De ámbar |
a mis hermanas Eyita y Beba |
Sentada
a la mesa de trabajo, parecía estar en medio del viento.
El sueño venía a apoderarse de las cosas que la rodeaban y todo era
arrastrado por las grandes alas de un ave que a su paso iba despojándola
de sus blancas plumas. En medio
de las puertas batientes se descomponían las palabras en partidas vocales
y consonantes, volvían a buscarse por sílabas y solas, se componían de
nuevo en otras palabras. Nada
de lo que veo es irreal, dijo en un murmullo.
Tampoco nada de lo que veo es real. Entre
ráfagas que llegaban y traían otras cosas de todos los días, ella seguía
sentada como en una oración, a la mesa de trabajo, ensartando las cuentas
del collar. Se distraía con su
propia distracción, sin necesidad de advertir el desorden del mundo en el
quieto cuarto de cristal en que la imaginación la poseía. Cada
cuenta de igual color y diferente tamaño, exhibía su ojito de perdiz
para ser ensartado cuidadosamente.
Entretanto ella cantaba. Metida
en la gran caja de cristal, cantaba para conjurar las voces que esperaba
–como esperaba el pan y el agua–
que llegaran con ese sonido extraño del que las catedrales se adueñan. –¡Mamá,
mamá! ¡La abuela Zuni no contesta! La
voz de Lina era de plata, con laminillas de bronce cálido.
Era la hija del pecado, solía decir en otro tiempo el abuelo con el
acento burlón que le daba el ser ateo.
En la enorme casa de habitaciones amplias y de altos techos, la voz de
Lina corrió como relámpago.
Ya todos se habían acostumbrado al silencio de la abuela Zuni, menos Lina. Del
río subía una brisa agradable a esa hora de la mañana.
La abuela Zuni miraba los barcos desde la mesa de trabajo.
Los barcos eran grandes amigos; siempre llegaban, siempre partían, y en
el cielo de nubes o de claro sol, la dejaban libre de subir a ellos o de
quedarse, extranjeros a deseos ajenos.
Había apartado las cuentas del collar que enhebraba, dejando las más
grandes en el centro de la mesa, sobre un pedazo de género de suave lana
azul, pero la voz de Lina había llegado también a ella, inquietándola,
cuando todavía estaba corriendo alrededor de la palmera, jugando a tirar
coquitos escondida de sus compañeras de escuela, mientras el barco mayor
se deslizaba para despedirse, y ya había perdido las cuentas, los
coquitos, y el recuerdo de los pañuelos saludando al barco, todo en uno.
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Cayó
la noche, y entre el mar y el cielo, quedó
por mucho tiempo suspendido el silencioso adiós de su pañuelo. |
El
ámbar es lo que mejor luce sobre la piel de las morochas.
La frase le llegó como una sonrisa con los versos de Lugones, desde el
pasado remoto. ¿Remoto? Sí,
Passato remoto. La madre decía esas cosas y otras parecidas en el patio de los
helechos, viendo a sus hijas hermosearse y crecer, crecer y partir hacia
los brazos de aquellos hombres que la habían enamorado, primero a ella,
después a las hijas. ¡Qué belleza la de Sofía, con su negro cabello espeso
color ala de cuervo! ¡Qué modestia la de Zunilda, encerrada en el brillo
del fuego! ¡Qué blancura la de Inés, alegrando a todos con la simpatía
y sus ocurrencias! El
ámbar es lo que mejor luce en el azul de suave lana.
Las cuentas de ámbar, pesadas y ovales, estaban ahí, esperando su turno. Como un terremoto, Lina llegó corriendo y sin pensar en lo que
hacía, sacudió con fuerza el brazo de la abuela Zuni que ensartaba
cuentas. La había sacado de
sus casillas, ni más ni menos. –¿Hasta
cuándo esa torpeza, Lina? Pero
al exabrupto sucedió la zalamería y Lina besó ruidosamente a la abuela
enojada y salida por fin de la ausencia. Detrás
de Lina, con manos de dulce, Enriquito llegaba también a festejar el ámbar. Toda presurosa la abuela envolvió el trabajo en el paño azul de
suave lana. Ya corría detrás
de ellos alguien guardián que a tiempo los contuvo. La abuela suspiró profundamente. Besó a los niños y les hizo arrumacos. De una cajita que había sobre la mesa tomó dos molinetes, uno
rojo, otro amarillo, y les enseñó a soplarlos, uno a uno, y uno por uno. Viento,
dijo Enriquito soplando con fuerza el molinete rojo, contento de haber
descubierto la fuerza y el poder en la palabra que se abría sonora para
cerrarse abruptamente, y que no se cansaba de repetir embelesado, dueño
ya del movimiento, “Viento, viento”. Las
tardes del futuro llegarían diferentes.
