El Paraíso, el paisaje y la lejanía en América de Kafka Paradise, Landscape, and Distance in Kafka's America ensayo de Juan Vadillo
Facultad de Filosofía y Letras
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En este artículo abordamos la novela América, de Franz Kafka, a partir de tres motivos centrales: el paraíso, el paisaje y la lejanía. Intentamos señalar de qué manera el paraíso y el mundo terrenal recorren paralelamente la trama de la novela. La descripción del paisaje nos ofrece una ventana al paraíso, pero inevitablemente regresamos al mundo terrenal. Se trata de un diálogo contrapuntístico entre el paraíso y la tragedia, donde la mujer entraña ambos, una puerta al paraíso, y la expulsión de éste. palabras clave: Kafka, América, novela, paraíso, exilio. In this article we discuss Franz Kafka's novel America from three main topics: paradise, landscape, and distance. We in-tend to point out how paradise and the earthly world are pres-ent throughout its plot in a parallel form. The landscape descriptions offer a view to paradise, but we inevitablygo back to the earthly world. It is a contrastive dialogue between paradise and tragedy, where women represent a door to paradise and a banishment from paradise at the same time. keywords: Kafka, America, Novel, Paradise, Exile. Nos enseñan a caminar hacia el horizonte: punto inalcanzable al que mientras más nos acercamos, más se nos aleja. Angelina Muñiz-Huberman, “La línea del horizonte”
Para Kafka, el paraíso no era un lugar en el que alguien había vivido en el pasado y del que se había conservado memoria, sino que era una presencia permanente, invisible. Roberto Calasso, “El esplendor velado”
¿Por qué lamentamos el pecado original? No por su causa fuimos expulsados del paraíso, sino por el Árbol de la Vida, para que no comiéramos sus frutos. Kafka, Aforismos de Zürau En América el más mínimo detalle puede ser un signo para descifrar el mundo de la novela; por ello, “el ojo que observa se siente obligado a fijarse en cada gesto, en cada pasaje, en cada rasgo de los personajes” (Calasso: 200). En las siguientes páginas intentaremos observar cómo cada pequeño detalle —a lo largo del viaje de Karl Rossmann, personaje principal de la novela— puede llevarnos al umbral del paraíso. A su vez, la intención es describir la manera en que el lirismo del paisaje va a entablar un diálogo con la trama, ofreciéndonos, en cada ocasión, una serie de fugas al paraíso. En la lejanía de ese mismo paisaje encontraremos también la posibilidad de perder, con la mirada al horizonte, las coordenadas del mundo terrenal, para encontrar un sentido en la tragedia narrativa. El paraíso El mito del Edén siempre está sucediendo: ahora mismo estamos dentro y fuera del paraíso, viviendo simultáneamente en el tiempo mítico y en el cronológico. El mundo de Kafka entraña esta posibilidad de que el paraíso nos aceche en cada pulso de la vida terrenal, aunque, paradójicamente, nuestra estancia en el mundo sea la consecuencia de una expulsión definitiva del paraíso: La expulsión del Paraíso es eterna en su parte principal: entonces, la expulsión del paraíso es eterna, la vida en el mundo, inevitable; pero la eternidad del suceso hace que a pesar de todo sea posible no sólo que podamos permanecer de manera duradera en el Paraíso, sino que en realidad estemos de manera duradera en él, sin importar si los sabemos o no (Kafka 2005a: 81). La idea paradójica que dibuja este aforismo de Kafka, en cuanto a la posibilidad de estar al mismo tiempo en el paraíso y fuera de él, también entraña la paradoja de la existencia, efímera en el segundo, eterna en el instante. Porque si bien vivimos conscientemente en el tiempo cronológico del mundo terrenal (en el segundo del reloj), a su vez, de manera secreta, cada uno de esos segundos tiene la virtud de llevarnos al tiempo mítico del paraíso (el tiempo del instante). De acuerdo con Werner Hoffmann, en el mundo de Kafka hay “una existencia simultánea en el tiempo y en la eternidad, que están en mutua relación, pues a cada momento en el tiempo le corresponde ‘algo’ en la eternidad” (36). Es decir que a cada segundo le corresponde un instante, el cual en el lenguaje borgeano representa una medida de eternidad. Tal como advierte el escritor