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Experiencias de un maestro rural
por Telma Vaernet
telma_vaernet@hotmail.com

 
 

Este trabajo fue premiado en un concurso titulado “Experiencias de un maestro rural”, y en el que se pedía describir el ambiente, los personajes, los problemas de la escuela rural y de sus maestros, la  relación de  ellos  con la zona, las características de su tarea

 

Experiencias de un maestro rural

 

 

Muchos son los recuerdos y las imágenes que sugiere el título de este trabajo. ¿Cómo elegir, entre ellas, las más acertadas, las más representativas de nuestra tarea? No se trata simplemente, de volver a la descolorida fotografía del viejo ranchito en el que comenzó a funcionar la escuela, la ardua lucha para reemplazarlo por salones de material, los festivales de beneficio, tantas veces ahogados por el mal tiempo,  la atención de grados simultáneos sin dispersarnos en el esfuerzo. Todo eso, que parecería lo fundamental, nos es en cierta forma elemental, común. Y cuando queremos rememorar distintas cosas, otros hechos, vemos que, a través de tantos días, de tantas horas, se nos imponen sucesos que tal vez no sean tan importantes, pero que se empeñan en persistir, en perdurar. Tal como en nuestra vida, solemos recordar más, a veces, los detalles que los acontecimientos: una flor, un gesto, más que una ceremonia, un aniversario.

 

Y así, por lo que un autor de cuentos definiera “orden de azar”, damos permiso a nuestra memoria para rescatar momentos, episodios, pinceladas. Con lo que no pretendemos, de ningún modo, definir nuestra tarea. Apenas, si es posible, tratar de ilustrarla.

 

l

 

Lo encontré llorando contra la pared, y cuando le pregunté:

 

- ¿Qué te pasa?

 

Me contestó, hipando entre sollozos:

 

- Tengo hambre.

 

Lo confieso: fue mi primer golpe.

 

Se me dirá ¡algo tan común!

 

Pero ¿Lo es?

 

Porque estamos habituados a leer en los periódicos sobre la falta de alimentos en India, China. Pero no estamos preparados, no, para que un niño al lado nuestro llore de hambre. También leemos sobre la cantidad de gente que muere en la guerra, pero la primera vez que nos hallamos ante un herido de muerte, recién entonces, entra en nuestra realidad.

 

Nos sacude, nos golpea.

 

Así fue con Arnaldo, hace ya 23 años.

 

Esa figura esmirriada, morena, pequeña para sus diez años, llorando contra la pared, se niega a marcharse.

Hace poco tuve noticias de él. “Está en Santa Fe, y ¿sabe? Pesa como cien kilos “.

 

No pude menos que sonreír. ¿Podía esperarse otra cosa?

Arnaldo hombre ha conseguido, por fin, el desquite sobre la hambruna de Arnaldo niño.

 

II

 

Todavía estábamos en lo que llamamos ahora “la escuela vieja”, esas cuyas paredes enchorizadas temblaban cada vez que cerrábamos una puerta. Techo de tierra, piso de tierra, todo sumamente telúrico, elemental.  Y un día apareció un agujero, un presagio de cueva.

 

¿ Cueva de qué?

 

Los chicos sentenciaron: de pichi

 

La suplente corroboró: “un pichi, seguramente, esta tarde lo vamos a sacar”

 

Al día siguiente, por la mañana, cruzaba yo el patio, cuando me dice la suplente:

 

- ¡Eh! ¡Te guardamos el pichi!

 

- ¿Dónde está?

 

- Allí, en aquel tacho.

 

Me asomé para verlo. Desde el fondo del recipiente, una zorrina rodeada de cuatro zorrinitos, me miraba tan asombrada como yo a ella.

Lo admito: probamos todo. Sahumamos eucaliptos, regamos con fluido, quemamos azúcar. Pero no hubo solución: tuvimos que dar tres días clases en el patio.

 

III

 

 

Fue en 1975, ese año en el que se nos llamo imprevistamente quince días antes de lo anunciado. Hasta los periódicos mencionaron el apuro, bien real, para preparar los guardapolvos . El apremio no fue solamente con la ropa. Teníamos ya servicio alimentario (ahora Arnaldo, no llorarías de hambre) y era una cuestión de honor para nosotros comenzar con la copa de leche el primer día de clase.

 

Pero no había panadería en el pueblo, y la galleta llegaría dos días después. Por aquello de “buenas son tortas”, compramos varios kilos de masitas surtidas para salir del apuro.

