que me llamo Orfilio. Todos los presidentes tienen planes quinquenales; para eso son presidentes. Pero usted nace pobre y se muere pobre. Siempre fue así.

Yo pensaba guitarrearle todo eso al hombre cuando lo vi caminar hacia nosotros, con la sonrisa igual a como sale en los noticiarlos. Pero, qué sé yo. Un presidente es un presidente, al fin y al fin; aunque uno haya ensobrado la papeleta de otro. Además el hombre no parecía imperioso. Más bien campechano. A lo criollo. Se agachó y lo levantó al Emilito. Yo siempre le digo a mi cuñada que los enjabone a estos chicos, porque uno nunca sabe cuándo va a hacer falta. Pero ella resopla que el que quiera agua que vaya y se la busque. Claro, el agua está lejos. Hay que caminar como dos cuadras y traerla a pulmón. Es el único defecto de este rancho. Eso; eso le hubiéramos dicho al presidente: "Háganos poner una bombita, señor presidente", le hubiéramos dicho. Pero, jeta cerrada; y el hombre tampoco es adivino, qué embromar.

Lo levantó al pibe y lo besó en la cabeza. Tal como estaba el Emilito, yo no lo hubiera agarrado. Pero el presidente lo besó nomás en la cabeza después de espantarle las moscas al Emilito. Entonces, todos los cuelludos que venían con él, y que serían ministerios porque se doctoreaban, entraron a aplaudirlo al mandamás. El vecindario se acaloró; y de golpe todos, hasta los vigilantes caras de perro, nos encontramos aplaudiendo y lengüeteando. Sencillísimo el hombre. Criollo.

"Háganos poner una bombita, señor presidente", hubiéramos aprovechado el toletole para decirle. Entonces, el rancho habría quedado una figura. Bien pintadito y con agua propia y un sauce al sur, quién nos pisaba los flecos. Ahí sí que los Rodríguez, y el gringo Tosi reventaban de la ponzoña.

El presidente se acercó después a nosotros y nos fue dando la mano, uno por uno. Primero a la Florinda; después al Hilario, y por último a mí: una mano tan blanca y cuidada, de escribano, con el puño de la camisa color nieve y un gemelo azulino, que me dio una vergüenza bárbara darle la mía. Pero no era momento de ondulaciones,- así que le apreté despacito los dedos, rogando que acabara cuanto antes. Pero el hombre siguió allí, sacudiendo mi mano que jamás, como en aquel minuto, me pareció más de sapo. Sacudía mi mano y hablaba al mismo tiempo, Moviéndome saliva en la camiseta. Dijo algo de la paz social y del hombre argentino; que sería yo, creo, porque todo el mundo me miraba a mí. Los ministerios, a cada frase, movían los cogotes. Lástima que yo me acuerde muy poco del discurso. Primero, y principal, porque los presidentes hablan difícil y uno es un pobre masa; y segundo, porque yo estaba entretenido mirándole la dentadura y rogando que me soltara la mano y gusaneando en cómo se le podría pedir una bomba de agua para el rancho. "Háganos poner una bombita, señor presidente" hubiera sido la forma. Pero justo cuando yo estaba en eso, no va un vigilante cara de perro y abre la puerta del rancho. Para que el presidente lo apreciara por dentro, si quería. "Está en su casa, señor presidente", le compadreó entonces la Florinda, cuando vio que el presidente enfilaba. "Pase, pase, nomás... Va a encontrar todo un poquito deshecho..." Yo que el Hilario la mataba. Mire que abrir la boca para decir semejante barbaridad. Como si un presidente no supiera que, con cuatro chicos, no se puede tener nada en orden. Abrir la boca para decir eso, cuando ahí hubiese sido la ocasión macanuda para pecharle la bomba.

El presidente pasó adentro, miró un poco y salió otra vez al solazo, sonriendo siempre y hablando en voz baja con dos momios, como en consulta médica. "Ahora", me dije yo, "ahora lo atraco y le digo, sin esperar a que me ayude el Hilario: "Háganos poner una bombita, señor presidente".

Pero estaba de Dios y de la Virgen que no iba a ser, porque pareció de golpe como si todos se hubieran enloquecido. El presidente, alzando los brazos hacia nosotros, había dicho, no más, "Ha sido un placer, compatriotas", cuando lo que era esguince palanganudo y preñez y diplomacia empezó a corcovear, como en las cintas mudas. Todo el mundo pasó a moverse ligerito. Los vigilantes caras de perro volvieron a abrirle cancha al presidente, haciéndole guarnición y gritando y soplando pitos a rajacincha, que si espantaran langostas no hubiesen aturdido mejor. El acompañamiento de los figurones y las doñas plumudas le formó corral de palo a pique al mandatario, y todos echaron a andar en un solo paquete hacia el camino, donde otros vigilantes caras de perro conservaban en linde a los camiones. Y, alto en medio del vocerío y los aplausos, iba el presidente, chocándose los diez y sonriendo liso, como en los noticiarios. Democrático el hombre. Polémico.

Yo me había quedado mocho un segundo, enyesado. Pero, después, reanimándome de golpe, me largué detrás del escándalo, perdiendo una alpargata y flameando más que todos en la ocasión que se nos iba. "Háganos poner una bomba, señor presidente... Háganos poner una bombita, señor presidente"; pero ya el auto arrancaba y yo al ladito, pechándolo a la par como una cuadra, hasta que el ruido de las motocicletas y los chifles y los vigilantes caras de perro me ahogaron; y el presidente sólo pudo ver a un hombre en camiseta, yo, rebenqueándole el pelo en los ojos, y abriendo la boca y corriendo y corriendo enronquecido en el sol. Levantó la mano y me dedicó una sonrisa.

Lo que hubiese sido este rancho con bomba propia. Lo mejor del barrio. Otra que villa de emergencia. Villa de emergencia la de tu abuela.

 

Cuento de Marta Verandi

 

Publicado, originalmente, en: revista Setecientosmonos Nº 6 Agosto de 1965

Setecientosmonos se publicó en la ciudad de Rosario entre mayo de 1964 y octubre de 1967

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/setecientosmonos-6/

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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