Encuentro con balcón al fondo |
La mujer lo miró con dulzura. Él alzó los ojos y encontró un punto fijo, en un edificio de departamentos, que primero fue una mancha, después la vaga sensación de bienestar que le trasmitía aquel balcón, algunos malvones de flores blancas y la mujer agitando una malla de baño. Entonces ella le dijo que no, que ese día había dispuesto las cosas de otro modo y que bien podría ser cualquier tarde de la otra semana. La mujer del balcón se cepillaba ahora la cabeza y parecía estar viviendo un momento de especial alegría, sin importarle nada de lo que sucedía a su alrededor, pero hacía gestos y movimientos de cabeza que indicaban su conformidad, su aceptación, su soltura de estar así, esperando sin tensiones, algo que no se sabía. Mientras hablaban, ella sin abandonar un momento la expresión dulce y hasta risueña de los ojos, él descubría su peinado perfecto, sus manos cuidadas, el collar barato que daba un toque alegre e informal a su ropa tan seria. La mujer del balcón cepillaba una y otra vez su cabello y echaba la cabeza para atrás como si saliera del agua, de nadar. Ella lo miró en los ojos, ahora había abandonado toda la dulzura anterior y le reprochaba cosas, demasiado viejas y a destiempo, pensaba él. Prefería la frescura del balcón, la mujer que seguía echando la cabeza para atrás, después de cada cepillada, sin pasado, con una bata clara y vaporosa, destinada a un abierto futuro. Ella iba poniéndose el saco y recién entonces él sintió el aire fresco, de previa tormenta. Seguía hablándole de un tiempo lejano, que él recibía en imágenes muy nítidas pero totalmente fugaces, a medida que las largas uñas casi violetas se detenían sin constancia en alguno de los maíces pintados del collar. Su cuello, largo y rígido, era como otra cara más de su cara: solemne, decidido, en permanente acoso. La mujer del balcón giraba la cabeza hacia atrás hablando con alguien, lo hacía riéndose y estirando los brazos como para abrazar a la ciudad entera. Él, espontáneamente, se sonrió. No era demasiado difícil imaginar la actitud del hombre de la mujer del balcón: desnudo o a medio vestir, soñoliento y satisfecho de la ducha reciente. Ella no perdonó su sonrisa, le exigió un poco de cordura, por lo menos en ese momento, en que trataban cosas desagradables y hasta sucias; pero ya estaba visto que él no cambiaría nunca, no dejándose rozar por los problemas que sin ninguna discusión atañían a los dos. Él no podía explicar nada, sólo sintió la fidelidad de su imaginación y la placidez que ese sentimiento le daba, porque la mujer del balcón y el hombre, en calzoncillos o pantalón de baño, se abrazaban, se separaban riéndose y volvían a abrazarse. Ella registró la escena al darse vuelta con violencia y continuó precisando cosas, siempre antiguas y distantes. Él miró la hora en su reloj pulsera sin ningún disimulo y la invitó con un cigarrillo que prendieron en un clima de nervios. El hombre extendía a la mujer del balcón un jarro de colores, tal vez floreado; ella era toda así y los malvones recibían el agua de la tarde. Inmediatamente sintió sed y ganas de estar desnudo, o frente a un vaso de cerveza helada en esas mesas cercanas. Pero ella no aceptaría, y de ser así, los cargos, las cosas sucias como ella decía, podrían ser interminables. No obstante esos malvones blancos recibiendo el agua fresca y generosa del jarro, lo decidieron. La cerveza helada era un deseo ya irreprimible. Ella cambió la cartera de brazo y acarició nuevamente los maíces del collar llevándose uno de ellos a la boca con una coquetería golosa que él recibió con agrado. Ahora, desde la mesa, la mujer del balcón se veía con mayor nitidez, y era una visión compartida por ambos. La mujer y su hombre, las risas, los abrazos, los juegos de estrecharse y apartarse para tener la certeza de que ese momento era real. Ella suspiró exhibiendo un descontento, un recuerdo, tal vez una nostalgia supuso él y porque sí nomás se encontró oprimiéndole la mano, esa mano cuidada de uñas largas y perfectas, casi como a una hermana o a un hermano. El aire era cada vez más fresco y él decidió de pronto aclarar las cosas antes de que se desatara del todo la tormenta. ¿Por qué no hoy? insistió, y agregó mintiendo: la semana próxima viajo a Montevideo. Asuntos urgentes, precisó. Tantos años sin verlos, como si no fueran hijos tuyos, y ahora tanto apuro, reprochó ella con énfasis que se desmayaba en indiferencia. Y a continuación volvió a los reproches más concretos, a las obligaciones de los padres, a los tiempos que se vivían, a la necesidad de un hombre que les hablara, no consejos tal vez, sólo un poco de comunicación. ¿Tu marido? preguntó él con la displicencia que le permitía apenas ocultar su agresividad. Nunca lo permití, dijo ella con rapidez y firmeza, como no queriendo captar el sentido de las palabras de él, tan de siempre, tan de esa ironía incalificable a la que ya se había desacostumbrado a responder. Empezó a lloviznar y ella se abotonó el saco, como si eso la protegiera del agua. La mujer del balcón volvía a echar la cabeza hacia atrás para recibir la llovizna en la cara, con deleite, mientras él a su lado, la contemplaba posesivo y con orgullo seguro. Había pasado tanto tiempo, ellos habían ido creciendo casi sin conocerlo, porque uno se conoce cuando se trata, cuando se preocupa por la vida de los otros, dijo ella con un tono casi filosófico con el que pretendía –sintió él– amonestarlo con rigor y como a un niño, anticiparle la imposibilidad de tener esperanzas, o al menos, la seguridad de que tendría que pagarlas todas juntas. Por un momento él pensó proseguir con el mismo tono filosófico que ella había usado, era tan fácil dejarla sin argumentos, pero le dolía demasiado y sin alternativa toda esa distancia, esa ajenidad que había demostrado, ahora se daba cuenta, a pesar suyo. Se había puesto a llover con fuerza y él no estaba seguro de que ella admitiera refugiarse en la confitería. Cuando se lo propuso y ella asintió, él pensó entonces que ella estaba gozando de los reproches con toda la fuerza adquirida en la lejanía de esos años. Volvió a lo mismo y le preguntó con un gesto desafiante si él sabía, si acaso se había preocupado por saber en qué cosas andaban sus hijos, siendo tan jóvenes, unos chicos, y siendo que ella había hecho todo lo posible por darles una educación, una educación como la que ella entendía, como la única posible, la que ella misma había recibido y había visto, por sus padres, que era la verdadera, la que se debía dar a los hijos. Él se sintió desconcertado y también aburrido: antes, cuando estaban juntos, lo que ella entendía por bueno era lo contrario para él, nunca se habían podido poner de acuerdo, pero ahora había ya tanto abismo entre aquella proximidad y esta distancia, que perdía todo sentido discutir, apuntar ejemplos, demostrar equivocaciones, señalar valores, los valores que él entendía como verdaderos. Se sintió derrotado, estaba bien a la vista su propia inoperancia; ella, más sencilla, más constante y acaso más fuerte, no exhibía más que pruebas, y esas pruebas, eran en cierto modo irrefutables. Extrañó a la pareja del balcón, ver el amor era una forma de reconciliarse con la vida y ahora el toldo impedía cualquier sospecha de felicidad. A su alrededor, en las otras mesas, había hombres solos, dos hombres juntos, cuatro hombres juntos y más allá una rueda de hombres y mujeres y en un rincón una parejita triste y silenciosa. Ellos, alguna vez, habían sido la pareja del balcón. Pero hacía tanto tiempo, cuando ella no usaba las uñas como ahora y él tenía menos estómago. Pensó en su mujer, tan alegre y sin rastros, no porque no los tuviera, meditó, sino porque ella sabía borrar las asperezas, olvidar lo que el pasado tenía de olvidable, levantarse todas las mañanas con la hora presente. Era sabia su mujer, sí que lo era, aunque a veces él decía que vivir así como ella vivía, con una sonrisa porque sí, parecía tonto y hasta inhumano; pero no era así, ella tenía motivos para vivir siempre en presente, segura, con ganas de vivir. ¿Pero en qué cosas andan? se atrevió a preguntar, sabiendo que lo hacía ya con una seguridad algo superflua, porque el recuerdo de su situación actual de hacía un momento, lo habría mostrado ante ella, lo suponía, francamente derrotado. Bueno, dijo ella suspirando otra vez, tampoco yo tengo demasiado tiempo para ocuparme. Y se llevó la mano al corazón como aliviándose de la culpa que le traían a ella también algunos recuerdos, la vez que debió salir corriendo de la masajista porque el menor se había quebrado una pierna jugando al fútbol en la placita de la penitenciaría, cuando ella sabía muy bien que debía haber suspendido su turno de masajes manuales porque él era todavía muy chico para andar solo. Pero hacía mucho de eso y no sabía por qué lo recordaba ahora. Estoy tanto fuera de casa, mis obligaciones, sabés, dijo pensando en las horas pesadas que debía pasar en el escritorio de la escribanía, porque ahora el tiempo era solo de trabajo y aquel fuego anterior que le había permitido soportar el horario de oficina, había ido desapareciendo juntamente con los abrazos apurados, los roces promisorios, las miradas encendidas de atisbos y temblores. Todo eso había terminado, como había terminado su admiración, su sacrificio, su amor por ese hombre que ahora estaba frente a ella y que era sin ninguna duda un extraño, tanto como aquel de la escribanía y que había sido un mero equívoco, un enlace para su demorada agonía matrimonial, para después ser nada más que olvido, porque las cosas eran así, pasajeras, y ella tenía la segura convicción, la amarga, la eterna certeza, de que todo en esta vida era totalmente pasajero. ¿Otra cerveza? dijo él sin ganas. Ella hizo que no con un suave movimiento de cabeza y agregó: gracias. El grupo de hombres y de mujeres de la mesa del medio, ya no estaba: la parejita triste y silenciosa seguía allí, animada ahora con la llegada de un tercero. Él pensó en su otro hijo, el que estaba por nacer en esos días, el que esperaba ahora de esa mujer alegre y sabia a la vez, que era su mujer, su mujer más amada que nunca, que siempre, que antes. No sabía desde cuándo. Pagó la consumición. Uno de esos días de la semana próxima, cuando vuelva de Montevideo, mintió, hablamos. Al salir miró hacia el balcón: la mujer ya no estaba. No, dijo, para qué mentirnos. Algún día los veré yo por mi cuenta, no por casualidad; los voy buscar de todas maneras, dijo convencido y echó una mirada a los malvones blancos, mojados por el agua reciente, como adivinando las frescas gotitas que en la última humedad de la tarde se abrían a la avenida, al gran cielo con nubes y a la cálida noche que estallaba en la ciudad. |
Noemí Ulla
de Ciudades, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.
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