 

Pocos minutos antes del recreo, entré en las aulas para ir dejando un puñado de masitas en cada pupitre. Aún en primer grado, los chiquitos continuaron con su tarea. Pero no,. María no.. María, con once hermanos, y un padre más afecto a la bebida que al trabajo, miró esos huevitos azucarados, celestes y blancos, con figuras de animalitos, primero con asombro. De inmediato dejó su lápiz, y ávidamente, con las dos manitas, comenzó a llenarse la boca. Mi mirada se cruzó con la de la maestra, y teníamos ambas la misma expresión de piedad. Para decirlo gráficamente “ se nos partió el alma”

 

Cuando sonó la campana demoramos a María con cualquier pretexto, sólo para poder, sin que vieran los otros chicos, llenarle los bolsillos con masitas.

 

IV

 

Uno de los problemas de los grados suelen ser las cosas que desaparecen. Hay chicos que “roban”, y no tomaremos en cuenta a los más pequeños, que no tienen aún sentido de propiedad. Nos referimos a los más grandes. Nada se resuelve con llamarlos “ladrón”, salvo reforzar una conducta inadecuada. Más importante es saber por qué roban.

 

Luisa, por ejemplo, había escamoteado los lápices de fibra de la maestra. Tuvimos el buen tino de esperar para ver qué hacía con ellos. Y entonces pudimos saberlo: simplemente, los obsequiaba a sus compañeras.

 

Luisa, que venía de un “puesto” alejado, que nunca había tenido compañeras y, menos aún, amigas, quería “comprar” afecto con regalos.

 

Nos costó una caja de fibras y una consulta en el texto de psicología comprenderlo. Luisa no se sentía capaz de obtener cariño por sí misma, se consideraba menoscaba. Debíamos, en consecuencia, hacerla sentir más importante en el grado y, con suma prudencia, a través del grupo, conseguir que se revalorizara, que se sintiera querida y aceptada por sus compañeros, sin necesidad de  regalos.

 

Como cambió de escuela poco tiempo después, no sé si lo habremos conseguido. Si hemos podido salvar, así, algo más que otra caja de fibras.

 

V

 

La escuelita está en un claro del “jumial”. Un salón de barro y otro, obra y orgullo de la Cooperadora, de material.

 

En este último, la maestra explica en la pizarra a un niño que no consigue entender el mecanismo de la división. Todos los sentidos de ella están puestos en la carita morena, esperando que se iluminen sus ojos, prueba de  que, ¡por fin!, ha comprendido.

 

Como música de fondo se oye un: “está entrando, señora ... está entrando”, medio susurrado.

 

La maestra continúa empecinada su explicación.

 

“Está entrando, señora”, insiste la voz.

 

- ¿Quién está entrando? – pregunta ya impaciente.

 

- La víbora, señora – dice el niño señalando la puerta –

 

Un hermoso ejemplar de yarará cruza el umbral, atraído por la frescura del piso recién regado.

 

VI

 

Era en 1960. Año de campos anegados, de cosechas perdidas.

 

Pero Jorge y Luis vivían en una quinta aledaña a la escuela, y, sin embargo, asistía a clase un día cada uno.

 

- ¿Por qué? – le pregunto a Luis. Ahora no tienen que cuidar a los animales. Así se están atrasando mucho.

 

Luis bajaba la cabeza y no respondía. Hasta que, al fin, lo venció mi insistencia. : -“ Es que tenemos un solo par de alpargatas, por eso nos turnamos.”

 

Y he aquí un caso de ausentismo que pudo resolverse por el módico precio de otro par de alpargatas.

 

VII

 

Y vinieron las inundaciones grandes: 1973, 1974.... Hubo que cerrar unos días la escuela, porque el agua llegaba a las aulas.

 

La primer época era posible todavía andar en sulky, a caballo. Después ya no. Aparecieron los trineos: pudimos haber hecho un concurso con ellos. Desde cajas de charret montadas sobre grandes patines de tronco, con chapas de hierro como refuerzo, hasta tambores vacíos sobre los que se colocaba una planchada. Todos los modelos. Aún así, los caballos se hundían y caían.

 

Escaseaba el combustible. Aprendimos a “disfrazar” garrafas de gas para poder llevarlas en los trenes, y no suspender el comedor escolar. Imposible hacer fuego de leña: todo estaba mojado, húmedo. En los hogares, la mercadería se colocaba sobre entarimados, y los muebles se levantaban sobre bases de ladrillos. Los alambrados eran cortados sistemáticamente para abrir nuevos caminos.