bonaerense “la eternidad es una imagen hecha con sustancia de tiempo” (Borges: 353). Dentro de la mesura del tiempo cronológico, aparece la desmesura del tiempo mítico que nos puede adentrar en la eternidad. La presencia simultánea de estos dos tiempos esclarece el “paralelismo de una existencia inconsciente en la eternidad y de una existencia terrenal consciente” (Hoffmann: 36). La expulsión del paraíso implica el exilio más profundo: de ese mundo inconsciente del instante eterno pasamos al mundo racional que mide el tiempo. No obstante, la eternidad del paraíso se nos ofrece en cada segundo de ese tiempo medido, bastaría con abrir los ojos y mirar la luna o leer un poema; o escuchar la música de la palabra: “las consonantes con un ruido de hojalata y las vocales” que “unen a ellas su canto como negros de barraca de feria” (Kafka 2005b: 19). En América, esta música dialoga con visiones repentinas que abren ventanas al instante eterno: cuando Karl Rossmann mira ese pozo de luz desde la balaustrada junto al ascensor; cuando la música de la máquina de escribir de Therese juega con el tictac del reloj; cuando las enumeraciones dispares consiguen dibujar un paisaje lírico; cuando las agujas del reloj aparecen veladas a través del humo. Todas estas imágenes no solamente tienen un sentido alegórico, sino que también, todas ellas son fugas hacia el paraíso. En América el tiempo del reloj (narración) y el tiempo mítico (descripción) dialogan en tensión contrapuntística creando un misterio: apenas nos asomamos al paraíso cuando éste se desmorona en el tiempo cronológico, en cuanto queremos seguir al tiempo cronológico, éste se desvanece en una mirada hacia la eternidad. De acuerdo con Werner Hoffmann, “Adán, al transgredir la prohibición divina y comer del árbol del conocimiento se precipitó en la temporalidad” (33); es decir, se precipitó en el tiempo cronológico. Cuando en América este tiempo aparece detrás del humo, se está expresando de manera alegórica, no solamente el carácter volátil del tiempo del reloj, sino también la dialéctica que entabla con el tiempo del paraíso, la cual implica una constante transformación: cuando el humo se desvanece vislumbramos el mundo racional, cuando el humo oculta al reloj, podemos fugarnos por un instante al paraíso. El tema de América es el exilio. Todo exiliado ha de emprender un viaje para recuperar su tierra, el paraíso perdido. Para Marthe Robert (247), se trata de una novela de aventuras que parte del Paraíso Perdido y llega al Paraíso Encontrado en el Gran Teatro Integral de Oklahoma. Nos parece que, en el transcurso de ese viaje, hay, no sólo una, sino tres pérdidas centrales del paraíso, que siempre involucran a una mujer. En la primera, Johanna Brummer (la sirvienta) aparece rezando a un crucifijo, imagen que no solamente va a sacralizar la escena erótica que le sucede, sino que también va a simbolizar el dolor que entraña la pasión. Johanna desnuda a Karl, para luego llevarlo al cuartito en que vive. Entre sábanas y almohadas calientes, Kafka crea una atmósfera en que todos los elementos expresan un erotismo sustancial. Nuestro personaje entra al cuartito como si entrara en un sueño; en un principio se va a mostrar impasible ante el acto que cambiará totalmente su suerte (de acuerdo con María Zambrano, K., el personaje de El castillo se caracteriza por su impasibilidad [120])[1]. En un paraíso de sábanas y almohadas calientes, seducido por una mujer, Karl muerde el fruto prohibido y desde ese momento ya no tiene patria. La familia alemana de Karl Rossmann decide enviarlo a América, dejándolo a su suerte, por haber embarazado a Johanna Brummer. En el segundo párrafo del segundo capítulo, nuestro personaje reconoce que ya no tiene patria. A partir de este momento Karl Rossmann se queda solo, a la deriva, tendrá que buscarse la vida como si fuera un personaje de novela picaresca. En cuanto Karl llega a América —advierte Roberto Calasso—, su actitud constante será “medir el mundo, su cantidad creciente, las puertas, los cajones, los compartimentos, los escalones, los pisos, los vehículos cada vez más numerosos” (197). Medir el mundo es el principio de toda racionalización. Si el mundo primigenio se percibía como un todo, la razón se va a encargar de