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Cartas y fragmentos de inmortales  
Daniela Trottier

I

 

Vuelvo a ti después de medio siglo. No me reproches nada, por favor. Me alejé como un pequeño pasatiempo, quizá con la intención de buscar un rastro de humanidad en mi cuerpo.                                          

 

II

 

¡Carta! ¡Y manuscrita para colmo! Incorregible Sorel, tus aires renacentistas no se han diluido con el tiempo y seguís rechazando mi zélena@sang.com aunque lo tengas a mano en las no sé cuántas pantallas de tu sótano. Linda y atormentada carta por lo demás, y con esa textura de lino que se da a tocar esponjosa y púdica entre mis yemas.

 

Me preguntabas -oh ironía- por qué parecía yo tan milenaria y vos la tierna de tan sólo unos siglos a cuestas. Me hizo sonreír, te lo confieso, pero me hizo también pensar en por qué todos esos años me pesaban tanto. Con cierto esfuerzo regresé a los empolvados archivos de mi vetusta memoria, deteniéndome en la sección infancia, y descubrí ahí la clave de mi vejez prematura.

 

Es simple: en aquel entonces no dormía. Las noches eran mías, lo que sumado a los días empezaba seriamente a pesarme. Me acompañaba una candela y el calor de las saludables piernas de mi hermana cuya única gracia era no percatarse de nada. De un ser vivo y silvestre durante las horas de luz, pasaba a muertoviviente al atardecer. Mi estómago se paralizaba misteriosamente y toda yo me convertía en una cosa innombrable, híbrido de zombi y de Madame Bovary.

 

Dormía tan poco que me divertía señalando en el horroroso calendario, obsequio del boticario de la esquina, aquellas fastas noches en que había roncado a puernas sueltas ¾divina inconciencia¾. Luego, con rápidas sumas de esos momentos fugaces, llegaba a un promedio de tres noches por cada seis meses, lo que no dejaba de asombrarme.

 

Administraba mis largas noches de insomnio entre la escritura catártica de poemas mórbidos y sanguinolentos ("yo cadáver...") y la lucha cuerpo a cuerpo con mis órganos internos para que no cesaran de funcionar. Un ojo sobre la última estrofa y otro, interior, sobre mis pulmones, me concentraba en respirar, digerir y mi corazón latir. La gestión de mis músculos dizque involuntarios me cansaba terriblemente y -¡oh paradoja!- me hacía caer, exhausta, en el más oscuro de los sueños.

 

A cada puesta de sol, con la llegada de las sombras, mi combate se iniciaba contra la posición horizontal, que se asemeja a la muerte. Si por hastío de los almohadones me acostaba bocarriba, todo el peso de la gravedad del Universo se acumulaba en mi tórax y los alimentos, fuente de vida, se tornaban en una masa de plomo que amenazaba con asfixiarme. Mis brazos pegados al cuerpo dibujaban en la penumbra la línea certera de un sarcófago, cuya etimología fagus = comer y sarkos = carne me devolvía a los terrores infantiles que había sentido ante ciertas máscaras cuernudas de la Cuaresma. Ante la inminencia de un paro general de mis funciones vitales, regresaba a las profundidades de mi cuerpo para, tal un general, animar a las fuerzas vivas y a las mecánicas de seguir haciendo lo que habían empezado hacía quince años atrás.

 

No puedo negarte que esa doble vida de vivir el doble del común de los mortales me había dado un cierto halo místico y ¾de feria¾ un cuerpo de tísica que ni La Dame aux Camélias hubiera soñado para sí. Y hablando de la reina de Roma, mi doble vida me espera afuera, en el elegante Callejón de los Amargados. Chao, querida. Zé

 

III

  

Si no fuera por esa amargura añeja y esa doble vida tan perpetua, no podrías interesarme tanto. Pero ya has decidido tu infierno terrenal como yo el mío, habrá que acostumbrarse a lo eterno.

