Prófugos |
Una
noche, aquel señor de edad respetable, abuelo de la chica con quien vivía,
le pidió a ella antes de que se metiera en la hamaca que le tuviese
preparados todos sus enseres para
ir a trabajar a su finca a la mañana del día siguiente, de tal forma que
en la madrugada él no se viese obligado a despertarla. La joven le
obedeció dócilmente y cumplió a cabalidad con lo ordenado. Afuera sólo
se escuchaba el estrépito de las olas al estrellarse contra los
acantilados. Las crestas de las ondas brillaban a la luz de la luna, y
unas nubes blancuzcas se deslizaban a lo largo del archipiélago sideral
en la soledad de la noche. Antes de la aurora, un joven llegó a la casa.
Se acercó furtivamente al lugar donde se encontraba la muchacha, quien,
sintiendo que un sombra la rozaba, abrió los ojos y vio de cerca el
rostro de su amigo: “Ve al
cobertizo”- dijo ella- , “y
encontrarás dos caballos: uno esquelético y el otro bien nutrido.
Prepara el flaco que en ése vamos a huir”. En
pocos minutos todo estuvo organizado. “Ahora
lanza cuatro salivas al suelo”, le dijo él a ella. Eso hizo la
chica. Inmediatamente después, la pareja subió a horcajadas al lomo del
corcel y se perdieron entre el paisaje, antes de que los gallos picotearan
con sus cantos aquel paraje solitario. Al despertarse, el varón
llamó a su nieta. De los cuatro escupitajos recibió la respuesta: “estoy aquí,
estoy aquí, “estoy
aquí,
estoy aquí.” “Qué contestación más rara”,
se dijo el viejo. Volvió a llamarla. En esta ocasión, ninguna voz humana
aflojó sus músculos. El hombre continuó vociferando una y otra vez,
acelerando el ritmo de la cuestión, y aumentó tanto el volumen de su voz
que estuvo a punto de caer en la afonía, por lo que se vio obligado a
bajarse del chinchorro para cerciorarse, casi en el acto, que su nieta ya
no estaba allí. Se dirigió entonces al pesebre, y al ver que sólo se
encontraba el animal esbelto comprendió que algo anormal había ocurrido.
Colocó la montura y la brida sobre el espinazo del equino, y al chascar
la lengua, el cuadrúpedo empezó a galopar sobre la hierba húmeda aún
de rocío, en medio de la niebla. Habiendo avanzado el corcel un buen
trecho, el cabalgador divisó un punto negro en la distancia y, soltando
las riendas, dejó correr al raudo caballo a su voluntad: era mucho más
veloz de lo que el dúo había supuesto. Cuando se vieron apremiados, el
joven le dijo a su compañera que arrojara cenizas sobre el individuo. La
chica obedeció: una nube oscura ensombreció los contornos más
inmediatos de los perseguidores, forzándolos a detener la marcha. Al
disiparse la gran nube negra, el rastreador inició la partida nuevamente,
y divisó una vez más el punto negro en el horizonte. Entonces, dejó
correr a la bestia según sus propias capacidades. En un tiempo muy breve,
los acosadores alcanzaron de nuevo a los fugitivos y he aquí al mozo pidiéndole
a su cómplice arrojar toneladas de detergentes sobre el caballero. Eso
fue lo que hizo la muchacha: una nube ardiente y espumosa anilló al
jinete y al pegaso, que resbalaba continuamente sin poder avanzar. Hombre
y bestia esperaron que el círculo se aclarara. Cuando la nube caústica
se disipó, el hostigador reconoció a los fugitivos en el punto negro
ubicado en la lontananza. A la voz de mando, el corcel, más
volando que corriendo velozmente, fue tragando los tramos en
proporciones algebraicas portentosos, lo que le hizo dudar de la
sinceridad de su acompañante al muchacho, por ello, el joven enamorado le
dijo a su prometida que bombardease a su abuelo con toneladas de clavos.
En un santiamén, una gran nube de herrumbre opacó la visibilidad del
viejo y del potro. Entre
tanto, los jóvenes consiguieron llegar a la casa de la Vieja Ojituerta, a
quien advirtieron que más tarde llegaría una persona y querría saber de
ellos; pero que ella tenía que decirle que no había visto a nadie, y que
esa misma persona insistiría en su pregunta, y que ella, la Vieja
Ojituerta, debía de mantenerse firme en su respuesta, y decirle que no
sabía nada y no había visto a nadie. Dicen
que el abuelo anda tras a los prófugos todavía, y aún no los ha
alcanzado. |
Arysteides
Turpana
del libro "Narraciones populares de País Dule"
México: Editorial Factor, 1987
aturpana@yahoo.com
Autorizado por el autor
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