 

En el centro de alfabetización nocturno, llegamos a escribir con una vela en un extremo del pupitre, y una espiral en el otro. Si cerrábamos la puerta, el calor era sofocante. Si abríamos, los mosquitos no nos daban tregua. Desinfectamos el aljibe para evitar epidemias. Nos calzábamos, alumnos y maestros, al llegar a la escuela, porque era imposible caminar  ni siquiera con botas de goma. (Se hundían en el barro, el pie quedaba libre, y teníamos que meter el brazo para levantar la bota y poder sacarla).

 

Todavía no comprendo nuestra tozudez de trabajar en esas condiciones

 

- “Si los chicos de lejos no pueden venir – nos decíamos – por lo menos que no se atrasen los demás –

 

Llegó un inspector, y aconsejó el cierre temporario del establecimiento.

 

Diez días después, volvíamos a abrir.

 

Fueron dos años, con el escaso intervalo de unos meses, en que los caminos estuvieron intransitables. Nuestro cordón umbilical con el mundo fue el ferrocarril. No sé que hubiéramos hecho sin él, ya que todo nos llegaba por su intermedio. Hubo una amenaza de suspender los trenes, por el estado de las vías, y cada vez que oíamos el familiar silbido de la locomotora, suspirábamos con alivio. Las vías fueron nuestra evasión a la claustrofobia, a ver los caminos cubiertos de agua, a sentirnos solos y aislados.

 

Tal vez nuestro empeño en continuar con las clases no fue sino ese recurso humano de seguir haciendo lo de todos los días para negar el desastre. O quizás porque un desastre prolongado exige una adecuación y toma, entonces, el carácter de lo cotidiano.   Como en la guerra, como en nuestra vida, se aguarda con ansiedad que finalicen los problemas, pero, entretanto, hay que habituarse a vivir con ellos.

 

Lo que recuerdo muy bien, fue el primer día en  que pudo pasar por el pueblo un automóvil. Cuando escuchamos, a lo lejos, el sonido del motor, se hizo un silencio inusitado. No podíamos creerlo. Todos salimos a ver. Allí estábamos, alumnos y maestros, tan maravillados como pudieron estarlo los que vieron, por primera vez, volar un avión.

 

VIII

 

Belén Alvarez, director de Quitilipi, ganó un concurso con su cuento “Chaco debe poder”. Sin menguar el valor literario del trabajo, sirve como testimonio. En una fiesta patrocinada por la Asociación Cooperadora, se origina una pelea y resulta muerto un hombre. Puede ser excepcional la muerte, pero no la riña. Esto es, por desgracia, bastante común.

 

La fiesta que describe ¿cuántas veces la hemos organizado?. Los campeonatos de truco, las carreras cuadreras, los bailes, todo nos ha sido útil para reunir unos pesos conque pintar la escuela, arreglar un salón, cambiar chapas del techo.

 

Y ha llegado el momento de preguntarnos, como implícitamente se desprende de su relato: ¿Nos es lícito?.

 

Combatimos, en las aulas, la bebida y el juego. Pero levantamos esas aulas con el producto de lo que reprobamos.

 

Por eso, en estas memorias, hagamos un alto. Olvidemos el humo de los asados, los contratos de carreras, las inscripciones de los campeonatos de naipes, el beneficio por copas en la cantina, y  confiemos en que sean los gobiernos, y no las cooperadoras, quienes construyan escuelas adecuadas a la misión que cumplen.

 

IX

 

Habíamos ¡por fin! Conseguido una excursión ,

 

Fue a la Isla del Cerrito, auspiciada por la Dirección de Deportes de la Provincia. Era la primera vez que saldríamos desde que, en 1950, se fundó la escuela. Es de imaginarse la emoción de los chicos. Próximos al límite con Santa Fe, separados por más de 300 km de la Capital de la Provincia, sólo uno de los niños conocía Resistencia, por donde pasaríamos. Soñaban con ver esa obra gigantesca que es el puente Chaco-Corrientes. Con el dedo en el mapa, trazaban el trayecto que recorreríamos, ubicaban los ríos, la isla.

 

Los padres compartían el entusiasmo de los hijos (bástenos recordar cómo nos recibieron al regresar, esperándonos hasta medianoche – por la demora del colectivo – con una gran cena, y abrazándonos como si volviéramos de la Antártida).

 

El viaje fue, al margen de las vivencias que originara, una excelente vía de sociabilización y de expansión. Habíamos hecho extensivo el paseo a los alumnos mayores de las escuelas cercanas. Durante el día la pileta, las caminatas por la Isla, no se agotaron en recreación, sino que se convirtieron en una inmejorable oportunidad de aprendizaje.

