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Un viaje a Bahía |
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El error en realidad fue ir a Bahía porque había antigüedades y pobreza. Mis propósitos no eran exactamente esos, más bien me estaba escapando, pero con tal inercia, que el único modo de haber hecho turismo en Bahía como es necesario, hubiera sido sobre una silla de ruedas. Impulsando con diligencia mi silla de ruedas, yo hubiera recorrido las callecitas antiguas y tal vez hubiera entrado en alguna iglesia. Pero no entré en ninguna y recorrí con muy poco abandono las calles y el puerto. Cuando iba al puerto y me sentaba un rato en la costa, esperaba vagamente que viniera un Zeppelin, piloteado por dos hombres franceses de bigote, y que se incendiara en el aire o acuatizara y yo y toda la gente, todos los negros, fuéramos a recibirlos con grandes fiestas, comida, etc. Como eso no ocurría, me iba a mi pieza a leer el diario de Bahía y buscaba mucho color local en el diario. Generalmente no lo encontraba, y cuando lo encontraba, decía: "Esto tiene color local y lo podría guardar”. Después terminaba envolviendo con el diario toda una cantidad increíble de basura que yo dejaba en el piso y lo tiraba a un canasto de basura que era la cosa más triste y mezquina de este mundo. La mía era una pieza que si uno no se había decidido a tenerla para siempre, por elección, para morirse por ejemplo, no se sabe qué relación podía tener con el turismo. Daba la sensación de que en cualquier momento podía entrar alguien; podía entrar el hombre bizco con un ojo azul y otro marrón que hacía la limpieza usando como balde una lata enorme; venía y me mataba o me dejaba encerrada con llave, sola. De modo que en los momentos de cordura, yo abandonaba la pieza, me iba a bañar y lavar la cabeza al baño, que tenía una enorme ventana que nunca se podía cerrar bien, que daba al mar, con una vista muy hermosa, pero yo no podía prescindir de que estaba en el baño y que en ciertos momentos tenía que cerrarla, porque no quería que me viera un barco desde lejos. Una vez, sin embargo, que ya estaba bañada y limpia, me senté en el suelo del baño y me puse a mirar un ratito el puerto y todo, hasta que me di cuenta de que estaba mirando y dije: "Se me hace tarde ”. Decir se me hace tarde es una costumbre saludable cuando uno tiene algo que hacer, pero mi imaginación no me proponía más que comer o tomar café, comprar el diario y encontrar un pintor argentino muy famoso que yo, sin conocerlo, imaginaba viejo pero conservado, con barba, pipa, recursos, pintamonas o pintabarcos. A pesar de eso hice un montón de gestiones para conocerlo, pero sin ningún resultado. Iba veinte veces con cara de culpa a la librería que estaba al lado del hotel, donde se harían tertulias literarias, pensaba, preguntaba por él y me decían que ya no estaba. Hasta en el banco pregunté por él y me atendió el gerente. Me dio un poco de miedo, pensé que me iba a cobrar alguna cosa o descubrir que yo no tenía fondos, por ejemplo. Al pintor, como es natural, no lo encontré. Cuando volvía de no encontrar al pintor, me encontré con una conocida de mi adolescencia, que estaba buscando antigüedades y folklore. —¿Qué hacés en Bahía? —le pregunté. Entonces me dijo que hacía dos meses que estaba y que si por ella fuera, viviría toda la vida allí. Yo, en un ataque súbito de valentía le dije que yo no, pero igual, por cortesía, no me pude negar a ir al lugar donde ella vivía, donde había piezas en la parte alta y abajo era un museo, todo lleno de antigüedades. Un poco por cortesía y otro poco por cumplir, como se dice, pensé: "Ahora veo todas las antigüedades juntas y ya está”. Además, hacía muchos días que no hablaba con nadie y quería contarle que se me había roto la pileta de la pieza y había corrido el agua por la pieza, cosa que tomó con bastante naturalidad. Fuimos entonces al museo. A pesar de que los pisos estaban deslumbrantes, todo muy limpio, los trajes coloniales me parecieron un poco sucios, pero había algunos hermosos. Además no se podía fumar. Si me hubiera podido sentar en el suelo y, fumando, mirar un poco todo, tal vez la visita hubiera sido distinta. Después salí y no vi más a mi conocida y viví como los días anteriores, salvo que iba y venía muchas veces de una estación lejana, donde tenía que tomar el ómnibus de vuelta. El último día que me tenía que quedar, me sentía llena de melancolía y esperanza; tomé una cosa distinta de un café, agua mineral, porque también tenía mucha sed y calor, pero no eran obstáculo para mi melancolía y mi esperanza. Dejé la billetera sobre el mostrador y me robaron el dinero que tenía para la vuelta, que era poco. Estaba bien así. Mejor que me lo hubieran robado; no tenía dinero y ahora debía pensar en conseguirlo. Era el momento de poner a prueba mi espíritu de aventura y mi eficiencia, cosas de las que siempre desconfié, pero mi melancolía y mi esperanza me decían que algo nuevo iba a ocurrir, y que yo seguramente iba a recibir ese dinero y de sobra para volver. Algún ángel se iba a hacer cargo de mí. Pero