escindirlo, es decir, de darle medida a las cosas. En este sentido la razón lleva en su esencia la expulsión del paraíso. Morder el fruto del árbol del conocimiento no solamente implica la expulsión del Edén, sino también, consecuentemente, la gestación de la conciencia, la primera gran escisión entre el hombre y su entorno. En la segunda pérdida del paraíso aparece otra mujer, Klara; Karl reconoce la belleza de sus labios rojos, pero, a su vez, el narrador nos dice que a Karl, ella no le importa (Kafka: 114, 119). Creemos que detrás de esta indiferencia se esconde el deseo, que no se manifiesta de manera explícita justamente porque, para nuestro personaje, su realización implica una entrada efímera al paraíso y, consecuentemente, la pérdida de éste. En el hecho de reconocer la belleza de Klara ya se deja ver el deseo, que va a contrastar con su actitud impasible; por medio de este tipo de contradicciones, casi siempre veladas, Kafka va a configurar de manera sutil la psicología de Karl Rossmann. “Toda la obra de Kafka —nos dice Maurice Blanchot— está en pos de una afirmación que quisiera conquistar mediante la negación” (89). En este caso la indiferencia de Karl (la negación del deseo) expresa el deseo que subyace, el cual se deja traslucir con una pincelada irónica. Blanchot advierte que, “a fuerza de ahondar lo negativo, Kafka le concede una oportunidad de ser positivo [...] una oportunidad que nunca llega a realizarse por entero y a través de la cual no deja de translucirse su opuesto” (88-89). El carácter negativo de las expulsiones del paraíso que sufre Karl a lo largo de la novela, no deja de entablar un diálogo con el erotismo que siempre subyace; éste —en cuanto sale a la luz y encarna en una mujer— parece ser el motivo del castigo, pero, al mismo tiempo, el motor oculto que impulsa a Karl a continuar con su viaje. Siguiendo a Marcuse, la represión erótica no solamente sería la encargada de mover a nuestro personaje, sino también, la generadora de un mundo totalmente absurdo, el mundo terrenal, el cual irónicamente resulta ser el mundo estructurado por la razón. Hay que añadir que cada paraíso del que Karl es expulsado es también un infierno. Este proceso puede entenderse como una suerte de contrapunto a dos voces, ahora disonancia (infierno), ahora consonancia (paraíso). En este sentido Blanchot encuentra en la obra de Kafka “la posibilidad misteriosa [refiriéndose a cada uno de sus diversos temas] de aparecer ora con un sentido negativo, ora con uno positivo” (88). Cuando Karl entra en el cuartito de Johanna Brummer, tenemos la impresión de que entra al paraíso, pero esa misma entrada es también la puerta del infierno. Blanchot encuentra otra posibilidad en la ironía: en cuanto nos acercamos al significado, éste se transforma en su contrario, aunque nunca llegue a ser su contrario plenamente: “si cada término, cada imagen, cada relato es capaz de significar lo opuesto —y ese opuesto también—, entonces hay que buscar la causa en esa trascendencia de la muerte” (92). Solamente con la muerte, máxima consonancia, se pueden reconciliar los contrarios, que van tejiendo la trama de manera contrapuntística, generando significados imposibles, los cuales se desvanecen en cuanto se materializan. Pero esta muerte no es permanente, dura lo que dura un pulso en un compás, es una muerte que, en cuanto llega, está dejando paso a la vida. La meditación de Kafka también es generada por los opuestos, “oscila entre los dos polos de la soledad y de la ley, del silencio y de la palabra común. No puede alcanzar ni uno ni otro” (Blanchot: 83). Esta bipolaridad, que está en la raíz del pensamiento kafkiano, entraña la misma tensión contrapuntística que nunca encuentra una consonancia plena. En términos musicales, podemos pensar en una cadencia armónica que deviene en una resolución inesperada. Como el cifrado de jazz, América se descifra, la disonancia va trazando el laberinto de la armonía, persiguiendo el azar que nos lleve a cualquier sitio, donde uno se encuentra porque se pierde, como el significado que, en cuanto se encuentra, se pierde. Entre la indiferencia y el deseo, Karl estrecha entre sus brazos a Klara. Nunca sabremos si por ello el tío Jakob abandona a Karl a su suerte. Sólo nos queda en la