El hijo de Kermaría

Cuento de Luisa Valenzuela

Las risas de los chicos llegaban hasta el camino principal y tres viejas vestidas de negro que por allí pasaban se persignaron. Eran risas agrias, de hombres agotados, de demonios. Y todas las viejas del caserío, idénticas, enjutas, enlutadas, que no se estremecían ante nada, se estremecían ante las risas chirriantes de los chicos.

Pero ellos no interrumpían sus juegos por una señal de la cruz más o menos:

—Yo soy el médico...

—Yo soy la muerte...

—Yo soy el rico...

—Yo soy la muerte...

—Yo soy la muerte...

—¡Pajarón! Sabes muy bien que no puede haber dos muertes seguidas. Tienes que ser el pobre, o el carnicero, o lo que se te antoje. Pero no, claro, justo se te ocurre ser la muerte cuando no te toca el turno.

—Yo puedo ser siempre la muerte si me gusta —insistió Joseph—. Al fin y al cabo fui yo el que inventó el juego, el que les mostró a todos ustedes la pintura que está en la capilla, fui yo...

No lo dejaron terminar, claro está. Eran chicos muy rápidos en irse a las manos y tenían una idea muy personal de lo que debía ser la justicia. Al grito de "otra que favoritismos” se lanzaron sobre el pobre Joseph obligándolo a huir con toda la velocidad de sus cortas piernas de once años. Como si no hubiera sido él quien había propuesto ese juego imitando a la ronda de gentiles y de muertos que estaba pintada desde hacía setecientos años en la capilla de Kermaría... Su abuelo siempre lo llevaba a verla a la hora de la siesta. En esos días de verano que aplastaban a los granjeros en sus camas. Y en el silencio de la capilla gris el niño le describía al viejo ciego los descascarados contornos de la Danza Macabra: —Hay un esqueleto —le decía— que lleva de la mano a un hombre de capa larga y sombrero negro, muy chato. ..

—El hombre es el abogado —le aclaraba entonces el viejo—, y va de la mano de la muerte. Cada cual tiene su muerte privada, nadie se salva y ella te hace bailar y bailar y no te suelta ni por broma.

Y luego se entusiasmaba:

—Sigue, sigue contándome... —y bailaba sobre el piso de baldosas gastadas de la capilla y chocaba contra las sillas de paja y los reclinatorios.

El viejo sí que sabía imitar bien el fresco y bailar como debelan de bailar ellos, porque él estaba más cerca que nadie de su muerte y debía sentir esa mano de huesos aprisionando la suya. Poi eso Joseph admiraba a su abuelo, aunque éste pasara todo el santo día hamacándose en su mecedora en medio del patio frente al gallinero, cantándose canciones incomprensibles y sin música. Y porque lo admiraba fue a buscarlo cuando necesitó alguien que lo consolara del ataque de los chicos y que aplacara la humillación de la huida, pero el viejo no lo oyó llegar sumido como estaba en sus habituales ensueños:

"Lo deben estar lavando. Oigo el chasquido del agua sobre sus flancos; ella debe estar fresca, tensa, sonrosada, y yo quisiera desvestirme y revolearme sobre las losas frías y lavarme estos malditos ojos con el agua que ha corrido por su cuerpo y que debe estar renovada y bendita...”

—Abuelo — Joseph lo tomó del brazo y lo sacudió—. ¡Abuelo!

La mecedora se detuvo:

—Joseph. ¿eres tú? Ve rápido a ver si la están lavando, quiero saberlo en seguida. Ahora oigo la escoba que corre por sus carnes rosadas...

—Si, la están lavando, no es para menos. Anoche, Constantín, el jorobado, entró por una ventana y se quedó a dormir bajo el tapiz del altar. ¡Hijo de la gran perra! La debe haber llenado de pulgas a la pobre.

—Constantín, el jorobado, Constantín, el jorobado, y a mí ni me dejan acercarme a ella porque esas viejas del demonio ponen el grito en el cielo en cuanto me ven y ni siquiera me dejan tocarla, y todo porque una vez hundí la cara en la pila bautismal y después me refresqué los labios en los labios de la Virgen. En Kermaría, justamente, como si Ella no estuviese allí en su casa y yo con Ella en la casa de todos.

