Diminutas gotas blancas
Warren Ulloa Argüello

Al compadre Enrique Winter 

I

Dejó de lado el azafate con las frutas. Dorotea observó que su madre adormecida retenía un pétalo y lo aprisionaba como si representara un hilo de vida.

Se lo quitó con cuidado para evitar sus reclamos. Lo observó con detenimiento: era un pétalo púrpura salpicado con minúsculas gotas blancas. A sabiendas que la anciana era incapaz de darle una explicación coherente, se dirigió al comedor, donde su esposo desayunaba.

—Cariño, ¿Sabes, si mamá salió a algún lado hoy temprano en la mañana?

— ¿Por qué preguntas?

—Le encontré un pétalo de orquídea entre sus manos, eso me extraña, en casa no hay orquídeas.

Rómulo se limpió los labios y respondió con apuro.

—No creo, me levanté como a las cuatro y media y no escuché ni vi nada. Tal vez algún vecino dejó por allí el pétalo olvidado y Mateo se lo trajo, pero no te preocupes de esas cosas. *

—Me da pavor la idea de que mamá ande por allí sin que nos demos cuenta.

—Pregúntale al niño y te quitas la duda —miró el reloj—. ¡Ah! y de paso me despides de él, porque voy de prisa.

Tomó su portafolio, y se despidió dándole un apresurado beso a su mujer. Dorotea se dirigió a la habitación del niño. Al abrir la puerta se encontró con las sábanas revueltas sobre la cama. Se alarmó e instintivamente se precipitó a la ventana desde donde miró a Mateo jugando en el jardín.

No creyó oportuno interrumpirlo para preguntarle algo que, en la de menos, el chiquillo ni sabría. De modo que intentaría con su madre. 

Llegó hasta donde estaba y tomándole las manos le preguntó.

— ¿Mamá de dónde sacaste este pétalo?

La anciana ni siquiera le prestó atención, tenía la mirada perdida.

Dorotea insistió con firmeza.

—Mamá, sé que quizá es un poco difícil responderme ¡Me tienes en vilo!, ¿de dónde lo sacaste?

Doña Gabriela ** replicó rompiendo la cortina de la duda:

— ¡Gaspar nunca falla, siempre viene a visitarme!

La respuesta confundió a Dorotea y le hizo recordar la historia de la muerte de su hermano Gaspar en el potrero y a quien nunca había conocido:

  “¿Gaspar? ¿Pero, qué tiene que ver Gaspar en todo esto?”

Enseguida se dio cuenta que era tarde y Mateo debía bañarse. Se incorporó y lo llamó desde el patio.

— ¡Ven, Mateo, es hora del baño!

El chico salió tras un arbusto empapado en sudor.

—Mamá ¿Puede bañarse conmigo mi amigo invisible?

—Desde luego.

Mateo bien podría tener otro hermano con quien compartir. Su padre por un tiempo se obsesionó con la idea, pero Dorotea se mantuvo firme con la excusa que todavía no estaba preparada para otro embarazo, así que Rómulo terminó postergando su anhelo.

El niño hasta los cuatro años creció sin más compañía que la de un amigo invisible. Haber sacado a la abuela del asilo y llevarla a vivir con la familia fue una sabia decisión para ambas partes. Tanto la abuela como Mateo compaginaron de inmediato; y tenían en el amigo invisible su punto de encuentro.  

II

Mientras Dorotea enjabonaba la espalda del niño, la abuela irrumpió de pronto en el baño.

—Ah, con que aquí estabas ¡vamos! Es hora de que ordeñes las vacas ¡vagabundo! —dijo la anciana con voz clara, que distaba de los acostumbrados silencios de todas las mañanas. Y acercándose a la tina tomó la mano de alguien invisible.

Dorotea, sorprendida, la siguió con la vista. Creyó por un momento que su madre, alguna vez, había hecho teatro, cuando joven,  pues regañaba con cómica astucia mientras jalaba algo con su mano derecha.

— ¡Ves Mamá! ¡No es justo! La abuela sólo quiere jugar con mi amigo invisible—dijo el chiquillo.

— Mateo, mi vida —preguntó Dorotea cuando la anciana hubo salido del baño—. ¿Me podrías decir cómo se llama ese amiguito del que tanto me hablas?

El niño sonrió de manera cómplice.

—No puedo decirte el nombre (se enojaría conmigo) —dijo en voz baja, luego añadió—. Me lo prohibió, porque si lo digo dejaría de jugar con nosotros.

III

Durante la cena, Rómulo se mostraba inquieto. La noche estaba fría pero él sudaba copiosamente. Parecía no soportar sus pensamientos. Dorotea lo notó con extrañeza.

—Amor, ¿me puedes decir qué te pasa? Te veo pálido ¿Te sientes bien?

—Tranquila, sólo estoy un poco impresionado, nada serio—respondió con una sonrisa nerviosa.

    ¿Impresionado?

 

 — ¡Bueno, a decir verdad! ¿Recuerdas la parte en la carretera que no tiene barandas?

    ¡Si claro! Justo en la curva cerca del barranco.

    Bueno, hoy derrapé y por un pelo casi me caigo. Gracias a Dios pude esquivarlo.

Dorotea quiso calmarlo.

— Tranquilo, fue sólo un desliz. ¡Levántate más temprano y deja de ir tan rápido! Esa calle es insegura pero si manejas con cuidado eso no se vuelve a repetir. 

Doña Gabriela miró a su nieto y ambos sonrieron como si guardaran secretos.

IV

Se desgranaba el calendario y Dorotea seguía sin comprender de dónde salían los pétalos que tenía su madre en la mesa de noche, junto a la foto de Gaspar. Los iba coleccionando con el paso de los días como cromos teñidos de nostalgia.

Un martes por la noche, la salud de la abuela empeoró, cayó en cama de manera definitiva. Al paso de los días se fue rindiendo con un gesto mezclado de cansancio y satisfacción.

Mientras agonizaba se aferró a un pétalo blanco, grande y hermoso. Respiró por última vez una honda bocanada, dejando escapar pocos segundos después, un tibio aire de muerte.

V

Transcurrió un mes desde el deceso de la anciana. Mateo se veía feliz como nunca antes en sus cinco años de vida. A pesar de que su abuela, única compañía de juegos, había muerto, nunca hizo preguntas al respecto, como sería lo normal ante la ausencia de un ser querido.

Una mañana, mientras cenaban, el niño miró al patio. Una sonrisa se desbordó en su rostro. Y sorpresivamente dijo:

— ¡Mamá, mi amiguito me dijo que ya puedo decirte el nombre!

— Qué bien ¿y cómo se llama? —preguntó la madre.

—Bueno, dice que te conoce desde hace mucho tiempo. Se llama Gaspar, está en la foto de la mesa de noche de la abuela ¡Y ella también juega conmigo! ¡Qué feliz estoy! Y lo mejor de todo es que me dijeron que pronto alguien más nos acompañaría.

El niño dándose una palmada en la frente, y luego extendiendo un pétalo púrpura impregnado de diminutas gotas blancas, exclamó. 

—Papá, casi se me olvida, el tío Gaspar y la abuela te mandan este pétalo, dicen que lo cuides como lo hizo la abuela.

Warren Ulloa Argüello

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