 

Por la tarde, guitarra y bombo hicieron surgir inesperados cantores de lo nuestro.

 

Pero entre todas las anécdotas, que son el saldo inevitable de una excursión, recuerdo siempre esta:

 

Habíamos llegado a la Isla de noche, y era tan oscura, que fue imposible ver nada. Fatigados por el viaje, nos limitamos a bañarnos, cenar, e ir a dormir.

 

Cuando me despierto, veo a Roberto mirando por la ventana, con los ojos grandotes.

 

Roberto, quien nunca había visto un río. Para quien, hasta entonces, un río era solamente una rayita azul en el mapa, mirando, asombradísimo, tanta agua, y diciendo:

 

- ¡Uy, changos!¡ Cómo ha llovido anoche!

 

X

 

Los chinos dicen: “ si no quieres que un hombre robe, no lo trates de ladrón”. Invirtamos los términos: confía, y te responderán.

 

Teníamos que organizar una kermesse, y contábamos con los alumnos de sexto y séptimo grado para la atención de los juegos. Entre ellos, Julio, hijo del cuatrero más afamado de la zona al que, por discreción bautizaremos Enrique. En los pueblos chicos, la deshonestidad es un halo que se extiende automáticamente a la familia en pleno del señalado.

 

Corolario: todos miraban con recelo a los hijos de Enrique.

 

Nosotras no nos dábamos por enteradas.

 

Distribuimos a los alumnos, cada cual en su puesto, con los premios y las instrucciones de lo que debían cobrar. No se los controlaría: debíamos demostrar nuestra fe en su honradez.

 

Y al finalizar la tarde, Julio, igual que los demás, dio vuelta con satisfacción sus bolsillos. Estamos seguras de que entregó hasta el último centavo de lo recaudado. Y no porque controláramos el dinero, sino por el dejo de orgullo y emoción que  tenía en su mirada.

 

Quizás, alguna vez, en su vida, le sirva de estímulo el recuerdo de quienes, desoyendo rumores, supieron confiar en él.

 

XI

 

Siempre hay, en los recreos, algunos alumnos que quedan apoyados contra la pared, mirando cómo juegan los otros. Nada más equivocado que decirles, entonces:

 

- Y ¿ustedes?  ¿Por qué no van a jugar?-

 

No, no los frustremos del todo. No hagamos más notorio aún su papel de espectadores. Busquemos, sí, una solución. Porque la parte más difícil de nuestra tarea no es encauzar al agresivo, sino desinhibir al tímido, socializar al aislado.

 

Así eran los hermanos Lúquez. Tocaba la campana y allí estaban ellos adheridos a la pared, contemplativos, ajenos. La idea fue de su maestra: observando el interés que demostraron por el folklore, los alentó a ingresar a la Peña. Remisos primero, animados después, francamente entusiasmados más tarde, cuando llegó el 9 de Julio, bailaron y zapatearon tanto o  mejor que los demás.

 

La peña folklórica fue su medio para “soltarse”. A partir de allí, ya no hubo problemas. Se integraron, jugaron, participaron.

 

Ya no los veremos apoyados en la pared.

 

Pero este año, quizás, habrá otros.  Y lo que nos sirvió para los Lúquez no nos servirá para ellos. Tendremos que buscar otros caminos, nuevos medios.

 

Porque esa es la paradoja de nuestro oficio: el relativísimo valor de la experiencia. Cada alumno es único. Ayudamos a aprender a nuestros niños, pero vivimos aprendiendo de ellos.

 

XII

 

Y esto nos lleva a un nuevo alto. Una pausa de agradecimiento a la Escuela de Perfeccionamiento Docente a distancia de la Universidad del Nordeste.

 

Fue esa escuela quien, con los dos cursos que organizara: Psicología del Aprendizaje, en 1972 y Psicología del Desarrollo, en 1973, nos orientó y guió en forma efectiva sobre problemas de conducta y/o aprendizaje.

Porque los cursos de actualización habían sido hasta entonces (y han vuelto a serlo ahora) privativos de los maestros de las ciudades.

 

El maestro rural debe suplirlos con lecturas que, si bien poseen valor, son una información ocasional y asistemática. Queda al margen, o se le da una opción, si, pero de asistir a los cursos en la ciudad, sin considerar los problemas familiares y económicos.

 

La Escuela de Perfeccionamiento Docente a distancia nos dio una  oportunidad. Se objetó que muchos no la aprovecharon. Pero ¿ y los demás? ¿Puede desestimarse la cantidad de maestros que siguieron cursos, aprobaron los exámenes, pudieron aplicar lo aprendido?