 

IV

 

¿Ausentarme? Cómo podría hacerlo si tu carta me llegó al año como un vendaval por la alcoba. Qué entusiasmo, querida Sorel, ¿estarás enamorada de nuevo? Aunque, a decir verdad, ello me parece poco probable. Tu escritura gótica que no respeta márgenes ni puntuación te delata: nunca pudiste acostumbrarte a este siglo XX ahora moribundo. Ese aire austero que acompaña tu anguloso rostro de sefardita conversa poco se ha modificado desde que te reconocí. (Cómo será el destino que nos puso en la misma fila de ese mugriento banco de Suriname. ¿Habrá un destino para nosotras?) Recuerdo, y en eso acertaste: tengo una necia memoria arenosa, recuerdo tu silueta a contraluz levemente inclinada hacia adelante descubriendo la piel cetrina de tu nuca de gitana. Algo sentiste y te diste vuelta. Tu olfato es ciertamente más agudo que el mío, alegremente depredador diría yo. Giraste algo bruscamente, nos miramos y ahí mismo sentí fracturarse el tiempo. Me quedó un gustito a metal en las recámaras del paladar. Aun así, seguimos como dos cajas fuertes, impávidas, en la fila que se movía apenas (oh trópico) y mis sospechas se desvanecieron cuando de reojo te vi firmar el giro bancario. Bartolomé de las Casas no lo hubiera hecho mejor y por una vez estuve de acuerdo con el cajero. Inaceptable. Créeme, Sorel, tu pluma de ganso no era tan obsoleta como esa firma extravagante, garabato que emparenté en aquel momento con los dragones erguidos de los mapamundi de Amerigo Vespucci. Llevabas unos anteojos de carey, así que pensé: carey y dragones = seres tectónicos, inmortales. Me dio un ataque de risa ¾como recordarás, ¿o no recordás? ¾ y te dije en francés este disparate, un tanto sorprendida de usar mi lengua materna: Votre plaisir est le mien. 

 

En fin, todos esos recuerdos me son gratos y no soy tan oscura como me pintás. Eso del masoquismo de mi niñez es una clara infracción al VIII mandamiento, querida. O mala fe. Cuando se nace en un pueblito que ronca sus 100 años de sortilegio burgués, qué puede hacer una sino jugar con las aceras como si fueran mareas. Nunca me subí a una acera si estaba en marea alta. Tenía que caminar hasta la próxima marea. Siglos después, me doy cuenta que ya desde entonces ensayaba con el tiempo inmóvil, dudoso preludio a lo que llegaría a ser. A lo que somos, Sorel.

 

Tu querido amigo, el Conde de Villiers, me interesa más que tus perfidias sobre mi pasado y no tanto por eso del boxeo y el cóctel de sudor y sangre que cosechas ahí sino por su libro. El Callejón de los Amargados no es mi única afición, dios me libre de ello, y ocupo mi eterno tiempo libre en coleccionar todas las ediciones del libro de B.S. ¾nuestra biblia literaria¾ que andan rodando por el planeta. Después de 20 años de afanosa recolecta, me inventé un nombre vagamente alemán (por lo de Abraham Van Helsing, naturally) y me lancé a la cruda luz pública con un modesto pero sustancial fascículo: Drácula. Opus 1000. Si el diletantismo no acaba conmigo, quizás ¾no estoy segura¾ me gustaría leer esa Ève Future que mencionaste. Los v. cibernéticos son nuestra ciencia ficción y nosotros también necesitamos mundos imaginarios.

 

En cuanto a la miseria, niños, bocados, ángel exterminador y cuerpo hablante, te contestaré en una próxima carta. Me empujaste. Quizás me caí.  

 

                                                                            

 

V

 

Tus mareas me han tocado, Zé. Te empeñas por lo que veo en hacerme recordar. Lo consigues en efecto. Hay tantas cosas en la memoria, es como un intenso rompecabezas agitándome, rondándome con un espesor silencioso que amenaza con tomar mi cerebro.

