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El consentimiento |
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Las máquinas no paraban de andar en el momento en que Onelia Prelosi sólo tenía un deseo: irse de allí. Estaba encargada de la lavandería del Bajo, la sucursal de una red de lavaderos y tintorerías que cubrían los servicios de la ciudad. Cuando dejaba el trabajo, algunas veces a las ocho de la noche, según el turno que le correspondiera, Onelia Prelosi creía volver a la vida. El novio, que siempre llegaba tarde a la cita, no iría a buscarla esa noche. Menos mal, se dijo Onelia, hace demasiado frío para andar deambulando por ahí con un hombre sin plata. Sus amigas lo apodaban «el clavo» porque era muy delgado y la cabeza, un poco grande para el cuerpo, recordaba la figura de un clavo. -¿Te encontrás con el Clavo?- le había preguntado Mirta esa tarde. -Le dije que no viniera- mintió Onelia Prelosi desde el teléfono de la lavandería.- Hace mucho frío- y para asegurarse miró hacia la calle y hacia la gente que pasaba aterida a través de los ventanales. Entonces Mirta la había invitado a reunirse con ella y otra amiga en una pizzería de Corrientes. «Siempre hay algún machito suelto por ahí», insistió Mirta, que no pensaba en otra cosa que no fueran los hombres. Onelia Prelosi terminó de atender a la cl¡entela entregando prendas, dando vueltos y protestando como siempre porque la gente no tenía monedas. Una clienta la miró sorprendida: «siempre le pago concambio». Onelia se disculpó: todavía conservaba las maneras sociables que le habían enseñado en la casa y en los lugares de trabajo. Vos sos una estúpida, le decían sus amigas, eso ya pasó de moda, hoy toda esa cortesía ya no se usa. Se sacó el delantal blanco y los zapatos bajos, se puso el tapado, los zapatos de taco, tomó la cartera y la bolsa de nylon de una sastrería donde llevaba la tierra para las plantas que le había prometido a la madre. -¡Qué linda está la calle!- dijo Cati mirando a través de los vidrios de la pizzería. -Si la ves así, con la mugre que tienen los vidrios...-dijo Mirta. -Y...Corrientes es Corrientes- observó Onelia Prelosi. Esa tarde no tuvieron mucha suerte, en la pizzería había unos muchachos, pero estaban acompañados. Habrá que esperar el calorcito, dijo una de las chicas sin que Onelia que estaba distraída, supiera quién había hablado. Enseguida le llegó el eco de la voz de Mirta, no podía ser otra la que había hablado así. -¿Te parece ver algo en el cine? -Mirá- dijo Onelia-, la última que vimos... -Cierto, lo más lindo fue esa de la noche en Nueva York. Me quedé con ganas de viajar. Cada una de ellas, llevadas por el deseo que Cati había confesado, habló de lugares desconocidos. Todas querían conocer París y Nueva York, sólo Onelia prefería Roma. -Te gustan los tanos- dijo Sarita. -No- se rio Onelia con pudor-. Mi papá es italiano y siempre me habla de Roma y de las calles y las fuentes y las mujeres de Roma. -¿Nunca volvió?- preguntó Cati. -No, con qué- se apresuró Sarita que conocía la vida de la familia Prelosi. -No, y allá tampoco puede volver- agregó Onelia. -¿Algo con la cana?- preguntó Sarita. -Sí, nunca supe muy bien. Algo jodido. De regreso a su casa, en el colectivo, Onelia se dijo que no había podido saber a pie juntillas qué le había pasado a su padre antes de venir a América, como él decía. Pensó en su madre, siempre enferma y sin embargo trabajando, y en sus cuatro hermanos que esa noche no esperarían despiertos su vuelta. Había comido pizza con sus amigas y recordándolo se sentía culpable de que a ellos les hubiera tocado la polenta del mediodía recalentada y sin ninguna salsa. Su madre no se daba maña para la cocina. Onelia cocinaba los domingos para que la madre descansara y todos comían