“8 y 1/2”
Film de Federico Fellini

Crónica cinematográfica de Hernán Valdés

La libertad estética, la singularidad y audacia de la expresión y contenido de las obras literarias y artísticas a que estamos ya acostumbrados desde fines del siglo pasado y especialmente desde la segunda década del presente, vistas en el cine nos parecen sorprendentes e insólitas y nos inclinan a una simpatía mucho mayor. Si 8 1/2 hubiera sido una novela o una pieza teatral no nos habría sorprendido, al menos no más que un Cendrars, un Giono, un Beckett, un Ionesco. Pero el éxito de una novela o de una pieza de teatro se mide por miles de lectores o de espectadores y el de una película por cientos de miles. Una novela o un drama se dirigen a un público formado, un film es un espectáculo social, se dirige a un público culturalmente desprevenido. Claro, se nos dirá, se trataba de un film de Fellini. Pero, diremos nosotros, casi no existe un director de cine por cuyo solo prestigio un productor se arriesgue a una aventura. Celebremos entonces para empezar a 8 1/2 como un éxito de audacia empresaria.

Veamos ahora cuál es el asunto de esta octava y media obra de Fellini y cuál la manera de comunicárnoslo.

Aquejado de una postración nerviosa, un director de cine de la misma edad de Fellini, sueña hallarse dentro de un automóvil, aprisionado entre otros cientos de vehículos, durante uno de esos comunes embotellamientos de las grandes ciudades. Un escape de óxido de carbono del motor lo obliga a querer escapar. Pero ni puertas ni ventanas tienen espacio para poder abrirse y los pasajeros de los otros vehículos le miran intoxicarse y debatirse con la misma distraída curiosidad que se concede a un insecto. Aun cuando esta secuencia es sumamente breve, ha sido compuesta de una forma extremadamente prolija. Pocos han advertido la minuciosidad de Fellini al poner en un tercer plano un bus de turistas dispuestos en su interior en la misma forma que los corderos a la vuelta del matadero. La luz del fondo, donde los vehículos se alinean sin fin (¿es un telón pintado?), nos invita desde este comienzo a entrar en un mundo donde lo real y lo imaginario tendrán igual valor e importancia, donde lo íntimo y lo exterior recibirán la misma cantidad de luz. En ese mundo la iluminación será cruelmente develadora, demascadora y, para dar a lo sombrío el mismo valor de lo luminoso, se acercará a los límites de la sobreexposición del film.

Lleno el vehículo de gas, muerto quizás el protagonista, su espíritu se eleva hacia las nubes, por fin hacia la libertad, pero justamente entonces alguien (¿quizás el crítico-esteta, la conciencia que acompañará al héroe durante todo el desarrollo?), le alcanza con un lazo y lo trae de vuelta a la tierra. Despierto en un lecho rodeado de médicos escucha prescribírsele un tratamiento termal. Luego le vemos entrar en una sala de baño inundada de luz, la luz de una mesa de operaciones, donde con disgusto, frente a un espejo riguroso, se encuentra consigo mismo. Esto es también una antesala, una de las tantas antesalas del infierno. Justamente Georges Sadoul ha querido ver en todo el comienzo de 8 1/2 una especie de Divina Comedia contemporánea. Este gran lavabo sería una suerte de Aquerón que precede a la entrada del Infierno, más semejante a los Campos Eliseos que al de Dante, y en el cual el héroe, al igual que Virgilio, se hace acompañar de un crítico. Pero aquí cesaría toda analogía.

¿A quiénes vemos en seguida en esas fuentes termales construidas por la nobleza europea del siglo XIX, sino a todos aquellos que han renunciado o han sido obligados a renunciar a sus compromisos y relaciones con la vida contemporánea? Es curioso observar, para comprender el desarrollo del film, que el protagonista se encuentra, desde ahora, rodeado de snobs, de “marginados”; no hay una sola voz viva entre todos sus amigos. Los inválidos y las ancianas que escuchan a Wagner y que luego, en la tarde, bailan con las melodías de los viejos café-conciertos, padecen en cierta forma del mismo mal, de una “crisis de inspiración”. En el fondo se trata de una crisis ideológica o, mejor de una estagnación ideológica que no permite a ninguno de los protagonistas explicarse a sí mismo en un mundo cuyos hechos los han sobrepasado. Junto a nuestro convaleciente, se hallan en ese suntuoso palacio todo el equipo y protagonistas del film que debe hacerse. Pero, ¿de qué film se trata? Artistas y técnicos lo ignoran. Pronto ha de verse que lo que al comienzo parecía un secreto del director, no es otra cosa que irresolución e incapacidad. Existe solamente una hoja de block manuscrita. Es justamente el caso de un autor que debe encontrar todos los nexos de su vida que hagan a ésta coherente en una obra. Por lo tanto, no caben trampas intelectuales que la embellezcan. Debe revisarse todo, desde un comienzo. Al productor sólo le importa que el film se haga, y pronto. El autor quiere aclarar sus ideas. ¿Cómo conciliar ambas cosas sin hacer trampas a las responsabilidades económicas, por una parte, y a las intelectuales, por otra? ¿Cómo decir la verdad en el transcurso de la creación? ¿Cómo decir algo, cómo llegar a tener algo que decir? Sería ingenuo no relacionar toda esta historia con la propia vida del director, Fellini. Uno de los directores de cine de mayor talento de la segunda mitad del siglo, uno de los mejor reconocidos, que al llegar a su madurez constata que tiene muchas cosas que mostrar, pero nada que decir sobre ellas. Tal vez el problema es falso. Tal vez la expresión no requiera un pronunciamiento, pues toda experiencia lleva una intención implícita, un sentido que la determina, a veces más allá de los cálculos del propio autor. Fellini busca, al parecer, una seguridad ideológica, un sitio elevado desde el cual pueda explicarse a sí mismo y lo que le circunda con cierta perspectiva temporal. Si Fellini ha buscado como el protagonista de su film, no nos cabe duda, ni a él ni a nosotros, que ha buscado mal.