 

Esos cursos estuvieron perfectamente organizados, con clases de apoyo, bibliografía, consultas. Las profesoras viajaban a mas de trecientos km de Resistencia para dar sus clases, aclarar conceptos. ¡Y cuanto ha ayudado a nuestra labor lo que aprendimos!. Sin embargo,cuando faltaba sólo el último año (Didáctica de las Materias, tan fundamental), la Escuela se cerró.

 

Nunca pudimos saber cómo, no por qué.

 

Se cerró, simplemente. Así de fácil.

 

¿Será posible su reapertura?

 

No sabemos si será factible, pero sabemos, sí, que seria  sumamente necesario.

 

XIIlI

 

Ya en plan de agradecer, recordemos a Misiones Rurales Argentinas, que tanto se preocupa por las escuelas rurales y sus maestros.

 

A la Fundación  que propicia este concurso.

 

Muchos serán, sin duda, los trabajos enviados. Y, como en las escrituras, pocos los escogidos. Pero, premiados o no, sabemos que se leerán. Nos alienta el hecho de que haya, en Buenos Aires, gente que se interesa por lo que hacemos, por lo que tratamos de hacer.

 

El sólo hecho de participar nos ha exigido en cierta forma una evaluación, una síntesis. Nos ha movido al diálogo y dado un a oportunidad ¡por fin! de decir algo sobre lo nuestro. Que se lo haga con mayor o menor habilidad es secundario: una diferencia de forma y no de  fondo.

 

Porque lo fundamental es exponer problemas, sugerir soluciones, y esto es algo que nos trasciende, nos re-ubica, nos da un denominador común.

 

Esperemos que este ejemplo cunda. Que se abran nuevos concursos, no sólo de cuento o poesía, sino de artesanía, dibujo. Que el maestro rural pierda su sensación de soledad y olvido. Que se sienta escuchado, comprendido, estimulado para desenvolver sus capacidades y canalizar sus inquietudes. 

 

XIV

                                               

Durante un par de años hice suplencias en Buenos Aires  antes de radicarme en el interior. Puedo entonces, cotejar y aclarar que en el  campo no se trate de que el maestro trabaje más, o menos, sino en forma distinta

Claro que en Buenos Aires también nos preocupábamos por los problemas y la situación de los niños, pero, simplemente, nos bastaba tomar un colectivo a la salida de la escuela, para alejarnos de ellos y volver a casa.

 

En el campo no es tan sencillo. A cada paso vemos a nuestros alumnos, a sus padres. No es ya cuestión de conocer los problemas, sino de vivirlos. Estamos, sí, comprometidos. Con el lugar, con los pobladores, no sólo con los chicos. Aquí no tenemos colectivos para irnos. Lo vemos a Victorio acodado en el almacén, bebiendo, y quisiéramos zamarrearlo para hacerlo reaccionar, para que sus hijos no pasaran miseria. Y a veces temblamos de impotencia, por tanto que quisiéramos hacer, y no podemos.

 

¿Cómo decía aquél adagio?

 

“Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquéllas que puedo, y sabiduría para reconocer la diferencia”.

 

¡A veces es tan difícil  descubrir la “sabiduría de la diferencia”!. Oscilamos entre el optimismo de poder hacer mucho, y la sensación de fracaso cuando no alcanzamos tanto.

 

Tarea ímproba para un hombre, para una mujer, la de vivir, con frecuencia, en medio de otros valores. Llegar a comprenderlos, y no dejarse arrastrar por ellos. La de estar “entre” el ambiente, y no “con” él. El esfuerzo por proponer  actividades (teatro, peña) que arranquen a los ex-alumnos del “boliche”, y les creen nuevas inquietudes. Interesar por la lectura a la gente que no lee. Hacerles sentir que el mundo no termina en el alambrado de un campo, ni en los límites de un pueblo, que los ratos libres pueden dedicarse a algo distinto de una partida de naipes.

 

Pero, para que exista esa posibilidad, hay que ir hacia los pobladores, partir de ahí es el primer paso de la habilidad para acercarlos.

 

Por eso, los maestros rurales no viven en su zona: es su zona la que los vive a ellos. La que no les permite desentenderse, la que los obliga constantemente a definirse, a ser parte.

 

Porque si bien todos estamos comprometidos con nuestro lugar y nuestra época, aquí y ahora, el maestro de campo es uno de esos seres que en ningún momento pueden permitirse el lujo de olvidarlo.