—Esas viejas son todas una brujas, te digo —lo consoló Joseph mientras acariciaba la bolsita de sal gruesa que le colgaba del cuello y lo preservaba de los maleficios. Luego rió íntimamente, recordando aquella vez, tres años atrás, cuando los chicos sacaron los apóstoles policromados del atrio de Kermaría, las gigantescas tallas cándidas de madera, y se instalaron en los nichos: doce niños de caras sucias con los trapos que habían encontrado en sus casas colgándoles de la ropa, inmóviles, esperando ansiosamente la llegada de las viejas que habrían de acudir a la primera misa del alba...

—Son una brujas, claro — retomó el abuelo—. Si no lo sabré yo, que bien las podía ver de chico. Son siempre las mismas, esmirriadas y negras, nunca cambian, ni mueren. Son ellas las que hicieron conjuros para que me quedara ciego, porque yo era el único hombre que iba a la capilla para verlas arrodilladas, rezando las oraciones al revés frente a la imagen de la Virgen con el Niño, ese Niño que no quiere saber nada del gran pecho redondo que le ofrece la Virgen María y que pone cara de asco. Y ellas allí, rezando para que toda la noche en todos los pechos de madre se vuelva agria, para que todos los hijos se conviertan en lechuzas, o en lobisones, de noche.

El viejo calló.

—Son unas brujas —insistió Joseph, para incitarlo a seguir hablando. No quería escuchar el silencio porque acababa de ver a su madre atravesando subrepticiamente la tranquera del lomlo v temía oir sus pasos alejándose hacia un destino que debía ser terrible y misterioso. Sin embargo ella no era como las otras, era joven y hermosa todavía y sólo se vistió de largo y de negro varios años atrás cuando murió su marido, y nunca usaba la cofia blanca.

—Todas unas brujas, eso es, y me hicieron quedar ciego. Pero lo que no saben es que ahora puedo pasar la lengua por las ásperas paredes de Kermaría y sentirla más que nunca dentro de mí aunque las piedras me arranquen el pellejo.

Joseph, sentado sobre el piso de tierra apisonada del patio se i lavaba las uñas en las manos preguntándose dónde habría ido su madre, pero nada lo retenía tanto en su lugar como las palabras del viejo, y prefirió quedarse y hacer acopio de recuerdos cálidos para las frías noches en el internado, cuando su imaginación lo traería de vuelta a Kermaría a pasar la lengua por sus rugosas paredes, o a revolcarse en su piso, o a beber toda el agua bendita para purificarse. Sin embargo cuando llegaban las vacaciones la lengua se le destrozaba al correr, por el granito, el piso resultaba demasiado duro, el agua bendita tenía gusto a vieja; y eso cuando tenía suerte y el padre Médaed no lo veía y lo echaba de allí a escobazos.

—Faltan pocos días para la peregrinación... —comentó el abuelo, interrumpiendo los pensamientos del chico.

La peregrinación marcaba el apogeo anual de la capilla de Kermaría en Ifkuit, olvidada en medio de la maleza bretona, lejos del mar, lejos del aire, tan solo aferrada a la tierra con sus pobres i asas aisladas, hechas de adobe y buen techo de paja ennegrecida. Pero el grupo de chicas salvajes que vivía pendiente de ella no podía compartir la alegría y se sentía desposeído por esa gente que llegaba desde los más lejanos confines de la Bretaña para pedir, en la humilde capilla, la salud y la fortaleza física que no podían brindarle ninguna de las otras catedrales de afiladas agujas... Por eso los chicos se preparaban con muchos días de anticipación para estar bien presentes y poder defender el honor del pueblo con alguna de sus fechorías, ya que sus madres, las mujeres de los labradores, se mantenían aparte y no entraban en Kermaría cuando llegaban las otras, las mujeres de los pescadores que se balanceaban como las olas y que parecían acunar un hijo, constantemente. Es que junto con las mujeres de la costa llegaba el recuerdo de un mito lejano, la antigüedad de una raza que vivió a merced de las corrientes, y las mujeres de Kermaría aspiraban hondo para llenar sus pulmones con el olor salobre que las otras traían del borde del mar. Pero los chicos eran insensibles al olor a sal y lo único que ansiaban era estar lo más cerca posible del padre Médaed durante la misa para marearse con el olor a incienso que sólo se derrochaba en los días de peregrinaje.

Sólo Joseph, quizá, sabía algo del mar y del misterio de la espuma. Por las noches de este último verano su madre, más callada que nunca, le enseñaba a tejer después de las comidas, sentados frente a la mesa familiar. A la cabecera, el viejo canturreaba y se entretenía con su vaso de aguardiente. En general molestaba poco antes de que lo llevaran a acostar.

