El amigo de las palomas |
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Una mañana, al cruzar la calle Tucumán de espaldas a los Tribunales, encontré el nombre del paseo que tantas veces había recorrido sin descubrirlo. Las enormes letras del cartel anunciaban: Paseo Dr. Luciano Florencio Molinas. Pensé en mis lejanos compañeros de facultad, cuando ninguno de nosotros quería hacer la tesis de doctorado por considerarlo burgués y obsoleto. Años habían pasado, pero curiosamente unos días antes había oído decir en una mesa redonda de escritores, que jamás revelaban ni revelarían el título de doctor en los datos de sus libros. Las cosas no habían cambiado demasiado. Por suerte el revoloteo de unas palomas que se asentaron en un espacioso cantero en busca de granos, me sacó de esas reflexiones un tanto progresistas, o “progre” como se decía con dejo burlón en la actualidad. El hombre tomó un puñado de arroz y con firme ademán lanzó el alimento a las impacientes aves domésticas. –Hace tres años que hago esto –dijo mientras caminaba elevando los brazos en dirección de las palomas y agregó enseguida– primero les traía un cuarto de arroz. Ahora son tres kilos. Me pareció algo exagerado, y le contesté: –Ellas lo esperan– pensando que hombre tan singular habría podido llevarles también otros granos de menor costo. El hombre, siempre afirmado bajo el cartel de mi ilustre conciudadano, el estadista demócrata Dr. Luciano Florencio Molinas que daba nombre al paseo, precisó con seguridad: –Prefiero dárselos a ellas antes que a la gente –y siguió de largo como si yo fuera otra paloma. |
Se me dio por seguirlo. ¿Qué vivienda ocuparía el raro personaje, más amigo de las aves que de los hombres? A unas tres cuadras de allí lo vi entrar en un lujoso edificio de Avenida Santa Fe que no coincidía con su modesta apariencia. El encargado no era, ya que estaba limpiando la vereda un muchacho de mediana edad, a quien el amigo de las palomas saludó con reserva. No me atreví a preguntar al conserje de quién se trataba, no tenía yo el desparpajo ni la habilidad del legendario detective Columbo, y tampoco el hombre parecía dispuesto a la intriga, enfrascado como estaba en fregar la vereda. Pensé que era una anécdota más de la gran ciudad y seguí mi camino. Horas más tarde debía encontrarme con el hombre que había sido el amor de mi juventud e imaginé cómo me comportaría, ¿como Charlotte Rampling frente a Jean Rochefort en el film que había visto en los últimos días “De amor y desencuentro”, donde la vacilación entre el amor y el odio acumulados durante tantos años de no verse, creaba en la protagonista una furia absurda, rayana en el patetismo? Decidí distraerme, llegaba la hora de las clases de italiano que debía dar al grupo de estudiantes. Portami i girasoli ch’io gli trapianti nel mio terreno bruciato dal salino e mostri tutto il giorno agli azurri specchianti del cielo l’ansietà del suo volto gialino. Escuchábamos decir a Miguel, uno de los estudiantes, en la voz de Eugenio Montale y venían al recuerdo aquellos días de verano en que mi padre volvía del campo trayéndome la hermosa flor, dos girasoles, para ilustrar la clase de botánica con mis compañeras y la maestra de sexto grado. Tendono a la chiarità le cose oscure, si esauriscono i corpi in un fluire di tinte: queste in musiche. Svanire è dunque la ventura delle venture. Volvía Montale en la voz de Anita, otra de las lectoras, y cada uno de los estudiantes daba a Montale la entonación particular que le sugería el famoso poema. Lo había llevado Miguel, pidiéndome que lo leyéramos y comentáramos en clase. El sol iba cayendo con pereza mientras observábamos la tarde sin preocuparnos del calor del verano. Cuando encontré al amor de mi juventud, sentado a la mesa de la amplia confitería, dejó a un costado el diario de la tarde y me recibió confundido. No fue fácil hablar al principio. Nos mirábamos a los ojos y cada uno de nosotros esperábamos a que el otro iniciara una conversación interrumpida durante muchísimos años. Él fue quien habló primero. –¿Qué vas a tomar?– dijo con dulzura, y sentí que mil cuchillos herían mi corazón por haberlo defraudado. Apenas esas palabras en apariencia convencionales para lo que nos había reunido de nuevo, me trajo su paz, su estar más allá del mundo que nos rodeaba, siempre lejos de cualquier discordia, tal vez la misma lejanía con que había resuelto apartarse de mí. Para su criterio yo lo había engañado allá lejos en el tiempo, viéndome con un novio anterior durante nuestra primera ruptura. Hablamos de nuestros hijos, los hijos de cada uno de nosotros, sin que nada turbara los sentimientos. Pero de pronto, como sacando conejos de la galera, él recordó a mi madre y a mis hermanas, en momentos muy precisos que detalló con calma. Después, mucho después, llegaron leves reproches. De ambas partes, y allí, por un instante, se nos quebró la voz y la noche. Sin embargo pude decir lo que quise, mientras él escuchaba con sabia mansedumbre argumentos que ya habían perdido todo sentido. También él dijo cosas inoportunas, pero en un momento me tomó una de las manos y balbuceó: ¡Cuánto tiempo! Lo miré muy adentro de los ojos negros y afirmé entre el ir y venir de la gente que pasaba a nuestro alrededor: ¡Cuánto te quise! Él sonrió como solía hacerlo cuando estaba feliz, y ya en paz, nos separamos. No quise que me acompañara, sólo por verlo irse. Ya habíamos partido nuestras vidas y así debimos aceptarlo. Vi su silueta. Alto, delgado y lento, caminó entre los plátanos y los jacarandaes. No hubo girasoles, tampoco lluvia de arroz para celebrar la unión que no fue. Como a palomo y paloma, nos arrulló la luz de la oscura noche.
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Noemí Ulla
noeulla@retina.ar
De
Bailarina de tres brazos, editorial Leviatán, 2011
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