Zunderland |
a Marta Huéter |
Fui estudiante de griego y ayudé en la cátedra del mismo idioma durante algún tiempo. No es extraño que en sueños escribiera en el pizarrón un verbo griego que quiere decir: sálvanos. A medida que lo escribía preguntaba a Élida S. si era correcto así, porque la noción del tiempo transcurrido entre mi conocimiento del griego y mi olvido, existía. Élida S. asintió. Mi cabeza sufría de cansancio, yo la había cargado en la noche con el peso de los sueños y ella necesitó volcarse sobre la almohada como si fuera a ningún sitio. Por momentos la intimidad que marcaba "sálvanos" podía entenderse como la búsqueda de un encuentro sereno, pero lo oscuro del ambiente parecía más bien pronosticar la desesperación y el desorden. Durante muchos años creí que debía fidelidad a la máquina y mi abandono de ésta hizo que me preguntara si era un acierto provocar una separación. Sabás era un ser todopoderoso y aunque lo observé pocas veces en mi vida –él venía a la Tierra en raras oportunidades– yo esperaba que él me ayudara a salir de situaciones difíciles. Desde que era propietaria, en forma total y casi simultánea de un edificio de departamentos céntrico, de tres quintas y de dos estancias singularmente extendidas en la provincia de Santa Fe, me había olvidado de Sabás. Ocupada en atender esos asuntos, a los que yo llamaba "la máquina", no tenía oportunidad de recordar a los semidioses. Mis hijos crecían espléndidos, como plantas, y estaban llegando a la edad en que se apartan de los padres. Yo no me sentía sola, digámoslo así, porque la fuerza de esa palabra no existía, pero poco a poco, y a medida que mi último marido –padre del menor de mis cuatro hijos– exponía con frialdad lo necesario para él, de un largo viaje sin mí, fui entendiendo que deseaba ver a Sabás cuanto antes. Su llegada dependía de algún acontecimiento que me era ajeno, pero que por una u otra causa se ligaba a las posibilidades de verlo. Yo solía estar atenta a los episodios que podían atraerlo siguiendo las informaciones televisivas o de la prensa, rogando –uso convencionalmente esta palabra, porque el ruego para Sabás no existía– que sucediera alguna cosa en este mundo digna de contar con la presencia de mi héroe. Quedó en suspenso esto que debo aclarar: Sabás no aparecía con ruegos, sí con insultos, golpes y violencia, pero como en todas las religiones el ruego es la forma de acercarse a los dioses, tuve la tentación de usar ese término. De modo que para hacer que Sabás apareciera, en lo último que debía pensar era en "sálvanos". Por lo tanto, la inscripción de ese verbo griego en la negrura del pizarrón, era sólo una manera social de situarme en el pasado, desde el que yo llamaría por inercia del inconsciente al todopoderoso deseado, y por quien en la vida despierta había interrumpido la vigilancia de lo que designaba la máquina. Nadie, a esta altura del siglo y viviendo en Los Ángeles, creerá que una mujer es capaz de despeñarse por un vacío de desesperaciones después del cuarto marido. Sólo un cúmulo de adversidades podían dar motivo al sentimiento de "sola" y así sucedía. Entre los hijos que crecían tanto como la fortuna, yo me había convertido en una mujer sin problemas y estaba todos los días al borde de crearlos. La necesidad de ver a Sabás respondía a un instinto oscuro y nuevo que me provocaba imágenes misteriosas siempre indescifradas. Sabiendo que había dos o tres países en este mundo sumergidos en la violencia total, decidí, por medio de mis hijos, inocentes de su ciega ayuda a través de un acertijo, que me trasladaría a uno de ellos segura, segurísima, de que el largo viaje de mi cuarto marido jamás tendría comienzo por los índices del fuego o de la muerte. Allí –era mi secreta apuesta– encontraría a Sabás. Pero entretanto ¿cómo acallar mis expectativas? A diferencia de la preparación de otros viajes, había resuelto ir lo más liviana posible. Si llegaba a necesitar algo en la región en que encontraría a Sabás, me lo procuraría, pero no quería complicar la partida llevando pesos innecesarios. Además, tenía la certeza de que fuese al país que fuere, éste sólo sería un nexo para seguir a Sabás hasta sus dominios, totalmente apartados de cualesquiera de los países de nuestro planeta. La fecha de la partida se acercaba y puse punto final a los asuntos de la máquina delegándolos en el mayor de mis hijos, que empezaba a sentir una necesidad urgente de protegerme, relevándome en mis periódicos viajes a la Argentina. No es Los Ángeles un lugar donde se pueda guardar un secreto. El aire lo lleva por los jardines y éstos propagan el deseo que se convierte en público antes de ser cumplido. Después surgen los equívocos, se mezclan las voluntades y un tejido de sueños crece en los espacios abiertos. El proyecto del viaje sufrió evoluciones diversas y