 

 

VI

 

¿Serpiente con alas o serpiente emplumada? Sorel, dejá tu poesía llena de mitos, que te tropezás con ellos... La diferencia no es poca, si pensamos que la primera bestia se nutre del casto cadáver agusanado de San Agustín, y la segunda, de los paisajes lacustres de Tenochtitlán. Además, el dragón alado es grisáceo, color sin esperanza, como el último que vio ¾y ensartó¾ Tristán, a la sazón algo depresivo por causa de una revelación tardía: la pasión amorosa no sobrevive al tiempo, se degrada, nace, muere y renace como las estaciones. La serpiente con plumas, en cambio, es de tono rojizo y encierra en sus pardos destellos el ocre de las vasijas salitrosas y el fluir de la sangre en su canto a la obsidiana.

 

No te engañés, Sorel, tus orígenes claustrales en aquella Europa bubónica se han ido borrando con tantos años y andares, y la mano que desliza fuego te pertenece ahora plenamente. Sos más carey que dragón, y si de Bartolomé de las Casas te queda la firma, tu visión del mundo ya corre por los mastabas y quetzales, tal una irreductible Fridakhalo precolombina.

 

Pero basta de pezuñas, alas y plumas, quería volver a ese cajero de Suriname que según tu mala memoria mataste vos o maté yo. Pues bien, ya que tocaste el tema, te diré que no lo maté yo (raras veces me involucro con la burocracia), pero me consta que no lo hiciste tampoco. ¿Atónita, querida? Por ello tenés los dedos tan finos, se te escapan los hechos como agua de torrente, en especial aquéllos que pesan en tu delicada alma. Ese cajero, Sorel mía, no era ni totalmente idiota ni totalmente cajero. Era algo tuyo, eso sí. No sé muy bien en qué, pues guardás ciertos secretos con gran esmero.

 

Así, después de su muerte y de tu partida intempestiva, usé alguna fracción de ese ocio eterno para investigar la vida y el trágico fin de Stephanus Tokoe. No puedo negar que otro motivo a ello fue la inmensa rabia que sentí por lo bochornoso del caso y tu vuelo (¿huida?) repentino.

 

Te regalo, cara mea, esta advertencia: cuidáte de Paramaribo, ahí están. Ya sabés, si no hay conciencia en nosotros, tampoco hay olvido (olvido = apendíce del hígado, centro de todas las veleidades). Te buscan, o mejor dicho, nos siguen buscando, aunque más a vos, supongo. Creen que volverás ahí por nostalgia... ¿Volverás?

 

                                                                            

 

VII

Están aquí o muy cerca. Los huelo, los siento, es casi inevitable este escalofrío recorriéndome como una serpiente que de pronto se vuelve fuego. Han intervenido nuestra correspondencia, es un presentimiento que no me abandona.

 

VIII

 

¿La pluma de ganzo te habrá cegado al punto de no reconocer ahí los exabrutos cibernéticos de nuestra comunicación finisecular? ¿De no haberte percatado que trocamos hace ya medio siglo el papel pergamino por el texto volátil y altamente corruptible? Para este hecho tan banal no hace falta una conspiración de inmortales...

 

Desde que se inició la mal llamada Era de Gutenberg (pues el crédito fue de otros, de nuestros vecinos del Oriente, pero Europa es lo que es por este tipo de desplante, soberbia y depredadora), nos fuimos alejando de la tinta, el amalgama de plomo y las grafías laboriosas que anidaban en la esponjosa materia para perdernos à jamais en el Signo desencarnado de nuestras pantallas de penthium. Perdimos nuestras manos con sus cinco yemas ennegrecidas, su palma callosa y sus surcos sabedores del destino. Heredamos en su lugar un manojo de chips, mejor dicho, una cosa virtual que nos acecha detrás del teclado estándar de 50 caracteres y símbolos afines, además de las engañosas funciones de lo inaprensible.