—Tejan, no más, hijos míos. Tejan calcetines para mis pies que deben estar abrigaditos en invierno —decía, a veces. O si no—: La bufanda, larga, la quiero, larga. Nada de escatimar la lana, que este invierno va a ser muy crudo y el pobre viejo necesita calor...

Madre e hijo trabajaban en silencio, sin escuchar las palabras del abuelo, sin preocuparse por contestarle. Todo era paz en esos momentos hasta que una noche el viejo decidió estirar la mano para tocar la lana suave pero se encontró con que sus dedos penetraban en el tejido y sintió que por esa trama abierta se colaba todo el frío del mundo, porque su nuera y su nieto estaban tejiendo redes.

Tejiendo redes Joseph se distraía. Además tenía a su madre cerca y eso le hacía olvidar que algunos días ella desaparecía a la hora de la siesta para volver hacia el atardecer. Los preparativos para la peregrinación también lo entretenían. La capilla de Kermaría cobraba poco a poco un halo brillante de limpieza y el cielo largaba sin descanso una llovizna suave que le lavaba los flancos. Los chicos endiosaban al abuelo en esos momentos porque sentían que la capilla se les estaba escapando y que sólo él podía devolvérsela intacta. Entonces venían por las tardes de lluvia, todos embarrados, a sentarse sobre el piso húmedo del cobertizo para escucharlo hablar, como si fuera un profeta, de esa Kermaria que para ellos estaba viva y con alma.

El padre Médard pasaba y repasaba frente al cobertizo y no perdía oportunidad para amonestar a los chicos:

—Hijos míos, volved a vuestras casas. El ojo de Nuestro Señor está fijo en vosotros y sabe lo que tramaís. ..

Era él quien sabía lo que le esperaba cuando los chicos de su parroquia se juntaban con el viejo, y no estaba tranquilo. Pero los chicos se limitaban a reír con sus risas agrias y hablaban en voz baja, desacostumbrada en ellos.

Hasta que el día de la peregrinación llegó por fin. Minutos antes de la misa vespertina el hijo del herrero trajo un frasco lleno de mojarritas vivas y lo colocó en la pila de agua bendita. Los demás chicos entraron en la capilla con expresiones hoscas y se quedaron en los bancos de atrás, mirando de reojo y con furia, esperando la llegada de los primeros peregrinos.

Junto con un grupo de desconocidas entró la madre de Joseph. No puso los dedos al descuido dentro de la pila sino que vio los peces, pero su rostro no reflejó asombro alguno. En cambio tomó una mojarrita entre sus manos y con esa mirada triste que se había posado en sus ojos en los últimos años salió en puntas de pie, tratando de no hacerse notar. Joseph la vio, sin embargo, y se escabulló tras ella sin esperar la diversión que le brindarían las viejas al llegar y poner distraídamente los dedos dentro de la pila de agua bendita repleta de pequeñas formas escurridizas.

Quiso salir corriendo pero en el umbral del atrio un sol repentino le hirió las pupilas y, acostumbrado como estaba a la penumbra de la capilla y a la persistente llovizna gris de su región, tuvo que detenerse cegado. Cuando volvió a abrir los ojos una forma blanca desaparecía tras las matas espinosas del otro lado del camino principal, frente a Kermaría.

Joseph pasó casi una hora dentro del monte enmarañado, buscándo a su madre. Los matorrales se estiraban hacia él como dedos y le arañaban las piernas y le desganaban la ropa. Cada árbol, cada mata, cada planta rastrera tenía sus espinas diferentes, largas o cortas, blancas, negras o naranja, y él las podía ver en detalle y al mismo tiempo no las veía, turbado como estaba por la desesperación de buscar a su madre. "Tengo que encontrarla” se decía. Y después "Ojalá no la encuentre nunca..." por no ver confirmados sus temores. No sabía exactamente por qué tenia miedo, él que había atravesado mil veces el circulo de demonios que rodeaba a la capilla. Sin embargo ahora estaba en juego algo mucho más vital para él, algo que formaba parte de su carne y de su sangre, y si su madre había querido buscarse un nuevo marido (de eso al menos estaba seguro) lo había traicionado vilmente al no elegir a uno de los apóstoles del atrio o a una de las figuras del fresco que eran sus verdaderos amigos.

—Para amar hay que ser maduro y sabio y lleno de piedad. ..— le había dicho su madre una vez.

