Con el Conde de Lemos |
Desde Lima |
Salimos de las oficinas de redacción de Mundo Limeño. En el eléctrico a los parques de la Exposición. Vamos a la orilla de verdes alamedas. El Conde sentado a mi lado, me conversa envolviendo su frase en un gris confidente y desvaído. - Ya ve usted -me dice-, hay tantas gentes imbéciles. Yo tengo que huir de tantas... Y sorprendiendo numerosos ojos que absortamente nos observan, agrega, como si fuera a escapar de una mazmorra oscura: - Hoy leeremos algunos capítulos de mi libro sobre Belmonte. Yo, después, persiguiendo todas las líneas de tan raro temperamento, le inquiero sobre su viaje al norte; le digo que esa gira será fecunda; que en especial podría aprovecharla en suscitar, rudimentariamente siquiera, el criterio artístico en esos pueblos por medio de numerosas conferencias. En el paseo Colón, al bajar de nuevo, hay curiosos que nos atisban y cuchichean. El Conde se lleva olímpicamente sus enormes quevedos a sus ojeras, que recientes "cuidados pequeños" subieron de tono. Y luego reanuda la charla: - Vaya usted a ver cómo todo el mundo los admira. ¡Ah! ¡Esto es horrible! Valdelomar al hablar así se refiere a los seudo-literatos; a esos que por su dinero o posición se creen capacitados para hacer un soneto o publicar un libro. Acalorado y derramando piedad para éstos en el desdén dannunciano de una pose trágica, me cuenta sus luchas con los prejuicios, con la obesidad ambiente, con las vacías testas "consagradas". Descubiertas nuestras frentes al aliento de la tarde, el autor de El caballero Carmelo se pone a leer y yo escucho con íntima fruición los primeros trozos del próximo libro que, tomando al Fenómeno como pretexto, será una de las obras más serias y más robustas de Valdelomar. Una explicación originalísima de la ley del ritmo universal, valiéndose de un pasaje pitagórico y una disecación luminosa del mito romántico del Genio sobre la base de la naturaleza orquestónica del ritmo. - ¡Estupendo, Conde! ¡Soberbio! Y él sonríe y yo lo emplazo. -Es necesario que usted dé a los periódicos esto antes de la edición. Y siempre afilando un gesto de tedio en las comisuras de sus labios pálidos, me responde: - ¡Pero si no comprenden!... Una pausa dolorida. Los autos y los coches y las gentes, toda la grosera grita urbana llega a rasguñar el hábito sentimental de un orgullo desolado. Entre el humo de un cigarrillo los boscajes se secan al crepúsculo amarillo; y el día estival se vuelca en el espacio infinito, como una hornada fantasmagórica y sangrienta. - ¡Es necesario, pues, una agrupación -exclama el Conde-, una agrupación de lo mejor del país que, sintetizando las mayores energías nacionales, imponga una nueva y más sana orientación intelectual y que haga luz en la presente inmoralidad artística creada y mantenida por esos malos hombres!... - ¡Oh, la labor de Colónida! -me disparo yo exaltado y admirativo-. Felizmente ella tuvo la virtud de crear con sus tres únicos números, un sistema de valores nuevos, triturando muchas momias y fantoches y mostrando ante el país a los verdaderos, hasta entonces negados y oscuros. Colónida hizo mucho. ¡Debería reaparecer! Seamos abnegados y sobre todo tengamos fe. Hay más de medio campo ganado; esto está en todas las conciencias. Y sabemos ya quiénes somos todos... - ¡Ah, sí! -afirma enfáticamente el Conde-. Tal es mi propósito. Y tal es uno de los motivos de mi gira en toda la República. Formar una especie de Federación intelectual con los mejores elementos de todo el Perú, y publicar una revista órgano de esta nueva fuerza espiritual, que acaso será la misma Colónida... Hemos dejado los jardines y regresamos. El jirón central está en su hora. La noche gana. Las confiterías iluminadas, los lujosos coches particulares, los dandys y las mujeres bonitas en el momento más amable, frívolo y elegante y, sobre todo, más democrático de la vida limeña. Tomamos ya con otro tono. Valdelomar trae una cara más lozana bajo su grueso sombrero de invierno. Al llegar al Palais volvemos a los talleres de Mundo Limeño. Y me advierte el Conde de Lemos con una sonrisa de fina ironía, que acaso es un lamento: - Cuánta gente que no piensa, ¿no? |
César
Vallejo
La Reforma, Trujillo
18 de enero de 1918
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