En alguna parte del film, Guido confiesa que “no tiene nada que decir, pero que lo dirá de todos modos”. Es un avance. Pero a la vez no quiere “mentir, hacer un film más”. Como todo hombre atormentado intelectual y moraímente, Guido se consuela y distrae en una vida erótica intensa, desordenada, contradictoria, que no consigue sino postergar sus problemas.

Su memoria salta de uno a otro hecho de su vida, hacia atrás, hacia adelante, como buscando puntos de apoyo que confirmen su personalidad, su insatisfacción, que le expliquen la forma de vida que ha elegido y definan la que en adelante debe hacer. Ya dijimos, lo imaginario y lo real, lo recordado y lo que se está viviendo tienen en esta película un mismo tratamiento, todo esto sucede y se capta al mismo tiempo, como en nuestro cerebro.

Y es aquí donde el público comienza a desorientarse. El cine, para explicar a un videario numeroso una determinada trama en un determinado tiempo, llegó a crear un lenguaje de signos ópticos convencionales, de "actitudes” y situaciones cinematográficas que explicaran, en forma muy simple e inequívoca, diversos actos típicos, tales como el imaginar, el recordar, el pasar del tiempo, etc. En el cine primitivo, para significar el acto de imaginar o de recordar algo, se efectuaba una sobreimpresión del objeto que se recordaba o imaginaba, envuelto en una aureola o nube, en los mismos cuadros donde aparecía el sujeto. Para significar el paso del tiempo se hacía un ciose up de un calendario deshojándose o se mostraba no importa qué fenómeno natural en proceso de transformación. Más tarde el fundido encadenado —dos imágenes, la que termina y la que se inicia superpuestas en el mismo cuadro—, solucionó invariablemente aquellos incómodos trucos. De cualquiera manera, las cosas pasaban en el cine en una forma característica, en una forma “muy” ordenada y coordenada, a la cual el espectador estaba acostumbrado desde su infancia. No era, por cierto, la forma en que suceden las cosas en la vida real. Si filmáramos a quien quiérase en la vida real, durante una hora, y si grabáramos lo que ese sujeto dice durante ese tiempo (sin que lo advirtiera, por supuesto), el resultado sería caótico. Veríamos que ese sujeto haría, en su mayor parte, cosas sin sentido, sin conexión, que se movería con absoluto desorden, que diría cosas incoherentes, que pasaría de un tema a otro sin explicárnoslo, que tendría vacíos, fugas de ideas, en suma, que su sintaxis no sería siquiera la de un borrador.

Fellini no ha llegado al extremo de mostrarnos a su personaje con esta latitud de la vida real. Pero ha querido aproximarse cuanto es posible en un film de duración determinada al desorden con que transcurren las cosas en ella. Por eso el público, educado en un lenguaje cinematográfico convencional, se desorienta e impacienta cuando Fellini pasa de una cosa a otra, sin crear o utilizar para ello ningún pretexto. Este es uno de los méritos más grandes del film, mérito ya antes consignado a Alain Resnais. Porque, sin duda, cuando un personaje va a recordar o imaginar algo, no es necesario que adopte una actitud adecuada enunciatoria de ese acto. Fellini ha eliminado todas esas transiciones inútiles de la retórica cinematográfica.

