La colonización española y portuguesa en América impuso los idiomas de uso corriente en nuestros días. El proceso colonizador cercano a cuatrocientos años dejó un amplio escenario de mestizaje lingüístico, étnico y cultural, donde el barroquismo es casi un signo de identidad producto del llamado criollismo. De ahí que los poetas y escritores, sobre todo después de las batallas de emancipación, se hayan visto enmarañados en dos mundos contrastados, el de la tradición continuista e imitadora de la península ibérica e inclusive de Europa y el de la ruptura en la búsqueda de un universo propio, singular y autónomo. La historia literaria contemporánea de fines del siglo XIX y hasta pasada la mitad del siglo XX (1970) trata de afirmar en Iberoamérica una personalidad autónoma, una identidad propia matizada por la inventiva como rasgo dominante. En la novela destacan clásicos del genero como Rómulo Gallegos, Eustaquio Rivera, Mariano Azuela, Ciro Alegría, hasta arribar a la poderosa concepción novelística de Miguel Ángel Asturias (El Señor Presidente, Hombres de Maíz) donde el barroquismo iberoamericano se conjuga con el realismo poderoso de las costumbres, mitos y fantasías. Luego vino el “boom” donde el maestro de maestros Alejo Carpentier (lo real-maravilloso) inicia la gran polémica, no generacional de jóvenes y viejos sino de corrientes, estilos y temática: Ernesto Sábato, Julio Cortazar, Juan Carlos Onetti; y por supuesto, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez mediante la consagración del “mágico realismo.”
Sin embargo, donde mejor se observa la ruptura con los moldes ibéricos y europeos es, sin duda, en la poesía expresada en palabras vivas debido a la estrecha vinculación con las ideas, las reflexiones y el pensamiento. Allí es donde nace la necesidad histórica de la transgresión, el quebrantamiento respecto a cualquier modelo. Además, porque la novelística actual, salvo raras excepciones, constituye un producto del mercado, es la hechura comercial de las grandes casas editoras obedientes a la globalización neoliberal que alcanza también, de forma nociva, a los medios de comunicación. De esta mala suerte destaca en la narrativa la temática frívola, divorciada del ámbito social, presentándose los pasajes históricos no como principales sino como aleatorios. A la poesía de hoy le va peor porque tiende a desaparecer como si fuera un género literario pasado de moda. No obstante, en el pasado el lenguaje poético salvó la distancia y tiene todavía la misión de salvar el cuerpo literario iberoamericano, ahora con un retorno y una nueva ruptura. Después de todo la poesía ha sido siempre la llamada a enriquecer el idioma y como señaló en su oportunidad Carpentier, la lengua de un país determina la cultura y la sociedad: “un idioma es... el medio de expresión que ha sido perfeccionado, matizado durante siglos, por el alma de un pueblo. Traduce su carácter, sus recónditas aspiraciones, su idiosincrasia. Se afianza en la historia, en la literatura, en el patrimonio espiritual de una raza o conglomerado humano”. Y, también, agregaríamos, porque la poesía marca el derrotero del ser humano en el transcurrir de su existencia y de no ser así no estamos hablando de poesía, pues si el arte no responde a los signos vitales de la vida en el planeta, si no es una manifestación del movimiento, un efluvio del pensamiento innovador o un camino que conduzca a la acción, simplemente no es arte.
La poesía iberoamericana comienza a distinguirse de la matriz española-portuguesa a partir de 1880. Hay poetas muy distintos de esa época, aunque el común denominador entre todos ellos se ve signado por la animosidad contra la vida social existente y el aire presumido de ser los primeros en cultivar el lenguaje poético. De este irritado conglomerado de tradicionalistas, humanistas, románticos, realistas, parnasianos, salió Rubén Darío con un movimiento inconfundible, el modernismo; y en la historia literaria aparecen formando parte de este primer grupo “modernista” José Martí, Gutiérrez Najera, Julián del Casal y José A. Silva. Darío es el iniciador de la ruptura, es el poeta líder de la revolución artística en la lengua castellana impuesta en Latinoamérica, es el inspirador del verso libre o versos amétricos provenientes de las tendencias francesas que luego se alentarían con vigor desde 1920. Y si bien el poeta nicaragüense destina el esfuerzo fundamental a romper los cánones del lenguaje poético a través de innovaciones y restauraciones, cambios de acentuación, combinaciones métricas, rimas inesperadas, choques de sonido, esquemas libres, asimetría de estrofas, asonancias, consonancias y disonancias en juego pertinaz, no renuncia por completo al esteticismo (Abrojos, Rimas y Canto Épico, Azul); es con Prosas Profanas y Cantos de Vida y Esperanza (libro fundamental) donde Darío se abre a la poesía de tono reflexivo acercándose a la vida misma y su problemática de opulentos y desposeídos. En esta etapa de final de sus años, de regreso a la preocupación social e histórica, lo siguen Amado Nervo, Leopoldo Lugones, Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez. Encuentra así la famosa generación del 98 el campo abonado; el camino a las vanguardias estaba abierto, pues Darío estableció una poesía diferente a la que había encontrado.