 

XV

 

Teníamos ya comedor escolar. No era necesario ser dietista para saber qué les faltaba a los niños en esta zona: frutas y verduras. En el campo, la carne y las farináceas no escasean. Pero las inundaciones barrieron con los pocos frutales del lugar. Quedaba el mistol, en los montes; las granadas ,en algún patio. No había – no hay – citrus.

 

Unos pocos niños de los “puestos” alejados, miraron con recelo la primer ensalada, de tomates. Se habituaron a las verduras. Pero, sobre todo, se alegraron con la fruta. Cajones de manzanas, de bananas, bolsas de naranjas, eran recibidos con alborozo.

 

Había también un mínimo no despreciable (un 20, 25, %) que compensaban con avidez la comida insuficiente del hogar.

 

Entre ellos, sobresalía Raúl. De escasos siete años, pequeñito y delgado, era impresionante verlo comer.

 

- ¿Otro plato?

 

Nunca decía que no.

 

- ¿Te gustaron las albóndigas?

 

- No sé, nunca comí -, respondía mientras engullía la última.

 

Un mediodía fue fatal. Contabilizamos dos platos de sopa, ocho empanadas, y seguía comiendo. Nos pareció excesivo.

 

- Raúl, le dice la maestra. Mira que falta el postre.

 

Y entonces Raúl, tan chiquito, tan comilón, la mira y le contesta:

 

- No importa, señorita, siempre hay un lugarcito más.-

 

XVl

 

Un maestro, en el campo, tiene que saber de todo un poco: colocar vidrios, calcular cuántos ladrillos entrarán en una pared, hacer fuego de leña con rapidez, interpretar documentos bancarios, plantar árboles, entender de medianerías y rotación de cultivos, encalar paredes, pintar puertas, en fin, su misma tarea le exige estar informado y capacitado para una serie de cosas a las que no otorga siquiera ningún valor especial.

 

Recién tomé conciencia de este hecho cuando Diego, director de una escuela rural cercana, me relató su viaje a Europa. Había sido becado por el gobierno de Santa Fe para estudiar sistemas educativos. Contó que en cierto país noreuropeo lo recibieron tan bien, que quiso retribuirles su  hospitalidad brindándoles un almuerzo típicamente argentino, asado, empanadas.

 

Pero ¿dónde conseguir una parrilla?  Con un europeo del lugar, que lo acompañaba porque entendía y chapurreaba el castellano, fue hasta un taller. Consiguió unas varillas de hierro, pidió la máquina de soldar, y las unió para armar la parrilla. Fue después a comprar carne ¿Vacuna? Imposible. Fuera de presupuesto. Optó por cordero (“vieras qué emoción, me hicieron pasar a un pasillo largo, y todas las reses tenían el sello de Argentina”). Lo compró, lo condimentó. Hizo una “limpiada” para el fuego. Preparó las empanadas.

 

Y el europeo que lo acompañaba comentó con el mayor asombro.

 

- Maestro argentino saber soldar, manejar pala, hacer asado, cocinar,

 

Maestro, aquí, sólo saber dar clases -.

 

XVII

 

Hoy, viernes, ha habido poca asistencia. En plena época de recolección algodonera, tenemos esta lucha. Después de años y años de hablar con los padres, hemos conseguido que los alumnos concurran a la escuela desde el primer día de clase. Pero si pueden escamotearnos un viernes, un lunes, extienden así el fin de semana dedicado a hacer más dinero. Es una tarea que realizan con entusiasmo, desde los más pequeños hasta los mayores. La época aprovechada para comprar ropa, calzado, frazadas, tal vez una bicicleta.

 

Por eso, para que los niños asistan a la escuela hay que convencer, persuadir. La colega de una escuela cercana nos relató esto, que le sucedió hace pocos días:
 

“Un discretísimo golpe  de palmas me hace salir a la puerta.

 

- ¿Qué dice, abuela?

 

Arrugadita, tímida, pasa y explica su problema:

 

- Es por mi Ramoncito, hija. El padre no lo quiere mandar a la escuela.

 

- ¿Por qué?

 

- Porque cosecha. Levanta ochenta kilos por día, y el padre no quiere perder esa plata. Mi Ramoncito llora por venir. Dice:” abuela, cómo no voy a llenar dos bolsas a la tarde, con eso nos alcanza para comer”. Escribile al padre, decile que es su obligación, que tenés que avisar por qué no vienen los chicos. Ponele el sello, hija, así te va a creer.

