Juan, Luz y Sombra 
(Novela)
Capítulo I

Eliseo Valverde Monge

En 1967, las comunicaciones en nuestro país, fuera de la Meseta Central, eran deficientes. En algunos lugares medianamente poblados no se contaba siquiera con telégrafo, mucho menos con teléfono, y pensar en una carretera era, algo así, como cosa de otro mundo. Por supuesto, los centros de asistencia médica también escaseaban o se encontraban distantes; para llegar hasta ellos eran necesarias muchas horas de largas jornadas, ya fuera a caballo, en carretera o navegando ríos en medio de la montaña. Cuando había enfermos graves, la única forma posible de salvarles la vida era transportándolos a través de la vía aérea.

Juan Mosquera Palacios, un joven pobre, delgado, de piel morena y muy enfermo, fue llevado una mañana al hospital. A su ingreso, además de su expresión de dolor, notamos en él deshidratación; tenía los ojos hundidos, secos en su órbita. Se encontraba en tan malas condiciones de salud que tuvimos miedo de que el enfermo muriera en el cuarto de admisión. Sin presentar manifestaciones de déficit mental, sus movimientos estaban lentos, con una comunicación verbal muy limitada. Diecisiete años de edad reportados a su ingreso no le coincidían cronológicamente, notándose en él carencia en todo, hasta en lo más elemental, pues ignoraba incluso su nacionalidad.  

-Juan, ¿dónde nació usted?

-¿Yo?

-¡Sí, usted!

-Pues vea, yo nací aquí.  

-Muy bien, Juan, ¿aquí en Costa Rica?

-No, en Upala.

El estado de desorientación fue por muchos días. Interrogarlo se hizo muy difícil. Además, al poco tiempo de tenerlo en admisión perdió energía y se nos desvaneció. Lógicamente, suponíamos la falta de alimentos después de un viaje de tantas horas por tierra y aire. Entonces una persona ahí presente, muy caritativa, aprovechó el momento para ofrecerle una taza de café con azúcar. La bebida caliente no fue suficiente y su condición desmejoró rápidamente. Juan no tenía fuerza ni para hablar; entonces, en este estado crítico, sin completar siquiera su ficha clínica, lo internamos de inmediato. Adjuntamos las órdenes para que le practicaran exámenes de laboratorio y rayos X. Pocas horas después, confirmábamos el diagnóstico correcto de su enfermedad, la cual era producida por bacilos de Koch. Sin estos bacilos, no existe el padecimiento y para confirmarlos plenamente, no bastaba sólo el examen microscópico, sino que había que recurrir también a los medios de cultivo, como el caldo peptonado, que en aquel momento era un recurso importante para el diagnóstico.

Juan fue llevado a un salón en el que había cuatro camas dispuestas para enfermos delicados. Rápidamente intentamos acostarlo, pero se nos desvaneció por segunda vez; por segundos consideramos que se encontraba muerto. Al recobrar la conciencia, miraba todo a su alrededor, desorientado, extrañado por aquel lugar de amplios ventanales con cortinas movidas por el viento y funcionales camas de hospital. Todas estas cosas para él, con diecisiete años, nunca habían sido siquiera imaginadas. Antes de retirarnos a dar atención a otros enfermos, alguien le comunicó:

-Juan, está en su cama, descanse.

Segundos después, logramos escuchar al enfermo con cierta dificultad.  

-¿Mía? ¿Es en realidad mía? -y cerró los ojos.

Pasados treinta minutos, recibió la visita de la supervisora, con quien conversó algunas palabras.

-Yo nunca había tenido una cama en mi vida.

-¿Y cómo descansabas en tu pueblo? ¿Adónde dormías?

Con la voz apagada contestó:

-En un petate tirado al suelo.

-¿Dormías bien?

-No, por las noches hacía mucho frío, especialmente antes de amanecer.

Se refería este paciente al frío de la madrugada, pero nosotros lo entendimos como la injusticia de la vida. ¿Puede ser posible que en pleno siglo XX existieran personas en el mundo sin una cobija para guarecerse de las inclemencias del tiempo? El petate y un saco de manta para cubrirse fueron las únicas pertenencias que este pobre joven poseía.

Durante el vuelo que lo rescató, en un helicóptero norteamericano de la Zona del Canal de Panamá, a un militar le conmovió tanta pobreza. Abrió una mochila en la que traía una camisa de marca y se la obsequió para cuando saliera del hospital. Pasada su gravedad, Juan agradeció toda la vida este gesto tan noble. Eso era una de las cosas que este joven contaba.