 

Los avatares de la red cibernética, donde se pulverizan textos como otros pulverizan cuerpos a cañonazos limpios en el Amazonas, no merecían tus penas y pesares, sombra de mi sombra. El día en que Ellos nos alcancen no se tomarán la molestia de fracturar nuestras cartas... Los conocés, aunque les sobra eternidad no pierden tiempo en nimiedades de corte literario. Su cruel falta de imaginación, su crasa miopía los incapacitan para "vernos". A mí me tienen sin cuidado. A lo sumo me destruirán algún día (cómo suena bien para un v. pronunciar a plena boca esas guturales y dentales de "algún día", suena a cotidiano), pero será ciertamente por aburrimiento...  Ello me recuerda a cierto Almirante creador de continente que no podía imaginarse que el ser que tenía ante sí hablara otro idioma que no fuera el suyo, por lo cual había optado por declarar que ese indio no tenía habla. Problema de casilla. Ellos también carecen de casilla para nosotras. Sorel, ¿cómo podés temerlos? ¿Le temés a la ameba? ¿Le temés a la bañera? ¡Ah! ¡Ah! Me estoy divirtiendo, gracias Sorel por eso.

 

                  

                                                                            

 

P.D. Sorel, ¿por qué te empecinás en no reconocer que hace medio siglo mataste a un hombre ya muerto?

 

 

IX

 

He recuperado la cordura y me avergüenzo de ser tan alarmista, de temer tanto, de sentir el peso del acoso como una lápida que nada cubre y sólo aplasta. No hay rastro de Ellos.

 

 

X

 

Sorel,

 

Ya veo que mi afán por resucitar a Stephanus Tokoe dio sus frutos podridos. ¡Cuántas preguntas! ¡Cuántos dardos! El agua clara de mi relato se enturbia de pronto con tus reclamos e insinuaciones, con tu despecho de mujer (sí, de mujer) engañada. A todo ello (porque esta noche me invade una saudade inhabitual que me llena de bondad), responderé, obediente, a tus interrogantes:

 

No. No acostumbro correr ni escapar. Especialmente ante Ellos. Ellos se manejan con el nivel 1 del cerebro: pelear o huir, y en eso se parecen asombrosamente a nuestros antepasados, los velocirraptors, que captan en el iris de sus negros ojos sólo aquello que se mueve... Por eso me quedé en Suriname, quietecita. Pero, bueno, sería mentirte si callara aquí su olfato, un olfato de los mil diablos que tienen muy pero muy desarrollado. Aun así, ante Ellos me hago ostra: bien encuevada me convierto en una quiescencia, incolora e inodora.

 

¿Si quiero que te atrapen? A esta pregunta de corte primitivo, te devuelvo esta otra: ¿Querés que me atrapen?

 

Ya te dije que no suelo involucrarme con la burocracia, demasiados trámites, aun en los afectos... Así que Stephanus como amante es una inventio tuya.

 

Benedicta... ¡qué enigma fue esa mujer pyai! Te confieso, por la larga amistad que nos une y desune, que B. es un misterio. Sólo puedo adelantar conjeturas... sigo creyendo (como vos) que ella nos recibió con toda naturalidad en su cosmos particular a las Bestias que somos.

 

Sí, B. te vendió. ¿A quién? Eso, querida, ¿quién pueda decirlo? Me conocés, o creés conocerme desde hace siglos, y seguís dudando... No soy yo quien, ciertamente, te sacará de ese infiernillo de mujer celosa.

 

¿Te odian? ¡Qué enternecedor! Pero decíme, ¿qué es lo que nunca te perdonarán? Decílo, dejá los lloriqueos para el próximo milenio y decílo de una vez en lugar de empacharme con tus sustos de niña prepúber. ¿Te ayudo?: los Templarios. ¿Continúo?: Gilles de L'Étang, l'âme damnée de la Orden. ¿Es ese el nombre que no te atrevías a pronunciar? de L'Étang, el Inmortal de la Cofradía, Gran Maestro y enemigo personalísimo de nuestra Sorel.