 

De inmediato me siento y escribo una nota. Pongo el sello oficial, el mío particular, y, no sé, creo que hasta el de la cooperadora.

 

El lunes Ramón está presente, con el cabello recién mojado, peinado con esmero. Nos miramos y compartimos, con alegría, una sonrisa de triunfo.

 

XVIIl

 

 

Salto, realmente, salto, cuando oigo decir que los niños de la ciudad son más inteligentes que los del campo. Habría que llegar, primero, a un acuerdo sobre qué es la inteligencia. ¿La edad mental? ¿La capacidad de resolver problemas? ¿La facilidad para el aprendizaje?. ¿Todo eso?. El niño campesino no le va en zaga al de la ciudad. Veamos el origen del equívoco.

 

Tomemos un alumno de la ciudad. Cuando llega a la escuela, lo hace socializado: ha vivido en un barrio, jugado con otros chicos, concurrido al jardín de infantes y al preescolar, va al cine, mira televisión, viaja. Es innegable: su vocabulario será más amplio, se expresará sin recelo, tendrá ¿por qué no? más desparpajo.

 

Y vayamos en busca de uno de los nuestros.

 

Francisco viene de un “puesto” alejado. Su vida de relación se ha limitado – salvo la familiar-  a ir con algún mensaje hasta lo del vecino, acompañar a su madre alguna vez al pueblo, asistir a las yerras (cuando no queda de casero, por ser el mayor), a jugar muy ocasionalmente con otros chicos (porque ya tiene sus obligaciones). Es posible que muy pocas veces haya visto un periódico (no hay venta de diarios o revistas en este pueblito). No sabe lo que es cine ni televisión. Su único viaje consiste en montar a caballo para correr a los chivos. Tienen radio, sí, pero para escuchar chamamés. No ha concurrido al jardín de infantes. Su vocabulario será más exiguo,  no se expresa con fluidez. Es tímido.

 

Entonces se ponen ambos niños a la par y se sentencia: “Aquel es más inteligente”. No se dice: tuvo otra vida, otras oportunidades. Porque la capacidad de aprendizaje no es menor, al contrario. El niño de campo es más observador que el de al ciudad. Ha visto cómo crecen las plantas y nacen los animales, sabe distinguir las hierbas, conoce por su nombre los árboles y los pájaros,  se orienta sin dificultad por más lejos que vaya (los puntos cardinales son básicos para  él) y ha aquilatado un caudal nada despreciable de conocimiento, pero no los sabe expresar bien porque le falta vocabulario, soltura. Tal vez de allí viene el mito de la menor inteligencia.

 

Llegados a este punto, se nos enfrenta a las estadísticas: éstas dan un mayor número de repitientes, sobre todo en primer grado, en las escuelas rurales. No se considera que los repitientes son, en Buenos Aires, derivados a las escuelas diferenciales, así como los niños con problemas de conducta, dislexias, menor coeficiente intelectual. En tanto que aquí no tenemos donde derivarlos, ni gabinetes de consulta psicopedagógicos cercanos donde detectar y/o encauzar el tratamiento de sus minusvalías.

 

Por otra parte, nuestros repitientes iniciales no demuestran menor capacidad de aprendizaje, sino falta de adiestramiento. Visiten nuestro primer grado: muchos chiquitos no saben cómo se toma una tijera. Tenemos que dedicar ¡cuánto tiempo! a enseñarles a recortar, pegar, pintar, manejar un lápiz. A estimularlos para que hablen, para que jueguen.

 

Por eso difícil comprender esto: las secciones pre-escolares que son para socializar, adiestrar, pululan en las ciudades. No las tenemos en el interior, donde los niños necesitan, mucho más que los de la ciudad, socialización y adiestramiento.

 

Esperemos que así lo comprendan las autoridades educacionales, y que pronto, muy pronto, podamos contar en las escuelas rurales con una sección pre-escolar. En las cabeceras departamentales, con gabinete psico-pedagógicos que nos orienten en los casos de dificultades de aprendizaje y/o conducta.

 

Entonces, tal vez, no les tendremos tanto temor a las estadísticas.

 

 

XlX

 

 

Y una última consideración.

 

Nuestra provincia cuenta, en el orden nacional educativo, con determinado número de cargos de maestros que, como no se aumentan hace años, hay que mover de una escuela a otra. Se toma como base para ello la asistencia media. ¿Concurren más alumnos acá?. Quitemos un cargo de allá, adonde van menos. ¿Sube la asistencia de allá?. Llevemos un cargo de acullá.