No más tranquilas, cambiarían sólo los asombros.
Lina estudiaría más y sería bailarina.
Enriquito sería Enrique, estudiante enamoradizo. Ella, la abuela Zuni ensartaría cuentas de tiempo. En
la casa todos preparaban el cumpleaños.
Irían a saludarlos los parientes y amigos que recordaran la fecha.
La abuela Zuni, en la vaga memoria, reunió otras fechas que le habían
celebrado su gracia y juventud.
Almohadones floreados como el sofá con que la madre había iniciado el
arreglo de la casa. Su madre,
siempre en lucha con los escasos recursos, recibía mensualmente la
jubilación de docente y de ella disponía, ocultándole al marido cómo
eran los gastos. Los almohadones floreados al estilo provenzal habían transformado
la habitación de las niñas de sus ojos, las queridas hijas. El
ámbar lucía cada vez más espléndido en el hilo reforzado que la abuela
Zuni sostenía con delicadeza.
¿Adónde habrán ido a parar aquellas cuentas de verdadero ámbar que mamá
me daba de niña para jugar? Habían sido de un collar, tal vez me las
dieron ya sueltas en parte, en parte enhebradas, pensó.
¿Y qué labor tan opuesta a aquella es ésta? ¿No estoy jugando acaso?
De otras manos recibí hoy las cuentas, Marta es la más querida de mis
nueras. Manos jóvenes me las dieron, manos jóvenes fueron entonces las
de mi madre. ¿Qué fue del ámbar?
Ámbar, ámbar. La madre había
ensartado en la bella palabra, tan bella como “viento” para Enriquito,
sus aspiraciones de poeta en las pesadas cuentas ovales de amarillo blanco
y blanco amarillo. No
más ámbar, se dijo, cuando Marta llegó a buscarla, inclinándose sobre
el trabajo para ajustar algunas precisiones del festejo.
La abuela Zuni había sufrido una enfermedad que llamaban sin importancia,
a causa de un fuerte disgusto, y por largos momentos que parecían
infinitos, se ausentaba. –La
mayor de tus nietas no puede venir –dijo
Marta con preocupación. –Tiene
exámenes y no sabe a qué hora se desocupará. –Nos
veremos otro día. –Quería
decírtelo, para que no te sorprendiera
–dijo la afilada voz de Marta. –Una
taza de té menos. La
abuela Zuni había interrumpido el enhebrado y eso parecía importarle
mucho más que la ausencia de su nieta mayor.
Quizá la noticia de Marta era precedida de cierto alivio.
No eran de su gusto las obligaciones que traen las visitas: preparar mesas y atender, organizar comidas deliciosas, aunque las
encargara, no eran de su afición. Idos
los pasos de la mensajera, la abuela Zuni volvió al ámbar.
La preparación de otro festejo la alegraba, era el recuerdo de aquel
cuento que su madre leía con devoción.
No habrían encargado a Marta preparar la fiesta en el jardín, se dijo
con picardía, en aquel cuento de Katherine Mansfield la habrían liberado
de tal responsabilidad, con alivio para todos. La
abuela Zuni podría encargarse de hacer las empanadas ¡pero era tan práctico
pedirlas! Podría cocinar alguna rica torta ¡las hacían tan bien a la
vuelta de la casa! A ninguna mujer, en otro tiempo, se le habría ocurrido
despreciar esa maestría, desoír elogios, descuidar a invitados.
Sin embargo era más importante recibirlos descansada, no con el gesto
agrio de haberse preocupado hasta último momento.
¿Y si hiciera alguna
sorpresa dulce con bastante anticipación? Ni podría lucir el ámbar, ni
podría terminar de traducir el bellísimo poema con que pensaba
homenajearlos. No imaginaba Marta, que vivía sólo para ser admirada en su
impecable ropa a la moda, que encontrar las palabras exactas para los dos
últimos versos del poema, era tan importante como los botones de esa
nueva blusa celeste que buscaba para su hija Lina.