—Cuando yo ame —le había contestado él— mis hijos tendrán la cara del Niño de cera que está frente al altar.

Su madre, seguramente, no pudo darse cuenta en aquel momento de que ella debía mantenerse a la altura de tanta grandeza. Y por no haberse dado cuenta Joseph le guardaba un amargo rencor mientras la buscaba por el monte.

La sangre de sus raspones ya le corría por la cara y por los brazos y en las piernas ya sentía el fuego de todas las ortigas cuando por fin la encontró. La adivinó, más bien, por el resplandor blanco de su vestido en el fondo de la hondonada. Se acercó un poco, con toda cautela, para asegurarse de que estaba sola, y pudo ver la mojarrita que ella aún conservaba en la palma de la mano abierta y que ya no latía.

Joseph se sentó en lo alto de la colina, oculto entre los matorrales, dispuesto a esperar. Sabía que algo iba a suceder, su madre nunca hacía nada porque sí, sin razón. En ese momento, a lo lejos, la campana de Kermaría rompió el silencio para señalar el final de la misa vespertina.

La espera se dilataba aún y a Joseph empezó a invadirlo una inmensa emoción. Quizá, después de todo, su madre no lo había traicionado. Quizá el hombre al que esperaba pertenecía en realidad a la capilla y era nada menos que el padre Médard... Pero en seguida supo que no debía hacerse ninguna ilusión: por un sendero abierto entre los espinillos el que apareció, muy grande, muy alto, muy rubio, era un desconocido. Sin embargo, Joseph reconoció en su manera de andar al único pescador que se adentraba en la tierra, el que todos los viernes venía a vender pescado en la parroquia de Kermaría.

Desde donde estaba Joseph sólo podía ver la espalda de su madre, pero por la manera que vibraban sus hombros y su alto rodete adivinó en sus ojos esa mirada tan suya, honda y triste, fija en el hombre que se iba acercando.

Cuando el pescador llegó hasta donde estaba la mujer la tomó por los hombros con sus manos amplias muy abiertas y ella empezó a incorporarse, lentamente. Joseph no quiso esperar el encuentro de esos labios ávidos y llamó:

—¡Mamá!

Y después del grito deseó revolcarse sobre las espinas, y sobre todo que le pegaran, bien fuerte, para que ese dolor que sentía tan adentro se le saliera afuera, confundido con el sano y conocido dolor de la carne. Pero los golpes no llegaron, y cuando por fin levantó la vista encontró a su madre sola frente a él, con los brazos colgándole al costado del cuerpo como vaciados.

Volvieron a la chacra juntos, en silencio, y allí se quedaron encellados durante varios días, madre e hijo, y ella sólo hablaba para preguntarle:

—¿Qué sabes tú del mar? —y a veces lo sacudía hasta hacerlo llorar. Joseph a penas atinaba a lamerse las lágrimas repitiéndose que esa era la única agua salada que existía en el mundo.

Mientras tanto el abuelo vagaba por el camino principal bajo la lluvia, y en cuanto oía pasos se acercaba al caminante y le pedía algo de comer, porque a él lo habían dejado abandonado. Y aunque los vecinos se apiadaran de él no podían olvidar las afrentas hechas a Kermaría y le lanzaban pullas y lo insultaban:

—¿Por qué no vas a la capilla a comerte los cirios y a indigestare con hostias? ¡Degenerado!

—Más de una vez te tomaste el vino de la misa.. . ¿Por qué no vuelves a hacerlo en lugar de mendigar el que está sobre nuestras mesas?

Y  el abuelo rogaba, como una letanía:

—Piedad para un pobre ciego...

—No ¡No es piedad lo que necesitas, son palos!

Sin embargo lo dejaron dormir sobre la paja fresca de sus graneros y le pintaron de blanco el bastón, y fue huésped de muchas mesas mientras su nuera se mantuvo encerrada sin querer ver a nadie.

—¿Qué sabes del mar? —gritaba ella por las noches para no llamar al hombre y Joseph con los ojos desmesuradamente abiertos trataba de verla en la oscuridad mientras mordisqueaba un pedazo de pan seco, rancio casi, que había logrado esconder en su bolsillo.

Una mañana, por fin, amaneció con sol. Era aquel mismo sol de la tarde de peregrinaje que había desaparecido hasta ese momento oculto tras la capa gris de la llovizna. Entonces la madre hizo un paquete con los últimos embutidos que quedaban en la alacena y obligó a Joseph a vestirse rápidamente para salir.