Esta realidad de la pobreza extrema hizo meditar a varias personas, entre ellas, los médicos, enfermeras y auxiliares de la unidad, quienes asombrados por la tragedia y crueldad de la enfermedad, se desbordaron en cariño hacia el enfermo que estuvo internado en el hospital más de catorce meses. De hecho, a Juan, por encontrarlo tan delicado, se le asignó la cama más nueva y moderna que teníamos, la cual adoptaba diferentes posiciones, de acuerdo a las necesidades de los enfermos. Con enorme comodidad, esta cama se movilizaba de un lugar a otro pudiéndose transportar por todos los servicios del hospital, con lo cual, no teníamos que estar pasando a Juan de las camas a las camillas. Esta cama había sido donada por un gobierno extranjero que colaboraba con nosotros. Fue una solución importante, pues con ella pudimos mejorar la atención, en especial con aquellos enfermos considerados graves.

Pocos días después, en el hospital nos encontrábamos de pláceme, con un clavel en el ojal, al recibir en el centro médico otra donación similar: otra cama igualmente moderna, donada por la misma nación. Fue así como iniciamos una pequeña unidad de atención para enfermos muy delicados. Esta segunda cama se utilizó muy rápido con otro enfermo  que el día de su ingreso, en la puerta del hospital, presentó una hemoptisis; esto es un sangrado pulmonar que por lo general producía la muerte en minutos a los enfermos con tuberculosis. Desafortunadamente, este paciente falleció al sexto día de estar en el hospital. Lo interesante de estas dos camas es que las mismas fueron por mucho tiempo las únicas especializadas en nuestro centro médico que permitieron dar un servicio más humanitario a los enfermos en extrema gravedad. Así, los pacientes muy delicados ya no tuvieron que acostarse en aquellas camas rígidas con colchones de paja forrados con impermeabilizantes de hule, que en los días calurosos les producían deshidratación, ansiedad y úlceras de decúbito. Curiosamente, en un hospital especializado, donde todos los pacientes eran por lo general delicados, las condiciones para darles una buena atención se encontraban limitadas; no era culpa de ninguna persona, ni del sistema, simplemente, éramos pobres. Además, nuestros enfermos, en términos generales, fueron también de escasos recursos económicos, y no exigían nada. Conocíamos la vida de muchos de ellos, y  habían pasado enormes penurias antes de adquirir la enfermedad, a tal punto que no conocían alguna forma de alimentarse dignamente. Higiénicamente, habitaban en forma desastrosa. Es por ello que distribuirlos en el hospital equitativamente fue una responsabilidad médica incluida en la terapia.

Las mujeres también enfermaban de tuberculosis, siendo esporádicas quienes la padecían en relación con los hombres. A pesar de que el número era mucho menor, algunas mujeres que se complicaron murieron. La explicación de esto era por tener ellas mejores costumbres de vida. Las mujeres, aún cuando se encontraran en la misma pobreza, disponían de mejores hábitos nutritivos e higiénicos. Era muy raro ver a una mujer fumando o abusando del licor. Las mujeres que fumaban podían contarse con los dedos de una mano. Sin embargo, cuando una mujer adquiría la enfermedad, el trastorno familiar se hacía grande por su ausencia del hogar. Generalmente, fueron madres que tuvieron que dejar solos a sus hijos pequeños, también candidatos a contraer la tuberculosis.

La tuberculosis es una enfermedad de la pobreza. El hacinamiento y los malos hábitos, con la vida desordenada que generan los vicios pueden ser muchos de los causantes de la enfermedad, pero en el caso de Juan estábamos seguros de tener dos grandes responsables: la desnutrición y la pobreza. Ellos, irremediablemente, abrieron la puerta al bacilo de Koch para que este invadiera su organismo.

 

Una vez que el paciente dio inicio a su largo internamiento, con reposo en cama, comenzamos el tratamiento médico que era muy especializado. Se usaron fármacos como la Estreptomicina, el P.A.S. (Para-amino-salicílico) y el HAIN (Izoniacida). Otro recurso terapéutico era el neumoperitoneo, que en este caso no se usó. En conjunto, eran las únicas drogas y recursos que en esa época teníamos para tratar la tuberculosis.

Juan comenzó a llamar la atención por la presentación de accesos de tos, día a día más frecuentes. En todo caso, estos síntomas eran una alerta para nosotros. Algunos médicos de gran experiencia pensaban que algo no andaba bien; especulábamos complicaciones, concluyendo que teníamos bajo nuestra responsabilidad terapéutica un caso verdaderamente grave. La tos por accesos, cada vez mayores, se acompañó de esputos teñidos con sangre roja, algunas veces espumosa y fresca. Simultáneamente a esta sintomatología, su respiración se fue haciendo más dificultosa.

