Desde niña, en el hogar, la religión católica empezó a moldear mi conducta. De joven, un colegio religioso atrajo mi atención hacia «los pobres», como las hermanas de la caridad llamaban al contingente de menesterosos que hacían fila en una de las dependencias del edificio para recibir su diaria ración de pan. Ya en la universidad, me acerqué a un frente estudiantil impregnado de la doctrina social de la iglesia y escuché pláticas aleccionadoras del ahora Arzobispo de Guatemala, Cardenal Rodolfo Quezada Toruño, sacerdote amigo que ofició en mi matrimonio e, inclusive, bautizó a mis hijos. Crecí, pues, con una fuerte impregnación cristiana en la que el segundo mandamiento (no el de las Tablas de la Ley, sino el enunciado por Cristo) se convirtió en programa de vida: ver, en los demás, al hermano, al amigo, al prójimo. Un cristianismo esencial al cual va aparejado un sentido de piedad o compasión por ese «otro», generalmente marginado.
El estudio, tanto de los libros como de la realidad cotidiana, me alejó de la perspectiva ingenua de explicación del mundo. No obstante, quedó un destilado final de respeto a una religión que va a la médula del problema social y que no atenúa, enmascara o desfigura las causas de la injusticia. Por esta razón valoro a los sacerdotes que no ponen vendas en los ojos de sus feligreses y no fincan la felicidad humana en el más allá de un imaginado paraíso destinado a los mansos, los sumisos, los que no cuestionan y aceptan las imposiciones en nombre de una fementida voluntad divina. Sacerdotes como Justo Milla, Ismael («Melo») Moreno, Andrés Tamayo y Luis Alfonso Santos predican la necesidad de solventar, en este mundo, los graves problemas provocados por la voracidad de una clase social que todo lo acapara y que lava su conciencia con pretendidos actos de caridad, tipo Teletón o colectas parecidas.
Pero así como los respeto a ellos, siento repulsión por la jerarquía de la iglesia católica (y también por los pastores evangélicos de igual pelambre). Su maridaje con los poderes dominantes es aberrante y una negación completa del cristianismo bajo el cual amparan sus actos deleznables. Al respecto, lea y sopese estas declaraciones: «Los seguidores de Zelaya están pagados. Les pagan [cien lempiras] por acudir a las manifestaciones»; «Micheletti es un presidente democrático, hay paz en el país y pese a las protestas no se ha atacado la libertad. Ha habido disturbios organizados por los seguidores de Zelaya, pero el gobierno ha sido condescendiente y no ha habido represión. Los militares y la policía han estado a la altura. El regreso de Zelaya sólo ha servido para poner en peligro otras vidas»; «La comunidad internacional está a favor de Zelaya. Pero es que ellos no han leído la Constitución y juzgan desde sus propias leyes. Lo que ha pasado en el país es legal» (Diario de Mallorca, España, 27 de septiembre de 2009).
Indignan, por mentirosas, esas palabras. Son nada más y nada menos que del prelado de San Pedro Sula, Antonio Quetglas. No es necesario refutarlas porque, una a una, los hechos recientes (de los cuales hay inobjetables fotografías, videos y testimonios de primera mano) se encargan de desmentirlas. Sin embargo, no está de más imaginar la exorbitante cantidad que se necesitaría para pagarnos a quienes hemos acuerpado las marchas y plantones. Serían millones que ya estarían circulando en pulperías y supermercados. Tantos como para atenuar la crisis por la que pasan dichos negocios. De nuevo estamos ante un jerarca católico que tergiversa los hechos para favorecer a los ricos y privilegiados.
Quizá, su intención fue congraciarse con los sectores empresariales de San Pedro Sula. Ello proporciona cuantiosos dividendos. Por esta poderosa razón, tal vez nunca llegue a entender que, con esas palabras, ha ensanchado, aún más, la brecha entre el sector oficial de la iglesia católica hondureña y el pueblo llano, en su mayoría, católico, pero también miembro de la Resistencia que, hoy por hoy, por su lucha desigual contra la tiranía, es el movimiento popular de mayor respeto en Latinoamérica.
No es ocioso recordarle a Quetglas, y a toda la cúpula a la cual él pertenece, el discurso que el Papa Juan Pablo II -con dedicatoria directa al dictador Efraín Ríos Montt- pronunció en Guatemala en 1983. He aquí su contundente juicio: « (...) cuando se atropella al hombre, cuando se violan sus derechos, cuando se cometen contra él flagrantes injusticias, cuando se le somete a torturas, se le violenta con el secuestro o se viola su derecho a la vida, se comete un crimen y una gravísima ofensa a Dios; entonces Cristo vuelve a recorrer el camino de la pasión y sufre los horrores de la crucifixión en el desvalido y oprimido». Estas palabras nos hacen pensar que ni las confesiones in artículo mortis, ni los golpes de pecho en la soledad de la propia conciencia, podrán traerles la absolución a los artífices del golpe y de la represión. Por algo, los traidores están en el último círculo del infierno, según el visionario poema de Dante Alighieri.
¿Y qué decir del sacrilegio cometido con la imagen de la Virgen de Suyapa, el pasado 3 de octubre, Día del Soldado? En acto digno de una grotesca ópera bufa, los brazos que dirigen y ejecutan la represión contra el pueblo hondureño la sustrajeron de su santuario para conducirla a la Academia Militar Francisco Morazán en donde se celebró una ceremonia religiosa. Una burla y una afrenta al pueblo católico que, en muchos de sus miembros de la Resistencia, ha sido víctima de los peores atropellos que recuerda la historia del país. Justamente, por esto último, pese al oropel propagandístico, el aquelarre religioso-castrense es un acto fallido: un vano intento de lavar la imagen de una institución nacional e internacionalmente desprestigiada. (La procesión me recordó, por cierto, el uso de la imagen del Cristo Negro de Esquipulas por la tropa mercenaria del coronel Carlos Castillo Armas cuando se cercenó al gobierno democrático de Jacobo Árbenz Guzmán en Guatemala).
Igual de deleznable -por ser uno de los artífices principales del golpe de Estado- es el apoyo de la alta jerarquía católica de España al solidarizarse con el Cardenal Óscar Rodríguez. Lo mismo se puede decir del Doctorado Honoris Causa que le otorgará, en noviembre, el Instituto Católico de París, acto en el que participará el Arzobispo de Clermont, vicepresidente de la Conferencia de Obispos de Francia. Como leímos en reciente nota que, a raíz del golpe de Estado circula por Internet firmada por Emilio Guerrero, nada ha cambiado: «La espada y la cruz siguen el pacto original de la
Conquista». |