Llegaron a Ploumanach con las últimas luces del atardecer, no porque el camino fuera largo sino porque les había resultado difícil encontrar quien los llevara.

—¡Este es el puerto, no puede ser, no puede ser! —exclamó la madre de Joseph mordiéndose la palma de la mano y mirando desolada ese puerto seco, abandonado por la marea, donde las barcas panzonas de los pescadores yacían recostadas sobre la arena dorada.

—No puede ser —coreó Joseph, pero íntimamente se alegraba—: No puede ser pero es. .. Y ya sus labios estaban por esbozar una tímida sonrisa de triunfo, la primera desde hacía muchos días, cuando a lo lejos vio acercarse a un hombre y reconoció al pescador de su madre y notó que él también los había reconocido y se dirigía hacia ellos. Entonces se soltó bruscamente de la mano que lo tenía sujeto y echó a correr hacia el otro extremo del camino.

—¡Joseph. Joseph. vuelve, no te vayas! —gritó la madre.

Y luego:

—Ay, Pierre, ay, haz que me vuelva el chico. Que no se me vaya...

Empezaron a correr tras Joseph. La madre jadeaba y sin embargo no podía dejar de gritar:

—Quería volverte a encontrar, Pierre, pero no para perderlo a el. Vine a buscarte, te lo juro; alcánzalo, por Dios, alcánzalo.

El pelo le caía a Joseph sobre los ojos mientras corría, pero era la desesperación la que le impedía ver claro. Quería huir de ese hombre desconocido y al mismo tiempo no quería alejarse de su madre. Pero ella estaba en el bando de ese hombre y no le quedaba más remedio que correr, con todas sus fuerzas. Por momentos creía tener las voces de ellos casi encima y se asustaba, mis aún porque le parecía que el sonido de su nombre cuando lo llamaban se hada cada vez más lejano y ya no podría recuperarlo más.

Por fin divisó el portón del recinto de una iglesia y decidió entrar. Pisó terreno amigo cuando tuvo bajo sus plantas las piedras del camposanto y pudo detenerse para aspirar, hondamente, y luego largar un prolongado suspiro que tuvo su eco en el campanario. Pudo también comprobar, al detenerse, que la noche acababa de caer y que las últimas luces violetas se esfumaban tras la cruz de granito del calvario. A pesar de la penumbra creciente también llegó a distinguir el osario con sus finas columnas. Sin lugar a dudas ese era el mejor refugio, allí donde nadie pensaría en ir a buscarlo. Como tenía apenas once años se pudo escurrir por entre la angosta separación que dejaban las columnas y sentarse sobre la enorme pila de huesos humanos, grises y careados, desenterrados a lo largo del tiempo para dar lugar en el pequeño cementerio a los huesos nuevos, a la carne muerta, a los gusanos.

Y como tenía apenas once años, todo el terror que por allí flotaba se adueñó poco a poco de él y el frío le clavó sus filos y habría aullado como los perros si no hubiera temido que lo confundieran ton un alma en pena.

Para defenderse lo único que podía hacer era cerrar los ojos, con los párpados muy apretados, para no ver fantasmas ni luces malas. Podía también taparse los oídos con los brazos para no escuchar los quejidos de los muertos... Pero se hacía trampa a sí mismo y a veces aflojaba la fuerza de sus brazos para tratar de oír si aún lo llamaban a lo lejos y otras veces espiaba por entre los párpados para tratar de descubrir alguna silueta humana.

Pero cuando salió la luna sólo vio las cuencas vacías de las calaveras fijas en él y mucho más allá de las columnas la cruz del calvario y el perfil negro de la iglesia.

Para ese entonces el miedo ya se había hecho carne en él, ya  así no le molestaba. Tenia sueño, eso sí, mucho sueño. Agotamiento por el largo viaje, y la huida, y la tensión... Pensó que después de todo no estaba tan mal que su madre se fuera con un hombre que estaba bien vivo y que no pertenecía a ese maldito mundo de los muertos. Pensó, mientras le caía la cabeza sobre la pila de huesos terrosos, que el cariño que él necesitaba no era su madre quien podía dárselo sino esa otra mujer que había en su pueblo, tan vasta, tan cálida, tan generosa en el altar de la capilla de Kermaría.

 

Cuento de Luisa Valenzuela
 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 45-46-47 septiembre-octubre-noviembre-diciembre de 1963-enero-febrero de 1964

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-45-46-47/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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