Considerando que el caso se nos podía complicar en las próximas horas, convocamos a una Junta Médica de emergencia presidida por el Dr. Lisímaco Leiva Cubillo. Precisamente, nos encontrábamos en ella, cuando apenas transcurridos unos minutos, después de un acceso de tos, el paciente presentó una convulsión. Afortunadamente, un auxiliar de enfermería llamado Pedro lo observó todo y corrió a sacarnos de la misma. Mientras tanto la enfermera de turno se encontraba dándole las primeras atenciones, entre ellas, protegiendo a Juan de que no se produjera una lesión grave en la lengua. Al llegar nosotros hasta su cama, no sólo convulsionaba, sino que los ojos se fijaron verticalmente, prácticamente sin responder a estímulos. En cosa de segundos, preparamos drogas anticonvulsivantes, una de ellas, el pentobarbital sódico, era muy efectivo, pero podía dar paro respiratorio si nos pasábamos de la dosis requerida. En ese momento, desesperadamente se escuchó  un “traigan al padre”, era la voz de la enfermera del piso, la señora María de los ángeles Tencio. De inmediato, devorando los segundos, una auxiliar que pasaba cerca del salón fue por el sacerdote. El padre, quien era el capellán del hospital, no tardó ni dos minutos en llegar. “¡Está agónico!”, afirmó con sólo verlo. Preocupado por la juventud de Juan, su voz entrecortada invocaba a Dios su angustia, mientras aplicaba la unción de los moribundos con un algodón en la frente y manos. De esta forma Juan recibió la bendición que, considerábamos, sería la única que iba a tener este humilde paciente.

Al pasar el terrible episodio de la crisis, llegamos a pensar que él tenía algún poder especial, y en ese instante el equipo médico sólo pensó en reforzar la lucha contra la tisis, ganar la batalla y, claro, mantener vivo y salvo a Juan. Discutíamos diariamente toda clase de recursos contra la enfermedad que llegara a nuestras manos. Hubo también muchas horas de silencio alrededor de su cama; para hacer algo lo pensábamos dos o más veces hasta estar totalmente seguros de lo que íbamos a decidir. No queríamos que la vida de Juan terminara después de haber soportado tantas complicaciones.

Nosotros atendíamos diariamente a los pacientes con esta mortal enfermedad, era una rutina en nuestra práctica, conocíamos las complicaciones, las cuales eran muy variadas, por ejemplo: cardiovasculares, digestivas, renales, etc. Pero en el caso de este joven, cambiaron algunas cosas que por lo general habían sido habituales en otros enfermos, es decir, una vez presentada la remisión de  síntomas en los pacientes, se continuaba así hasta el final, pero en el caso de Juan no sucedía igual, pues la sintomatología remitía a otros problemas y cuando menos lo esperábamos se venía la exacerbación. Era una verdadera angustia; por un lado la juventud y por otro, el deseo de salir adelante, nos contagió de temores casi colectivos a quienes teníamos que ver con Juan.

La desnutrición fue considerada un inconveniente de primer orden, lógicamente retrasando la recuperación, haciendo más tormentoso el tratamiento.

El pronóstico de la tuberculosis es un problema delicado. Para fundarlo era necesario tener todos los datos de exploración en nuestras manos, y estudiarlos serenamente. Es que de las tres grandes divisiones de la medicina práctica: diagnóstico, pronóstico y tratamiento, el pronóstico es en definitiva la más difícil. A estas alturas luchábamos contra todo; sabíamos que la tuberculosis era curable, pero comprendíamos que una complicación sería el caos. La pobreza de mucho enfermo y las necesidades en la familia obligaban  a muchas personas a tirar por la borda los tratamientos que eran de mucha duración: meses y años enteros. Con salida exigida, abandonaban el hospital y poco tiempo después, morían.

Los segundos, horas, y días fueron avanzando, y éste enfermo seguía complicándose. No podíamos comprender cómo una enfermedad podría presentarse con tanta desgracia en la vida de Juan, un muchacho solo, de muy corta edad. Si pudiéramos solucionar el hambre en miles de seres humanos, la tuberculosis y otras patologías graves, no existirían.

El joven se notaba cansado, y no era para menos: las dificultades que le deparó el destino en su pueblo y las peripecias que superó hasta llegar con vida al centro médico, habían hecho mella. Este paciente no tuvo la oportunidad de encontrar medicina preventiva en un pueblo donde lo ganado por trabajar se destinaba para comer y nada más. Juan se alimentaba muy mal esos últimos días antes de ser transportado a San José.

Con la aplicación de oxígeno a Juan, que se encontraba en posición inclinada en la cama, pudimos mantener al paciente tranquilo por tiempo prolongado. Entonces, igual que en la antigüedad, confiábamos en una mejoría, que de presentarse, calificaríamos como milagrosa. El tiempo nos deparó los primeros resultados manifestados, tanto por rayos X como por el laboratorio. Nos dio confianza para continuar el tratamiento con drogas especiales, entre ellas la estreptomicina, un antibiótico excelente que administrábamos con mucha cautela debido a sus efectos secundarios en el octavo par, nervio craneal, produciendo una lesión en la audición, dejando a los enfermos sordos. Cuando teníamos una complicación de este tipo, sabíamos que no éramos culpables, pero nos afligía demasiado. 

Dr. Eliseo Valverde Monge
Juan, Luz y Sombra -  Capítulo I

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