mejor. Los hermanos más chicos soñaban toda la semana con la comida del domingo hecha por Onelia: tallarines, ñoquis, pimientos rellenos, riñoncitos con arroz, polenta con pajaritos, pizza casera. Una voz imperativa la sacó de sus pensamientos. Era la de un joven moreno que apuntaba con una pistola a los pasajeros, mientras otro apuntaba al conductor del colectivo. A Onelia le llevaron los pesos que tenía en la cartera. El ladrón los miró con desprecio por ser tan pocos, pero la caza seguía con los otros pasajeros. En la bolsa donde había puesto la tierra y que había quedado en el piso del colectivo, junto a su asiento interior, estaba el sobre con la quincena, metido en la tierra. Para ella los asaltos no eran una sorpresa, pero el susto siempre era el mismo. No por casualidad, al poner la tierra en la bolsa, se le ocurrió enterrar el sobre dobladito con la plata. Esta vez no había pasado a mayores, aunque había visto maltratar al conductor, herirlo, pegar tiros al boleo y salir disparando en moto a los delincuentes. Esto me pasa por volver tarde a casa, se dijo ¿pero acaso no le había sucedido algo idéntico a la mañana tempranito? La delincuencia no tiene hora, había dicho su padre partiendo un pedazo de pan, no tiene hora ni cuore, había agregado en su lengua ítaloargentina. Los más chiquitos lo escuchaban atentos, mientras su madre anunciaba que se había olvidado de poner sal a la tortilla. Éuna pove radonna, había dicho su padre burlándose, pero Onelia no podía reírse del aturdimiento de la madre, tan enferma. -Hola papá- dijo Onelia al entrar a la casa, donde vio a su padre mateando frente al televisor-. Me tocó un asalto en el colectivo. -¿Estás bien? -Sí, papá. Un buen susto, pero la plata está aquí- y señaló la bolsa. -¿Dove?- dijo el padre mirando incrédulo la bolsa de plástico. Onelia se le acercó abriendo la bolsa de manera que él pudiera ver la tierra. -Bastante tierra. -Mirá- dijo Onelia, y abrió la tierra hasta el fondo con la mano derecha, hasta donde estaba el sobrecito blanco. -Está bien, pero no te envicies. I ladri revuelven todo. Te pueden dar un susto, un golpe. Occhio. -Sí, sí. Ya sé. El padre siguió mirando la pantalla y Onelia le dio las buenas noches. Sobre la cama donde dormía le habían dejado la ropa y juguetes desparramados sobre la colcha. -Si yo no estoy, nadie controla nada- dijo a media voz. Pero todos dormían y si no dormían, hicieron como si no escucharan. Onelia se sacó los zapatos, las medias, y se calzó las zapatillas. Después tomó una por una las prendas que había sobre la cama tratando de distinguirlas con la escasa luz del veladorcito que le había regalado la tía Clorinda de Corrientes. Las fue doblando sobre una silla y puso los juguetes dentro de una vieja canasta de mimbre que hacía las veces de depósito de los juguetes cuando no había tejidos pendientes en la casa. Tapó a los chiquitos, les dio un beso y entró al baño. Por el ventanuco vio cómo era de negra la noche lluviosa. Se lavó los dientes, se desnudó para ponerse el camisón y luego el suéter de amarillo deslucido encima. Hacía frío. Ya en la cama, empezó a dar vueltas sin poder sacarse del recuerdo los ojos inquisidores del ladrón del colectivo. Siempre al trabajo, ese día tempranito. Bajar del tren, tomar un colectivo o caminar bastante. Era una hermosa mañana, día de la Primavera y día del Estudiante. Para gozar del tiempo cálido prefirió caminar. Tomó la plaza Lavalle y se detuvo frente al ceibo centenario, luego el gran magnolio, el ombú. A esa hora temprana, las siete, los únicos habitantes de la plaza eran los linyeras. Una pareja tomaba mates al pie de la escalera que lleva a Talcahuano. Tenían de todo: galletitas, calentador chico de alcohol, yerbera, una pequeña bandeja de plástico colorada. Onelia los