En pocos años la irrupción de las vanguardias poéticas iberoamericanas se torna cosmopolita. Fue un fenómeno rápido e impensado. De 1920 en adelante se entremezclaron estilos y tendencias, las innovaciones en el lenguaje poético son propias, características dentro de los marcos referenciales del romanticismo no abandonado del todo, realismo, modernismo, humanismo, indigenismo, simbolismo, surrealismo, ultraísmo, creacionismo. En este torbellino creativo, artístico-literario, surgen poetas de la talla de Gabriela Mistral, César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Octavio paz, Jorge Luis Borges, Nicolás Guillén, Mario Benedetti, Nicanor Parra. Y debido a este acontecimiento emergente, las vanguardias iberoamericanas constituyen un espacio y más que escuelas o istmos definidos por el estilo son nombres de poetas notables, donde el aspecto fundamental como señalara Huidobro, el único que intentó un programa, es pensar, crear, crear, crear, de ninguna manera copiar o imitar. Implícitas en este enfoque yacían: la crítica social, las raíces indígenas, la problemática producto del sistema de dominación en América Latina y los rastros dejados por el coloniaje.
Después de este período de buena poesía latinoamericana son pocos quienes intentan continuar la brecha abierta. La modernidad mal entendida encuentra en la poesía pura el escape ante el compromiso, el escape ante la problemática social, existencial, democrática, política e histórica; no existen más “Poemas Humanos” ni “Residencia en la Tierra” ni “Canto General.” En esa dirección la poesía no sólo se aleja de lo vanguardista sino se pierde en una especie de neocolonización europeizante, de copia e imitación, a los franceses, anglosajones, italianos y peninsulares. La falta de inventiva es fatal y la comodidad trata de instalarse por encima del caos dominante en la época o fin de la historia según Francis Fukuyama. Despolitización y negación de las ideologías hasta querer convertirlas en innecesarias o desaparecerlas. Terminada la “guerra fría” no hay necesidad de enfrentarse sino de asimilarse a la victoria de Occidente, de Estados Unidos, por ende rendirse frente a la alta tecnología, el mercado y la deshumanización. Los poetas actuales, salvo raras excepciones, aceptan de manera pasiva este resultado, ingresando a la dispersión diletante del lenguaje poético transformado en purista, esteticista y vacuo; por consiguiente elitista, lugar donde el espíritu de vanguardia se ha perdido irremediablemente.
En el mercado globalizado la poesía no tiene posibilidades, no ingresa a ese lugar prominente porque posee la categoría de “artículo en desuso” u “obsoleto” siendo la proliferación de poetas sueltos un mal de nuestro tiempo, muy grave porque ellos se han refugiado en la academia, en las universidades o sobreviven en condiciones precarias en trabajos marginales y burocráticos. A esta situación se suma la ausencia de lectores, la falta de interés por una poesía que no llega a los sectores populares, de allí la nula atención o poca receptividad a la expresión oral de los poetas. No obstante, la poesía tiene un espacio, sigue teniendo la misión legítima del pensamiento en el presente, en la instancia de reivindicar su sitial, pues de ninguna manera puede considerarse liquidado el futuro, ni abandonarse la lucha por el cambio social porque esa renuncia significaría cavar la tumba de la literatura. Así las cosas nos encontramos en el umbral de un factible movimiento de retorno, de una confrontación con el pasado fundador de la autonomía iberoamericana del lenguaje poético iniciada con el modernismo de Rubén Darío. La poesía de cenáculo, de círculo de amigos, de poetas ávidos de escucharse a sí mismos, está condenada a desaparecer y con ella sus cultores encerrados en el cuadrilátero hedonista trazado por ellos mismos. Poetas quienes desean vivir reconocidos al margen de la realidad y eso es imposible.
Desde el punto de vista de la globalización la historia presente significa el desmoronamiento de la ideología, significa la negación del pensamiento; de ahí parte la necesidad de volver a buscar temáticas vinculadas a la realidad, a lo existencial del ser humano. Este movimiento de retorno al lenguaje poético representativo de lo nuestro, lo iberoamericano, no debe tener temor a las vanguardias ni rechazar la proyección hacia el futuro. Sin embargo, no se trata de recuperar un cuerpo insepulto ni de buscar herederos en las vertientes del pasado sino de engendrar una nueva criatura no sólo de estilos, ritmos, contenidos, sino de mensaje; se trata, además, de corregir la afectación a la función del género traída, como intento posmoderno, por la prosa poética o la narrativa poética, quehacer propio de las canciones épicas del lenguaje en detrimento de la tradicional poesía lírica. En conclusión, necesitamos retornar a los poetas pensadores como exigían Vallejo, Neruda, Eluard y Valéry. No apostemos por la extinción de la poesía.
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