 

Por lo demás, no estoy enterada de todos tus espléndidos estragos en la Orden, pero he sido testigo de excepción en estos últimos siglos de lo que ello desencadenó. Generaciones de Templarios e iniciados te han dado caza con un solo y único fin: convertirte en polvo cósmico, no sin antes haberte sometido a un cóctel de torturas que va desde la prensa medieval hasta nuestra picana latinoamericana (por cierto, ¿cuál será la mayor tortura para nosotras?). Aparte de la molestia que representa esta tediosa persecución en contra "nuestra" (ya que me embarcaste en eso), no podés negar que por tus infidencias y enredos los Templarios tardaron casi un siglo en reponerse... Ese siglo XVI les fue fatal, fatal, sin olvidar los duros embates que sufrieron de los filósofos y moralistas "modernos", indignados por las opulentas riquezas de su emporio. Reconocélo, la pasaron bastante mal, perseguidos, echados a la hoguera, ahorcados, despojados, sus bienes y patrimonio esparcidos por todo el viejo continente, sus símbolos pisoteados, sus manuscritos vendidos en subastas y mercados de pulgas. Y el Graal desaparecido... Te acusan de Magno Sacrilegio, Sorel...

 

De cierta forma te alzaste en figura cuasi mítica por la virtud y gracia que produjo el inmenso odio que los desdichados canalizaban hacia vos. Sorel-Isis, diosa maldita ojos-de-miosotis. Suena la rima. Por lo demás, ¿debo sumar ese lamentable tropiezo a los otros tantos que influyeron en tu partida hacia el Nuevo Mundo? Sos muy preciada por todos, a lo que veo. Entiendo ahora un poco mejor tu excesivo celo y esa pegajosa nostalgia que arrastran tus párpados. Tenés mucho que contar... lo que me recuerda un detalle curioso que me apresuro a revelarte. Tu otro enemigo mortal (porque éste sí lo es) de esta segunda parte del siglo, actual Gran Sacerdote de la Orden, se llama, como lo sabés, Koeli Mayana-Pané, ¿ese nombre no te recuerda nada? Posiblemente que no, pues tu vida de fugitiva secular no propició la comunicación planetaria con el género humano, ni hizo de vos una v. muy mundana, que digamos. Te diré que el tal fulano es el cuarto hijo de Stephanus que Ellos, los depredadores, se llevaron (en canasta de bambú) aquel setiembre de 1949 al irse de Suriname. Mayana-Pané, quien carga ahora con su buen medio siglo de edad y todo su historial, tiene casualmente un ojo azul y otro negro... No es mala persona, sólo que muy mal educado, destila odio, y como podrás suponerlo, guarda para vos todo el veneno y la ponzoña del mundo. Te ahorro aquí los sobrados motivos.

 

 

En fin, dejémos ese desafortunado tema para otra ocasión, pues bien atizada quedó la hoguera muy a pesar mío. Muy a mi pesar, creélo, hermosa Sorel.

 

          Me interesa más tus revelaciones sobre Juana Inés. Fascinante lo que me relataste al final de tu carta. ¿Cómo la conociste? Tu solo amor por los claustros no basta para explicar un tal encuentro. Sospecho ahí alguna antigua y bien alimentada querencia -en el fogón de tus pasiones-. (Yo también estuve prendida de esa mujer, pero fue por otro motivo...)

 

Encendiste algo en mí que se asemeja a la febrilidad. Espero tu carta, frágil sombra de mi sombra.

 

                                      

 

P.D. Benedicta... Benedicta vive su vida eterna en mi morada. Tiene la piel curtida por las odorantes hierbas y el rico bálsamo que, desde el sarcófago, la mantienen fiel a mi mirada.

 

 

XI

 

¿Cuándo dejaremos de reprocharnos? Siempre que recibo noticias tuyas no puedo menos que violentarme y me invade el deseo de ir hasta donde estás y darte una bofetada, pero me quedo quieta y pensando.

 

Zé, odio el rechazo. Me alejé y no fue por culpa de Ellos, en eso mentí... Si razón es preferir, yo no tengo razón, y cuánta falta ella me hace...

 

***

Daniela Trottier - mayo de 2008

 

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