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Lo siento, no me callaré más nunca Daniela Trottier |
Lo
siento, no me callaré más nunca. Es
curioso como le piden a uno conversar como si no hubiera pasado nada, como
si yo pudiera negar esa presencia creciente, sombra azulada que crece bajo
la fina curva de tus ojos. Como si mi voz no tuviera espesura, solo un
cuchicheo sin pasado ni historia en un volatil discurrir de plumas y sangres
derramadas. Lo
siento, no puedo callarme en lo que te confesaré esta noche, pues la velada
fue triste, el banquete insulso y la sombra, con sabor a iguana. He de
decirte una verdad púrpura que ya intuías, que en el año negro de
la Gran Peste, habrá unas treinta lunas, te he enterrado. Con el
bastón erguido en mi puño, iba yo golpeando las macizas puertas de los
pestilentes que al entornarse chirriaban con todas las bocas de sus goznes
el Enojo divino, entre asombro y terror. Recostada contra el musgo vertical
de la ciudad fortificada, envolvía a mis retoños Ludovico y Raimundo de mi
amplia túnica, mientras mi amo y esposo, Severino, amontonaba los roídos
bultos en la carreta. Fue
por aquella época que te descubrí en un patio interior, dorada sombra
contra el pozo abandonado, la cabellera leonina, el aliento corto, la mirada
opalina, y con esa palidez de la arena ante un mar que retira sus olas.
Daban un banquete en la casa vecina, celebrando a tinajazos de rodomiel no sé
qué muerte con máscara de vida, y se me ocurrió llevarte a rastras por
las inciertas gradas del Callejón de los Amargados hasta un aposento del ático,
lista para el alba. Observé taciturna el negro encaje de tus iris y conté
el collar de perlas de tus días terrestres. Sin conocerte, ya era algo tuya
y eras algo mío, y eso me dolió. Te di pan y vino caliente, y me senté a
acompañar tu hado, hilar el telar, escalar el monte, navegar hacia la otra
orilla, inclinar la cabeza y rezar otra vez, tomar tu mano entre las mías,
llorar contigo. Cuidadora de tu sombra, en plegaria. Anduve
frágil en ese caminar sobre los pasos de tu fragilidad, y esas cosas, como
se sabe, quebrantan cualquier ánimo de cristal, cualquier vena, cualquier
roce. No me asomé al banquete pues he de quedarme contigo, mujer etérea,
asombrosamente transparente que yace entre sábanas exhaustas y ramillete de
romero. Oscilabas en la barca de Caronte, cruzando entremundos y hades,
apareciendo y desapareciendo ante mi mirada, la faz volteada como estatua de
sal, y eso me torturaba y deseaba sacar tu moribunda ternura de mi vida,
sosegarme al fin, pero oprimías el manojo de tus dolencias en un tenaz
deseo de no muerte y esa deliciosa sombra dorada que enhebraba tu cabeza,
que seduce y enternece y no sabés porqué, y de nuevo se reaviva tanta
esperanza... a la salida del buitre, saliste por fin del aposento anclada en
mi puño mientras mis caros varones y Severino, mi dueño, se afanaban en
cargar la última remesa de almas en su caldo nefando. Tu
discreta partida al azar de un descuido, mío, de una ausencia, mía,
dejaron en mis labios una cierta sed, una irreparable tristeza, en aquella
mi morada de la ausencia. Lo
siento, no volveré a callarme tanto duelo, de que te ibas a morir y no te
moriste, y te recé igual de muerta y no te moriste, y te creí de pronto
sin vida y respirabas, y me morí contigo en tu lecho y quedaste con
aliento, y renaciste de cuerpo cuando yo ya había muerto por dentro. Ahora
te descubro en mi jardín de invierno, dorada sombra abandonada, cabellera
leonina, aliento sordo, mirada ocarina, y con la palidez de un mar que
recoge sus olas. Te
estás muriendo, de una impía dolencia que desdibuja tu rostro, pobres
seres del bosque que fuimos y que dejamos escapar entre nuestros cansados
dedos fortuna y sabor (¿te asombran esos términos? pues existen).
Taciturna acompaño tu muerte, desgranando las perlas de tu incierto collar,
sin dolor sin pena por haberte velado ya muchas lunas antes, y que además
soy grifo y también esfinge y, como se sabe, esas criatura no suelen
compadecer a los desdichados mortales que derraman sus aguas por el ancho
mundo, sin texturas ni ternuras, cercenados, cercados, tristes al fin. ¿Cómo
sobrevivir a semejante sangría, acaso lo sabes tú, sombra de mi sombra? Lo siento, no te lloraré más nunca, mi adorada difunta, y te seguiré olvidando luna tras luna en la total y respetuosa discreción de mi memoria sin ventanas.
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Daniela Trottier 2007
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