¿De quién había sido la idea de festejar el cumpleaños? No de ella.
¿De su hijo? Podría ser, y entonces Marta lo había tomado como un deber
que debía cumplir, arrebatada, incómoda, cuando podría haberse dedicado
por entero a buscar infinitos botones en esas tiendas que eran para ella
como golosinas para los niños, esas viejas y nuevas mercerías que parecían
haber sido montadas sin el más mínimo olvido de las necesidades y los
detalles de la ropa femenina, Versalles, Pordes, Maccaroni, donde también
ella se detenía, cuántas veces embobada, ante encajes y puntillas de
terminación delicada que recordaban para siempre a Bruselas.
¿Y si, haciendo oídos sordos a los médicos, la abuela Zuni decidiera de
pronto volver a su pequeña vivienda, tanto como una cáscara de nuez,
para evitar esa organización del cariño? Algo
faltaba en esa casa, donde todo estaba y nada estaba.
Extrañaba sus plantas, su luz, el silencio en el que se había
acostumbrado a estar. Ni bien
me sienta mejor, se dijo, vuelvo.
Es cierto que su hijo, aunque lejos de todas las cosas con que ella
disfrutaba, la entendía.
Juntos solían reírse y burlarse todo el tiempo, mucho de sí mismos.
Marta era celosa y en esas situaciones, parecía ponerse verde de la furia
y del apartamiento en que quedaba.
La abuela Zuni trataba de evitar los roces, pero su hijo Augusto estaba de
fiesta con la madre en casa.
Cuando pueda lucir el collar me iré, prometió. –¡Madre,
madre! ¡Reina de las aguas y del fuego! ¡Te esperamos para tomar el
jerecillo! –se oyó
la voz de Augusto, que se sentía en la escena que más lo alegraba. –¿Quién
me incita a beber como la fierecilla del jerecillo?
–reía la abuela Zuni. En
esos diálogos, los chicos eran quienes más se divertían.
Marta buscaba la sombra de la enramada para perderse de esos momentos. La abuela Zuni lo sabía.
Cuando termine de enhebrar el collar, me iré, prometió de nuevo en
silencio. Nadie la oía, eran
pensamientos callados, secretas promesas que parecían tranquilizarla, sin
más. Entretanto
los días pasaban, y a una mejoría de salud que el médico encontraba
demasiado lenta, sucedían demostraciones por parte de Marta.
Besos, atenciones, pequeños homenajes, como prepararle sus platos
preferidos, cederle la silla que le gustaba ocupar, darle la mejor presa
de pollo. La abuela Zuni se
preguntaba con desconfianza si todo eso salía del corazón. Después
del almuerzo salió a caminar del brazo de Azucena, unos veinte minutos,
como el médico lo había ordenado.
Azucena era encantadora, muy joven y bien dispuesta; cuidaba de los niños
como una madre, y también de ella en esos momentos de convalecencia.
Más tarde llegó el sueño, y después volvió al collar.
Los niños, ya en la escuela o en esas infinitas obligaciones que Marta
les creaba para tenerlos entretenidos:
la hora de guitarra, la lección de inglés, la clase de danzas folklóricas;
estarían lejos del ámbar. La
abuela Zuni recordó la infancia sólo de juegos, escuela y otra vez
juegos. No había en casa de
sus padres esos mandatos, tal vez porque no había presupuesto para otros
aprendizajes, que habrían sido un lujo.
¡Pero qué lujo las fiestas escolares que organizaban las hermanas
Cossettini junto al río
Paraná, en el barrio de Alberdi, en la querida ciudad de Rosario! El coro
de niños pájaros, las bailarinas envueltas en blancas túnicas, sólo
flores por arreglo, esas flores pequeñas que llamaban Coronitas de Novia
en las cabezas negras, castañas, rubias, coloradas.
¡Qué placer, sentada junto a su madre, ver el triunfo de la gracia como
si tal cosa! Vivía entonces para esperar el momento de tomar parte con
sus hermanas, de todo aquello.
Pero un día llegó la mudanza y los canastos se llevaron la ilusión.