hacía calor y estaba un poco cansada. Volví al hotel y miré lo que tenía para vender; tenía un pañuelo blanco para la cabeza muy lindo, pero todo sucio, y un disco de un baile del lugar, que la gente de Bahía seguramente no querría comprar. De pronto se me ocurrió una idea luminosa. Yo había observado muy atentamente el día anterior una cosa insólita. Una mujer, de pelo casi rapado, huesuda, con un pijama que le llegaba a las rodillas, zapatos abotinados y anteojos. Se acercó a grandes trancos a la portería y dijo que en su pieza había un ratón y que no lo podía tolerar. No estaba alterada, era simplemente una cosa que no podía tolerar. El negro, que la atendió sonriente, pensando que un ratón se puede tolerar y que a ella también se la podía tolerar, fue a ver al ratón y lo echó. Yo espié qué pieza era, y era la de al lado de la mía. No le di importancia a eso. Cuando pensé en vender, dije: "Ya sé, a ella le voy a vender el pañuelo y el disco”. Pensé que una mujer así, lo menos que podía hacer era comprármelos; ya bastante sacrificio hacía yo desprendiéndome de eso. Cuando le fui a vender el pañuelo y el disco me emocioné; pensaba que era una pobre persona que debe vender cuanto tiene y me acordaba de Dostoievski. Casi temblando fui con el pañuelo y el disco; su cara mostraba la indiferencia más absoluta y me dijo que no me compraba nada porque no usaba pañuelos en la cabeza y no compraba discos; me asombré y me sentí tan humillada, que me fui casi llorando; no solamente ningún ángel me había dado el dinero, sino que esa especie de marciana me lo negaba con tal seguridad, que me hacía pensar que tener un disco y un pañuelo era una cosa ridícula. Y además agregó: —Pero le puedo dar el dinero. Me fui violentamente, sin saludarla, dispuesta a pedir plata al chofer del colectivo o a un mendigo. Cuando me vio así me siguió, reflexionó un poco y dijo: —Vamos a conversar. Yo podía no haber conversado nada, pero mi violencia se convirtió en curiosidad. "La marciana quiere conversar”, pensé. —Bueno —dije. No me acuerdo cómo empezó las averiguaciones, pero sé que la conducían a saber que yo era una persona letrada y me enteré de que ella también era una persona letrada, que estaba en Bahía para estudiar folklore y antigüedades, y que iba a ir a Buenos Aires. Por mi parte la cosa no hubiera pasado de ahí, si no fuera porque quería averiguar qué relación había entre una persona letrada y la intolerancia de un ratón y, por otra parte, escuchaba una voz que me decía: "Tenés que mostrarte muy inteligente para ganar el dinero; si no te mostrás muy inteligente no te van a dar el dinero”. Sentí un poco como si participara en un torneo, y ella fuera la Reina de Corazones de Alicia en el país de ¡as maravillas y yo, por qué negarlo, un poco Alicia. Al mismo tiempo su rigidez era tan perfecta, que si en ese momento me hubiera demostrado toda la sabiduría del mundo y me hubiera demostrado con esa calma la cuadratura del círculo yo no me hubiera asombrado para nada. Algo siniestro me decía que tenía toda la sabiduría del mundo. Su enorme cabeza cuadrada había pensado en todas las cosas que hay que pensar: geografía, historia, matemáticas y también el corazón humano. Cuando llegamos al corazón humano, siempre en un terreno de generalidades decorosas y tanteo expectante y objetivo, me ensombrecí y después sonreí, pero una voz tenaz me decía: "Adelante”. Cuando me dije adelante enseguida ensayé el placer de manejar la situación; yo podía efectivamente decir cosas brillantes, pero noté al momento que no servía para nada; era como si otra persona estuviera hablando; hice una pausa y la miré bien; noté una cosa curiosa: estaba sentada en la cama con las piernas muy juntas, con su pijama, y limpiaba cuidadosamente los anteojos, con cierta humildad, y tenía los pies juntos y una pulserita de oro que llevaba un poco alta en el brazo, en la que no había reparado, y sus ojos azules y pequeños, un poco cansados, le daban un aire desolado y al mismo tiempo la devolvían a su infancia, una infancia en Alemania, seguramente, donde su padre, por qué no, a lo mejor la quería. Me callé completamente y se hizo una pausa. —Bueno —dije—, me voy a acostar. Se dirigió a la mesa, tomó la billetera y me dio el dinero. Así es, allí estaba el dinero, hablé de modos de devolución, absolutamente inconexos. —Por favor —me dijo—, y vi que su cara se retraía y, sin perder la firmeza, se ponía un poco pálida. —Bueno —dije yo sonriendo y tratando, con cierto esfuerzo, de dar calor a lo que decía—. Hasta Buenos Aires. —Así, sí—dijo ella—. Hasta Buenos Aires. Me fui con un peso más y un peso menos. |
cuento de Hebe Uhart
Publicado, originalmente, en: Latido Año I | Nº 7 | Enero de 2000
Latido se publicó en la ciudad de Buenos Aires, entre julio de 1999 y marzo de 2002
Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas
es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación, que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.
Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/latido-n-7/
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