La vida imaginaria y la vida real están tan entrelazadas, que el autor no ha hecho ningún cambio decorativo para mostrarnos una u otra, para pasar de una a otra. Por el contrario, ambas están puestas en el mismo plano, que la luz intensa hace ligeramente suprarreal. El personaje vuelve una y otra vez a su infancia. Su imaginación mezcla los hechos y las situaciones como hace la imaginación de todos nosotros en cualquier momento de distracción. Su infancia, como en el caso de todo el mundo, es la vejación de la inocencia por la sordidez, en nombre, justamente, de la moral. Como la mayoría de los hombres no puede ser feliz con ninguna mujer, si no cuenta con el amor seguro e incondicional de su propia esposa. La escena de la terraza a mediodía, cuando está sentado con su esposa y aparece la amante, es clásica, en el sentido de que representa cabalmente, maestramente, la mentalidad de todo hombre casado. Con la simple intuición de cada mujer, la esposa sabe de inmediato que la recién llegada es la amante. Sobreviene una breve situación embarazosa: la humillación, la repugnancia de la mujer que ve a la otra, la desconocida (¡tan vulgar, generalmente!) con quien se ha hecho compartir su intimidad. Entonces, sin ninguna transición, apenas un recogimiento de la cabeza de Guido, se ve a la esposa levantarse y dirigirse hacia la amante. Se las ve alabarse, celebrar sus trajes, tomarse del brazo y hacerse amigas, íntimas amigas, de inmediato. Es el sueño de todo hombre casado: que su esposa y su amante sean amigas, confidentes, compañeras. Nadie nos ha dicho que Guido está imaginando esta escena, ningún cambio de luz, ningún adorno irreal nos señala que es una escena imaginaria. ¿Para qué hacerlo? ¿Sucede de otro modo en la vida real? Pero justamente este realismo que no separa lo imaginario de lo real desorienta al espectador convencional, quien toma esta escena por algo que “sucede” en la película. (Es de hacer notar que en un film corriente, para preparar al espectador al paso de lo real a lo imaginario, se habría hecho un travelling hacia el rostro del actor, hasta llenar el cuadro con sus ojos, ojos en estado de recordar, y de allí se habría pasado a la escena imaginaria, iluminada de una manera especial) .

En todo caso, este aparente desorden del film es una cosa perfectamente compuesta, detalladamente estudiada y resuelta con genio. No hay una sola toma o escena del film puesta allí caprichosamente o por azar. Todo se halla relacionado, enhebrado, ordenado justamente para obtener la impresión de desorden que caracteriza a la simultaneidad de las vivencias de la vida real.

Pasemos por alto todo el desconcierto de los actores, técnicos y productor del film que Guido debe realizar. Pasemos por alto el justificado escepticismo de su esposa y la razonable ironía de su amiga. Guido aún no sabe nada. Sólo entiende que no debe mentir, que su film debe ser honesto. Quiere aclarar las cosas, busca un apoyo moral de peso. Pero cómo, cómo.

Su Eminencia, quien otorga la gracia y el poder, le concede 5 minutos durante su ritual del baño. ¿Por qué allí? Extraño e inútil lugar para purificarse, rejuvenecerse, buscar paz a la conciencia. Guido espera del Cardenal nada menos que la verdad, nada menos que una orientación. Pero ni siquiera alcanza a decir nada, escucha no otra cosa que banalidades y una frase repetida, ajena a toda realidad, extraña a la vida de nuestro tiempo, del tiempo en que vive el personaje y que condiciona directa o indirectamente su propia problemática: “Fuera de la Iglesia no hay salvación, fuera de la Iglesia no hay salvación”. ¿Dónde la hay?

La doncella de la fuente que hemos visto al comienzo reaparece una y otra vez como la imagen de la perfección y de la gracia deseadas. Alguna vez Guido la imaginará decir: “he venido y no me iré nunca, nunca”.

Y luego de nuevo las ensoñaciones eróticas vienen a compensar todo problema y tormento intelectual. Guido se ve convertido en el sultán de un harem (sito precisamente en la casa campestre de su infancia), donde todas las mujeres que ha tenido o deseado están a disposición, para servirlo y halagarlo y donde su mujer que "por fin ha comprendido”, friega el piso y lava la vajilla con la resignada dicha de verlo al fin feliz.

Cuando poco antes del final la doncella de la fuente, Claudia, aparece a él con su aspecto y hábito reales (antes la habíamos visto con un ligero delantal blanco, casi transparente), y cuando ella casi se ofrece a él, éste no se atreve a tomarla, pues sabe ya que no podrá vivir con ella otra cosa que la sórdida y desordenada vida que ha vivido hasta ahora. Refiriéndose a su situación ella dice: “es que tú no amas”, y esa afirmación resume el mayor drama del personaje, el drama de haber perdido su capacidad de asombro y de admiración ya en la infancia y de no poder, en adelante, vivir plena y honestamente sus sentimientos. Después tendrá que fraccionarlos, adaptarlos, condicionarlos. La imagen de Claudia y su apariencia real no coinciden, no son compatibles. Guido no puede sino vivir un remedo de su vida, ha sido hecho, más bien dicho, ha sido deformado de una cierta manera, y ya no puede cambiar. Resta la melancolía por lo que podría haber sido otra vida.