miró tanto que ellos le preguntaron si quería tomar un mate. Les dio las gracias diciéndoles que terminaba de tomar mate cocido. No supo si la invitaban de buena gana o molestos por su curiosidad, pero parecían amables y bien dispuestos. Otros hombres dormían sobre los bancos y al pie del magnolio habían hecho su casita unos muchachos. Todos los linyeras armaban la casita con sus cosas; infinitas bolsas de plástico tenían distintos usos: ropa, comida, cajas y cajitas. Sabían utilizar los desechos dándole otra importancia y otro destino. De chica había jugado a la casita con las amigas también al pie de un árbol, una tipa que había en el fondo de su casa. En el camino observó que en todas partes había estudiantes con bolsos y canastas para el picnic. Sintió tristeza, había tenido que dejar la escuela secundaria al comienzo del tercer año: la mamá se había enfermado y ella debió ayudar a criar a los hermanos más chicos. Después había llegado de Corrientes la tía Clorinda y se quedó a vivir un tiempo con ellos. Onelia empezó a trabajar cuando los chicos necesitaron menor atención. Nunca se le había ocurrido hacer ese trayecto a pie. Cuando bajaba del tren, tomaba dos colectivos; cuando no tomaba el tren, tenía un viaje directo en colectivo pero tardaba demasiado tiempo, tanto que solía adormecerse durante el viaje. Caminar era para Onelia descubrir los misterios de la ciudad, una ciudad que conocía poco, aunque día a día se propusiera recorrerla los fines de semana. Tampoco lo hacía porque el Clavo no estaba dispuesto a acompañarla, siempre estaba cansado, y también los quehaceres de la casa se le acumulaban durante los días hábiles. Pasó por el teatro Colón, la deslumbraron la marquesina, las puertas, las escalinatas. ¿Llegaría a conocerlo alguna vez? Al pasar frente a un café vio a personas que tomaban el desayuno o esperaban a que los sirvieran mientras leían el diario. En los últimos tiempos había mozas en todas partes: bares, confiterías, restaurantes. Antes, a ninguna chica se le hubiera ocurrido trabajar en una confitería, ningún patrón de negocio habría contratado mujeres. En cambio ese año se veían por todos lados, chicas con las polleras muy cortas y medias gruesas o transparentes, negras, que dejaban ver o insinuar las piernas, atendiendo a la clientela. Quién sabe si papá estaría de acuerdo con que yo trabajara en eso. Terminó de hablarse y se llevó por delante a un hombre que iba en dirección contraria mirando hacia atrás. El muchacho se deshizo en disculpas. Onelia se frotó el hombro donde él le había golpeado y siguió caminando y haciendo planes para el próximo fin de semana. De paso por un quiosco leyó que los diarios anunciaban una nueva huelga a causa de que el gobierno quería imponer la flexibilización laboral. Su padre y Mariano, alias el Clavo, le habían explicado cuál era el peligro de ese cambio. Los quioscos de diarios por donde pasaba exhibían la primera página de los matutinos con la decisión del paro. Ella iba a plegarse, qué duda hay, pensó Onelia, lamentando sin embargo los dos días de pago que iría a perder. La mañana en la lavandería era tranquila, aburrida si se quería. La gente que iba a lavar su ropa en las máquinas fue escasa. Se notaba la cercanía del fin de mes, pues aunque faltaran nueve días, los malos tiempos habían achicado cada vez más el presupuesto. Su tía Clorinda decía «la menega», y así aprendieron sus hermanos a llamar a la plata cuando eran más chicos. Después se olvidaron, y hablaban de guita. La primavera, que había barrido con el frío, ofrecía cánticos, gritos, los estudiantes estarían en los parques y en las plazas mientras ella estaba a cargo de las máquinas. Había llegado el hombre de los anteojos con una bolsa de ropa. Se arreglaba perfectamente solo, no como otros clientes que le pedían cosas, indicaciones múltiples. Se veía que era un muchacho tranquilo. Mientras la máquina se ocupaba de su ropa, el leía el diario, a veces un libro y otras veces escribía cartas. Onelia lo había visto preparar el sobre, poner la dirección, doblar la carta, ponerla dentro del sobre con suavidad y luego pegar el sobre con saliva. -¿Siempre escribe?