Sabás fue admirado y repudiado con el mismo fervor al mismo tiempo. No creí necesario intervenir, el silencio podía ser más elocuente y más ejecutivo. Sospeché olvidos, cambios, renunciamientos, y tuve oportunidad de comprobar que mis sospechas eran fundadas. Pensaba con desdén y en forma discontinua en la falacia del verbo griego; "sálvanos" se descubría ante mí con vestigios de mala herencia existencialista, que Sartre no habría tolerado. Retazos de conversaciones antiguas develaban mitologías familiares: a fulano lo salvó la música, para zutano la poesía fue su salvación. Entendí que se hablaba de un paraíso perdido y sería nada más que un árbol, que las palabras que daban fuerza a algunas cosas debilitaban a otras, entendí que envejecían, había ciclos irrecuperables, que las imágenes que provocaban ciertas frases circulaban de distinto modo en diferentes tiempos. Pensé en Sabás y lo sentí bello y ridículo. ¿Sería el encuentro con él como con el de un apuesto de otro reino? ¿No estaría yo asomándome al sinsentido de su existencia? Gocé ante la idea de haberlo destruido, pero seguía alterada por su belleza. Haría ese viaje más pronto de lo que se dilataba, ahí en Los Ángeles nadie hablaba griego. Partí. En las cercanías del puerto de una ciudad encontré un lugar donde se bebe cerveza, a medias bar y a medias restaurante, que los marineros conocen porque van allí a abandonar la nostalgia de su país y a recobrar el ansia de mujeres. También vi que acudía otro tipo de clientes, familias en las noches de verano, y parejas, porque el local, tan amplio, permite una distante y cordial convivencia. Cuentan los habitantes de la zona que hace muchos años, cuando el puerto tenía comercio activo, la clientela era no menos numerosa pero sí más uniforme en la clase de gente. Dicen también que la importación era un fenómeno natural y que a los postres, era posible conseguir los ricos cigarros que llegaban de Grecia o de Inglaterra, que los hombres prendían en homenaje a la noche despedida. A Pedro Dupart, un viejo estudiante de medicina, le gusta frecuentar el lugar; a veces solo, otras acompañado de Mario Strauss, filósofo, enólogo y oculto poeta, hijo de una familia de antigua tradición en la ciudad. Cuando se reúnen conversan durante mucho tiempo, se proponen descifrar el mundo y beben hasta altas horas, hasta que las últimas oscuridades de la noche borran sus sombras del rostro. Un atardecer de febrero Pedro Dupart ha llegado a la cervecería solo, pero resuelto a encontrarse con su amigo. Entretanto, como el calor es insoportable, se ha sentado en el interior del local, cerca de las altas maderas que cubren las paredes y de una ventana amplia, por donde la brisa puede acariciarlo de tanto en tanto, producida por la abertura de una puerta enfrentada a la ventana. Ha elegido su sitio con estrategia, y medita quizá, mientras espera que le sirvan la cerveza helada, que su vida transcurre con pocos sobresaltos, salvando los económicos. Es verdad que no tiene trabajo, ni dinero, pero tampoco puede entregar su tiempo, tan preciado de la reflexión, a estarse detrás de un escritorio, de un mostrador o de una ventanilla, en una ciudad donde no se le ofrecen demasiadas oportunidades. Mira el reloj de péndulo de grandes números romanos que hay en un rincón, no tiene ningún apuro, parece que le agrada estar solo y pensar, como acomodando sus pensamientos y su ocio, para predisponerse al encuentro con su amigo, pero me ve, me reconoce y se acerca a mi mesa. Dice que en los últimos días ha acariciado la posibilidad de hacer un largo estudio que rompa con las tonterías que circulan por ahí respecto de los complejos anestésicos. Dice que debo quedarme en la ciudad para hacerle balbucear alguna frase homérica a Mario Strauss. A los pocos días de llegar allí hice amistad estrecha con los dos amigos, luego de hacerles conocer el motivo de mi viaje. Uno y otro mostraron total descreimiento frente a la descripción que hice de Sabás. Me pusieron al tanto sobre Láser, una figura masculina, extraña, evocada por otra mujer en una novela llamada Urdimbre, que circula en ediciones subterráneas entre los intelectuales de ese país. Dije que no creía que Sabás estuviera relacionado con los rayos Láser, y Pedro Dupart señaló que tampoco Láser debía ser emparentado de manera tan ingenua con los rayos del mismo nombre. Comprendí que hablábamos códigos diferentes, pero enseguida Mario Strauss recitó un poema en inglés, que cerró, lleno de candor en sus ojos chispeantes "the hour of waking together", la hora de despertarnos juntos, precisó. Ezra Pound, informó Pedro Dupart de inmediato. Ahora llega Mario Strauss, saluda con calor, se sienta. Tengo la sensación –digo– de haber estado en este lugar antes con ustedes. Cara amiga –interrumpe Mario Strauss levantando un jarro de cerveza