memoria la imagen de una mujer antes de la expulsión del paraíso. La tercera expulsión sucede en un paraíso maldito, en el Hotel Occidental: entre el humo de las pipas y los naipes, en los dormitorios de los ascensoristas, donde nadie duerme; bajo la intensa luz que inventa el azar de los dados, donde el placer de un viaje a la ciudad alienta el desvelo. Karl encuentra el umbral del paraíso pese a las arduas jornadas de trabajo de doce horas y el uniforme que no lo deja respirar. “Nunca ese umbral había sido una línea tan sutil como para encontrarla por doquier” (Calasso: 18). No importa cuán difíciles sean las circunstancias de Karl, el paraíso siempre lo acecha, “su ánimo es tal que le hace ver el mundo con una peculiar nitidez de perfiles” (199). Es la misma nitidez con que el narrador describe lo que Karl ve, como si los ojos de ambos compartiesen un secreto, un mundo invisible que se manifiesta en lo visible, una eternidad que se manifiesta en un segundo. Como si el fruto del Árbol de la Vida pudiera surgir de una mirada, de una atmósfera, de la descripción de un objeto, o de la extensión del horizonte. “Es como si Karl se llevase en prenda a América esa visión hiperreal que sólo el objetivo nos concede. En su maleta de emigrante escondía la alucinación del cine” (Calasso: 199). El ojo de la cámara se transforma en un caleidoscopio; realidad e irrealidad se confunden. Se desvanece la línea sutil que separa al paraíso del mundo terrenal. Entre el paraíso y el mundo terrenal se revela la estampa de Therese (secretaria de la cocinera mayor): ella aparece con un delantal “esmeradamente planchado” (Kafka: 181), un peinado alto que contrasta con su rostro serio, “la cara redonda, regular” (Kafka: 188), con una mirada interrogativa. La primera vez que Therese se encontró con Karl, no dejaba de mirarlo. Excitada por la conversación, se arrojó junto a su lecho; le confesó que tenía miedo a volverse loca, se avergonzó de su llanto. Therese aparecía como un consuelo entre aquella “vida amarga” (Kafka: 191) y el umbral del paraíso. Un erotismo sutilmente dibujado se dejaba llevar por su mano a través de la colcha de Karl. Pasaron horas en el pequeño cuartito, los momentos más tristes y los más alegres; a la luz de la ventana ella le reveló el suicidio de su madre. Nunca se dice explícitamente si fueron amantes; la imagen del erotismo frente a la muerte se llena de fuerza al ser dibujada con un secreto. Cuando van a despedir a Karl del Hotel Occidental, aparece Therese sollozando de “placer y de pena” (Kafka: 232), no sabemos por qué siente placer, quizás lo halle en el dolor, quizás ya lo lleva la pena. Ambos, placer y pena, evocan aquel cuartito donde ella había dejado acariciarse para luego hablar de la muerte. El paraíso vuelve a perderse ante la última imagen de Therese desaliñada y enigmática. El Teatro de Oklahoma —como ya habíamos dicho— representa para Marthe Robert el Paraíso Encontrado. Por su parte Adorno considera que se trata de la única imagen de la utopía en el pensamiento de Kafka (citado por Calasso: 215). De acuerdo con Calasso, “los más diversos exégetas coinciden en experimentar, al mismo tiempo desánimo y euforia frente al Teatro de Oklahoma” (215). El mismo Calasso apunta que este espectáculo grandioso e ilimitado “casi coincide con el mundo” (215). Podríamos pensar en El Gran Teatro del Mundo de Calderón; en este sentido, Fanny advierte que se trata del teatro más grande del mundo, casi sin límites, y más adelante advierte que es “un teatro antiguo, pero lo amplían constantemente” (Kafka: 338), como si se tratara del mismo mundo, o de un espejo que nos recuerda que, a fin de cuentas, hagamos lo que hagamos, todos somos actores en el sentido calderoniano. Igual que si fuera el mundo, el Teatro de Oklahoma puede contratar a personas de las más diversas profesiones para que ejerzan su papel actuando. María Zambrano en su ensayo sobre El castillo de Kafka, se pregunta si el personaje K. no es “alguien que sueña, que está soñando su propio ser” (124). En este sentido, Karl Rossmann también podría estar soñándose a sí mismo; como un actor dentro de un teatro que, a su vez, está inmerso en otro teatro. El Teatro de Oklahoma nos deja ver que, a fin de cuentas, todo actor sueña ser