- le dijo Onelia ese día, viéndolo poner el nombre del destinatario en un sobre. -Cuando tengo un rato como éste, me gusta escribir donde hay buena luz. Onelia se entretenía con un hato de ropa bajo el brazo. La planchadora, desde el fondo, había levantado la vista advirtiendo su distracción del trabajo. -¿Le gusta la luz? -preguntó Onelia por decir algo. -Mucho. Mi departamento es muy oscuro- confesó con gesto sombrío. -Esto puede ser su escritorio- dijo Onelia riéndose, y siguió con la ropa hacia las máquinas que todo lo devoraban. Eran como fieras, pedían y pedían prendas para apretarlas, romperlas, y después devolverlas medio atontadas. Recordó el tigre y la pantera que había visto en el documental de la televisión. Sí, se dijo, las máquinas son verdaderos animales feroces. -¡La vida es dura para algunos! ¡ Buen día! Quien habló así era el verdulero de la vuelta que acababa de entrar y que siempre le llevaba naranjas u otras frutas a la planchadora a cambio de alisarle algún par de pantalones. -Buen día. Para vos no es dura Pepe, para vos es fácil- dijo la planchadora y le recibió las naranjas y los pantalones arrugados. Onelia, que había empezado a caminar en dirección al mostrador, fue otra vez hacia las máquinas, en dirección contraria. No quería hablar ni una palabra con el verdulero, porque siempre estaba pidiéndole que salieran y si había un hombre que le disgustara, ese hombre era el verdulero. Hombre, hombre, se dijo, es casi un chico, aunque grandote, forzudo e imbécil. Esa tarde se encontraría con Mariano, su querido «Clavo». Él había cobrado unos pesos y la invitaba a comer a una pizzería cercana. El muchacho de los anteojos le preguntó, al despedirse, cómo se llamaba. -Onelia. Onelia Prelosi es mi nombre completo. ¿Y el suyo? -Miguel Zapata. Buen día, Onelia, lindo nombre. ¿Le escribiría una carta? ¿Recibiría uno de esos sobres como los que llegaban a su casa a nombre de su padre y que siempre desencadenaban el llanto? ¿Qué cosas daban tanta pena a su padre en esas cartas de Roma? Miguel Zapata. Miguel. Le gustaba ese nombre, mi-guel. Migueletes. -Onelia, atendé la máquina del fondo que algo pasa- la interrumpió la voz de la planchadora. Alguien, quién otra que ella si todavía no había llegado la compañera que cumplía un horario distinto, había puesto distraída una frazada en la máquina que no estaba preparada para ese peso. No dijo nada y se las arregló sola. La mujer que planchaba no era solidaria, ya lo había demostrado otras veces. Hablaría con su compañera, y verían qué podían hacer para remediar lo de la frazada. Después, entre la pizza y el vinito, Mariano el «Clavo» le pidió que fueran a acostarse a la pensión donde él vivía. Había que entrar de contrabando, tarde, cuando la dueña dormía, y si no dormía estaría atontada con el televisor prendido. A Onelia le disgustaban las condiciones. Entrar como un duende o un ladrón para hacer el amor no era de su agrado. Pero casi siempre había sido así: en su propia casa siempre había gente, y los hoteles... Mariano no ganaba para visitar hoteles. Como lo quería, y deseaba estar con él, aceptó. Mientras se iba abandonando a sus caricias, sintió fuego en la cintura que él rodeaba, obligándola a arquearse buscándolo y besándolo en la placita silenciosa. Sólo se oía el chorro de agua de la fuente, finito, llenando ilusoriamente de frescura la voracidad de su deseo. Cuando el banco