negra –creemos que viajamos por el mundo y no hacemos más que repetir antiguas escenas que se abren y se cierran con la rapidez del agua. Es verdad, reflexiono como fuera de mí y recién entonces tengo curiosidad por conocer el nombre del lugar que me depara tantas sorpresas. Pedro Dupart, advirtiendo mi agrado, lo pronuncia con la misma suavidad con que llamaría a un gato. En este país todos los sitios que me gustan tienen nombres vinculados con el fuego, el pecado, o con todo aquello que pertenece al infierno, al sexo, comento. Pedro Dupart prende un cigarrillo convirtiendo ese acto en el rito más importante de su vida, medita un momento y agrega: éste es un país de indios. No tenemos los mitos cristianos ni los freudianos que cultivan ustedes. En todo caso los nombres de esos lugares se dirigen al turismo. –Pero yo no he venido como turista –replico– ; es un azar que me esté quedando más de la cuenta. Vine de paso, por Sabás, y me encuentro con ustedes, con quienes me siento como si nos conociéramos desde siempre. –Está bien, Lilia, quédate. No hasta ver a Sabás –que no lo verás– sino hasta que salga Nietzsche. Y te llevas un ejemplar para que yo te acompañe impreso hasta la región sabática –dice Mario Strauss. –Puede ser. Me parece espléndido –agradezco. Ellos me ofrecen una fraternidad que me resulta invalorable, en Los Ángeles mi marido y yo vemos gente frívola y desprejuiciada, raras veces nos es posible conversar con alguien, de manera plena, entregada. Se me hace, por momentos, que Sabás es una invención de mi parte, como aseguran mis nuevos amigos. Antes de irme, porque después uno se emociona y se confunde, quiero confesarles –digo– que he necesitado venir hasta aquí para comprender muchas cosas. Cuando fui adolescente y aún después de tener a mis hijos, andaba por el mundo con la torpeza que puede tener una bicicleta entre los médanos. Mi cuerpo, acostumbrado a la pobreza del movimiento, contaba los pasos y los gestos en un orden sucesivo, carcelario, que me fue privando paulatinamente de los pensamientos audaces. Mario Strauss pone cara de no entender, pero yo continúo, sabiendo que seré entendida si me permito desarrollar la idea hasta el final. Entre gente como ustedes –aclaro–, hijos de los pocos inmigrantes que han elegido este país, he venido a comprender tal vez de manera especular, que mis ascendientes han actuado sobre mí deteniéndome, sujetándome, sometiendo mi cuerpo de una manera inverosímil. Veo con claridad que recién en Los Ángeles, y después de varios años, he recuperado la libertad. Pedro Dupart entrecruza las manos y afirma: –Eso se llama poder adquisitivo. Mario Strauss sonríe buscando mi cara y mi sorpresa. No tengo la menor duda –digo–, es el poder de mis Ángeles. Y sé de inmediato que recién ahora podré dejar este país. Ellos, remedando las conversaciones entre argentinos, ensayan en los últimos días el uso del voseo, que les resulta agradable y que consideran como un homenaje para mí. Quieren acompañarme al aeropuerto, a varios kilómetros de distancia de esa ciudad y próximo a la capital del país, donde acaba de aparecer el ensayo de Mario Strauss, el Nietzsche, como ellos dicen. Tengo que convencerlos de que prescindiré de los medios de transporte usuales y soy víctima del humor de ambos amigos en torno de toda la literatura de viajes. Un mediodía caluroso y transparente en su cielo, resuelvo partir. Es probable que pase por Los Ángeles antes de descender allí, creo que desde arriba me gustará ver la luz curva del barrio donde vivo, cuando el aire esté quieto. Sin embargo prefiero no hacer planes tan fijos, ésta es una aventura que dejaré vivirse, perdida yo en ella. Desde el jardín del hotel rodeado de palmeras, empiezo a abandonarme, pienso en mis hijos, sobre todo en los más chicos, que querrán escuchar mi relato. Unas flores que en mi provincia llaman conejitos aterciopelan uno de los senderos por el que avanza sigiloso un gato. Miro hacia la calle y veo coches, miro hacia el interior de la manzana y veo un grupo de adolescentes jugando a un juego que desconozco. He venido como una señora, pero me iré como una fugitiva, como una pasajera distraída por otros intereses. Recuerdo el cuento sobre la pluma de ganso y empiezo a elevarme despacito, levanto el brazo derecho para apartar el aire que me impide el ascenso y lo bajo para levantar el otro, como si estuviera en el río de la infancia. Los pies alternan movimientos leves, pienso que Sabás no existe. Subo en el vago vértigo del aire y comienzo a distinguir los fondos del Zunderland, en su marco de agua. Tiro de las riendas del tiempo, que se estira y se estira en el fuego de otra vida. |
Noemí
Ulla
de El ramito y otros cuentos, Buenos Aires, Proa, 2001.
Editado por el editor de Letras Uruguay
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