Cuando alguien tiene más de 20 años de ver y escribir sobre cine, como yo, adquiere razones suficientes para desconfiar de los llamados best-sellers llevados a la pantalla grande. Es un juego veleidoso que no siempre produce los mejores resultados. De aquí mi sorpresa por sentirme bien al valorar positivamente un filme como Los juegos del hambre (2012), dirigido por Gary Ross.
De dicho realizador recuerdo sus buenos filmes Pleasantville (1998) y Seabiscuit (2003). La primera es un viaje mágico de dos adolescentes hermanos a un programa de televisión en blanco y negro. Gracias a esos muchachos, en la ciudad del programa, el color irá apareciendo en la vida de todos. La segunda película es un bien logrado filme sobre carreras ecuestres, con un caballo ceniciento convertido en estrella.
A propósito de Los juegos del hambre, traigo a la memoria una frase que, por lo menos esta vez, no se cumple del todo: “Entre más famoso sea un best-seller, más decepciona verlo en el cine”. Lo cierto es que la película, pese a sus fallas en la coherencia interna del relato y en su veracidad como historia, logra entretener bien.
A mí, que no he leído ningún libro de esta exitosa trilogía escrita por Suzanne Collins, se me queda en el aire el cómo –exactamente– nacen los distritos que luego han de participar en una competencia, por demás muy estúpida: adolescentes escogidos al azar marchan a un torneo, en parejas, para representar a 12 distritos diferentes. En ese torneo, la competencia es a muerte, todos contra todos. Quien sobrevive, gana.
Las razones de todo eso no están claras en la película. Solo interesan los sucesos y nunca la causalidad o estudio de ellos. El filme apuesta al entretenimiento y lo hace bien, con buena descripción de los eventos, con elegante narración y con buen manejo del ritmo y de la intensidad de la trama.