su personaje, esto no sólo sucede en el teatro, sino también en el gran teatro del mundo. Karl vuelve a encontrar el rostro de un profesor de la Realschule, como en duermevela; en las apariciones de los sueños, donde cada cosa tiene un significado que, en cuanto despertamos, desaparece. Así también podemos entender el proceso de la lectura de América, como una suerte de soñar y despertar para volver a soñar. En el Teatro de Oklahoma Karl escucha unas trompetas que, “no estaban afinadas una con otra” (Kafka: 334); la imagen nos recuerda la Pregunta sin respuesta del compositor Charles Ives, obra sinfónica en que la línea de la trompeta es totalmente independiente de las cuerdas; Ives se inspiraba escuchando dos orquestas ambulantes, justo en el momento en que se cruzaban en algún lugar del Mississippi, en esa coincidencia azarosa el delirio se transformaba en música. En el Teatro de Oklahoma todas las trompetas suenan a la vez, en una suerte de viaje, cuyo camino se inicia escuchando: “Cuando [Karl] descendió en Clayton oyó al pronto el sonido de muchas trompetas. Era un sonido confuso” (Kafka: 333). Este sonido parece ser un espejo de la imagen que le sucede, esa escenografía que sólo podría encontrar su significado en un sueño, donde la nitidez se debe a una luz que no se menciona, que contrasta con la blancura de las telas de los vestidos, y con el dorado de las trompetas. Allí aparecen centenares de mujeres vestidas de ángeles (tocando sus largas trompetas al unísono) queriendo expresar algo inefable con sus alas, quizás una entrada al paraíso, que, en este caso, se resignifica con la disonancia de esta visión, donde cada mujer subida a un pedestal de diferente altura, nos da una sensación de relieve (así como la desafinación remarca los diferentes planos invisibles de la música), que no dice más que lo que dice, un sueño, una esencia de delirio que evoca el paraíso. Calasso (refiriéndose a esta misma imagen de las mujeres vestidas de ángeles) apunta que, “es un mero hecho visual y auditivo. No hace falta más. La vida perfecta no tendría la necesidad de ninguna otra cosa” (217). Creemos que se trata de un paraíso imposible, disonante. La utopía siempre tendrá que ver con el paraíso perdido, tan imposible éste como aquélla, se nos ofrecen a cada instante en el espacio de lo imaginario, flotando en el humo que cubre los relojes, como los frutos del Árbol de la Vida que mordemos en duermevela. “Basta con que nos desviemos un poco, en cualquier ensimismamiento, en una distracción, un susto, un asombro, una lasitud” (Kafka 2005b: 15), para encontrar el instante desmesurado de la utopía, el sonido de centenares de trompetas que coinciden en ese instante, que se vuelve fruto, sensación, olvido, memoria que nace del olvido. “Kafka habla de un mundo anterior a toda separación y denominación” (Calasso: 12), un mundo primigenio que se revela en el olvido. “No es un mundo sagrado o divino —apunta Calasso—, ni un mundo abandonado por lo sagrado o lo divino” (12). Es un suspiro que nos recuerda, que las cosas alguna vez no tuvieron nombre. Por eso la imagen del Paraíso Encontrado surge de una pérdida, se pierde el sentido racional. Así también en la utopía se pierden las fronteras que habían sido trazadas por la mesura de la razón. “La felicidad se alcanzaría sin las fronteras —advierte Angelina Muñiz-Huberman— [...] Las fronteras son frágiles opuestos en busca de una realidad” (204-205). Un mundo sin fronteras recupera la unidad del origen, “el sueño de la unidad abarcadora se cumpliría en el humilde regreso de un mundo sin horizontes ni fronteras” (207). Habíamos hablado de tres expulsiones del paraíso, que parecían las más evidentes, no obstante, el exilio (del paraíso) sucede constantemente a lo largo de la novela (como unidad mayor de significación). “Esta existencia —nos dice Blanchot—constituye un exilio en el sentido más rotundo: no estamos en ella, en ella estamos en otra parte y nunca dejaremos de estar allí” (93). Exiliados del vientre cruzamos una y otra vez la frontera que divide al paraíso del mundo terrenal. Karl Rossmann se pierde y se encuentra cruzando esa frontera: el paraíso se le aparece cuando el tiempo se diluye en el paisaje que habla desde su silencio. El paisaje y la lejanía