de la plaza se volvió cada vez más incómodo, él dijo: Vamos. Y se levantaron. Al subir la alta escalera de mármol Mariano le pidió que se descalzara para que no se oyeran sus tacos. Después, ya en el vestíbulo de la vieja casa, la hizo entrar a la habitación, que era la primera, con un balcón a la calle por donde se podía entretener hasta que él volviera de hacer su inspección. Aunque fuera tarde, y la hora los protegiera, Mariano daba una vuelta por los pasillos de la pensión para asegurarse de todos los movimientos. Los viernes por la noche era más fácil el contrabando, ya que la gente salía o de tan cansada por el trabajo de toda la semana, dormía. Pero de todos modos Mariano era muy cuidadoso. No eran tiempos para andar cambiándose de pensión y, además, sus verdaderas relaciones con la dueña, que Onelia desconocía, no le permitían hacer desarreglos. Esa noche ella estrenaba un conjunto de corpiño y tanguita color lila. Como estaba casi oscuro y sólo la luz de la luna entraba por el balcón, Mariano, en el deseo de desnudarla, no advirtió las nuevas prendas. Era una lástima, pensó Onelia, él siempre le festejaba la ropa interior. Se amaron casi sin tregua; hacía diez días que no se acostaban y a las ganas de quererse se habían juntado otras fantasías. Para Mariano, tener allí a Onelia era poder olvidar las noches de orfandad que le hacían grietas en el alma. Necesitaba a Onelia más que ella a él, o así lo creía. El hecho de vivir solo representaba para él una especie de abandono al que no se acostumbraba. Había llegado a Buenos Aires hacía sólo tres años. Al principio comparaba a la ciudad con Santiago del Estero y le parecía una capital soberbia. La caminó, la recorrió palmo a palmo en el primer año de su llegada, y nunca pensó volverse. Pero solía extrañar a su familia, a sus padres y a sus muchos hermanos con quienes había compartido la vida hasta los veinte años. Cuando conoció a Onelia quiso casarse, pero la situación de los dos lo impedía. De manera que se encontraban cuando podían y siempre el tiempo les resultaba corto a los dos. Mariano prendió un cigarrillo y a tientas buscó la latita de picadillo que hacía las veces de cenicero. Ella se tapó con la colcha verde que había quedado enredada a los pies de la cama. -¿Tienes frío?-dijo Mariano. -Sí, un poco. ¿Si cerramos la puerta del balcón? Ella solía usar la primera persona para pedirle que él hiciera algo. El se rio por lo bajo, pero no tanto como para que Onelia no pudiera oírlo. Se levantó y en dos zancadas estuvo junto a la puerta enfrentada con la otra que daba al gran vestíbulo. La cerró con cuidado de no hacer ruido y volvió en dirección de la cama, pero en el breve camino tropezó con una estufa y se oyó un bochinche de hierros y de latas que Mariano maldijo. Eso me pasa porque el tiempo en esta bendita ciudad, cambia tanto de un día para otro que todavía no pude mandar la estufa al rincón. Se quedaron sin aliento, esperando que la dueña apareciera en el vestíbulo protestando, pero sólo se oía el silencio y la respiración suave de ambos. Pasados unos minutos, Mariano habló por lo bajo: -Todo tranquilo ¿eh, Nelita? Él le había encontrado el diminutivo sacándole la «o». Después de nuevos mimos volvieron a juntarse y Onelia sintió que su amor por él era cada vez mayor. Lo abrazó con ganas y con fuerza, y volvieron a dormitarse una media hora. Era para los dos una verdadera tortura tener que abandonar la tibieza de la carne y de la cama, vestirse, haciendo todo en silencio y salir para que con la claridad de la madrugada nadie en la pensión los sorprendiera. En el balcón Mariano había organizado todo para la higiene de su amante Onelia. Una palangana de plástico a prueba de ruido, un trozo de jabón sobre la palangana, la toallita a un costado y