 

Y esto no debiera continuar. Los programas hay que desarrollarlos igual, tanto para un alumno como para diez. No es humanamente posible atender bien cuatro, cinco grados en una sola sección, en forma simultánea. Una escuela no puede basarse en un criterio numérico, sino funcional. Primer grado  tendría, siempre,  que insumir un maestro para él. (este es otro factor que quizás incida en los repitientes: primer grado en las escuelas de tercera categoría, es atendido por lo habitual junto con otros). Sería ideal que lo mismo sucediera con séptimo: ya porque esos niños continúen estudiando, ya porque no lo hagan, merecerían una dedicación exclusiva.

 

Pero no vayamos al ideal, limitémonos a lo viable: el aumento de cargos, aún en modesta proporción.

 

Por otra parte, quien tomó como base la asistencia media no pudo ser un maestro. Un maestro sabe que cuando los alumnos faltan la tarea no es menor, sino mayor, ya que debe atendérselos especialmente para recuperar el tiempo perdido. Por ello, habría que cambiar el criterio numérico del promedio de asistencias, y considerar, en cambio, la cantidad de grados que deben atenderse, de programas que tienen que desarrollarse.

 

XX

 

Cursos de  Perfeccionamiento Docente a distancia, más cargos para el interior, secciones pre-escolares ... Oigo ya la advertencia: “eso exigiría un presupuesto mucho mayor”. Es verdad. Pero también es verdad que lo que un país insume en educación   y salud pública es una inversión que le redituará. La que, con mayor seguridad, le será, siempre, devuelta con creces.

                                                                       

XXl

 

 

El próximo mes hará veintitrés años que llegué a esta escuela.

 

Dos de mis alumnas de entonces, son ahora maestras aquí. Este año han comenzado a ejercer, a su vez, dos alumnas de ellas.

 

Cuando nos reunimos, intercambiamos anécdotas, proyectos, consideramos problemas. Todo lo que antecede lo hemos discutido más de una vez.

 

Soy, en cierta forma, un portavoz de tres generaciones aunadas en idéntica vocación  y que comparten las mismas inquietudes.

 

Mis padres también fueron maestros rurales. Mi hija quizás lo sea.

 

Los eslabones cambian, pero la cadena no se interrumpe. Está formada por hombres y mujeres cuyo oficio no es solamente educar, sino más específico aún: educar en el campo.

 

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En los libros, es hábito colocar una dedicatoria en el prólogo.

 

Aquí lo hemos dejado para el epílogo.

 

Este trabajo se dedica a todos los colegas del interior, incluidos nuestros supervisores que son, ante todo, maestros rurales. Y en especial, a mis compañeras de tareas de esta escuela, docentes animosas, inquietas, responsables, de cuya lealtad y espíritu de equipo cualquier director puede, con justa razón, sentirse orgulloso.

 

APÉNDICE

 

Falta poco tiempo para que me jubile. Pensando en ello, he pergeñado estos versos que transcribo, no por considerar el valor poético que pudieran tener, sino porque traducen un contenido emotivo que me pareció más apropiado expresar así.

Podría titularlos:

Como despidiéndome....

 

Escuela campesina,

naciste apuntalada en un anhelo,

con paredes de barro,

palo y tierra por techo.

Creciste como chico de los surcos:

con golpes, empujones, y remiendos.

y también como él te hiciste fuerte

para capear las luchas y los tiempos;
algo  pobre por fuera,

siempre rica por dentro,

que la humildad se te volvió bandera

cuando enredó con ella el alfabeto.

 

Yo pronto he de marcharme

por tus viejos caminos polvorientos.

Ganará la nostalgia

el lugar de los sueños,

y será tu memoria

mi bagaje sin puertos.

Tal vez, alguna tarde, caminando,

                                                       te divise de lejos

(tus paredes tan mías,

tus problemas tan nuestros).

                                               Me detendré en silencio, acongojada,

                                               para escuchar tus ecos:

                                               retazos de canciones,

                                                tímidos deletreos.

                                                 Saltarán las imágenes

como trozos de vida hecha recuerdo,

un revuelo sin fin de guardapolvos

me golpeará en el pecho...

Veré otra vez iluminarse ojos

de comprensión abiertos,

un fondo de banderas que se izan,

pizarrones y juegos,

mis antiguos alumnos,

tu jardín floreciendo...

 

Quizás , cuando me vaya sin retorno,

campanazos al cielo

me cantarán un coro

de  niños en recreo.

Y en el medio del patio,

girando con el viento,

volará en una hoja

mi destino maestro.

Telma Vaernet
telma_vaernet@hotmail.com

 

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