El vapor donde viaja Karl llega al puerto de Nueva York. En ese momento nuestro personaje se da cuenta de que ha dejado su paraguas “abajo, en el interior del barco” (Kafka: 63). Karl baja a buscarlo, pero el barco se ha transformado en un laberinto: “Tuvo que buscar penosamente, a través de corredores que doblaban sin cesar y de un cuarto vacío donde había un escritorio abandonado, escaleras que se sucedían sin fin unas a otras, hasta que terminó por extraviarse completamente” (Kafka: 63-64). Desde los primeros párrafos de la novela, nuestro personaje se pierde para encontrarse. “Es difícil perder; es difícil perderse —apunta José Bergamín—. Pero es más difícil encontrarse sin haberse perdido” (84). A la salida del laberinto Karl se encuentra a sí mismo en el paisaje del puerto donde vuelve a perderse con la mirada. Perderse y encontrarse, exilio y vuelta de quien ya no tiene patria, contrarios que se reconcilian en el paisaje; paraíso perdido para siempre. Entonces Karl (de cuyas emociones casi nunca sabemos) vio las olas del mar por las tres ventanas del barco y se agitó su corazón. La imagen del laberinto se diluía en el horizonte con “las pequeñas lanchas y los botes” que “sólo podían ser observados a lo lejos” (Kafka: 72). Después aparecieron las cien mil ventanas de los rascacielos mirando a Karl, fugas al paraíso y al mismo tiempo laberintos. En casa de su tío, Karl va a tocar en el piano “una vieja canción militar”, que a su vez sonaba de ventana a ventana en la tierra que el joven Rossmann había dejado atrás (Kafka: 72, 101). La transparencia de la música se asoma a las ventanas. Se cierra una ventana y se abre otra, alguien sueña en el interior de un sueño; Joseph K. recuerda una ventana en su gran oficina del banco, desde donde podía contemplar “la plaza más animada de la ciudad” (Kafka: 772). Para Kafka “la ventana se desplaza alrededor de uno. Y esas mañanas en que uno se asoma a la ventana, aparta la butaca de la cama y se sienta a tomar el café” (Kafka 2005b: 16). “Entretanto, la vida portuaria proseguía ante las ventanas” (Kafka: 77), como si la belleza del puerto brindase redención en los momentos difíciles; como si la posibilidad eterna de mirar el horizonte pudiera consolar el alma. Cada detalle aparentemente irrelevante tiene un significado íntimo, que se relaciona con otro detalle en la pintura del paisaje: un barco de carga con barriles milagrosamente amontonados, “pequeñas lanchas de motor”, que se deslizan “fragosas y en líneas rigurosamente rectas [...] un hombre erguido frente al timón [...] el agua inquieta”, los “botes de los vapores trasatlánticos” avanzando a remo y todo lo que alcanza a ver “el ojo asombrado” a través de la ventana confluye en la simultaneidad de un instante (Kafka: 77-78); el tiempo cronológico se detiene; una sola mirada, que dura un segundo, descubre el paraíso. La enumeración (arte esencialmente combinatorio), consigue su objetivo, la sensación de simultaneidad; a base de una rigurosa selección de elementos se consigue recrear la totalidad del puerto, también su atmósfera. “¿Cómo representaremos ese mundo que se nos escapa —apunta Blanchot—, no porque sea inaprensible, sino porque al contrario tal vez haya demasiado por aprehender?” (85) Kafka consigue expresar en sus paisajes la totalidad de ese mundo, seleccionando algunos elementos, se trata de una revelación visual. “El mundo de Kafka es el mundo de la revelación”, apunta Gershom Scholem, y más adelante habla de “la imposibilidad de realización de lo revelado” (143). El paisaje alcanza a herir al misterio a lo lejos, en un instante que se pierde en la lejanía hasta desaparecer, en un mundo donde “hasta la fe se volatiliza cuando es formulada” (Hoffmann: 29); la característica de la revelación es su evanescencia. Lo que queda es lo que queda, la ausencia del misterio. Desde un estrecho balcón en la casa del tío de Karl Rossmann se podía ver una calle “en una especie de fuga” (Kafka: 97), entre hileras de casas “perdiéndose en la lejanía” (Kafka: 97). El simbolismo del paisaje es de nuevo una invitación a perder la mirada, a perderse con la mirada. Esta calle aparecía siempre agitada en la vigilia y en los sueños. Desde arriba del balcón podía verse una “confusa mezcla” (Kafka: 97) con “figuras humanas desdibujadas [...] y desde allí elevábase otra capa más de la confusa mezcla [...] formada de ruido, polvos y olores [...] y todo esto era recogido y penetrado por una luz poderosa, dispersada continuamente por la cantidad de los objetos, llevada lejos por ellos [...] y que para el ojo embelesado cobraba una corporeidad intensa” (Kafka: 97). Un pincel impresionista va dibujando el paisaje de esta calle, hasta transformarlo en un caleidoscopio. La pintura confusa entre polvo, ruidos y olores nos da la sensación de que la totalidad urbana es una rara mezcla donde la identidad del hombre también se ha desdibujado; esa es la calle en fuga constante, despojada de sí misma, con sus transeúntes perdidos, perdiéndose a sí mismos. Parece que alguien, “a cada instante”, estrellase una plancha de vidrio sobre ella cubriendo todas las cosas (Kafka: 97). Camino a Butterford aparece de nuevo el paisaje redentor, cuando Karl “revolvía la bilis” porque se habían comido su salchichón; frente a lo narrativo donde imperan las dificultades, lo descriptivo nuevamente abre una ventana al paraíso: “La neblina había desaparecido por completo; a lo lejos resplandecía una alta cordillera cuya cresta ondulada llevaba la mirada hacia una nube, más distante aún, atravesada por los rayos del sol” (Kafka: 160). El paisaje esclarece las circunstancias con su cielo totalmente despejado; la mirada perdida, hasta llegar al punto más lejano, evoca el olvido con una pincelada de nube. En ese mismo paisaje, “si las miradas, deslizándose sobre las casas, se alejaban de ellas veía uno volar las alondras en lo alto del cielo” (Kafka: 161). Allá en la lejanía aparecen los pájaros y la posibilidad de que se pierdan en el horizonte. Y sólo de cuando en cuando, y seguramente bajo el influjo del recuerdo de haberlo visto antes de cerca, creíase ver desplazarse algún barco, un breve trecho. Pero tampoco era posible observarlo durante mucho tiempo: se escapaba a las miradas y luego ya no se le volvía a encontrar (Kafka: 162). Mirar es olvido y recuerdo. Cuanto más se aleja la mirada más se olvida y se recuerda. El recuerdo inventa un barco. El olvido deja que se pierda a lo lejos. Cuando Karl es perseguido por el agente de policía, nuevamente aparece el paisaje redentor dilatando el tiempo en la lejanía: No quería él apartarse de aquella calle, cuya perspectiva podía uno abarcar con la mirada hasta muy lejos y que sólo muy, muy abajo, terminaba en un puente, del que apenas se veía el comienzo, ya que un poco más allá desaparecía en una bruma de agua y sol (265). En medio de una persecución el narrador nos invita a extender la mirada hasta el punto más lejano, donde quizás se alcanza a rozar el paraíso con una “bruma de agua y sol” (Kafka: 265). Entre pasillos cada vez más largos y arranques de escalera, camino al piso de Brunelda, en los patios “casi todos desiertos” (Kafka: 267), lo narrativo y lo descriptivo se funden en un paisaje que expresa, más que ningún otro, la simultaneidad del instante. Se describe por medio de la acción. Se trata de una pintura en movimiento que evoca el tiempo del paraíso. La sincronía nos regresa al tiempo mítico porque entraña la eternidad: Sólo aquí o allá un dependiente de comercio empujaba una carretilla de dos ruedas, una mujer llenaba una jarra con el agua que extraía con una bomba, un cartero cruzaba el patio con paso reposado, un viejo de bigotes blancos permanecía sentado cruzado de piernas ante una puerta de vidrio y fumaba su pipa. Delante de una empresa de transportes descargaban cajones, y los caballos, desocupados, volvían las cabezas con indiferencia; un hombre de guardapolvo, con un papel en la mano, vigilaba todo el trabajo; en una oficina se veía a través de la ventana abierta a un empleado sentado frente a su escritorio; tenía apartada la vista del mismo y miraba pensativo hacia afuera, por donde en ese preciso momento pasaban Karl y Delamar-che (Kafka: 267-268). El final de la novela coincide con un tren que se aleja. Le ceden a Karl un asiento junto a la ventanilla para mirar el paisaje: “Allí se abrían valles oscuros, estrechos, desgarrados, y uno señalaba con el dedo la dirección en que iban perdiéndose” (Kafka: 355-356). El tren va transformando el paisaje en