Había llegado el momento tan ansiado por su madre de vivir en el centro
de la ciudad, y debió pasar de la desilusión a la alegría de ir por fin
a la escuela, aunque fuera otra escuela.
Siempre oyó decir que las niñas eran más cuidadosas y aplicadas que los
varones. No sé si será
cierto, se dijo, pero qué
alegría estar con otros niños de su edad y jugar con ellos en el Jardín
de Infantes. La
voz de Lina entró primero, detrás la voz de Enriquito.
El tiempo de tranquilidad había pasado como suspiro y muy pronto los dos
se colgaban de su cuello contando las cosas importantes que habían hecho,
visto y oído. –¡Sé
silbar! –dijo Enriquito. –La
maestra me felicitó. Dije la
poesía que me enseñaste –gritó
la voz destemplada de Lina. Todo
era una continuidad de noticias y de triunfos, de risas compartidas que la
llenaban de alegría. Azucena los llevó hacia el interior de la casa, esa casa junto al
Río de la Plata que seguramente extrañaría cuando volviera a
su cáscara de nuez de Córdoba y Viamonte.
Terminado el trabajo del collar, al día siguiente festejarían su cumpleaños. Esa
noche no soñó cosas tranquilas, y lo atribuyó a un Gobernante que el
hijo había preparado para ella.
¿Qué es un Gobernante? había retrocedido asustada a la vista del gin.
Una mezcla de vermouth rojo, gin y Campari, algo de lo más corriente, no
tan fuerte, muy rico, con lo que deberías despedir tus cincuenta y siete
años. Alargó la mano para
recibir el vaso y fue bebiendo de a sorbos, con lentitud, muy
espaciadamente, hasta que lo hizo más seguido, más ligero, y pronto le
dio por reírse sin parar, luciendo a lo casquivana, como decía su madre,
el bello ámbar que acababa de ponerse a modo de ensayo en el cuello,
recordando la costumbre de Oscar Wilde de habituarse a lucir ropas y
adornos, antes de estrenarlos verdaderamente. No debo beber sin un bocado de por medio; me marea, no me cae
bien, dijo al hijo, pero ya era tarde, y se recostó luego con la intención
de levantarse a la media hora, pero se quedó dormida hasta el día
siguiente, con sueños que le habría gustado vivir. Cuando
la despertaron los niños con canciones, flores, y regalos, la trajeron de
nuevo al mundo. Se vistió despacio cuidando los detalles, sujetándose el
abundante cabello rizado con una angosta vincha de terciopelo negro.
Al mediodía recibió el llamado de Augusto anunciándole una grata
sorpresa. El primer novio, que
había estado buscándola por todas partes desde hacía mucho tiempo, había
dado con el teléfono de su hijo y había sido invitado a la reunión. –¿Cómo
hiciste semejante invitación? –alcanzó
a decir consternada. –¿No
estás contenta acaso? Es viudo ahora, como vos. –¡Que
horror de casamentero! ¡Qué
cosas se te ocurren! –A
él, no a mí. Esa
tarde, después de la caminata del brazo de Azucena, la abuela Zuni se
sentó en un banco del jardín tratando de recordar por qué había roto
relaciones con aquel hombre. La verdad no pudo saberla, pero recordó su rostro magro, suave, y
pensó qué vieja la encontraría después de tantos años. Cuánto habría dado en otro tiempo por volverlo a encontrar, y
ahora que eso iba a suceder, estaba desconcertada, perpleja, confundida.
Pero no había olvidado la costumbre de aquellos ojos verdes que se volvían
grises con los celos. ¿Estaría alegre, parlanchín, seductor como antes? Sobre la blusa de gasa negra que Marta y Augusto le habían regalado, el collar de ámbar descansaba junto al edredón floreado de la cama. Tenía ya el permiso del médico para volver a su casa al día siguiente. Pero por favor, sin emociones, le había dicho, “vuélvase insensible”. ¿Y entonces, cómo podría vivir así, justo cuando el ingrato volvía por fin a buscarla? ¿Resistiría la alegría de verlo sin turbarse, sin confundirse otra vez? El poema que había terminado de traducir, hablaba del amor a destiempo. ¿Es que tenía un tiempo el amor? Quién lo sabría. |
Editado por el editor de Letras Uruguay
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