una pavita llena de agua. Ella era muy pudorosa y sólo en el balcón aceptaba ocuparse de la higiene. -Voy a hacerme la toilete- dijo ella. -Vaya mi amor- respondió él besándola-. Ya tiene todo listo. Una vez vestidos, emprendieron la salida. De nuevo ella debió descalzarse en la alta escalera de viejo mármol. Debería decidirme a usar las zapatillas que usan mis amigas, pensó Onelia. Una vez en la calle, aspiraron el agradable aire de la húmeda primavera. A esa hora el regreso era difícil. Onelia, tan lejos de la capital como vivía, debía caminar bastante al bajar del tren. Estaban con sueño, contentos, cariñosos; él la acompañaría hasta la casa, como siempre. Los encuentros, cada vez más frecuentes a causa del amor y la primavera, terminaron con la coquetería de Onelia, que se decidió a usar las zapatillas que las modelos no usaban jamás en los desfiles de la televisión. Es como no tener pies, ni dedos; mis pies, que te gustan tanto, dijo a Mariano el «Clavo» un día sábado en que tenía franco y cocinó en su casa una raviolada con estofado, lo que le dio el derecho a no aparecer hasta el día siguiente, pretextando el cumpleaños de su compañera de trabajo. En la pieza abarrotada de cachivaches que Mariano juntaba de la calle: sillas viejas, un colchón roto, un sillón desvencijado que él se prometía restaurar, Onelia le dijo que esperaba un niño. -¿Cómo puede ser?- dijo él. -Como es. Siempre hay una falla por donde se metió el niño. -Pareces contenta. -Sí. Es tuyo. Es mío. -¿Habrá que casarse?-dijo Mariano con cara de terror. -No es necesario. Si tanto te asusta lo tendré sola. Mariano suspiró profundamente y agregó: -¡Cómo me dices eso! Lo que sucede es que no me esperaba todo esto. -Cogemos como Dios manda, y no soy la Virgen María. El se rio y después entró en un mutismo total. Pasaron unos minutos, después media hora. Onelia esperaba que él dijera algo, pero el silencio cortaba la semioscuridad. Se levantó y empezó a vestirse despaciosamente. -¿Qué haces?- preguntó él. A Onelia no terminaba de hacerle gracia que él no se acostumbrara a decir «hacés». -Me voy. Con niño y todo. -Nelita, no te vayas sola. Te acompaño.¿ O no quieres? -Si, sos el padre ¿o no? -Soy, soy. ¿De qué viviremos, cómo, dónde? -Mi papá siempre dice que cada hijo viene con un pan bajo el brazo. De pronto ella se sintió triste; no terminaría jamás el secundario como siempre había pensado completar. En lugar de tener una casita como le habría gustado, debería amontonarse en el rancho de sus padres. Serían dos más en la casa: Mariano y el niño. Su padre, de eso estaba segura, no la dejaría en la calle, aunque se enfureciera con los dos. Además, que más querría él que una buena cocinera en la casa, permanente. Claro que debería dejar la lavandería más adelante.¿Cómo sería la vida, cómo? Mariano le tocó el hombro con suavidad. Había que bajarse del tren. -¿En qué pensabas, cariño? Para Onelia fue un buen signo que él la llamara, como lo hacía otras veces, como en la telenovelas. -¿Ahora?. En el nombre. -¿Cuál te gusta? -Conrado. Siempre me gustó ese nombre. Conrado Mariano podemos ponerle. Conrado Mariano el «Clavito», le van a decir mis amigas. A Mariano ahora le causó gracia el apodo que antes le enojaba. Le acarició la cabeza y la panza. El sol había empezado a calentarles los hombros y las espaldas. Había llegado el calor. |
cuento de Noemí Ulla
Publicado, originalmente, en: Revista La Ballena Blanca (se editó entre 1997 y 1999) - Número 3, diciembre de 1997
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/la-ballena-blanca-no-3/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
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Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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