recuerdo, un viaje siempre es perderse para encontrarse, perder la mirada es olvidar, olvidar es una forma de recordar el paraíso. Cierre El mundo terrenal aparece lleno de ventanas al paraíso. En medio de la tragedia se detiene la narración y un lirismo descriptivo dibuja una salida, una ventana. El tiempo cronológico (que según imaginamos va tejiendo la trama) se detiene cuando la mirada encuentra el paisaje. Allí en la lejanía, la ilusión de perderse hasta el final del horizonte es capaz de sublimar el dolor. Sólo por un momento, en una revelación instantánea, la mirada encuentra el paraíso. Toda la novela es una suerte de laberinto que Karl Rossmann va descifrando conforme se pierde en él. En medio de este viaje iniciático aparece la mujer redentora, cuya imagen dibuja la alegoría del pecado original, porque de manera irónica entraña el paraíso, pero también la expulsión de éste. Hemos intentado acercarnos a tres expulsiones del paraíso, que nos parecen las más significativas. No obstante, la novela está hecha a base de paraísos efímeros, de los cuales el protagonista es constantemente expulsado. Se trata de contrapunto a dos voces, cuya tensión disonante enfrenta al paraíso con la tragedia de la vida terrenal. En cada pulso aparece una ventana y en cada pulso se cierra. Cada vez que Karl Rossmann se pierde en el laberinto, encontrará también una fuga en el paisaje. Como un trazo impresionista, el paisaje se dibuja y se desdibuja. Se extiende hasta el final del horizonte. De manera paradójica, el cielo abierto también puede ser un laberinto: “El horizonte se pierde en el horizonte: ¿dónde empieza o dónde acaba?” (Muñiz: 204). Bibliografía Benjamín, Walter y Gershom Scholem. Correspondencia 1933-1940. Trad. Rafael Lupiani. Madrid: Taurus, 1987. Bergamín, José. “Hombre perdido”, en Beltenebros y otros ensayos de literatura española. Barcelona-Madrid: Noguer, 1973. 83-85. Blanchot, Maurice. De Kafka a Kafka. Trad. Jorge Ferreiro. México: fce, 2006. Borges, Jorge Luis. “Historia de la eternidad”, en Historia de la eternidad. Obras completas, tomo I. Barcelona: Emecé, 1989. 353-367. Calasso, Roberto. K. Trad.Edgardo Dobry. Barcelona: Anagrama, 2005. Hoffmann, Werner. Los aforismos de Kafka. Trad. Óscar Caeiro. México: fce, 2001. Kafka, Franz. “América”, en Obras completas (tomo I). Trad. D. J. Vogel-mann. Buenos Aires-Barcelona: EMEcÉ-Planeta, 1976. 61-356. Kafka, Franz. Aforismos de Zürau. Trad. Claudia Cabrera. México: Sextopi-so, 2005a. Kafka, Franz. Diarios (1910-1923). Trad. Feliu Formosa.Barcelona: Tusquets, 2005b. Muñiz-Huberman, Angelina. “La línea del horizonte”, en En el jardín de la cábala. México: conaculta, 2008. 204-207. Robert, Marthe. Franz Kafka o la soledad. Trad. Jorge Ferreiro Santana. México: fce, 1985. Zambrano, María. El sueño creador. Madrid: Turner, 1986. El autor Juan Vadillo Obtuvo el diploma de composición de jazz en Berklee College of Music, Boston (1995) y el grado de doctor en Letras, con mención honorífica, en el Programa de Posgrado en Letras de la unam (2015). Realizó una estancia posdoctoral en El Colegio de México bajo la dirección del Dr. James Valender (2015-2017). Producto de esta investigación es el libro El Romancero gitano, de la tradición a las vanguardias, que se publicará este año. Su línea de investigación gira en torno a la relación entre la música y la poesía. Ha publicado, entre otros artículos: “El delirio frente a la razón en el Quijote”, en Acta Poética, 34-2, julio-diciembre, 2013. Actualmente imparte la materia “Literatura Española 6” (moderna y contemporánea), en el Colegio de Letras Hispánicas de la ffyl, unam. Notas: [1] Creemos que Karl Rossmann, aunque en menor grado, tiene muchos rasgos de esta impasibilidad, que también comparte con Josef K. personaje de El proceso. |
ensayo de Juan Vadillo
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional Autónoma de México
Publicado, originalmente, en: Acta Poética • 41-1 • enero-junio • 2020 • 159-173
Acta Poética es una publicación semestral, editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas
Link del texto: https://revistas-filologicas.unam.mx/acta-poetica/index.php/ap/article/view/870
Editado por el editor de Letras Uruguay
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