Mis primeras lecturas
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TODAS ERAN DE
un libro de C. Vigil. En una había una nena que estaba en un asilo y le
contaba sus sufrimientos al hermano visitante como si fueran de otra
persona. Yo miraba la ilustración para ver si el hermano tenía alguna
sospecha de que se trataba de ella, la imagen no me decía nada. Esa
lectura me llenaba de sentimientos contradictorios: admiraba a esa chica
capaz de semejante conducta, yo no hubiera sido capaz de callarme, por
otro lado, pensaba: "Contale que sos vos, así te saca ahora".
También pensaba que esa conducta tan original la producía el asilo y
durante un tiempo quise vivir en uno de ellos ya que produce tan
portentosa personalidad. Había otra de
dos indios que al encontrarse, se saludaban así: "No seas ladrón,
no seas mentiroso, no seas borracho". Miraba el dibujo de los indios
saludándose para ver si se decían alguna otra cosa, como hola, o qué
tal. Tampoco la imagen me aclaraba nada. ¿Cómo podría aplicar ese
saludo a mi vida? Jamás saludaría a nadie de esa manera. A mí me
gustaba abrir el libro al azar, para ver qué aparecía, cuando aparecía
la de los indios, la pasaba sin detenerme; me fastidiaba porque esa
lectura ponía de manifiesto mi incomprensión. Pero volvía
permanentemente al gran enigma del libro: un señor no podía dormir
porque no sabía si hacerlo con la barba dentro de la colcha o afuera. El
dibujo mostraba a una especie de ogro con una barba descomunal. Me
inquietaba que lo que a mí me parecía una estupidez, para el hombre
fuera un asunto relevante. Claro que como era un ogro, no dormiría como
las personas comunes; pasaría la noche entre dos alaridos, metiendo y
sacando la barba de la colcha, movimiento que yo ejercitaba mentalmente viéndolo
de una manera y de la otra: prácticamente alucinaba.
Pero había una lectura que no trataba de los otros,
era como si se refiriera a mí: la de la mancha indeleble. Una nena se
mancha el vestido blanco con jugo de durazno y la mamá le dice: "Esa
mancha es indeleble, ya nunca el vestido será lo mismo". Indeleble
es una palabra que me asustó (y me asusta) por su contundencia. Como yo
me solía manchar la ropa diaria y alegremente, me retaban por eso. El
mandato moral que deduje de esa lectura fue: "Bajo ningún concepto
se deben manchar las cosas, sobre todo las blancas, porque se nota más".
Pensé: "No voy a llevar vestido blanco, no me voy a exponer a una
mancha indeleble". Al descartar el blanco, tuve la oscura sensación
de renunciar a algo importante, esa renuncia me convertía en ciudadana de
segunda categoría. Pero no iba a renunciar a comer duraznos mientras leía. |
Hebe Uhart
El País Cultural Nº 849
10 de febrero de 2006
Editado por el editor de Letras Uruguay
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