Arcano
Noemí Ulla

a mi abuelo italiano Eugenio Roque Ulla
a Alessandra Centurelli 
a Dorina Pentimalli

a las fuentes de Piazza Navona

En aquella ciudad no se podía decir la palabra amor porque todos la habían olvidado. Sólo Saturnina, que era una niña inquieta, la había visto escrita en un libro de historias curiosas y se la había oído pronunciar al abuelo mientras trabajaba. El abuelo era músico. Había sido violinista en la orquesta del teatro principal y había viajado muchas veces al extranjero. No era ni viejo ni joven, pero Saturnina lo encontraba viejo por los pocos años que ella tenía. En los últimos tiempos el abuelo había abandonado los conciertos por un trabajo de gran prestigio y honor: hacer la música de las fuentes, que eran infinitas y la dedicación que exigían, constante. Cuando Saturnina no tenía clases acompañaba al abuelo y observaba con mucho cuidado todo lo que él hacía, pero otras veces sentía aburrimiento y miraba a su alrededor distraída.

Una tarde debían ir a un barrio apartado. El abuelo tomó el coche y con los instrumentos necesarios para procurar los murmullos de la fuente, salió con la niña rumbo a aquella plaza lejana. El sol estaba alto, pero su trabajo llevaba a veces algunas horas, y cuando Saturnina se cansaba de oír y observar cómo se conseguían los diferentes efectos de la música, corría con otros niños o contemplaba los endriagos de una de las fuentes gemelas de la plaza, que con la fuente mayor y central componían ese espacio de la ciudad, orgullo de los habitantes y placer de los que la visitaban. Cada tanto regresaba a la otra fuente gemela donde trabajaba el abuelo, con la intención de oír los nuevos murmullos que iba obteniendo del agua. No sólo a Saturnina llamaba la atención esa tarea, también los niños que encontraba en las plazas solían preguntarle qué cosa hacía el abuelo cuando lo veían abstraído entre animales mitológicos.

¿Cambiará el agua de la fuente?

Sí, la cambiará para buscar la música respondía Saturnina.

En toda la ciudad se conocían los murmullos, las parejas se abrazaban para oírlos, pero los niños ignoraban lo complicado que era ese trabajo a medida que la perfección se apoderaba del músico. Por momentos un chorro de agua muy finito, que parecía un cri-cri como el de los cubos de paño y papel que se da a los bebés para entretenerlos y reconocer los sonidos, salía de las fauces de una gárgola. Otras veces el chorro de agua recordaba a Saturnina las ganas de hacer pis. También aparecían cascadas que producían sonidos más fuertes e intervenían en la densidad de la plaza modificando el ruido del agua que vertía la boca de una sirena. Luego todo era silencio y el abuelo probaba, con atención, otras composiciones del agua en su caída. Con frecuencia iba cantando los sonidos y esa vez quiso que la fuente diera con la música de la palabra amor.

¿Qué es amor? preguntó Saturnina, pero el abuelo estaba muy ocupado y le contestó de inmediato como hablando consigo mismo.

La reunión del agua, precisamente lo que busco.

Saturnina se quedó mirándolo extrañada y en silencio aguzó el oído para distinguir los murmullos del agua en sus encuentros. Uno de los niños se acercó a preguntarle si no jugaría más; ella salió de su ensimismamiento y volvió a correr con los niños alrededor de la otra fuente gemela, que estaba totalmente muda.

Por la noche brillaron las estrellas. La luna, enorme disco de plata y de leche blanqueaba las calles y las fachadas de los edificios. Saturnina no quería dormir y se levantó sin hacer ruido a mirar por el ventanal los misterios del silencio nocturno. De pronto vio una luz en el balcón galería de una casa próxima y un grupo de personas que parecían hablar y hablar; algunos hacían ademanes, los más quietos sostenían una copa en la mano. Era una reunión de gente que con sus movimientos animaba la noche del balcón, iluminado como una extraña medalla. El llanto del bebé en el cuarto de al lado la sobresaltó; temerosa volvió a la cama llevándose por delante una silla que al caerse hizo un ruido espantoso. La madre preguntó qué pasaba y luego Saturnina se durmió, soñando con el hermanito y su llanto.

Un día viajó en tren con su mamá y el bebé a una localidad cercana donde vivían amigos de la familia. Desde que había nacido el hermanito, pensaba Saturnina, la mamá quería mostrarlo al mundo entero. En el vagón que ocupaban iban dos hombres conversando animadamente y muy pronto subieron dos más, uno con bufanda roja y otro de corbata azul, y luego otro, que llevaba un sombrero con pluma y sumaron, según las cuentas de Saturnina, cinco. Hablaban y discutían de su trabajo y por las cosas que decían, le pareció que trabajaban en un diario e iban a una reunión. Pero al amor ella seguía sin entenderlo; nadie hablaba de él.

Otro día, camino de la escuela, vio a una pareja que se besaba, y como no pudo dominar la curiosidad se cruzó de vereda para observar la escena. Él parecía quitarle la respiración abrazando a la joven, mientras decía "amore", "amore", "amore mio". Cuando Saturnina oyó esa palabra pensó que se parecía a la que le había oído pronunciar al abuelo, la misma que había visto escrita en el libro de historias curiosas, pero algo la estiraba como si una larga cola la hiciera remontarse al cielo. Comprendió por qué el abuelo había llamado así a la fuente, o tal vez, a la música. Y se sintió feliz, y ligera.

Desde entonces no preguntó más por el significado del amor, pero pidió a sus padres que le permitieran aprender el idioma italiano, ya que le decían con frecuencia que le habían puesto un nombre de ese origen. Siguió acompañando al abuelo hasta las fuentes y enseñó a los otros niños una palabra nueva, "amore", como siempre que jugaban a inventar y a decirse palabras desconocidas.

Y así pudo llevar en el secreto de una lengua distinta, un sentimiento que por pudor todos, salvo el abuelo, disimulaban sin mencionar su nombre.

Noemí Ulla
de El ramito y otros cuentos (relatos), Buenos Aires, Proa, 2002.

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