El productor de Guido ha organizado una gigantesca conferencia de prensa en el mismo campo donde se construyera una rampa de lanzamiento de cohetes (desde allí, en el film que proyectaba Guido, un astronauta debía partir con los sobrevivientes de la humanidad exterminada por la guerra atómica). Guido se halla, pues, ante cientos de periodistas que lo acosan, con el micrófono enfrente suyo y sin nada, absolutamente sin nada qué decir o qué inventar. Una escena, por lo demás, que Fellini ha tomado de su experiencia real. Cualquiera cosa que pudiera decirse, además, sería inútil, ni siquiera escuchada. Compárece esta escena y aquella otra en que los periodistas esperan a la mujer del intelectual, en La dolce vita, para darle la noticia de su suicidio y captar, en vivo, su reacción. En ambas el periodista, es decir, el público —en la sociedad de Fellini—, cumple el papel de falsear la importancia de los sucesos en su relación con la vida. En todo caso, Guido se desliza debajo de la mesa y allí se suicida. Al menos, es lo que hubiera querido hacer. Fellini no nos explica que era sólo un deseo. Tanto mejor ganancia para la síntesis.

El proyecto de Guido no ha tenido solución, así como su vida no la tiene de acuerdo a la exigencia de sus deseos, y el film en preparación ha sido un fracaso. El intento intelectual de definirse, de aclarar las cosas, de comunicar honestamente no importa qué experiencia, sin mentir, lo ha llevado justamente al estado de no poder emprender nada. La verdad, entonces, una trampa para la verdad. La rampa de lanzamiento comienza a desarmarse. Guido dice: “Me parecía, sin embargo, tener ideas claras. Quería hacer un film honesto, sin mentiras de ninguna ciase. Lo que quería hacer me parecía simple: un film que permitiera a cada uno enterrar lo que llevamos en sí de difunto. Por el contrario, yo soy el primero en no tener coraje de enterrar lo que sea”. Y es verdad, el film de Fellini es maestro para evocar y comunicar riquísimas experiencias de la vida de un hombre contemporáneo, pero no tiene el coraje o lo que sea de revisar esas experiencias dentro de un marco más amplio y complejo que el de su individualidad. Pero tal vez, como decíamos antes, baste la comunicación de esas experiencias: ellas contienen un pronunciamiento en sí, si no útil para su dueño, valioso para los demás. El film debe terminar, porque un film tiene un tiempo dado. Y debe terminar con una secuencia que lo resuma todo o que dé un sentido a todo. Esta es la única trampa intelectual y retórica que nos hace Fellini.

La secuencia final de 8 1/2 quiere convencernos de que Guido se ha reconciliado súbitamente consigo mismo. Todo lo que hasta hace un momento era insoluble, por un acto de magia del humor, adquiere sentido desde el momento que Guido se acepta como es. No tiene nada que decir, pero “lo dirá de todos modos”. Todos los personajes del film por hacer son organizados en una ronda, a la cual se suman él y su esposa. Suena la música de “La Strada”. En suma, una moraleja: aceptar lo que se es para poder vivir. La vida es un asco, pero hay que vivirla simpáticamente. Una moraleja sana, como todas ellas. El director, Fellini, tuvo que salir del paso de algún modo, pues todo, hasta ese momento, se había complicado endiabladamente. No se podía terminar de un modo pesimista, pues ello habría sido el fracaso mismo de sepultar lo difunto y, por ende, de toda la película. Había que buscar una alegoría y, la única posible, por desgracia, no ha sido la síntesis de todo el proceso a que hemos asistido. Aquí Fellini debió inventar, mentir (con simpatía, por supuesto), hacer una concesión al productor, al público, a sí mismo. Había que echarle tierra a ese asunto que ya se prolongaba demasiado y sonreír. Felizmente, es una concesión tan explícita, que nada de la honestidad de toda la película se traiciona.

La escritura de 8 1/2 es maestra. Puesto que sería obvio celebrar al director de fotografía, aplaudamos a ese anónimo “hombre del carrito” o de la grúa, dirigido por él, que con el sigilo, la oportunidad, el tacto y rapidez de un felino, ha sabido conducir la cámara justamente por y hacia los puntos del espacio donde el drama tenía su epicentro.

LUIS ALLER presenta el film 8 1/2 (1963) de Federico Fellini

 

Crónica cinematográfica de Hernán Valdés

 

Publicado, originalmente, en: Anales de la Universidad de Chile Núm. 129 (1964): año 122, ene.-mar., serie 4

Anales de la Universidad de Chile es una publicación editada por la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones - Universidad de Chile

Link del texto: https://anales.uchile.cl/index.php/ANUC/article/view/22239

 

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